11

Mary paró en el aparcamiento de TGI Friday’s. Al observar a su alrededor los coches y monovolúmenes de todo tipo, se preguntó cómo demonios había accedido a reunirse con un hombre desconocido para cenar. Por lo poco que podía recordar, Bella le había telefoneado esa mañana y de alguna manera la había convencido, pero maldita era si recordaba los detalles de la conversación.

A decir verdad, la memoria le fallaba mucho últimamente. Al día siguiente por la mañana iría al médico, y con eso en mente, se sentía aturdida. Como la noche anterior, por ejemplo. Juraría que fue a alguna parte con John y Bella, pero esa noche era un completo agujero negro en su cabeza. También le fallaba la memoria en el trabajo. Hoy había realizado sus labores cotidianas en el despacho de abogados. Cometió errores simples y se había quedado mirando al vacío largos ratos.

Cuando se apeó del Civic, trató de aclarar la mente lo mejor que pudo. Le debía al pobre tipo que se reuniría con ella un esfuerzo por permanecer alerta. Aparte de eso, no sentía presión alguna. Le había dejado a Bella muy claro que sería una cita de amigos. Pagarían a medias. Encantada de conocerte; fue un placer y hasta luego.

Actitud que de todos modos habría asumido aunque no hubiera estado tan distraída por la ruleta rusa médica que pendía sobre su cabeza. Además de hallarse alterada por el temor a estar enferma de nuevo, había perdido la práctica en el arte de las citas y estaba lejos de querer ponerse en forma de nuevo. ¿Quién necesitaría todo ese drama, o comedia, en sus circunstancias? La mayoría de los hombres solteros de su edad aún buscaban diversión, o ya estaban casados, y ella era poco divertida, por no decir aguafiestas. Seria por naturaleza, y con muy poca experiencia sexual.

Y tampoco tenía el aspecto de querer ir a una fiesta. Llevaba la ordinaria cabellera completamente estirada hacia atrás, y sujeta con una goma, en una cola de caballo. El jersey de lana de color crema que tenía puesto era holgado y cálido, muy informal. Sus pantalones caqui también eran cómodos, y sus zapatos planos marrones tenían las punteras gastadas. Probablemente parecía el ama de casa que nunca sería.

Cuando entró en el restaurante, la camarera la condujo hasta una mesa, en un rincón al fondo del local. Mientras dejaba el bolso, captó un olor a pimientos verdes y cebollas, y alzó la vista. Una camarera pasaba con un plato crepitante.

El restaurante era un hervidero de actividad y gente. Se escuchaba una gran algarabía. Los camareros iban y venían con bandejas de comida humeante o pilas de platos sucios. Familias, parejas y grupos de amigos reían, hablaban, discutían. El desenfrenado caos le pareció más abrumador que de costumbre, y el hecho de estar sentada sola la hizo sentirse totalmente aislada, como una impostora, una persona de mentira en medio de gente verdadera.

Todos tenían futuros prometedores. Ella en cambio… sólo citas con su médico, en el mejor de los casos.

Con una maldición, trató de controlar sus emociones, ahuyentando el pánico y las previsiones de catástrofes, y quedándose con la firme decisión de no pensar obsesivamente en la doctora Della Croce esa noche.

Mary pensó en animales y plantas de jardinería ornamental, y sonrió, justo cuando una apresurada camarera se acercó a la mesa. La mujer sirvió agua en un vaso de plástico, derramando un poco.

—¿Espera a alguien?

—Sí, así es.

—¿Quiere beber algo?

—Así estoy bien. Gracias.

Cuando la camarera se marchó, Mary tomó un sorbo de agua, que le supo a metal, y empujó el vaso lejos de sí. Con el rabillo del ojo captó una oleada de movimiento en la puerta principal.

Qué bárbaro.

Un hombre había entrado al restaurante. Un hombre muy, muy… muy apuesto.

Era rubio. Como una estrella de cine, hermoso, monumental con su gabardina de cuero. Los hombros del monumento eran tan anchos como la puerta por la que había entrado, sus piernas tan largas que era más alto que cualquiera de los presentes. A medida que se abría paso entre el tropel de gente de la entrada, los otros hombres bajaban la vista, desviaban la mirada o miraban sus relojes, como si supieran que no podían estar a la altura de su imponente competidor.

Mary frunció el ceño, sintiendo que lo había visto antes en algún lugar.

«Claro, será en el cine», se dijo. Tal vez estaban rodando una película en la ciudad.

