12

Mary contuvo la respiración mientras Hal le soltaba la mano.

Tal vez estaba soñando. Sí, eso tenía que ser. Porque era demasiado hermoso. Demasiado sensual. Le ocurría a ella, y eso no podía ser real.

La camarera regresó, acercándose a Hal tanto como pudo. Sólo le faltaba sentarse en su regazo. La mujer se había retocado el brillo labial, lo cual no sorprendió a Mary. En conjunto, su actitud resultaba un poco ridícula.

—¿Qué vas a tomar? —preguntó a Hal.

Él miró al otro lado de la mesa y levantó las cejas. Mary meneó la cabeza y empezó a recorrer el menú con un dedo.

—Bien, veamos qué tenemos aquí —dijo él, abriendo su propia carta—. Tráeme un pollo Alfredo, un bistec jugoso y una hamburguesa con queso, también jugosa. La ración de patatas fritas que sea doble. Y unos nachos. Sí, quiero nachos con todo. Doble ración también ¿te parece?

Mary sólo acertó a quedarse mirándolo mientras cerraba la carta.

La camarera le miró un poco incómoda.

—¿Todo eso para ti y para tu hermana?

Mary se dio por enterada. Sólo una relación familiar podía explicar que aquel hombre y ella cenaran juntos.

—No, eso es sólo para mí. Y ella es mi cita, no mi hermana. ¿Mary?

—Yo… eh, sólo una ensalada César, cuando la… cena de él esté lista.

La camarera apuntó las peticiones y se marchó.

—Bueno, Mary, háblame un poco de ti.

—¿Y por qué no hablamos sobre ti?

—Porque entonces escucharía menos tu voz.

Mary se puso rígida, algo se removió bajo la superficie de su conciencia. Un difuso recuerdo.

«Habla. Quiero escuchar tu voz».

«Di que no tienes nada que decir, di cualquier cosa. Una y otra y otra y otra vez. Hazlo».

Hubiera podido jurar que ese mismo hombre le había dicho esas cosas, pero no lo había visto nunca. Lo recordaría, naturalmente.

—¿A qué te dedicas? —preguntó él.

—Soy secretaria ejecutiva.

—¿Dónde?

—En un despacho de abogados de esta ciudad.

—Pero hacías otra cosa, ¿no es así?

Ella se preguntó cuánto le había contado Bella sobre su vida. Esperaba que no le hubiese mencionado lo de la enfermedad. Quizás era esa la razón de que todavía estuviera allí.

—¿No contestas?

—Antes trabajaba con muchachos.

—¿De maestra?

—De terapeuta.

—¿Física o mental?

—Ambas cosas. Era especialista en rehabilitación de niños autistas.

—¿Qué te impulsó a dedicarte a eso?

—¿De verdad tenemos que hacer esto?

—¿Hacer qué?

—Fingir que te interesa conocerme.

Él frunció el ceño y se recostó contra el respaldo de la silla cuando la camarera puso una enorme fuente de nachos sobre la mesa.

La mujer se inclinó y le habló al oído.

—No se lo digas a nadie. Robé esto de otro pedido. Ellos pueden esperar, y tú pareces muy hambriento.

Hal asintió y sonrió cortésmente, pero no pareció interesado.

Era educado, pensó Mary. Sentado allí, frente a ella, al otro lado de la mesa, no parecía prestar atención a otras mujeres.

Él le ofreció la bandeja. Cuando Mary negó con la cabeza, se introdujo un nacho en la boca.

—No me sorprende que la charla intrascendente te fastidie —dijo.

—¿Por qué lo dices?

—Has sufrido mucho.

Ella arrugó la frente.

—¿Exactamente qué te dijo Bella sobre mí?

—No mucho.

—¿Entonces cómo sabes que he sufrido mucho?

—Lo veo en tus ojos.

Se sintió inquieta. También era listo. Lo tenía todo.

