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Para aquí. —O abrió la puerta de la Explorer antes de que la camioneta se detuviera totalmente, al comienzo de la avenida Thorne. Miró rápidamente la colina y luego le lanzó al Beta una mirada de advertencia.

—Quiero que des una cuantas vueltas por el vecindario hasta que te llame. Luego quiero que vengas al número veintisiete. Pero no entres, pasa de largo. Unos cincuenta metros más adelante, el muro de piedra forma una esquina. Ahí es donde quiero que te detengas. —Cuando el Beta asintió con la cabeza, O agregó—: Si la cagas, te pondré a los pies del Omega.

O no esperó a que el restrictor le respondiera con alguna de esas absurdas promesas de buen comportamiento que siempre hacían semejantes tipos. Saltó al pavimento enseguida y subió corriendo la colina. Convertido en un arsenal itinerante, su cuerpo soportaba el peso de las armas y los explosivos que se había colgado, como si fuera un árbol de Navidad paramilitar.

Pasó frente a la entrada del número veintisiete y miró hacia el sendero que subía a la casa. Cincuenta metros más adelante llegó a la esquina en la que le dijo al estúpido Beta que lo recogiera. Dio tres pasos hacia atrás y pegó un salto, con la intención de alcanzar el borde de la tapia de tres metros.

Lo consiguió sin problemas, pero cuando sus manos se posaron sobre el muro recibió una fuerte descarga eléctrica que lo dejó aturdido por un momento. Si hubiera sido un humano, ahora estaría chamuscado en el suelo, y aun siendo un restrictor la descarga lo dejó sin aire. De todas maneras, consiguió saltar y pasar al otro lado.

Las luces de seguridad se encendieron y O se escondió detrás de un árbol, mientras sacaba su pistola con silenciador. Si aparecían perros de presa, estaba preparado para disparar. Pero no se oyó ningún ladrido. Y tampoco se veía en la mansión ningún movimiento de luces encendiéndose o pasos de guardias de seguridad.

Mientras esperaba, estudió el lugar. La parte trasera de la casa era magnífica, con sus ladrillos rojos y las ventanas blancas, y las terrazas que se extendían bajo porches de dos pisos. El jardín también era una joyita. ¡Qué barbaridad… el mantenimiento anual de este monstruo debía de ser más de lo que una familia media ganaba en una década!

«Hora de acercarse», pensó O y atravesó el jardín en dirección a la casa, corriendo agazapado, con el arma lista. Cuando llegó hasta la pared, estaba feliz. La ventana junto a la cual se paró estaba equipada con rieles que corrían de arriba abajo a cada lado, y encima había un discreto dintel en forma de caja.

Persianas retráctiles de acero. Y, según parecía, cada puerta y cada ventana tenían una.

En el noreste, donde no hay que preocuparse por las tormentas tropicales o los huracanes, sólo había un tipo de persona que instalaba esa clase de seguridad encima de cada pedazo de vidrio: el tipo de propietarios que necesitan protegerse de la luz del sol.

Allí vivían vampiros.

Las persianas estaban alzadas porque era de noche y O miró hacia el interior. La casa estaba a oscuras, lo cual no era muy alentador, pero de todas maneras entraría.

La pregunta era cómo entrar. Era evidente que el lugar tenía alarmas y sistemas de seguridad por todas partes. Y O podía apostar que alguien que instala un sistema eléctrico de seguridad en el muro de cerramiento no tiene en su casa cualquier alarma tradicional. Aquí tenía que haber tecnología muy sofisticada.

Decidió que lo mejor sería cortar el suministro de energía, así que se fue a buscar el lugar por el que entraba la corriente eléctrica en la mansión. Lo encontró detrás de un garaje con capacidad para seis coches, situado en un cuarto trastero que contenía tres unidades de aire acondicionado, un ventilador viejo y un generador de emergencia. El grueso cable que conducía la energía estaba protegido por una caja de metal que salía de la tierra y se dividía en cuatro conexiones principales.

O puso una carga de explosivos plásticos junto a la caja y luego instaló otra en el centro del generador. Se escondió detrás del garaje e hizo estallar los explosivos con un control remoto. Se oyeron dos estallidos, pero las llamaradas y el humo se desvanecieron rápidamente.

Esperó a ver si alguien se acercaba. Pero nada. Se asomó de manera impulsiva al garaje. Había dos espacios vacíos, pero en los otros había coches muy bonitos, tan bonitos que ni siquiera pudo saber de qué marca eran.

Suspendido el suministro de energía, corrió hasta la parte delantera de la casa, dando un rodeo por detrás de la cerca de madera que adornaba la fachada. Un par de puertas de vidrio parecían la mejor vía de entrada. Golpeó uno de los vidrios con el puño enguantado para romperlo y quitar el seguro. En cuanto estuvo dentro, comenzó a cerrar la puerta. Era esencial que los contactos de la alarma estuvieran en su lugar, por si tuvieran instalado algún generador de emergencia… ¡Mierda!