El hombre se acercó a una de las camareras y la recorrió con la mirada de la cabeza a los pies, como calculando su talla. La pelirroja parpadeó, mirándolo a su vez con atónita incredulidad, y justo entonces su instinto femenino acudió al rescate. Se echó el cabello hacia delante, como queriendo asegurarse de que él lo notara, y luego movió de un golpe las caderas como si fuera lo más natural del mundo.

«Menuda lagarta», pensó Mary.

Cuando ambos empezaron a transitar por el restaurante, el hombre inspeccionó cada una de las mesas, y Mary se preguntó con quién cenaría.

A dos mesas de distancia había una rubia que estaba sola. Llevaba un suéter de angora ajustado al cuerpo, que dejaba adivinar un deslumbrante despliegue de atributos. Y la mujer irradiaba expectación mientras lo veía aproximarse entre las mesas.

«Bingo. Ken y Barbie», se dijo Mary.

Bueno, en realidad, no tan Ken. A medida que el sujeto caminaba, había algo en él que no encajaba totalmente con ese prototipo de perfección anglosajona, a pesar de su soberbia apariencia. Algo… animal. Sencillamente no movía su cuerpo igual que las demás personas.

De hecho, se movía como un depredador, sus anchos hombros se balanceaban siguiendo los vaivenes de su andar y la cabeza giraba de un lado a otro, explorando. Ella tuvo la incómoda sensación de que si él quisiera, podía matar a todos los presentes sin usar más arma que sus manos.

Apelando a su fuerza de voluntad, Mary se obligó a dirigir la mirada al vaso de agua. No quería quedarse embobada mirando, igual que todos aquellos idiotas.

Pero tuvo que alzar la vista otra vez.

Había pasado de largo ante la rubia y estaba plantado frente a una trigueña, al otro lado del pasillo. La mujer sonreía de oreja a oreja. Lo cual parecía muy razonable.

—Hola —dijo él.

«Vaya, quién lo hubiera dicho», pensó Mary. La voz del hombre también era espectacular. Tenía una modulación profunda y resonante.

—Hola.

El tono de la voz del hombre se agudizó.

—Tú no eres Mary.

Mary se puso tensa. «Oh, no».

—Seré quien tú quieras que sea.

—Busco a Mary Luce.

«Mierda».

Mary se aclaró la garganta, deseando estar en cualquier otro lugar y ser cualquier otra persona.

—Yo… eh, yo soy Mary.

El hombre se dio la vuelta. Cuando sus intensos ojos verdes la taladraron, su gran cuerpo se puso rígido.

Mary bajó la mirada rápidamente, hundiendo la pajita en el agua del vaso.

«No soy lo que esperabas, ¿no es así?», pensó.

El hombre se quedó callado, como sin saber qué decir. Estaba claro que buscaba una excusa socialmente aceptable para escapar corriendo.

Dios, ¿cómo había podido Bella humillarla de esta manera?

‡ ‡ ‡

Rhage contuvo la respiración y observó a la humana con toda atención. Ah, era adorable. En absoluto lo que había esperado, pero adorable al fin y al cabo.

Su piel era pálida y tersa, como la papelería fina. Los huesos de su rostro eran igualmente delicados, su mandíbula formaba un grácil arco desde las orejas hasta la barbilla, sus mejillas eran firmes y coloreadas por un rubor natural. El cuello era largo y esbelto, como sus manos, y probablemente sus piernas. Su cabello, de color castaño oscuro, estaba recogido en una deliciosa cola de caballo.

No llevaba maquillaje, no se detectaba perfume alguno, y las únicas joyas que tenía puestas eran un par de diminutos pendientes de perla. Su jersey blanco era abultado y suelto, y sus pantalones también parecían holgados.

No había en ella absolutamente nada que llamara la atención. Distaba mucho de las hembras que le atraían. Y sin embargo, lo tenía hipnotizado.

—Hola, Mary —dijo al fin suavemente.

Esperaba que ella levantara la vista y le devolviera la mirada, porque no había podido observar bien sus ojos. Y estaba ansioso por escuchar su voz otra vez. Las dos palabras que había pronunciado fueron casi un susurro y eso no era ni mucho menos suficiente.

Extendió la mano, ansioso por tocarla.

—Soy Hal.

Ella dejó que la mano del hombre colgara entre ellos mientras tomaba el bolso y empezaba a escabullirse fuera de la mesa.

Él se plantó en su camino.

—¿Adónde vas?

—Mira, no importa. No se lo diré a Bella. Simplemente le haremos creer que hemos cenado.

Rhage cerró los ojos y filtró el ruido del local para poder absorber el sonido de su voz. Su cuerpo se agitó y luego se calmó con un pequeño estremecimiento.

Y entonces se percató de lo que ella había dicho.