—Pero no quiero que te molestes —dijo él, mientras se ocupaba en hacer desaparecer los nachos rápida y limpiamente—. Quiero saber qué te impulsó a interesarte en esa actividad, y tú vas a decírmelo.

—Eres un arrogante.

—Menuda sorpresa, ¿verdad? —sonrió—. Pero estás eludiendo mi pregunta. ¿Qué te llevó a trabajar en eso?

La respuesta era la lucha de su madre contra la distrofia muscular. Después de ver lo que ella había tenido que soportar, el deseo de ayudar a otras personas a sobreponerse a sus limitaciones se convirtió en una vocación. Quizás incluso una manera de liberarse de cierto sentimiento de culpa por estar sana mientras su madre estaba tan grave.

Y luego Mary tuvo que afrontar su propia enfermedad, más que grave.

Lo primero que pensó cuando la diagnosticaron fue que era injusto. Había visto a su madre afrontar todo el proceso de su enfermedad, lo había sufrido junto a ella. ¿Por qué exigía ahora el destino que ella sufriera en carne propia el dolor que ya había presenciado, y en parte padecido? Fue entonces cuando se dio cuenta de que no existe una cuota de dolor máximo para la gente, un límite que, una vez alcanzado, lo libra a uno milagrosamente y para siempre del trance del sufrimiento.

—Siempre quise hacer eso —dijo al fin, evasivamente.

—¿Entonces por qué dejaste de hacerlo?

—Mi vida cambió.

Por fortuna, él no profundizó en esa respuesta.

—¿Te gustó la experiencia de trabajar con chicos discapacitados?

—Ellos no son… no eran discapacitados.

—Claro. Lo siento —dijo él, con voz muy sincera.

La sinceridad de su voz eliminó su recelo de una forma que los cumplidos o las sonrisas nunca hubieran logrado.

—Simplemente son distintos. Experimentan el mundo de una forma diferente. Lo normal es lo que siente y hace la mayoría, pero no necesariamente la única forma de ser, o de vivir… —Hizo una pausa, al notar que él había cerrado los ojos—. ¿Te estoy aburriendo?

Hal abrió los párpados lentamente.

—Me encanta oírte hablar.

Mary contuvo un grito de asombro. De repente, los ojos del hombre eran de neón, brillantes, iridiscentes.

Debía llevar lentillas, pensó. Los ojos de las personas no tienen ese color verde azulado, metálico, asombroso.

—Lo diferente no te molesta, ¿verdad?

—No.

—Me alegro.

Sin saber muy bien por qué, le sonrió.

—Yo tenía razón —susurró el hombre.

—¿Sobre qué?

—Estás adorable cuando sonríes.

Mary apartó la vista.

—¿Te pasa algo?

—Por favor, ahora no saques a relucir tu capacidad seductora. Prefiero la charla intrascendente.

—Soy honesto, no encantador ni seductor. Puedes preguntar a mis hermanos. Siempre meto la pata cuando hablo.

¿Había más hombres como él? Qué familia.

—¿Cuántos hermanos tienes?

—Cinco. Ahora. Perdimos a uno. —Bajó la mirada y tomó un largo sorbo de agua, como si no quisiera que ella le viera los ojos.

—Lo lamento —dijo ella suavemente.

—Gracias. Fue hace muy poco. Y lo echo mucho de menos.

La camarera llegó con una pesada bandeja. Cuando sus platos estuvieron alineados frente a él y la ensalada de Mary sobre la mesa, la mujer tomó aire y se quedó esperando. Hal tuvo que mirarla para darle las gracias y forzarla a marcharse.

Atacó primero el pollo Alfredo. Hundió el tenedor en los fettuccine de guarnición, lo retorció hasta que tuvo un nudo de pasta entre los dientes del utensilio, y se lo llevó a la boca. Masticó pensativo, y agregó un poco de sal. A continuación probó el bistec, sobre el que espolvoreó algo de pimienta. Luego agarró la hamburguesa con queso. Ya estaba a medio camino de la boca cuando frunció el ceño y la devolvió a su lugar. Usó tenedor y cuchillo para cortar un bocado.