Los electrodos de las puertas funcionaban con pilas de litio… lo que quería decir que los contactos no trabajaban con energía eléctrica. Entonces se dio cuenta de que estaba justo en medio de un rayo láser. ¡Maldición! Todo esto era tan sofisticado… como si fuera un maldito museo, o la Casa Blanca o la alcoba del Papa.

La única razón por la que había logrado entrar en la casa era porque alguien había querido que lo hiciera.

O aguzó el oído. Silencio absoluto. ¿Sería una trampa?

Se quedó paralizado un momento más, sin apenas respirar, y se aseguró de tener el arma lista, antes de comenzar a recorrer en silencio una serie de salones que parecían salidos de una revista de decoración. A medida que avanzaba, O sentía ganas de apuñalar las pinturas que colgaban de las paredes, arrancar los candelabros y romper las esbeltas patas de las mesas y las sillas. Quería quemar las cortinas. Quería cagarse en las alfombras. Quería dañarlo todo, porque era hermoso y porque, si su mujer alguna vez había vivido allí, eso significaba que ella era muy superior a él.

Dobló una esquina y salió a una especie de recibidor, donde frenó en seco.

Colgado de la pared, dentro de un adornado marco dorado, había un retrato de su esposa… y el cuadro estaba cubierto con un par de colgaduras de seda negra. Debajo del cuadro, sobre una mesa con base de mármol, había un cáliz de oro boca abajo y un pedazo de tela blanca con tres hileras de diez piedrecitas cada una. Había veintinueve rubíes. La última piedra, la de la esquina inferior izquierda, era negra.

El ritual era distinto del que él había conocido cuando era humano, pero, sin duda, esto era un homenaje a su esposa.

Los intestinos de O se transformaron en serpientes que siseaban y hervían de cólera dentro de su vientre. Pensó en vomitar.

Su mujer estaba muerta.

‡ ‡ ‡

—No me mires así —murmuró Phury, mientras cojeaba por su habitación. El costado le dolía horriblemente y estaba tratando de prepararse para salir, de manera que la expresión de mamá gallina de Butch no le resultaba de mucha ayuda.

El policía sacudió la cabeza.

—Necesitas ir al médico, muchachote.

El hecho de que el humano tuviera razón hizo que Phury se enfadara aún más.

—No es cierto.

—Si fueras a pasar el día durmiendo en el sofá, tal vez. Pero ¿peleando? Vamos, hombre. Si Tohr supiera que vas a salir en esas condiciones, colgaría tu cabeza de un palo.

Cierto.

—Estoy bien. Sólo tengo que hacer un poco de calentamiento.

—Sí, hacer estiramientos es la mejor forma de curar ese agujero que tienes en el hígado. De hecho, tal vez te pueda traer un tubo de pegamento; se lo echamos por encima, y quizás cierre. Buen plan.

Phury miró al policía con rabia. Butch levantó una ceja.

—Estás colmando mi paciencia, policía.

—No me digas. Oye, ¿qué tal si… me gritas mientras te llevo a la clínica de Havers?

—No necesito una escolta.

—Pero es que sé que si no te llevo, no vas a ir. —Butch se sacó del bolsillo las llaves del Escalade y las sacudió en el aire—. Además, soy un buen taxista. Pregúntaselo a John.

—No quiero ir.

—Bueno… como diría Vishous, vas a ir por las buenas o por las malas, tú decides.

‡ ‡ ‡

Rehvenge aparcó el Bentley frente a la mansión de Havers y Marissa y subió con cuidado hasta la inmensa puerta. Levantó la pesada aldaba en forma de cabeza de león, la dejó caer y escuchó cómo reverberaba el golpe. De inmediato fue recibido por un doggen que lo condujo hasta un salón.

Marissa se levantó del sofá de seda sobre el que estaba sentada y Rehv la saludó con una pequeña reverencia. Cuando se quedaron solos, Marissa se le acercó con los brazos estirados; su vestido largo de color amarillo pálido la seguía como una sombra. Rehv le agarró las manos y se las besó.

—Rehv… Me alegra tanto que nos hayas llamado. Queremos ayudar.

—Os agradezco mucho que hayáis aceptado recibir a Bella.

—Será muy bienvenida y podrá quedarse todo el tiempo que necesite. Aunque me gustaría que nos dijeras qué está sucediendo.

—Simplemente, vivimos tiempos difíciles.

—Cierto. —Marissa frunció el ceño y miró por encima del hombro de Rehv—. ¿Ella no viene contigo?

