6

O conducía su camioneta F-150 por la carretera 22; la luz moribunda del sol de las cuatro de la tarde le daba en los ojos, haciendo que se sintiera como si tuviera resaca. Sí… junto con el dolor de cabeza, tenía los mismos cosquilleos que solía sentir después de una noche de borrachera, un estremecimiento que le corría por debajo de la piel como una legión de gusanos.

El peso de la culpa que arrastraba también le recordaba sus días de borracho, cuando se despertaba al lado de una mujer horrible, que despreciaba, pero a la cual se había tirado de todas maneras. Todo el asunto era como eso… sólo que mucho, mucho peor.

Movió las manos sobre el volante. Tenía pelados los nudillos y sabía que tenía arañazos en el cuello. Mientras lo cegaban las imágenes de lo ocurrido durante el día, sintió que el estómago se le revolvía. Estaba asqueado por las cosas que le había hecho a su mujer.

Bueno, ahora estaba asqueado. Cuando las estaba haciendo… sentía que estaba haciendo lo correcto.

¡Por Dios, debería haber tenido más cuidado! Después de todo, ella era un ser vivo… Mierda, ¿qué pasaría si se le había ido la mano? Nunca debió hacerle esas cosas… Pero cuando se dio cuenta de que ella había liberado al vampiro, perdió el control. Simplemente estalló y las esquirlas se clavaron en el cuerpo de la vampira.

O levantó el pie del acelerador. Quería regresar, sacarla del tubo y asegurarse de que todavía respiraba. El problema era que no tenía tiempo, pues debía asistir a la reunión de los Principales, que estaba a punto de comenzar.

Mientras volvía a pisar el acelerador, pensaba que, de todas maneras, no sería capaz de dejarla una vez la viera, y entonces el Jefe de los restrictores iría a buscarlo. Y eso sería un problema. El centro de persuasión era un desastre. ¡Maldición!

Redujo la velocidad y giró a la derecha. El camión se salió de la carretera 22 y tomó un camino estrecho.

La cabaña del señor X, que también le servía de comando central a la Sociedad Restrictiva, estaba en mitad de un bosque de treinta hectáreas, completamente aislada. El lugar consistía solamente en una pequeña cabaña de madera con techo de pizarra verde oscuro y un cobertizo pequeño detrás. Cuando O detuvo la camioneta frente a la cabaña, había otros siete automóviles y camionetas aparcados de manera desordenada. Todos eran nacionales y la mayoría de más de cuatro años de antigüedad.

O entró a la cabaña y vio que era el último en llegar. Apiñados en el interior había otros diez Principales, con sus caras pálidas y solemnes y esos cuerpos anchos y musculosos. Eran los hombres más fuertes de la Sociedad Restrictiva, los que llevaban más tiempo como miembros. O era la única excepción en lo que se refería al tiempo de servicio. Hacía sólo tres años de su inducción y todos los demás lo despreciaban porque era nuevo.

Pero su opinión no tenía importancia. Él era tan fuerte como cualquier Principal y lo había demostrado. ¡Malditos envidiosos…! ¡Él nunca iba a ser como ellos, simples seguidores del Omega! No podía creer que esos idiotas se enorgullecieran de haberse descolorido y de perder su identidad. O combatía la progresiva pérdida de color. Se pintaba el pelo para mantenerlo café oscuro, como siempre había sido, y le tenía pavor al desvanecimiento del color de sus ojos. No quería tener el mismo aspecto que ellos.

—Llegas tarde —dijo el señor X. El jefe de los restrictores se recostó contra un refrigerador que no estaba conectado y sus ojos pálidos se fijaron en los arañazos del cuello de O—. ¿Estabas peleando?

—Usted sabe cómo son esos hermanos. —O encontró un asiento libre. Saludó a U, su compañero, con un gesto de la cabeza, sin hacer caso a los demás.

El jefe de los restrictores siguió mirándolo.

—¿Alguien ha visto al señor M?

«¡Mierda!», pensó O. Tendría que responder por ese restrictor que había matado por interrumpirlos a él y a su esposa.

