9
Cuando John salió del túnel, quedó momentáneamente cegado por la claridad. Luego sus ojos se adaptaron.
«¡Oh, Dios mío, es precioso!».
El amplio vestíbulo parecía un arco iris, tenía tantos colores que John sintió que sus retinas no podían captarlos todos. Desde las columnas de mármol verde y rojo, pasando por el suelo de mosaico multicolor y las decoraciones doradas por todas partes, hasta el…
¡El techo!
Un fresco con imágenes de ángeles, nubes y guerreros montados en grandes caballos cubría una extensión que parecía tan grande como un campo de fútbol. Y había más… Alrededor del segundo piso había un balcón forrado en laminilla de oro que tenía paneles pintados con imágenes similares. Luego estaba la inmensa escalera, con su propia barandilla decorada.
Las proporciones del espacio eran perfectas. Los colores, espléndidos. Las obras de arte, sublimes. Y no era como un edificio de Donald Trump para turistas. Incluso John, que no sabía nada acerca de estilos de decoración, tuvo la curiosa sensación de estar frente a algo auténtico. La persona que había construido y decorado esa mansión ciertamente sabía del tema y tenía el dinero necesario para comprar lo mejor de todo. Un verdadero aristócrata.
—Hermoso, ¿verdad? Mi hermano D construyó este lugar en 1914 —Tohr se puso las manos en las caderas, mientras miraba alrededor, luego se aclaró la garganta—. Sí, tenía un gusto fantástico. Siempre elegía lo mejor de lo mejor.
John observó atentamente la cara de Tohr. Nunca lo había oído hablar en ese tono. Con tanta tristeza…
Tohr sonrió e invitó a John a seguirlo, poniéndole una mano en el hombro.
—No me mires así. Me siento desnudo cuando lo haces.
Se dirigieron al segundo piso caminando sobre una alfombra roja, tan mullida que parecía que fuesen sobre un colchón. Cuando John llegó arriba, miró por el balcón hacia el diseño del suelo del vestíbulo. Los mosaicos formaban la imagen de un espectacular árbol frutal, en plena florescencia.
—Las manzanas forman parte de nuestros rituales —dijo Tohr—. O al menos así era cuando los realizábamos con regularidad. Últimamente no se han hecho muchas ceremonias, pero Wrath está convocando a la primera de solsticio del invierno que tendrá lugar en cien años o más.
—Eso es en lo que ha estado trabajando Wellsie, ¿no? —preguntó John con lenguaje de signos.
—Sí. Ella se está encargando de la mayor parte de la logística. Nos hace mucha falta volver a los rituales; sí, ya es hora de que lo hagamos.
Al ver que John seguía contemplando todo ese esplendor, Tohr dijo:
—Vamos, hijo, Wrath nos está esperando.
John asintió con la cabeza y siguió adelante. Enseguida cruzaron el corredor y llegaron a una puerta que tenía un escudo. Cuando Tohr estaba levantando la mano para golpear, los picaportes de bronce giraron, dejando ver el interior del salón. Pero resultó que no había nadie al otro lado. John se quedó pasmado, ¿cómo se habían abierto las puertas?
Miró hacia adentro. El salón era azul celeste y le recordó imágenes de un libro de historia. Era de estilo francés, según le pareció, con arabescos y muebles elegantes…
De repente, John sintió que le costaba trabajo tragar saliva.
—Milord —dijo Tohr, al tiempo que hacía una venia. Luego avanzó.
John se quedó en el umbral. Tras un espectacular escritorio francés, que era demasiado hermoso y demasiado pequeño para él, había un hombre gigantesco, con unos hombros incluso más grandes que los de Tohr. Una larga cabellera negra se desprendía desde la frente, donde la línea del cabello formaba una V; y su cara… Tenía una apariencia tan ruda que parecía decir «conmigo no se juega». ¡Por Dios, y esas gafas oscuras le daban una apariencia de crueldad absoluta!
—¿John? —dijo Tohr.
