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John estaba en la cama, acostado de lado, hecho un ovillo y mirando fijamente la oscuridad. La habitación que le habían dado en la mansión de la Hermandad era lujosa e impersonal, y no lo hacía sentirse ni mejor ni peor.

Desde algún sitio cercano al rincón, oyó que un reloj daba una, dos, tres campanadas… Siguió contándolas hasta que llegó a seis. Dio una vuelta en la cama y reflexionó sobre el hecho de que en otras seis horas comenzaría un nuevo día. La medianoche. Ya no sería martes sino miércoles.

Pensó en los días, las semanas, los meses y los años de su vida, un tiempo que le pertenecía porque lo había vivido, y por eso podía reclamarlo como suyo.

¡Qué arbitraria era esa división del tiempo! ¡Qué acto tan típicamente humano —y vampiresco— ese de tener que dividir el infinito en partes para poder creer que lo controlaban!

¡Qué estupidez! Uno no controla nada en la vida. Y nadie lo hace.

¡Si hubiera alguna manera de hacerlo! ¿No sería maravilloso poder apretar un botón para volver atrás y borrar todo el maldito día que acababa de pasar? De esa manera no tendría que sentirse como se sentía ahora.

John resopló y dio otra vuelta. Ese dolor era… imposible de imaginar, una terrible revelación.

Su tristeza era como una enfermedad, que afectaba a todo su cuerpo y lo hacía temblar aunque no tenía frío, le sacudía el estómago aunque lo tenía vacío, y hacía que le dolieran las articulaciones y el pecho. Nunca había pensado que la tristeza pudiera ser una enfermedad física, pero lo era. Y John sabía que estaría enfermo durante mucho tiempo.

¡Él debía haber acompañado a Wellsie, en lugar de quedarse en casa para estudiar tácticas! Si hubiese estado en ese coche, tal vez habría podido salvarla… ¿O también estaría muerto?

Bueno, eso sería mejor que esta existencia. Incluso si no había vida después de la vida, incluso si uno simplemente se iba y eso era todo, seguramente sería mejor que lo que estaba sufriendo.

Wellsie… muerta, muerta. Su cuerpo ahora era sólo cenizas. Por lo que había alcanzado a escuchar, Vishous le había puesto encima la mano derecha en el lugar del crimen y luego había traído lo que había quedado. Habría una ceremonia formal de despedida para su viaje al Ocaso, pero John no sabía en qué consistía y tampoco podían hacerla hasta que Tohr apareciera.

Y Tohr también había desaparecido. Se había ido. ¿Estaría muerto? Estaba tan cerca el amanecer cuando se marchó… De hecho, tal vez ésa había sido precisamente su intención. Tal vez había salido al encuentro de la luz del sol para poder estar con el espíritu de Wellsie.

Nada, no quedaba nada… todo parecía haberse evaporado.

Sarelle… ahora también Sarelle estaba en manos de los restrictores. La había perdido antes de poder conocerla de verdad. Zsadist iba a tratar de rescatarla, pero ¿quién sabía lo que podía ocurrir?

John vio la imagen de la cara de Wellsie, con su pelo rojo y su pequeña barriga de embarazada. Vio el pelo de Tohr y sus ojos azules y sus anchos hombros enfundados en la chaqueta de cuero negro. Pensó en Sarelle, estudiando minuciosamente esos libros viejos, con el pelo rubio cayéndole sobre la cara y sus largas y hermosas manos pasando las páginas.

John volvió a sentir la tentación de empezar a llorar otra vez, pero se sentó rápidamente y se obligó a contenerse. Ya no quería llorar más. No volvería a llorar por ninguno de ellos. Las lágrimas eran totalmente inútiles, una debilidad que no era digna del recuerdo de los que se habían ido.

Su homenaje para ellos sería la fuerza. Les ofrecería el tributo de su poder. Y la venganza sería la oración que recitaría junto a sus tumbas.

John se levantó de la cama, entró en el baño y luego se vistió y se puso las zapatillas deportivas que Wellsie le había comprado. Momentos después estaba abajo, atravesando la puerta secreta que llevaba al túnel subterráneo. Caminó rápidamente a través del laberinto de acero, con los ojos fijos al frente y moviendo los brazos con el ritmo de un soldado.

Cuando salió a la oficina de Tohr, vio que habían limpiado todo el desorden. El escritorio estaba de nuevo en su sitio y la horrible silla verde estaba metida detrás. Los papeles, los bolígrafos, los archivos… todo había sido recogido y ordenado. Incluso el ordenador y el teléfono estaban donde debían estar, aunque los dos habían terminado destrozados la noche anterior. Debían ser nuevos…

El orden había sido restablecido.

Fue hasta el gimnasio y encendió las luces del techo. Hoy no había clases por lo que había ocurrido y se preguntó si, ahora que Tohr no estaba, no tendrían que suspender todo el entrenamiento.

John atravesó las colchonetas hasta el cuarto donde guardaban el equipo y sus zapatos hicieron rechinar la tela azul del forro. Sacó dos dagas de la vitrina de los cuchillos y luego agarró una funda lo suficientemente pequeña para colgársela al pecho. Una vez que se puso las correas, se dirigió al centro del gimnasio.

Tal como Tohr le había enseñado, comenzó con el movimiento de bajar la cabeza.

Y luego puso las manos sobre las dagas y comenzó a entrenar, recubriéndose de odio contra el enemigo e imaginándose a todos los restrictores que iba a matar.

‡ ‡ ‡

Phury entró en el teatro y se sentó en la parte de atrás. El lugar estaba muy animado y concurrido, lleno de gente joven en parejas y grupos de estudiantes. Oyó susurros y conversaciones en voz alta. Escuchó risas, el crujido de las envolturas de los caramelos y gente sorbiendo y masticando.