—¿O? ¿Tienes algo que decir?

Desde la izquierda, U dijo:

—Yo lo vi. Justo antes del amanecer. Estaba peleando con un hermano en el centro.

El señor X dirigió su mirada al lugar donde estaba U, sentado junto a su compañero. O se estremeció. ¿Por qué estaría mintiendo su compañero?

—¿Los viste con tus propios ojos?

—Sí —contestó el otro restrictor, con voz firme.

—¿No hay ninguna posibilidad de que estés protegiendo a O?

Los restrictores eran despiadados, siempre luchando entre ellos por escalar posiciones. Ni siquiera entre los compañeros había mucha lealtad.

—¿U?

El hombre comenzó a mover su pálida cabeza hacia uno y otro lado.

—Él actúa solo. ¿Por qué tendría que arriesgar mi pellejo por él?

Evidentemente, ése era un razonamiento en el cual el señor X sentía que podía confiar, porque siguió adelante con la reunión. Después de asignar las cuotas de asesinatos y capturas, el grupo se disolvió.

O fue hasta donde estaba su compañero.

—Tengo que ir un minuto hasta el centro antes de salir. Quiero que me sigas.

Tenía que averiguar por qué U lo había salvado y no le preocupaba que el otro restrictor viera el estado en que había dejado el lugar. U no le causaría problemas. No era particularmente agresivo y tampoco era un tipo demasiado independiente. No tenía ideas propias.

Lo que hacía que fuera todavía más extraño el hecho de que hubiese tomado la iniciativa que acababa de tomar.

‡ ‡ ‡

Zsadist observaba con atención el gran reloj de péndulo del vestíbulo de la mansión. De acuerdo con la posición de las manecillas, sabía que faltaban ocho minutos para la hora en que el sol se ponía oficialmente. Gracias a Dios era invierno y las noches eran largas.

Observaba las puertas dobles, mientras pensaba que sabía exactamente adónde iría tan pronto pudiera atravesarlas. Había memorizado la ubicación que les había dado el vampiro civil. Se desmaterializaría y estaría allí en un abrir y cerrar de ojos.

Siete minutos.

Sería mejor esperar hasta que el cielo estuviese totalmente oscuro, pero ¡al diablo con eso! En cuanto esa remota bola de fuego se deslizara tras el horizonte, Zsadist saldría. No le importaba terminar con un maldito bronceado.

Seis minutos.

Volvió a asegurarse de que llevaba todas las dagas en el pecho. Sacó la SIG Sauer de la funda que colgaba del lado derecho de su cinturón y la revisó una vez más; luego hizo lo mismo con la que tenía a la izquierda. Palpó el cuchillo que llevaba a la espalda y la daga de quince centímetros que portaba en el muslo.

Cinco minutos.

Z giró la cabeza hacia un lado para aflojar los músculos del cuello.

Cuatro minutos.

No podía esperar más. Iba a salir ahora.

—Te vas a quemar —dijo Phury desde atrás.

Z cerró los ojos. Sintió el impulso de atacar, que se fue volviendo cada vez más irresistible en la medida en que Phury siguió hablando.

—Z, hombre, ¿cómo vas a ayudarla si te conviertes en cenizas humeantes?

—¿Te excita ser un maldito cabrón, o es algo que te sale naturalmente?

Z miró a su hermano por encima del hombro y, sin que supiera por qué, se le vino a la cabeza el recuerdo de la noche en que Bella visitó la mansión. Phury parecía muy interesado en ella y Z recordó que los vio conversando, justo en el lugar donde estaba ahora. Los había observado desde las sombras, deseando a Bella, mientras que ella le sonreía a su gemelo.

—Pensé que querías que ella regresara —dijo Z con sarcasmo—, teniendo en cuenta que parecía estar tan interesada en ti y tan impresionada con tu apariencia y todo eso. O… tal vez quieres que siga desaparecida precisamente por eso. ¿Acaso se tambalearon tus votos de castidad, hermano?