John se situó detrás de Tohr y trató de esconderse. Sí, era un gesto muy cobarde, pero nunca se había sentido tan pequeño y prescindible. ¡El enorme poder que emanaba del tipo que tenían enfrente le hizo pensar que él no existía!
El rey se movió en su silla y se inclinó sobre el escritorio.
—Ven aquí, hijo —dijo en voz baja y con un fuerte acento, en el que el sonido de la «j» pareció alargarse un poco.
—Adelante —Tohr le dio un empujón al ver que John no se movía—. No pasa nada.
John se tropezó con sus propios pies y atravesó el salón con torpeza. Se detuvo frente al escritorio, como una piedra que dejara de rodar al topar con algún objeto en su camino.
El rey se levantó lentamente, hasta que pareció más alto que un edificio. Wrath debía de medir más de dos metros, y la ropa negra que llevaba, en particular los pantalones de cuero, hacían que pareciera aún más grande.
—Ven aquí detrás.
John miró hacia atrás, para asegurarse de que Tohr todavía estaba en la habitación.
—Está bien, hijo —dijo el rey—. No te voy a hacer daño.
John caminó alrededor del escritorio, mientras que el corazón le latía aceleradamente, como el de un ratón. Cuando levantó la cabeza para mirar hacia arriba, el rey estiró un brazo. La parte interna del antebrazo, desde la muñeca hasta el codo, estaba cubierta de tatuajes negros. Los dibujos eran como los que John había visto en sueños, los que había grabado en el brazalete que llevaba puesto…
—Soy Wrath —dijo el hombre. Hubo una pausa—. ¿Quieres estrechar mi mano, hijo?
John le alargó la mano y pensó que sus huesos no soportarían el apretón. Sin embargo, cuando hicieron contacto, lo único que sintió fue un calor intenso.
—Ese nombre que está escrito en tu brazalete —dijo Wrath— es Tehrror. ¿Quieres seguir llamándote así, o John como hasta ahora?
John sintió pánico y miró a Tohr, porque no sabía qué quería y no sabía cómo decírselo al rey.
—Tranquilo, hijo. —Wrath sonrió—. Puedes decidirlo después.
De pronto el rey volvió la cara hacia un lado, como si hubiese oído algo en el pasillo. De manera igualmente súbita, sus labios esbozaron una sonrisa que le dio a su cara una expresión de reverencia.
—Leelan —dijo Wrath en voz baja.
—Lo siento, llego tarde —dijo la mujer, con una voz suave y adorable—. Mary y yo estamos muy preocupadas por Bella. Estamos tratando de pensar en alguna manera de ayudarla.
—Ya encontraréis la forma. Ven a conocer a John.
John se volvió hacia la puerta y vio a una mujer…
De repente quedó deslumbrado por una luz blanca que cubrió todo lo que veía. Como si le hubiesen apuntado con un rayo de luz halógena. Parpadeó y volvió a parpadear… Y entonces volvió a ver a la mujer, que pareció salir de la nada infinita. Tenía el pelo negro y unos ojos que le recordaban a alguien que había amado… No, no le recordaban nada… ésos eran los ojos de su… ¿Qué? ¿De su qué?
John se tambaleó y oyó voces que parecían venir de muy lejos.
En el fondo de su ser, en el pecho, allá en lo más profundo de su corazón, sintió que algo se rompía, como si él se partiera en dos. La estaba perdiendo… estaba perdiendo a la mujer de pelo negro… estaba…
Sintió que abría la boca, como si estuviera tratando de hablar, pero comenzó a temblar y los espasmos sacudieron su cuerpo hasta que cayó al suelo sin sentido.
‡ ‡ ‡
Zsadist sabía que era hora de sacar a Bella de la bañera, porque ya llevaba ahí casi una hora y la piel se le estaba empezando a arrugar. Pero en ese momento vio a través del agua la toalla que le había mantenido encima.
¡Mierda! Sacarla con eso encima iba a ser un lío.
Entonces entornó los ojos, se inclinó y la retiró.