Cuando la película comenzó, las luces se apagaron y todo el mundo comenzó a gritar groserías.

Phury se dio cuenta del momento en que el restrictor se acercó, porque pudo sentir en el aire el olor dulzón, aun a través de las palomitas de maíz y los perfumes femeninos que emanaban de las parejas.

De pronto apareció un teléfono móvil frente a su cara.

—Tómalo y póntelo en la oreja.

Phury lo hizo y oyó a través de la línea una respiración entrecortada.

Un actor gritaba: «¡Maldición, Janet, vamos a tirar!».

Phury sintió la voz del restrictor justo detrás de su cabeza.

—Dile que vas a venir conmigo sin problema. Prométele que va a vivir porque tú vas a hacer lo que se te dice. Y no hables en vuestro idioma antiguo, quiero entender lo que dices.

Phury comenzó a hablar por el teléfono, aunque desconocía el significado exacto de las palabras que usó. Lo único que pudo oír fue que la muchacha comenzó a sollozar al otro lado.

El restrictor le quitó el teléfono enseguida.

—Ahora, ponte esto.

Un par de esposas de acero cayeron sobre sus piernas. Phury se esposó y esperó.

—¿Ves esa salida a mano derecha? Vamos hacia allá. Tú irás primero, hay una camioneta esperándonos justo afuera. Vas a subirte por la puerta del copiloto. Yo estaré todo el tiempo detrás de ti, con el teléfono en la boca. Si intentas jugármela, o veo a alguno de tus hermanos, ordenaré que la maten. Ah, y para tu información, tiene un cuchillo en la garganta, así que será rápido. ¿Está claro?

Phury asintió con la cabeza.

—Ahora levántate y empieza a moverte.

Phury se puso de pie y se dirigió a la puerta. Mientras caminaba, se dio cuenta de que en algún momento se le había cruzado la idea de que podría salir vivo de todo aquello. Era impresionantemente bueno con las armas y llevaba unas cuantas escondidas. Pero este restrictor era astuto y lo había atrapado amenazándolo con terminar con la vida de esa muchacha civil.

Cuando Phury abrió la puerta lateral del teatro de una patada, estaba seguro de que ésa sería su última noche.

‡ ‡ ‡

Zsadist volvió en sí por pura fuerza de voluntad, tras luchar denodadamente contra la confusión que le producía la droga y aferrarse como pudo a su conciencia. Se arrastró por el suelo de mármol del baño hasta la alfombra de la alcoba, donde se puso en pie con gran dificultad. Cuando llegó hasta la puerta, apenas tuvo fuerzas para abrirla con el pensamiento.

En cuanto salió al pasillo de las estatuas, trató de gritar. Al principio sólo salieron murmullos roncos de su garganta, pero luego logró sacar un grito. Y otro. Y otro. El esfuerzo hizo que se derrumbara, y cayó al suelo.

El ruido de pasos que se aproximaban velozmente hizo que se sintiera mareado y aliviado.

Wrath y Rhage se arrodillaron junto a él y lo incorporaron. Zsadist hizo caso omiso de sus preguntas, pues no podía entender todas las palabras, y dijo:

—Phury… se fue… Phury… se fue…

Sintió que el estómago se le revolvía, se dio la vuelta sobre un costado y vomitó. Eso le vino bien y, cuando acabó, se sintió un poco más lúcido.

—Tenéis que encontrarlo…

Wrath y Rhage seguían disparándole preguntas a toda velocidad y Z pensó que probablemente eso era la causa del rumor que sentía en los oídos. Era eso o que su cabeza estaba a punto de estallar.

Cuando levantó la cara de la alfombra, sintió que todo le daba vueltas y dio gracias a Dios de que la dosis de morfina estuviese calculada para el peso de Bella. Porque se sentía morir.

Volvió a tener otro espasmo en el vientre y vomitó otra vez sobre la alfombra. ¡Mierda… nunca había tolerado los opiáceos!

Luego se oyeron más pasos que venían por el pasillo. Más voces. Alguien que le limpiaba la boca con una toalla mojada. Era Fritz. Cuando volvió a sufrir otro ataque de arcadas, alguien le puso una papelera frente a la cara.

—Gracias —dijo Z y volvió a vomitar.

Con cada espasmo, su mente reaccionaba mejor, al igual que su cuerpo. Se metió dos dedos hasta el fondo para seguir vomitando. Cuanto más pronto expulsara la droga de su organismo, antes podría ir tras Phury.

Ese maldito cabrón, queriendo dárselas de héroe… Iba a matar a su gemelo, de verdad que lo mataría. Se suponía que Phury era el que iba a vivir.

Pero ¿adónde demonios se lo habrían llevado? ¿Y cómo iba a hacer para encontrarlo? El teatro era el punto de encuentro, pero no debían de haberse quedado mucho tiempo allí.

Después de un rato, Zsadist dejó de vomitar, porque ya no le quedaba nada en el estómago, pero siguió con las arcadas. Entonces se le ocurrió la única solución posible y el estómago volvió a revolvérsele, pero esta vez no fue por efecto de la droga.

Se oyeron más pasos por el corredor. La voz de Vishous. Una emergencia civil. Una familia de seis miembros atrapada en su casa, rodeada de restrictores.

Z levantó la cabeza. Luego se incorporó. Finalmente se puso de pie. Su fuerza de voluntad, que siempre lo había salvado, acudió otra vez en su ayuda.

—Yo iré a por Phury —les dijo a sus hermanos—. Vosotros, encargaos del trabajo.

Después de una breve pausa, Wrath dijo:

—Entonces, que así sea.