Phury lo miró furioso, y Z sintió un malsano placer al darse cuenta de cuánto habían afectado a su gemelo sus palabras.

—Todos te vimos observándola la noche que vino aquí. No dejaste de mirarla un momento, ¿no es verdad? Sí, claro, y no sólo le mirabas la cara. ¿Te estabas preguntado cómo sería sentirla debajo de ti? ¿Acaso te pusiste nervioso por la posibilidad de romper tu celibato?

Phury apretó la boca hasta que sólo se vio una línea y Z deseó que su hermano reaccionara con violencia. Quería una reacción fuerte para contraatacar. Tal vez hasta podrían enfrentarse en los tres minutos que quedaban.

Pero sólo hubo silencio.

—¿No tienes nada que decirme? —Z miró de reojo el reloj—. No importa. Es hora de irme…

—Sufro por ella. Al igual que tú.

Z se volvió a mirar a su gemelo y fue testigo del dolor que se reflejó en la cara de Phury, pero se sintió lejos, como si estuviera viéndolo a través de unos prismáticos. De pronto se le ocurrió que debería sentir algo, algo parecido a la vergüenza o la pena, por obligar a Phury a revelarle algo tan íntimo y triste.

Pero sin decir palabra, Zsadist se desmaterializó.

Apareció en una zona boscosa, a poco menos de cien metros del lugar del que el vampiro civil había dicho que había escapado. Mientras se materializaba nuevamente, la luz moribunda del cielo lo cegó y Z se sintió como si se estuviera quemando el rostro con ácido. Hizo caso omiso del ardor y se dirigió hacia el noreste, trotando sobre la tierra cubierta de nieve.

Y ahí estaba, en medio del bosque, a unos treinta metros de una corriente de agua, una construcción de un piso, con una camioneta Ford F-150 negra y un Taurus plateado estacionados a un lado. Se fue acercando a la casa con cuidado, ocultándose tras los troncos de los pinos y moviéndose sigilosamente entre la nieve, mientras revisaba los alrededores del lugar. No tenía ventanas y sólo había una puerta. A través de las paredes podía oír el murmullo de gente hablando y moviéndose.

Sacó una de sus SIG, quitó el seguro y consideró las opciones que tenía. Aparecer dentro sería un movimiento muy torpe, pues no conocía el interior del lugar. Y la otra alternativa, aunque más satisfactoria, tampoco era muy inteligente: la idea de tumbar la puerta de una patada y entrar disparando era muy atractiva, pero a pesar de su instinto suicida, no iba a arriesgar la vida de Bella armando un tiroteo.

En ese momento, como por arte de magia, salió un restrictor de la casa y la puerta se cerró de un golpe. Momentos después lo siguió otro y luego se oyó un bip-bip, que indicaba que alguien estaba activando una alarma de seguridad.

El primer instinto de Z fue dispararles a la cabeza, pero mantuvo el dedo alejado del gatillo. Si los asesinos habían reactivado la alarma, había muchas posibilidades de que no hubiese nadie más dentro y las oportunidades de rescatar a Bella parecían mejorar. Pero ¿qué pasaría si eso era un simple procedimiento normal, que tenía lugar cada vez que alguien salía, independientemente de si había o no alguien dentro? En ese caso, lo único que haría sería alertar sobre su presencia e iniciar una maldita guerra.

Z observó a los dos restrictores, mientras se subían a la camioneta. Uno tenía el pelo marrón, lo que por lo general indicaba que era un recluta nuevo, pero ese tipo no actuaba como un novato: caminaba con seguridad y era el que tenía el control de la conversación. El otro, que sí tenía el cabello descolorido, era el que asentía todo el tiempo con la cabeza.

Encendieron el motor y la camioneta dio marcha atrás, aplastando la nieve bajo el peso de las ruedas. Sin luces, la F-150 bajó por un sendero apenas visible entre los árboles.

Dejar que esos dos bastardos se perdieran en el ocaso fue todo un ejercicio de contención, que Z llevó a cabo con éxito, a pesar de que lo que más deseaba era saltar sobre la camioneta, romper el parabrisas y sacar a esos dos bastardos de los pelos para aplastarles la cabeza.

