4
Habían pasado varias horas, o al menos eso parecía, cuando Bella se despertó al oír el ruido de la tapa de malla, que alguien parecía estar levantando. Enseguida sintió el olor dulzón del restrictor, que era aún más fuerte que el hedor agrio de la tierra húmeda.
—Hola, esposa. —Bella sintió que el arnés que llevaba alrededor del pecho le apretaba, mientras él tiraba de la cuerda para sacarla.
Con una sola mirada a los pálidos ojos color café del restrictor, Bella supo que no era momento de explorar hasta dónde podía llegar. Parecía estar frenético, con una sonrisa de excitación. Y el desequilibrio no le sentaba nada bien.
En cuanto los pies de Bella tocaron el suelo, el restrictor le dio un tirón al arnés, de manera que ella se cayó contra él.
—He dicho, esposa.
—Hola, David.
El restrictor cerró los ojos. Le encantaba que ella dijera su nombre.
—Tengo algo para ti.
Le dejó puestas las correas y la llevó hasta la mesa de acero inoxidable que había en el centro de la habitación. Cuando la aseguró a la mesa con un par de esposas, ella pensó que todavía debía de ser de noche. David no solía atarla durante el día, cuando sabía que ella no podía huir.
El restrictor fue hasta la puerta y la abrió de par en par. Enseguida se oyeron varios ruidos de forcejeos y gruñidos y luego regresó arrastrando a un vampiro civil, bastante descompuesto. La cabeza le colgaba de los hombros como si estuviera suelta, y los pies le arrastraban. Iba vestido con lo que debían de haber sido unos elegantes pantalones negros y un suéter de cachemira, pero ahora tenía la ropa rasgada, húmeda y manchada de sangre.
Con un gemido, Bella retrocedió hasta que las esposas le impidieron ir más lejos. No podía soportar que torturaran a nadie; simplemente no era capaz de aguantarlo.
El restrictor subió al vampiro a la mesa y lo tumbó boca arriba. Le puso cadenas alrededor de las muñecas y los tobillos y las aseguró con ganchos de metal. En cuanto el civil abrió los ojos y vio la estantería llena de herramientas, fue consciente de lo que le había sucedido, sintió pánico y comenzó a tirar de las cadenas, haciéndolas sonar contra la mesa metálica.
Bella miró los ojos azules del vampiro. Estaba aterrorizado y ella quiso tranquilizarlo, pero sabía que no sería muy inteligente. El restrictor estaba observando su reacción, esperando.
Luego sacó un cuchillo.
El vampiro que estaba sobre la mesa gritó cuando vio que el asesino se inclinaba sobre él. Pero lo único que David hizo fue cortar el suéter, para abrirlo totalmente y dejar expuestos el pecho y la garganta.
Aunque Bella trató de combatirla, el hambre de sangre se agitó en sus entrañas. Hacía mucho tiempo que no se alimentaba, tal vez meses, y todo el estrés que había soportado hacía que su cuerpo necesitara con urgencia lo que sólo podía brindarle el acto de beber del sexo opuesto.
El restrictor la tomó del brazo y tiró de ella.
—Me imaginé que debías de estar sedienta. —El asesino estiró la mano y le frotó la boca con el pulgar—. Así que te he conseguido esto para que te alimentes.
Ella abrió los ojos como platos.
—Así es. Él es sólo para ti. Un regalo. Está fresco, es joven. Mejor que los dos que tengo ahora en los hoyos. Y podemos conservarlo mientras te sea de utilidad. —El restrictor le levantó el labio superior para verle los dientes—. ¡Demonios… mira cómo se alargan esos colmillos! Tienes hambre, ¿verdad, esposa?
Le clavó la mano en la nuca y la besó, lamiéndola con la lengua. De alguna manera ella logró controlar el impulso de vomitar hasta que él levantó la cabeza.
—Siempre me había preguntado cómo sería esto —dijo, mientras la observaba a la cara—. ¿Me excitará? No estoy seguro de si lo deseo o no. Creo que me gustas más pura. Pero tienes que hacerlo, ¿verdad? O te mueres.
El restrictor le empujó la cabeza hacia la garganta del macho. Cuando ella opuso resistencia, él se rió suavemente y le dijo al oído:
—Ésa es mi niña. Si te hubieras acercado gustosamente, creo que te habría golpeado lleno de celos —le acarició el pelo con la mano que tenía libre—. Ahora, bebe.