Comía como todo un caballero. Con un aire casi de exquisitez.

De repente, la miró.

—¿Qué ocurre?

—Lo siento, yo, eh… —La joven se ocupó otra vez de su ensalada. Pero enseguida volvió a mirarlo comer.

—No me quitas los ojos de encima y voy a ruborizarme —dijo con voz cansina.

—Lo siento.

—Yo no. Me gusta que me mires.

El cuerpo de Mary volvió a la vida. Se le cayó un pedazo de pan tostado sobre el regazo.

—¿Y qué es lo que miras? —preguntó él.

Ella usó la servilleta para limpiar ligeramente la mancha que había quedado sobre sus pantalones.

—Tus modales en la mesa. Son muy buenos.

—La comida es para saborearla.

Ella se preguntó qué otros placeres disfrutaba con tanta elegancia y deleite. Con lentitud. Concienzudamente. Imaginaba cómo sería su comportamiento erótico. Debía ser maravilloso en la cama. Ese gran cuerpo, esa piel dorada, esos dedos largos y delgados…

Mary sintió la garganta seca y tomó su vaso.

—¿Pero siempre comes tanto?

—Más. Ahora estoy un poco enfermo del estómago. Trato de ser frugal. —Echó un poco más de sal sobre los fettuccine—. Así que solías trabajar con niños autistas, pero ahora estás en un despacho de abogados. ¿Qué otras cosas haces? ¿Pasatiempos? ¿Cuáles son tus aficiones?

—Me gusta cocinar.

—¿De veras? A mí me gusta comer, como es evidente.

Ella frunció el ceño, tratando de no imaginarlo sentado a su mesa.

—Estás irritada otra vez.

Ella negó con la mano.

—Sí lo estás. No te gusta la idea de cocinar para mí, ¿no es cierto?

Su desinhibida honestidad la hizo pensar que podía decirle cualquier cosa y él le respondería exactamente lo que pensara y sintiera. Bueno o malo.

—Hal, ¿tienes alguna clase de filtro entre tu cerebro y tu boca? ¿Siempre dices lo que piensas?

—En realidad no tengo filtro, no. —Terminó el pollo Alfredo e hizo el plato a un lado. La emprendió con el bistec—. Háblame de tus padres.

Ella respiró hondo y habló.

—Mi madre murió hace cuatro años. Mi padre falleció cuando yo tenía dos años, por encontrarse en el lugar equivocado en el momento equivocado.

—Muy duro, perderlos a ambos.

—Sí, fue duro.

—Los míos también desaparecieron. Pero por lo menos ambos llegaron a la vejez. ¿Tienes hermanas o hermanos?

—No. Desde que tengo recuerdos, fuimos sólo mi madre y yo. Y ahora sólo yo.

Hubo un largo silencio.

—¿Y cómo llegaste a conocer a John?

—¿John?… Ah, ¿John Matthew? ¿Bella te habló sobre él?

—En cierto modo.

—No lo conozco muy bien. Llegó a mi vida recientemente. Pienso que es un chico especial, afable. Tengo el presentimiento de que las cosas no han sido fáciles para él.

—¿Conoces a sus padres?

—Me dijo que no tenía.

—¿Sabes dónde vive?

—Sé en qué zona de la ciudad. No es muy recomendable.

—¿Quieres salvarlo, Mary?

«Qué pregunta más extraña», pensó ella.

—No creo que necesite que lo salven, pero sí me gustaría ser su amiga. A decir verdad, apenas lo conozco. Simplemente se presentó en mi casa una noche.

Hal asintió con la cabeza, como si ella le hubiera dado la respuesta que quería.

—¿Cómo conociste a Bella? —preguntó Mary.