Cuando el ruido de la camioneta se desvaneció, Z aguzó el oído en medio del silencio. Al no oír nada, volvió a considerar la idea de echar la puerta abajo, pero pensó en la alarma y miró el reloj. V llegaría en minuto y medio.

Iba a ser insoportable. Pero esperaría.

Entonces percibió un olor, algo… Olfateó el aire. Había gas propano alrededor, cerca. Probablemente le servía de combustible a ese generador que había en la parte trasera. Y también olía al queroseno de la calefacción. Pero había algo más, un olor como a humo, a quemado… Se miró las manos, preguntándose si tal vez estaría quemándose y no se había dado cuenta. Pero no.

¿Qué demonios era?

Sintió que la sangre se le enfriaba al entender de qué se trataba. Estaba de pie sobre un trozo de tierra quemada, un trozo más o menos del tamaño de un cuerpo. Algo había sido incinerado en ese sitio… en las últimas doce horas, a juzgar por el olor.

¿Acaso la habrían dejado afuera para que la quemara el sol?

Z se agachó y apoyó en el suelo la mano que tenía libre. Se imaginó a Bella tirada ahí, mientras que el sol salía; se la imaginó sintiendo un dolor mil veces peor que el que él había sentido cuando se había materializado hacía un momento.

De pronto el trozo de tierra ennegrecido pareció nublarse.

Z se restregó la cara y luego se quedó mirándose la palma de la mano. Estaba húmeda. ¿Acaso eran lágrimas?

Buscó en su pecho algún sentimiento, pero lo único que obtuvo fue información sobre su cuerpo. El cuerpo le temblaba porque sentía los músculos débiles. Estaba mareado y tenía náuseas. Pero eso era todo. No había ninguna emoción.

Se frotó el esternón y estaba a punto de hacerlo otra vez, cuando un par de botas de combate aparecieron en su línea de visión.

Miró a Phury a la cara. Parecía que tuviera puesta una máscara, rígida y pálida.

—¿Era ella? —preguntó con voz ronca y se arrodilló.

Z se echó hacia atrás. Sencillamente no podía estar cerca de nadie en ese momento, en especial de Phury.

Se puso de pie con dificultad.

—¿Ya ha llegado Vishous?

—Estoy detrás de ti, hermano —susurró V.

—Hay… —Se aclaró la garganta. Luego se frotó la cara con el antebrazo—. Hay una alarma de seguridad. Creo que no hay nadie, porque acaban de salir dos asesinos y han conectado la alarma, pero no estoy seguro.

—Me ocuparé de la alarma.

De repente, Z percibió otros aromas y miró hacia atrás. Allí estaba toda la Hermandad, incluso Wrath, que, como rey, se suponía que no debía estar en el campo de batalla. Todos estaban armados. Todos habían ido a rescatarla.

El grupo se pegó a las paredes de la casa, mientras V intentaba abrir la cerradura de la puerta con un gancho. El cañón de su Glock fue lo primero que entró. Al ver que no había reacción, se deslizó dentro y se encerró. Un momento después se oyó un pitido largo. Luego abrió la puerta.

—Podéis entrar.

Z se apresuró a entrar y prácticamente se llevó por delante a V.

Sus ojos penetraron los rincones oscuros de la habitación. El lugar era un caos y había cosas tiradas por todas partes. Ropa… cuchillos, esposas y… ¿botellas de champú? ¿Y qué diablos era eso? Dios, un botiquín de primeros auxilios, desordenado, del cual brotaban la gasa y el esparadrapo a través de la tapa destrozada. Parecía como si lo hubieran abierto a golpes.

Con el corazón a punto de salírsele del pecho y bañado en sudor, comenzó a buscar a Bella, pero sólo vio objetos inanimados: una pared cubierta con una estantería llena de instrumentos terroríficos. Un camastro. Un armario metálico a prueba de incendios, del tamaño de un automóvil. Una mesa de autopsias con cuatro cadenas de acero que colgaban de los bordes… cuya pulida superficie estaba manchada de sangre.