Bella miró al vampiro a los ojos. Había dejado de forcejear y la miraba fijamente, mientras que los ojos parecían estar a punto de salírsele de las órbitas. Aunque estaba hambrienta, no podía soportar la idea de beber de él.
El restrictor le apretó la nuca y le dijo con voz llena de furia:
—Será mejor que bebas de él. Me costó mucho trabajo conseguírtelo.
Bella abrió la boca y sintió la lengua como un papel de lija a causa de la sed.
—No…
El restrictor subió el cuchillo hasta la altura de sus ojos.
—De una manera u otra, él va a sangrar en el próximo minuto y medio. Si comienzo a trabajar con él, no va a durar mucho tiempo. Así que tal vez quieras intentarlo. ¿No crees, esposa?
Al pensar en la violación que estaba a punto de perpetrar, a Bella se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Lo siento mucho —le susurró al macho encadenado.
De pronto sintió que le tiraban de la cabeza hacia atrás con brusquedad y la palma de la mano del restrictor la golpeó desde la izquierda. La bofetada sacudió la parte superior de su cuerpo, haciéndolo girar. El asesino la agarró del pelo para evitar que se cayera. Le dio un fuerte tirón, arqueando el cuerpo de Bella contra él. Ella no sabía qué se había hecho del cuchillo.
—No tienes por qué disculparte por eso —la agarró de la mandíbula y le clavó los dedos en las mejillas, debajo de los pómulos—. Yo soy el único por el que debes preocuparte. ¿Está claro? ¡He dicho si está claro!
—Sí —dijo ella jadeando.
—Sí ¿qué?
—Sí, David.
El restrictor le agarró el brazo que tenía libre y se lo retorció por detrás de la espalda. Bella sintió un dolor punzante en el hombro.
—Dime que me amas.
De repente, un sentimiento de rabia que brotó de la nada encendió una tormenta en el pecho de Bella. Ella nunca le diría esa palabra a él. Nunca.
—Dime que me amas —gritó, gritándole en la cara.
Los ojos de Bella brillaron y mostró los colmillos. Entonces, el asesino se excitó hasta tal punto que comenzó a temblar, mientras respiraba aceleradamente. Enseguida sintió el impulso de prepararse para luchar contra ella, excitado por la batalla, como si tuviera una erección. Ésa era la parte de la relación que lo hacía vivir. Él adoraba luchar contra ella. Su ex mujer no era tan fuerte como Bella, no había sido capaz de resistir mucho antes de morir.
—Dime que me amas.
—Yo… te… desprecio.
Mientras levantaba la mano y cerraba el puño, ella lo miró fijamente, con tranquilidad, lista para recibir el golpe. Se quedaron así un largo rato, atados por los vínculos de la violencia que fluía entre ellos. Al fondo, el civil que estaba sobre la mesa gimió.
De repente, el restrictor la abrazó:
—Te amo —dijo—. Te amo tanto… que no puedo vivir sin ti…
—¡Mierda! —dijo alguien.
Tanto el restrictor como Bella se volvieron a mirar hacia el lugar de donde provenía la voz. La puerta del centro de persuasión estaba abierta de par en par y un asesino de cabello descolorido estaba plantado en el umbral.
El tipo comenzó a reírse a carcajadas y luego dijo las tres palabras que desencadenaron los acontecimientos que siguieron…
—Esto pienso contarlo.
David corrió a perseguir al otro restrictor y salió a la calle.
Cuando oyó los primeros ruidos de la pelea, Bella no perdió ni un segundo. Comenzó a soltar las cadenas que sujetaban la muñeca derecha del civil, abrió los ganchos y las quitó. Ninguno de los dos dijo ni una palabra cuando ella le liberó la mano y luego comenzó a soltar la cadena del tobillo derecho. En cuanto pudo, el macho comenzó a moverse con el mismo frenesí que Bella y liberó rápidamente su lado izquierdo. Cuando quedó libre, saltó de la mesa y miró las esposas de acero que la sujetaban.
—No puedes salvarme —dijo Bella—. Él tiene las únicas llaves.
—No puedo creer que todavía estés viva. He oído hablar de ti…
—Vete, vete…
—Te va a matar.
—No, no lo hará. —Sólo haría que ella deseara la muerte—. ¡Vete! Esa pelea no va a durar toda la vida.
