14

Mary se dio la vuelta en la cama y se deshizo de mantas y sábanas, empujándolas con los pies. Medio dormida, estiró las piernas para tratar de refrescarse.

Maldición, seguramente había dejado el termostato de la calefacción demasiado alto…

Una horrible sospecha la despertó por completo y su mente se puso alerta en medio de una oleada de terror.

Fiebre de baja intensidad. Tenía fiebre de baja intensidad.

Santo Dios… Conocía la sensación demasiado bien, el sofoco, el calor seco, el dolor en las articulaciones. Y el reloj señalaba las cuatro y cuarto de la madrugada. Cuando estuvo enferma anteriormente, era más o menos la hora en que a su temperatura le gustaba subir.

Extendió la mano sobre la cabeza y abrió la ventana situada detrás de la cama. El aire frío se tomó la invitación en serio, y entró en ráfagas, refrescándola, calmándola. La fiebre bajó pronto, el brillo del sudor anunció su retirada.

Quizá simplemente tenía un resfriado. Los que padecían leucemia también tenían enfermedades normales, como los demás. No había duda.

Pero fuera lo que fuese, catarro o metástasis, ya no podría volver a dormirse. Se puso una chaqueta de lana sobre la camiseta sin mangas y fue al piso de abajo. Camino de la cocina, encendió cuantos interruptores de luz tuvo a su alcance, hasta que todos los rincones de la casa estuvieron iluminados.

Destino: la cafetera. No había duda de que responder correos electrónicos de la oficina y prepararse para el asueto del largo fin de semana del Día de la Raza era mejor que quedarse en la cama contando las horas que faltaban hasta la cita con el doctor.

Aún quedaban cinco horas y media.

Odiaba la espera.

Llenó la cafetera con agua y fue a la despensa a por la lata de café. Estaba casi vacía, de modo que sacó su suministro de reserva y el abridor de latas manual y…

No estaba sola.

Mary se inclinó hacia delante y miró por la ventana, sobre el fregadero. Sin luces encendidas en el exterior no pudo ver nada, así que dio la vuelta hasta la puerta corredera y accionó el interruptor que había junto a ella.

—¡Santo Dios!

Había una enorme silueta negra al otro lado del cristal.

Mary hizo ademán de ir a buscar el teléfono, pero se detuvo cuando vio un destello de cabello rubio.

Hal levantó la mano a modo de saludo.

—Hola. —El vidrio ahogaba su voz.

Mary se abrazó el estómago instintivamente, protegiéndose.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Sus anchos hombros se encogieron.

—Quería verte.

—¿Para qué? ¿Y por qué a estas horas?

—Me pareció una buena idea —respondió, volviendo a encogerse de hombros.

—¿Estás loco?

—Sí.

Ella casi sonrió. Y luego se recordó a sí misma que no tenía vecinos cerca y que aquel hombre era un gigante medio desconocido.

—¿Cómo me has encontrado? —Pensó que quizás Bella le había dicho dónde vivía.

—¿Puedo entrar? O tal vez puedas salir, si así te sientes más cómoda.

—Hal, son las cuatro y media de la mañana.

—Lo sé. Pero ya ves, tú estás despierta y yo también.

Resultaba impresionante, con todo aquel cuero negro, y con la mayor parte de la cara en sombras. En ese momento era más amenazador que hermoso.

¿De verdad estaba pensando en abrir la puerta? Obviamente ella también estaba loca.

—Mira, Hal, no creo que sea una buena idea.

Él la miró fijamente a través del cristal.

—¿Entonces podemos hablar tal como estamos ahora?

Mary se lo quedó mirando, desconcertada. ¿Estaba dispuesto a quedarse allí, fuera de la casa, como un criminal, sólo para charlar?

—Hal, no quiero ofenderte, pero hay cerca de cien mil mujeres en esta zona de la ciudad que no sólo te dejarían entrar en su casa, sino también en su cama. ¿Por qué no vas a buscar una de esas y me dejas en paz?

—Ellas no son Mary.

La oscuridad que caía sobre la cara hacía que su mirada fuera imposible de interpretar. Pero el tono de voz era enormemente sincero.

En la larga pausa que siguió, ella trató de convencerse a sí misma de que no debía dejarlo entrar.

—Mary, si quisiera hacerte daño, podría hacerlo en un instante. Aunque atrancases todas las puertas y ventanas entraría. Lo único que quiero es… hablar contigo un poco más.