—¿No te gusta la ensalada?

Ella bajó los ojos al plato.

—No tengo hambre.

—¿Estás segura?

—Sí.

En cuanto hubo dado cuenta de la hamburguesa y las patatas, alcanzó la carta pequeña que estaba cerca del salero y el pimentero.

—¿Te apetece un postre? —preguntó.

—Esta noche no.

—Deberías comer más.

—Almorcé muy bien.

—No, eso no es cierto.

Mary cruzó los brazos sobre el pecho.

—¿Y cómo sabes tú eso?

—Puedo percibir tu hambre.

Ella dejó de respirar. Aquellos ojos estaban reluciendo de nuevo. Tan azules, tan brillantes, de color infinito, como el mar. Un océano que invitaba a zambullirse en él. A ahogarse en él. A morir apasionada y dulcemente en él.

—¿Cómo sabes que tengo… hambre? —insistió, sintiendo que el mundo daba vueltas.

La voz de él se hizo más suave, hasta convertirse en un susurro.

—Tengo razón, ¿no? ¿Qué importa cómo lo sé?

Por fortuna, la camarera llegó para recoger los platos y alivió la tensión del momento. Cuando Hal terminó de encargar una tarta de manzana, un dulce hecho con bizcocho de chocolate y nueces y una taza de café, Mary sintió que ya había regresado al planeta.

—¿Y tú cómo te ganas la vida? —preguntó.

—Haciendo esto y aquello.

—¿Eres actor? ¿Modelo?

Él rio.

—No. Puedo ser creativo, pero prefiero ser útil.

—¿Y cómo eres útil?

—Creo que podría decirse que soy un soldado.

—¿Estás en el ejército?

—Algo así.

Bueno, eso explicaría su aire peligroso. Su confianza física. La agudeza siempre perceptible en sus ojos.

—¿En qué arma, y con qué grado? —«Seguro que es marine», pensó. «O quizás comando de operaciones especiales».

La cara de Hal se puso tensa.

—Sólo soy un soldado raso. No tiene importancia.

Como salida de la nada, una nube de perfume invadió la nariz de Mary. Procedía en realidad de la camarera pelirroja, que llegaba a la mesa.

—¿Todo bien? ¿Todo a su gusto? —Cuando Hal se volvió a mirarla, prácticamente se podía oír el deseo de la mujer, de evidente que era.

—Sí. Todo bien, gracias —dijo él.

—Me alegro. —Deslizó algo sobre la mesa. Una servilleta. Con un número y un nombre escritos.

Cuando la mujer parpadeó, coqueta, y se alejó contoneándose, Mary bajó la vista y se miró las manos. Con el rabillo del ojo, vio su bolso.

«Es hora de irse», pensó. Por alguna razón, no quería ver a Hal guardar la servilleta en el bolsillo. Aunque tenía todo el derecho de hacerlo.

—Bueno, esto ha sido muy… interesante —dijo. Tomó su bolso y se levantó de la mesa arrastrando los pies.

—¿Por qué te vas? —Su gesto, ahora serio, le daba aspecto de verdadero militar, alejándolo mucho de su imagen de modelo de portada de revista.

Ella sintió un destello de inquietud en el pecho.

—Estoy cansada. Pero gracias, Hal. Esto ha sido… Bueno, gracias.

Cuando trató de pasar junto a él, Hal le sujetó la mano, acariciando con el pulgar la parte interior de su muñeca.

—Quédate hasta que termine mi postre.

Ella apartó la vista de su perfecto rostro y sus anchos hombros. La morena del otro lado del pasillo estaba poniéndose en pie y lo miraba con una tarjeta de presentación en la mano.

Mary se inclinó un poco.

—Estoy segura de que encontrarás muchísimas otras mujeres que podrán hacerte compañía. De hecho, una de ellas se dirige hacia ti en este preciso momento. Te desearía suerte con ella, pero creo que no la necesitas, parece una cosa segura.