—Nos encontraremos aquí. Ya no tardará. —Rehv miró el reloj—. Sí… yo me adelanté un poco.

Llevó a Marissa hasta el sofá y, cuando se sentaron, los pliegues de su abrigo de piel cayeron sobre los pies de Marissa. Ella se agachó y acarició la piel, sonriendo un poco. Se quedaron callados durante un rato.

Rehv se dio cuenta de que estaba ansioso por ver a Bella. En realidad, estaba… nervioso.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Rehv, con la esperanza de poder concentrarse en otra cosa.

—Ah, te refieres a después de… —Marissa se sonrojó—. Bien. Muy bien. Yo… te lo agradezco.

A Rehv realmente le gustaba el modo de ser de Marissa. Tan suave y amable. Tan tímida y modesta, aunque era una de las bellezas de su especie y todo el mundo lo sabía. ¡Caray, que Wrath se hubiera alejado de ella era algo que nadie podía entender!

—¿Recurrirás a mí otra vez? —preguntó Rehv en voz baja—. ¿Me dejarás alimentarte otra vez?

—Sí —contestó Marissa y bajó los ojos—. Si tú me lo permites.

—Con el mayor gusto —contestó Rehv. Cuando Marissa levantó los ojos con alarma, él se obligó a sonreír, aunque en realidad no tenía ganas de hacerlo. Quería hacer otras cosas con su boca en ese momento, pero ninguna de ellas haría que la muchacha se sintiera muy cómoda. ¡Menos mal que se había suministrado su dosis de dopamina!, se dijo Rehv—. No te preocupes, tahlly. Sólo quieres mi sangre, ya lo sé.

Marissa lo estudió con la mirada y luego asintió.

—Y si tú… si tú necesitas alimentarte…

Rehv bajó la cabeza y la miró con lujuria, mientras que le pasaban por la mente una serie de imágenes eróticas. Cuando ella se echó hacia atrás, claramente alarmada por su expresión, Rehv no se sorprendió. No había manera de que ella pudiera lidiar con las perversiones a las que él estaba acostumbrado.

Rehv volvió a levantar la cabeza.

—Es una oferta muy generosa, querida. Pero nuestra relación será unilateral.

Una ola de alivio cruzó por la cara de la muchacha; en ese momento, el teléfono de Rehv comenzó a sonar y él lo sacó para mirar quién era. El corazón le dio un salto. Era la gente que controlaba la seguridad de su casa.

—Discúlpame un momento.

Después de oír el informe de que un intruso había saltado el muro, había disparado varios detectores de movimiento en el jardín y había cortado el suministro de energía, Rehv les dijo que apagaran todas las alarmas interiores. Quería que, quienquiera que hubiese entrado, se quedara ahí.

En cuanto viera a Bella saldría para la casa.

—¿Pasa algo malo? —preguntó Marissa, mientras él cerraba el teléfono.

—Ah, no. En absoluto. —«Todo lo contrario», pensó, muy satisfecho.

Cuando sonó la aldaba de la puerta principal, Rehvenge se puso rígido.

Un criado pasó frente a la puerta del salón para ir a abrir.

—¿Queréis que os deje solos? —preguntó Marissa.

La enorme puerta de la mansión se abrió y se cerró. Se oyó un intercambio de voces, una era la del doggen, la otra era… la de Bella.

Bella apareció en el umbral, Rehv apoyó el bastón en el suelo y se levantó lentamente. Estaba vestida con vaqueros y una parka negra, y su cabello largo brillaba sobre los hombros. Estaba… viva… saludable. Pero su rostro parecía haber envejecido y la boca estaba enmarcada ahora por arrugas de estrés y preocupación.

Rehv esperaba que ella corriera hacia sus brazos, pero sólo se quedó mirándolo… aislada, inalcanzable. O tal vez sólo estaba tan aturdida por todo lo que le había sucedido que ya no tenía capacidad de reacción.

A Rehvenge se le llenaron los ojos de lágrimas cuando clavó el bastón en el suelo y se le acercó, apresuradamente, aunque no podía sentir el roce de la fina alfombra bajo sus zapatos. Sin embargo alcanzó a ver la impresión de la cara de Bella cuando la acercó contra su pecho.

Rehv deseó poder sentir el abrazo que le estaba dando a su hermana. Luego se le ocurrió pensar que no sabía si ella también lo estaba abrazando. No quería forzarla, así que la soltó.

Cuando él dejó caer los brazos, ella se quedó junto a él, sin moverse. Así que volvió a abrazarla.

—Ay… Dios, Rehvenge… —Bella se estremeció.

—Te quiero, hermana mía —dijo él con voz ronca, sin sentirse avergonzado por expresar sus sentimientos y su ternura.