Ella observó la anchura de sus hombros. Debía de tener razón al decir que podría entrar cuando lo deseara. Tuvo el presentimiento de que, si le decía que podía hablar a través de una puerta cerrada, él traería una de las sillas de jardín y se sentaría en la terraza.

Levantó el picaporte de la puerta corredera, la abrió y dio un paso atrás.

—Sólo explícame una cosa.

Él sonrió mientras entraba.

—Dispara.

—¿Por qué no vas con una mujer que quiera estar contigo? —Hal se detuvo en seco—. Lo que quiero decir es que esas mujeres del restaurante, todas, estaban pendientes de ti. ¿Por qué no estás… divirtiéndote con una de ellas? —Le hubiera gustado decir «copulando como un sátiro».

—Prefiero estar aquí hablando contigo, que dentro de una de esas hembras.

Ella se sintió un poco asqueada ante tal franqueza, pero entonces se dio cuenta de que no estaba siendo grosero, sólo abiertamente honesto.

Bueno, por lo menos en algo tenía razón: cuando se había retirado después de aquel beso, ella había presumido que era porque no había sentido pasión alguna. Evidentemente, había dado en el clavo. No estaba allí por deseo sexual, y se dijo que era bueno que no sintiera lujuria por ella. Casi llegó a creerlo.

—Estaba a punto de hacer café, ¿quieres un poco?

Él asintió y empezó a recorrer la sala de estar, tomando nota de cuanto veía. En contraste con el mobiliario blanco y las paredes color crema, su ropa negra resultaba siniestra; pero entonces ella lo miró a la cara. Él sonreía de una manera un poco tonta, como si se sintiera feliz por el solo hecho de estar dentro de la casa. Casi como un animal que hubiera estado encadenado en el patio y finalmente le permitieran entrar.

—¿No quieres quitarte la gabardina? —dijo ella.

Él se deshizo de la prenda de cuero y la arrojó sobre el sofá. El gabán cayó con un pesado golpe sordo, aplastando los cojines.

«¿Qué demonios tendrá en esos bolsillos?», se preguntó ella.

Entonces le miró el cuerpo y olvidó todo lo referente a la gabardina. Llevaba puesta una camiseta sin mangas que dejaba ver los poderosos brazos. Su pecho era amplio y bien definido, el estómago tan sólido que se podían ver los músculos abdominales aun bajo la camiseta. Piernas largas, muslos fuertes…

—¿Te gusta lo que ves? —preguntó él con voz profunda y serena.

«Sí, cómo no», pensó. Pero, por supuesto, no respondería a eso.

Se dirigió a la cocina.

—¿Te gusta fuerte el café?

Recogió el abrelatas, perforó la tapa del Hills Bros y empezó a dar vueltas a la manivela, como si en ello le fuera la vida. La tapadera cayó dentro del café molido y ella metió un dedo para sacarla.

—Te he hecho una pregunta —dijo él, muy cerca de su oído.

Mary dio un salto y se hizo un corte en el pulgar con el metal. Con un gemido, alzó la mano y se miró la incisión. Era profunda, sangraba.

Hal soltó una maldición.

—No quería asustarte.

—Sobreviviré.

Abrió la llave del agua, pero antes de que pudiera introducir la mano bajo el chorro, él le agarró la muñeca.

—Déjame ver. —Sin darle oportunidad de protestar, se inclinó sobre su dedo—. Es una herida grande.

Se llevó el dedo a la boca y chupó con suavidad.

Mary soltó un grito sofocado. La cálida y húmeda sensación de absorción la paralizó. Y luego sintió que le pasaba la lengua. Cuando la soltó, ella sólo acertó a mirarle, estupefacta.

—Mary —dijo él con tristeza.

Ella estaba demasiado impresionada para preguntarse a qué se debía ese cambio de humor.

—No has debido hacer eso.

—¿Por qué?

—¿Cómo sabes que no tengo sida o algo así?

Él se encogió de hombros.

—No importaría si lo tuvieras. Y no es que tenga ya la enfermedad.

Ella palideció, pensando que él era cariñoso e inconsciente, y que le había permitido llevarse a la boca una herida abierta.

—Entonces, ¿por qué no importaría?

—Sólo quería curarte. ¿Lo ves? Ya no sangra.

Ella se miró el pulgar. El corte parecía haber cicatrizado. La herida estaba curada. ¿Cómo diablos…?