A Z se le cruzaron varias ideas por la mente. Bella estaba muerta. Ese trozo de tierra quemada era prueba de ello. Aunque, ¿y si había sido algún otro prisionero? ¿Y si a ella la hubiesen trasladado o algo así?

Los hermanos se mantenían en la retaguardia, como si supieran que no debían cruzarse en su camino. Z se acercó al armario metálico, con el arma en la mano. Luego arrancó las puertas. Simplemente agarró los paneles metálicos y los dobló hasta romper las bisagras. Después las arrojó lejos y las oyó estrellarse contra el suelo.

Armas. Munición. Explosivos plásticos.

El arsenal de sus enemigos.

Enseguida fue al baño. No había nada, sólo una ducha y un cubo.

—Ella no está aquí, hermano —dijo Phury.

En un arrebato de rabia, Z levantó la mesa de autopsias con una mano y la lanzó contra la pared. Al salir volando, una de las cadenas lo golpeó en el hombro, causándole un dolor agudo.

Y fue entonces cuando lo oyó. Un suave gemido.

Enseguida volvió la cabeza hacia la izquierda.

En el rincón, sobresalían de la tierra tres bocas cilíndricas de metal, que estaban cubiertas por tapas de malla pintadas del mismo color del suelo de tierra. Lo cual explicaba por qué no las había visto antes.

Z se acercó y le dio una patada a una de las tapas. Los gemidos se oyeron con más fuerza.

De repente se sintió mareado y se desplomó sobre las rodillas.

—¿Bella?

De la tierra brotó un balbuceo ininteligible y Z soltó el arma. ¿Cómo iba a hacer para…? Cuerdas, había cuerdas saliendo de lo que parecía un tubo de alcantarilla. Las agarró y tiró suavemente.

Lo que salió fue un vampiro sucio y ensangrentado, que parecía haber pasado por la transición hacía diez años. Estaba desnudo y temblando, con los labios azules y los ojos desorbitados.

Z lo sacó y Rhage lo arropó con su impermeable de cuero.

—Sácalo de aquí —dijo alguien, mientras Hollywood cortaba las cuerdas.

—¿Puedes desmaterializarte? —le preguntó al vampiro otro de los hermanos.

Z no prestó atención a la conversación. Se dirigió al otro hoyo, pero no había cuerdas que entraran en ése y su nariz no percibió ningún olor. El tubo estaba vacío.

Se estaba acercando al tercero, cuando el prisionero gritó:

—¡No! ¡Ése tiene una trampa y puede estallar si la tocan!

Z se quedó inmóvil.

—¿Cómo?

Castañeteando los dientes, el vampiro dijo:

—No… no sé. Sólo oí que el restrictor se lo estaba advirtiendo a uno de sus hombres.

Antes de que Z pudiera preguntar, Rhage comenzó a recorrer la habitación.

—Aquí hay un arma. Con el cañón apuntando en esa dirección. —Se oyó el sonido de algo metálico—. Ya la he desactivado. No estallará.

Z miró al techo, justo sobre el hoyo. Montado sobre las vigas visibles del techo, a unos cinco metros del suelo, había un pequeño dispositivo.

—V, ¿qué tenemos allí arriba?

—Un ojo láser. Si lo rompes, probablemente dispara…

—Esperad —dijo Rhage—. Aquí hay otra arma que desactivar.

V se acarició la barba.

—Debe de tener un mecanismo de activación por control remoto, aunque supongo que el tipo se lo habrá llevado. Eso es lo que yo haría. —Entornó los ojos para mirar el techo con atención—. Ese modelo en particular funciona con pilas de litio. Así que no hay posibilidad de desactivar el generador para apagarlo. Y son difíciles de desarmar.

Z miró a su alrededor, buscando algo que pudiera usar para quitar la tapa y pensó en el baño. Entró en éste, arrancó la cortina de la ducha y regresó con la barra de la que colgaba.

—Apartaos todos.