Se dirigió en línea recta a la salida. El aire frío y el relativo silencio fueron un alivio después de tanta aglomeración y tanto barullo. Pero cuando ya se aproximaba a su coche, tuvo la sobrecogedora sensación de no estar sola. Miró hacia atrás, por encima del hombro.

Hal estaba justo detrás de ella, aunque juraría que lo había dejado en el restaurante. Giró sobre sus talones, su corazón latía como si quisiera salírsele del pecho.

—¡Jesús! ¿Qué estás haciendo?

—Acompañándote a tu coche.

—Yo… no te molestes.

—Demasiado tarde. Este Civic es el tuyo, ¿no?

—¿Cómo lo supis…?

—Las luces se encendieron cuando pulsaste el mando.

Se apartó de él, pero a medida que retrocedía, Hal avanzaba. Cuando chocó contra su coche, extendió las manos abiertas.

—Detente.

—No me tengas miedo.

—Entonces no me acoses.

Le dio la espalda para abrir la puerta del conductor. Entró y se sentó al volante. La mano del hombre salió disparada, y sujetó la puerta antes de que la cerrase.

—¿Mary? —La voz profunda sonó junto a su cabeza, y ella se sobresaltó.

Sintió su cruda seducción e imaginó el cuerpo del hombre alrededor del suyo. De pronto, el miedo se transformó en un anhelo lascivo.

—Déjame —susurró.

—Todavía no.

Oyó cómo aspiraba profundamente, como si la estuviera oliendo, y luego sus oídos se inundaron de un latido rítmico. El hombre parecía ronronear. Su cuerpo se relajó, se calentó, se abrió de piernas preparándose para aceptarlo dentro de ella.

Tenía que alejarse como fuera, pues estaba a punto de sucumbir.

Sujetó con fuerza el antebrazo del hombre y empujó. De nada le sirvió.

—Mary.

—¿Qué? —respondió ella bruscamente, ofendida porque se sentía excitada cuando debía estar furiosa. Por el amor de Dios, era un extraño, un extraño grande y agresivo, y ella una mujer sola a quien nadie echaría de menos si no regresaba a casa.

—Gracias por no dejarme plantado.

—No hay de qué. Ahora, ¿qué tal si me dejas marchar?

—En cuanto me des un beso de buenas noches.

Mary tuvo que abrir la boca para dejar entrar suficiente aire a sus pulmones.

—¿Por qué? —preguntó con voz ronca—. ¿Por qué quieres hacer eso?

Las manos de Hal se posaron sobre los hombros de Mary y la hicieron darse la vuelta. Su enorme estatura le impedía ver el resplandor del restaurante, las luces del aparcamiento, las estrellas en la distancia. Ante ella no había más que hombre, sólo hombre.

—Déjame besarte, Mary. —Deslizó las manos por su garganta y le tomó la cara por ambos lados—. Sólo una vez, ¿te parece bien?

—No, no me parece bien —susurró ella al tiempo que él le inclinaba la cabeza hacia atrás, con suavidad.

Los labios del vampiro descendieron y la boca de ella se estremeció. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que la besaron. Y nunca la había besado un hombre semejante.

Sorprendentemente, el contacto fue suave, tenue. Muy dulce.

Y justo cuando una ráfaga de calor le rozó los senos y fue a alojarse entre sus piernas, escuchó un siseo.

Hal retrocedió dando traspiés y la miró de una manera muy extraña. Con un movimiento espasmódico, cruzó los gruesos brazos sobre el pecho, como si se contuviera a sí mismo.

—¿Qué pasa, Hal?

Él no dijo nada, sólo se quedó allí, mirándola fijamente. De no haber sido ridículo, habría pensado que estaba alterado por la emoción.

—Hal, ¿estás bien?

Él negó con la cabeza una vez.

Luego se alejó caminando y desapareció en la oscuridad que rodeaba el aparcamiento.