—¿Ahora vas a responderme? —preguntó Hal, cortando deliberadamente las preguntas que ella estaba a punto de hacer.

Cuando alzó la vista, Mary notó que los ojos del hombre estaban reluciendo de nuevo, el verde azulado tenía un brillo hipnótico, irreal.

—¿Cuál era la pregunta? —murmuró.

—¿Te complace mi cuerpo?

Ella apretó los labios. Si le excitaba escuchar a las mujeres decir que era hermoso, regresaría a casa decepcionado.

—¿Y qué harías si no me gustara?

—Me taparía.

—Sí, claro.

Él ladeó la cabeza, como si no hubiera oído bien. Luego se dirigió a la sala de estar donde estaba su gabardina.

Por Dios, hablaba en serio.

—Hal, vuelve. No tienes que… yo… tu cuerpo me gusta.

Volvió sonriente.

—Me alegra. Quiero complacerte.

«Muy bien, señorito», pensó ella, «entonces quítate la camisa, deshazte de esos pantalones de cuero, y acuéstate sobre las baldosas. Nos turnaremos uno debajo del otro».

Maldiciéndose a sí misma, volvió a ocuparse del café. Mientras volcaba cucharadas de café molido en la cafetera, pudo sentir que Hal la miraba. Y lo oyó tomar aire por la nariz con fuerza, como si la estuviera oliendo. Y sintió que… se acercaba muy lentamente.

Punzadas de pánico le recorrieron el cuerpo. Estaba demasiado cerca. Era demasiado grande. Demasiado… hermoso. Y el calor y la pasión que despertaba en ella eran demasiado poderosos.

Cuando hubo acabado de poner la cafetera, se alejó de él.

—¿Por qué no quieres que te complazca? —preguntó el vampiro.

—Deja ya el asunto. —Cuando hablaba de complacer, en lo único que ella pensaba era en sexo.

—Mary. —La voz era profunda, resonante, penetrante—. Quiero…

Ella se tapó los oídos. De repente, sintió que la abrumaba la presencia de ese hombre en su casa. En su mente.

—No sé por qué te dejé pasar. Creo que deberías irte.

Sintió que una mano muy grande se posaba suavemente sobre su hombro.

Mary se puso fuera de su alcance, casi atragantándose. Él era salud, vitalidad y sexo crudo, y cientos de otras cosas que ella no podía tener. Él estaba totalmente vivo, y ella… muy probablemente enferma de nuevo.

Fue hasta la puerta corredera y la abrió.

—Vete, ¿de acuerdo? Por favor, vete.

—No quiero.

—Sal de aquí. Por favor. —Él se limitó a mirarla fijamente—. Santo cielo, eres como un perro callejero del que no puedo librarme. ¿Por qué no vas a importunar a otra?

El poderoso cuerpo de Hal se puso rígido. Por un momento pareció como si fuera a decir algo desagradable, pero luego recogió su gabán en silencio. Cuando lo ondeó para posarlo encima del hombro y se dirigió a la puerta, no se volvió a mirarla.

Vaya, era magnífico. Ahora se sentía fatal.

—Hal. Hal, espera. —Le tomó la mano—. Lo siento, Hal…

—No me llames así —dijo él bruscamente.

Cuando se soltó la mano encogiendo el hombro, ella se interpuso en su camino. Y deseó no haberlo hecho. Los ojos del hombre eran ahora totalmente fríos. Como fragmentos de aguamarina.

Fue cortante en las palabras que pronunció.

—Siento mucho haberte ofendido. Imagino el gran fastidio que sientes porque alguien quiera llegar a conocerte.

—Hal…

Él la empujó a un lado fácilmente.

—Dices eso una vez más y perforo la pared de un puñetazo.

Salió a grandes zancadas, en dirección al bosque que lindaba con el lado izquierdo de la propiedad.

Actuando por impulso, Mary metió los pies en un par de zapatillas deportivas, se echó una chaqueta sobre los hombros y salió corriendo por la puerta corredera. Atravesó el prado, llamándolo. Cuando llegó al borde del bosque, se detuvo.

No se escuchaban ramas rompiéndose, ni sonidos de un hombre grande caminando. Pero había tomado esa dirección. ¿O no?

—¡Hal! —gritó.

Pasó un buen rato antes de que, decepcionada, diera la vuelta y regresara a la casa.