Rhage dijo enseguida:

—Z, hermano, no estoy seguro de haber encontrado todas las…

—Llevaos al civil. —Al ver que nadie se movía, soltó una maldición—. No tenemos tiempo que perder, y si alguien sale herido, seré yo. Por favor, hermanos, ¿tenéis la bondad de salir?

Cuando el lugar quedó vacío, Z se acercó al hoyo. Dándole la espalda a una de las armas que había sido retirada, como si estuviera en la línea de fuego, empujó la tapa con la barra. Enseguida se disparó un arma, con un fuerte estallido.

Z recibió el proyectil en la pantorrilla izquierda. El impacto lo hizo caer sobre una rodilla, pero hizo caso omiso del dolor y se arrastró hasta la boca del tubo. Agarró las cuerdas que bajaban hasta la tierra y comenzó a tirar de ellas.

Lo primero que vio fue el pelo. El hermoso y larguísimo cabello caoba de Bella la rodeaba, formando una especie de velo sobre su cara y sus hombros.

Z se sintió desfallecer y por un momento quedó ciego, como si hubiese tenido un desmayo pasajero, pero a pesar de todo siguió tirando de las cuerdas. De repente el esfuerzo pareció hacerse mucho más llevadero… porque había otras manos ayudándole… otras manos tirando de la cuerda y recostando a Bella sobre el suelo con suavidad.

Bella no se movió, pero respiraba. Iba vestida con un camisón transparente, manchado con su propia sangre. Z le quitó el pelo de la cara con delicadeza.

La conmoción fue tan grande que estuvo a punto de desmayarse.

—¡Ay, por Dios… por Dios… por Dios!

—¿Qué diablos te han hecho…? —El que habló, no encontró las palabras para terminar la frase.

Luego se oyó que varios se aclaraban la garganta. Otros tosieron, quizás para disimular las náuseas.

Z la tomó entre sus brazos y sólo… la abrazó. Tenía que sacarla de allí, pero no podía moverse a causa de lo que le habían hecho a Bella. Parpadeando, mareado y gritando por dentro, comenzó a mecerla suavemente hacia delante y hacia atrás, mientras recitaba lamentos en lengua antigua.

Phury se arrodilló.

—Zsadist… Tenemos que sacarla de aquí.

Z recuperó la concentración y de repente no pudo pensar en otra cosa que en llevarla a la mansión. Cortó el arnés que envolvía el torso de Bella y luego se puso de pie con dificultad, con ella en brazos. Cuando intentó caminar, la pierna izquierda le falló y se tambaleó. Durante una fracción de segundo no pudo entender por qué.

—Déjame llevarla —dijo Phury, y estiró los brazos—. Has recibido un disparo.

Zsadist negó con la cabeza y pasó junto a su gemelo, cojeando.

Llevó a Bella hasta el Taurus que todavía estaba estacionado frente a la casa. Mientras la apretaba contra su pecho, rompió la ventanilla del conductor con el puño, metió el brazo y abrió el automóvil, lo que hizo que se disparara la alarma. Abrió la puerta trasera, se inclinó y la puso sobre el asiento de atrás. Cuando le dobló suavemente las piernas para acomodarla, el camisón se subió un poco y él se estremeció. Estaba llena de moratones.

La alarma seguía sonando, pero Z no hacía caso a nada. Sólo dijo:

—Que alguien me dé una chaqueta.

Estiró el brazo hacia atrás y alguien le puso en la mano una chaqueta de cuero. Z envolvió a Bella con cuidado en lo que parecía ser la chaqueta de Phury, luego cerró la puerta y se sentó frente al volante.

Lo último que oyó fue una orden de Wrath.

—V, saca esa mano tuya. Hay que incendiar este lugar.

Z metió las manos debajo del tablero, conectó los cables y salió volando del lugar, como un murciélago que huye del infierno.

‡ ‡ ‡

O detuvo la camioneta junto a la acera de una zona oscura de la calle 10.

—Todavía no entiendo por qué mentiste.