Volvió la cabeza para no mirar a Bella y dejó caer al suelo la toalla empapada; luego tomó una seca, que puso al lado de la bañera. Con los dientes apretados, se inclinó hacia delante, metió los brazos en el agua y agarró el cuerpo de la joven. Sus ojos terminaron a la altura de los senos.
¡Eran perfectos! Blancos como la crema y con pezones sonrosados. Y el agua comenzó a juguetear con los pezones, acariciándolos hasta hacerlos brillar.
Zsadist cerró los ojos, sacó los brazos de la bañera y se echó hacia atrás. Cuando estuvo listo para volver a intentarlo, se concentró en la pared que tenía enfrente y volvió a inclinarse… pero enseguida sintió un dolor punzante en las caderas. Miró hacia abajo, confundido.
Había un bulto inmenso en la entrepierna. Esa cosa estaba tan dura que había tensado al máximo la tela de sus pantalones de algodón. Al inclinarse hacia delante, obviamente la cosa había quedado atrapada contra la pared de la bañera y eso era lo que le había producido la punzada de dolor.
Maldiciendo, Zsadist retiró la cosa con el dorso de la mano, pues odiaba la sensación de peso que le producía, la manera en que se enredaba entre los pantalones y el hecho de tener que vérselas con esa extraña sensación. Pero, a pesar de lo mucho que lo intentó, no pudo lograr que la cosa se acomodara de manera correcta, pues la única manera de lograrlo sería meter las manos en los pantalones y colocarla manualmente, pero él preferiría morirse antes que hacer eso. Después de un rato se dio por vencido y dejó que la erección continuara, siempre en una posición que resultaba terriblemente dolorosa.
Respiró hondo, deslizó otra vez los brazos en el agua y los metió por debajo del cuerpo de Bella. La levantó y volvió a sorprenderse al ver lo ligera que era. Luego la apoyó contra la pared de mármol, ayudándose con la cadera y sosteniéndola de la clavícula, y recogió la toalla que había dejado en el borde del yacusi. Pero, antes de envolverla en la toalla, fijó la mirada en las letras que había grabadas en la piel del estómago de la mujer.
Algo extraño pareció estremecerse en su pecho, como una pesada carga… No, era como una sensación de descenso, como si se estuviera cayendo, aunque seguía con los pies sobre el suelo. Zsadist estaba asombrado. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que algo había logrado penetrar en las defensas de su rabia y de ese estado de anestesia en que vivía. Tuvo la sensación de estar… ¿triste?
«No importa», se dijo. Bella tenía escalofríos y se le puso la piel de gallina. No era el momento de psicoanalizarse.
Zsadist la envolvió bien y la llevó hasta la cama. Retiró la colcha cobertor, la acostó y luego quitó la toalla mojada. Mientras la cubría con las sábanas y las mantas, volvió a verle el vientre.
Esa extraña sensación regresó, y fue como si su corazón hubiese descendido hasta las entrañas. O tal vez hasta la entrepierna.
La arropó bien y luego se dirigió al control de la calefacción. Cuando se paró frente al termostato, vio botones, números y letras que no entendía, y se dio cuenta de que no sabía cómo encenderlo. Movió el botón desde el extremo izquierdo más o menos hasta el centro, pero no estaba seguro de qué era exactamente lo que había hecho.
Entonces miró hacia el escritorio. Allí estaban las dos jeringuillas y el frasquito de morfina, exactamente donde Havers los había dejado. Z se acercó, tomó una aguja, la droga y la fórmula con la dosis; luego se detuvo un momento, antes de salir de la habitación. Bella estaba muy quieta en la cama. Parecía muy pequeña entre todos los almohadones.
Se la imaginó metida en ese tubo enterrado en el suelo. Asustada. Dolorida. Con frío. Luego se imaginó al restrictor haciéndole lo que le había hecho; sujetándola, mientras que ella luchaba y gritaba.
Esta vez sí supo lo que sintió.
Sed de venganza. Gélida sed de venganza. Tanta que parecía llegar al infinito.