Veinte meses después…
¡Mierda… qué cansancio! Ese entrenamiento lo iba a matar. Claro que quería entrar en la Hermandad, o al menos ser uno de sus soldados, pero ¿cómo podía alguien sobrevivir a eso?
Cuando por fin se acabó el entrenamiento, el joven vampiro dejó caer los hombros porque la clase de combate cuerpo a cuerpo por fin había terminado. Pero no se atrevió a dar más muestras de debilidad.
Al igual que los demás estudiantes, le tenía pánico y mucho respeto a su maestro, un inmenso guerrero lleno de cicatrices, que era miembro de la Hermandad de la Daga Negra. Circulaban muchos rumores sobre él: que se comía a los restrictores después de matarlos; que asesinaba hembras por deporte; que esas cicatrices se las había hecho él mismo porque le gustaba sentir dolor…
Que mataba a los reclutas que cometían errores.
—Vayan a las duchas —dijo el guerrero y su voz retumbó en el gimnasio—. El autobús está esperándolos. Empezaremos de nuevo mañana, a las cuatro en punto. Así que duerman bien.
El candidato corrió con los demás a las duchas y se sintió aliviado cuando entró en el baño. ¡Dios… al menos los demás chicos de su clase estaban tan cansados y doloridos como él! En este momento se sentían como reses, de pie debajo del chorro de agua, sin poder apenas respirar, y totalmente exhaustos.
Gracias a la Virgen Escribana no tendría que regresar a esas malditas colchonetas azules hasta dentro de dieciséis horas.
Pero cuando se fue a vestir, se dio cuenta de que había olvidado su sudadera. Atravesó el pasillo con pasos rápidos y se deslizó de nuevo en el gimnasio…
El joven frenó en seco.
El maestro estaba al fondo, sin camisa, golpeando un saco de boxeo, y los aros que tenía en los pezones brillaban, mientras bailaba alrededor de su objetivo. ¡Santa Virgen del Ocaso! Tenía las marcas de los esclavos de sangre y cicatrices que le bajaban por la espalda. Pero, demonios, ¡cómo se movía! Tenía una energía, una habilidad y una potencia increíbles. Letales. Muy letales. Totalmente letales.
El candidato sabía que debía marcharse, pero no era capaz de quitarle los ojos de encima. Nunca había visto nada que golpeara con tanta rapidez o tanta fuerza como los puños de ese gigante. Obviamente, todos los rumores sobre el instructor eran ciertos. Era un asesino consumado.
De pronto se oyó un sonido metálico, se abrió una puerta al otro extremo del gimnasio y se escuchó el llanto de un recién nacido, que resonaba contra el techo alto. El guerrero se detuvo en mitad de un golpe y dio media vuelta. Se le acercó una hermosa mujer que llevaba un bebé envuelto en una manta rosa. Su cara se suavizó inmediatamente, de hecho, pareció derretirse.
—Siento interrumpirte —dijo la mujer, por encima del llanto del bebé—. Pero la nena quiere ver a su papá.
El guerrero besó a la mujer, al tiempo que tomaba entre sus enormes brazos a la pequeña y la acunaba contra su pecho desnudo. El bebé estiró las manos y las enredó en el cuello de su padre, luego se recostó contra su pecho y se calmó enseguida.
El guerrero dio media vuelta y clavó la mirada en el candidato, al otro extremo de las colchonetas.
—El autobús llegará pronto, hijo. Será mejor que te apresures.
Luego hizo un guiño y le dio la espalda. Puso la mano en la cintura de su esposa, la atrajo hacia él y la volvió a besar en la boca.
El candidato se quedó mirando la espalda del guerrero y vio lo que no había podido ver antes, a causa del frenético movimiento. Encima de algunas de las cicatrices, había dos nombres en lengua antigua, tatuados en su piel, uno encima del otro.
Bella… y Nalla.