—Si haces que te devuelvan al Omega, ¿qué pasará con nosotros? Eres uno de los cazavampiros más fuertes que tenemos.

O miró a su compañero con disgusto.

—Tienes un gran espíritu de equipo, ¿verdad?

—Me enorgullezco de lo que hacemos.

—Una mentalidad muy de los años cincuenta.

—Sí, y eso fue lo que te salvó el pellejo, así que dame las gracias.

«Lo que tú digas…», pensó O con ironía. Tenía mejores cosas que hacer que preocuparse por el espíritu de equipo de U y toda esa mierda.

Él y U se bajaron de la camioneta. ZeroSum, Screamer’s y Snuff’d estaban a dos calles y, aunque hacía frío, había una enorme cola de gente esperando para entrar a los clubes. Sin duda, mucha de esa gente eran vampiros, pero, aunque no lo fueran, la noche iba a estar animada. Siempre había enfrentamientos con los hermanos.

O puso la alarma, se guardó las llaves en el bolsillo… y se quedó inmóvil en medio de la calle 10. Se quedó literalmente paralizado, no se podía mover.

Su esposa… ¡Por Dios, su esposa no tenía muy buen aspecto cuando salió con U!

O estiró la parte delantera de su suéter de cuello de tortuga, pues sentía que no podía respirar. No le importaba el dolor que ella debía de estar sintiendo; se lo merecía. Pero no podía soportar la idea de que se muriera, si ella lo dejaba… ¿Qué haría él si se estuviera muriendo en este mismo instante?

—¿Qué pasa? —preguntó U.

O buscó otra vez las llaves del coche y sintió que la angustia le corría por las venas.

—Tengo que irme.

—¿Te vas a escapar? Anoche no cumplimos con la cuota…

—Tengo que regresar al centro un segundo. L está en la Quinta cazando. Búscalo. Me reuniré otra vez contigo en treinta minutos.

O no esperó la respuesta de su compañero. Se metió en la camioneta y salió rápidamente de la ciudad por la carretera 22, atravesando las afueras de Caldwell. Estaba a unos quince minutos del centro de persuasión, cuando vio las luces de varios coches de policía estacionados a un lado del camino. Lanzó una maldición y frenó, con la esperanza de que se tratara sólo de un accidente.

Pero no, en el tiempo que había transcurrido desde que se marchó, la maldita policía había instalado otro puesto de control de alcoholemia. Habían cortado la carretera 22 y había conos naranja y señales en medio de la vía. Habían puesto un cartel en el que se anunciaba que la operación formaba pare de la campaña de Seguridad Vial del Departamento de Policía de Caldwell.

¡Por Dios! ¿Tenían que poner un control precisamente ahí? ¿En mitad de la nada? ¿Por qué no se iban a ponerlo al centro, cerca de los bares? Pero, claro, la gente que vivía en los alrededores de Caldwell tenía que conducir hasta su casa después de una noche de clubes en la gran ciudad…

Había un coche frente a él, y O golpeó el volante con los dedos. Tenía la tentación de sacar su Smith & Wesson y mandar al reino divino tanto a los policías como al conductor de ese coche que, como él, se había quedado atrapado en el control. Sólo por descargar su rabia.

De pronto se fijó en un coche que iba en sentido contrario. Se trataba de un Ford Taurus, que frenó con un suave chirrido y cuyas luces parecían un poco opacas.

¡Por Dios! Esos malditos coches no costaban una mierda y ésa era precisamente la razón por la que U había elegido esa marca y ese modelo. Camuflarse entre la población humana era esencial para mantener en secreto la guerra contra los vampiros.

Mientras el agente se acercaba al desgraciado ése, O pensó que era extraño que el conductor llevara abierta la ventanilla en una noche tan fría. Luego alcanzó a ver al tipo que iba conduciendo. El desgraciado tenía una cicatriz tan gruesa como un dedo, que le partía la cara en dos. Y un piercing en la oreja. Tal vez el coche era robado.