—¿Y por qué habríamos de mentir? Cenaremos juntos de verdad.

La mujer apretó los labios, pero al menos cejó en su afán de escapar.

Cuando Rhage estuvo seguro de que no saldría corriendo, se sentó y trató de acomodar las piernas bajo la mesa. Al notar que ella lo miraba, dejó de mover las rodillas de un lado a otro.

Sus ojos no se correspondían con el dulce acento de su voz. Pertenecían más bien a una guerrera.

De un gris metálico, rodeados por pestañas del mismo color del pelo, eran solemnes, serios, le recordaban a machos que habían luchado y sobrevivido a la batalla. Eran tremendamente hermosos por la fuerza que emanaba de ellos.

Su voz vibró.

—Por Dios, ya lo creo que voy a cenar contigo.

Aquellos ojos brillaron y luego se entrecerraron.

—¿Siempre haces obras de caridad?

—¿Cómo dices?

Una camarera se acercó y colocó un vaso con agua frente a él, lentamente. Rhage pudo oler la lujuriosa señal de la hembra y eso lo irritó.

—Hola, soy Amber —dijo ella—. ¿Quieres algo de beber?

—Agua estará bien. Mary, ¿quieres algo más?

—No, gracias.

La camarera se acercó aún más a él.

—¿Quieres saber cuáles son nuestros platos especiales?

—Está bien.

Rhage no apartó la vista de Mary mientras la camarera recitaba la lista de especialidades. Pero ella le ocultaba los ojos.

Cuando terminó, la camarera se aclaró la garganta. Un par de veces.

—¿Seguro que no quieres una cerveza? ¿O tal vez algo un poco más fuerte? ¿Qué tal un trago de…?

—Estamos bien, vuelve luego para anotar lo que queremos. Gracias.

Amber entendió la indirecta.

Cuando estuvieron solos, Mary habló.

—De verdad, terminemos con…

—¿Te he dado algún indicio de que no quiero cenar contigo?

Ella posó la mano sobre el menú. Abruptamente, apartó la carta de un manotazo.

—No te me quedes mirando.

—Los machos hacen eso —dijo. «Cuando encuentran una hembra que desean», agregó para sí.

—Sí, bueno, no conmigo. Imagino cuán desilusionado estarás, pero no necesito que te concentres en los detalles, ¿entiendes? Y en verdad no me interesa soportar una hora en tu compañía, sacrificándote por tu amiga.

Qué voz. Estaba causándole el mismo efecto otra vez. Su piel era un festival de escalofríos, y luego se relajaba, y volvía a estremecerse. Tomó aire, tratando de captar algo de su aroma natural.

Ya se dejaba notar el silencio entre ellos, así que Rhage le devolvió la carta de un codazo.

—Decide lo que vas a pedir, a menos que sólo quieras quedarte ahí sentada, mirando mientras yo como.

—Puedo irme en cualquier momento que lo desee.

—Cierto. Pero no lo harás.

—Ah, ¿y por qué no? —Sus ojos brillaron, y su cuerpo se iluminó como una aparición.

—No vas a marcharte porque estimas a Bella lo suficiente para no avergonzarla haciéndome eso. Y a diferencia de ti, yo sí le diré que me dejaste plantado.

Mary frunció el ceño.

—¿Chantaje?

—Persuasión.

Ella abrió lentamente la carta y la miró.

—Aún estás mirándome.

—Sí.

—¿Te importaría mirar otra cosa? El menú, esa morena del otro lado del pasillo, qué sé yo. Hay una rubia estupenda dos mesas atrás, por si no lo habías notado.

—Nunca usas perfume, ¿verdad?

Los ojos de la mujer se alzaron para encontrarse con los del hombre.

—No, nunca.

—¿Puedo? —Inclinó la cabeza en dirección a una de sus manos.

—¿Cómo?

No podía decirle que quería olerle la piel de cerca.

—Puesto que estamos cenando y todo eso, parece de simple buena educación estrecharnos la mano, ¿no crees? Y aunque me rechazaste de muy mal talante la primera vez que traté de ser amable, estoy dispuesto a intentarlo de nuevo.

Cuando ella no respondió, él alargó el brazo hasta el otro lado de la mesa y tomó su mano entre la suya. Antes de que pudiera reaccionar, se inclinó y presionó los labios contra sus nudillos. Aspiró profundamente.

La respuesta de su cuerpo a aquel aroma fue inmediata. El miembro en erección se comprimió contra la bragueta de sus pantalones de cuero, tensando, empujando. Se movió un poco para abrirse campo entre los pantalones.

Dios, estaba ansioso por tenerla sola en casa.