Obviamente, el policía pensó lo mismo, porque, cuando se agachó para hablar con el conductor, se llevó la mano al arma. Y la agarró con más fuerza cuando fijó la luz de la linterna en el asiento trasero del coche. El oficial se echó hacia atrás de repente, como si le hubiesen disparado entre los ojos, e hizo ademán de acercarse el radiotransmisor a los labios. Sólo que en ese momento el conductor sacó la cabeza por la ventana y se quedó mirándolo. Hubo un momento de tensión entre ambos.

Luego el policía soltó el arma y dejó seguir al Taurus, sin revisar siquiera la identificación del conductor.

O miró con rabia al policía que estaba revisando los coches en su lado de la carretera. El maldito todavía tenía detenida a la inofensiva camioneta de adelante, como si estuviera llena de vendedores de droga. Entretanto, su compañero del otro lado dejaba seguir a lo que parecía un asesino en serie, sin decirle nada. Era como estar en la cola equivocada de una taquilla.

Finalmente, llegó el turno de O. Fue tan amable como pudo y un par de minutos después quedó libre para seguir. Había recorrido cerca de ocho kilómetros, cuando vio una llamarada que iluminaba el paisaje a mano derecha. Por los alrededores del centro de persuasión.

Enseguida pensó en el calentador de queroseno, el que tenía una filtración.

O aceleró. Su mujer estaba metida en un hoyo en la tierra… Si había un incendio…

Se metió en el bosque y aceleró, tratando de esquivar los pinos, mientras se golpeaba la cabeza contra el techo, por los saltos que iba dando la camioneta. Se tranquilizó pensando que más arriba no se veía el reflejo naranja de un incendio. Si había habido una explosión, habría llamas, humo…

De pronto se apagaron las llamas. El centro de persuasión había desaparecido. Había sido eliminado. No era más que ceniza.

O puso el pie en el freno para evitar que la camioneta se estrellara contra un árbol. Luego miró el bosque a su alrededor, para asegurarse de que estaba en el lugar correcto. Cuando estuvo seguro, se bajó de un salto y se arrojó al suelo.

Agarró puñados de polvo y se metió entre los escombros hasta que la nariz y la boca se le llenaron de polvo y quedó todo cubierto de ceniza. Encontró trozos de metal derretido, pero nada más grande que la palma de su mano.

Aunque la cabeza le daba vueltas, de pronto recordó haber visto antes este mismo polvo extraño.

Echó la cabeza hacia atrás y elevó la voz al cielo. No supo qué fue lo que salió de su boca. Lo único que sabía era que eso era obra de la Hermandad. Porque a la academia de artes marciales de los restrictores le había ocurrido lo mismo hacía seis meses.

Polvo… cenizas… nada. Y se habían llevado a su esposa.

¿Estaría viva cuando la encontraron? ¿O sólo se habrían llevado su cadáver? ¿Estaría muerta?

Era culpa suya; todo era su culpa. Tenía tal necesidad de castigarla que no había tenido en cuenta todo lo que implicaba que el otro civil se hubiese escapado. Seguramente fue enseguida a la Hermandad para decirles dónde estaba Bella. Ellos sólo habían tenido que esperar a que anocheciera para ir a buscarla.

O se secó las lágrimas de desesperación que brotaban de sus ojos. Luego dejó de respirar. Giró la cabeza a uno y otro lado, para examinar los alrededores. El Ford Taurus plateado de U tampoco estaba.

«El control de la policía. El maldito control». Ese tenebroso tipo que iba al volante no era en realidad un hombre. Era un miembro de la Hermandad de la Daga Negra. Tenía que serlo. Y la esposa de O iba en el asiento trasero, apenas respirando o muerta. Por eso el policía se había asustado. La vio cuando había apuntado la luz hacia la parte trasera del automóvil, pero el hermano le había lavado el cerebro para convencerlo de que lo dejara pasar.

O corrió a la camioneta y pisó el acelerador. Se dirigió hacia el este, hacia la casa de U.

El Taurus tenía un sistema de seguridad LoJack.

Lo cual significaba que, con la tecnología apropiada, podría encontrar al maldito en donde fuera.