—Volveré a buscarte.
—Sólo vete a tu casa. —Cuando él abrió la boca, ella dijo—: Cállate y concéntrate. Si puedes, avisa a mi familia de que no estoy muerta. ¡Vete!
El vampiro tenía lágrimas en los ojos cuando los cerró. Respiró profundamente dos veces… y se desmaterializó.
Bella comenzó a temblar con tanta fuerza que se cayó al suelo, sin fuerzas para sostenerse en pie.
Los ruidos de la pelea que se desarrollaba afuera cesaron de repente. Hubo un momento de silencio y luego un rayo de luz y un estallido. Bella tuvo la certeza de que su restrictor había ganado.
Oh… Tenía por delante un día horrible. Sí, ése iba a ser un día horrible.
‡ ‡ ‡
Zsadist se quedó en el jardín de la casa de Bella hasta el último momento y luego se desmaterializó, rumbo a la tenebrosa casa de monstruos gótica en que vivía toda la Hermandad. La mansión parecía salida de una película de terror, toda ella llena de gárgolas, sombras y ventanales con vitrales. Frente a la montaña de piedra había un patio lleno de coches y una caseta de vigilancia, que era el refugio de Butch y V. Un muro de más de dos metros encerraba el conjunto y había una entrada con dos puertas, así como varias sorpresas desagradables diseñadas para desalentar a cualquier visita no deseada.
Z caminó hacia las puertas de acero de la casa principal y abrió. Al entrar, marcó una clave en un teclado y enseguida se le permitió el acceso. Hizo una mueca cuando entró en el vestíbulo. La enormidad del espacio, con su pintura brillante, su decoración dorada y su estupendo suelo de mosaico, era como un bar lleno de gente, un exceso de estímulos.
A su derecha oyó el ruido de un comedor lleno de gente: el suave tintineo de los cubiertos y la vajilla, palabras incomprensibles de Beth, una risita de Wrath… luego la voz de bajo de Rhage, interrumpiendo. Hubo una pausa, tal vez porque Hollywood estaba haciendo una mueca, y luego la risa de todo el mundo se mezcló, desbordándose como un montón de canicas rodando sobre un suelo de mármol.
Z no tenía interés en reunirse con sus hermanos, y mucho menos en comer con ellos. Todos debían saber ya que había sido expulsado de la casa de Bella como si fuera un ladrón, por pasar demasiado tiempo allí. No se podían guardar muchos secretos en la Hermandad.
Z comenzó a subir de a dos en dos la enorme escalera. Cuanto más rápido subía, más se alejaba del ruido del comedor, y el silencio le gustaba. Al llegar al segundo piso dobló a mano izquierda y atravesó un largo corredor decorado con esculturas grecorromanas. Los atletas y guerreros de mármol estaban iluminados por focos, y sus brazos, piernas y pechos de mármol blanco formaban un extraño diseño al recortarse contra la pared rojo sangre. Si uno caminaba lo suficientemente rápido, era como pasar al lado de los peatones cuando se va en coche: el paso daba a los cuerpos inertes sensación de movimiento, de vida.
La habitación en la que Z dormía estaba al final del corredor y cuando abrió la puerta sintió un golpe de frío. Nunca encendía la calefacción ni el aire acondicionado, así como tampoco dormía en la cama ni usaba el teléfono, ni guardaba nada en los muebles antiguos. El armario era lo único que necesitaba y allí se dirigió para quitarse las armas. Guardaba las armas y la munición en una caja de seguridad que había al fondo y sus cuatro camisas y tres pantalones de cuero colgaban uno al lado del otro. Como no tenía nada más en el vestidor, cada vez que entraba pensaba en huesos, pues todos los ganchos vacíos, largos y frágiles, parecían eso en cierta forma.
Se desnudó y se duchó. Tenía hambre, pero le gustaba mantenerse así. El dolor de las ganas de comer, la ansiedad que le producía la sed… esas abstinencias que podía controlar le producían satisfacción. ¡Demonios, si pudiera controlar la falta de sueño, también dejaría de dormir! ¡Y la maldita necesidad de beber sangre…!
Quería estar limpio. Por dentro.
Cuando salió de la ducha, se pasó una cuchilla por la cabeza para mantenerse totalmente rapado, y luego se afeitó. Desnudo, helado, pesado por haberse alimentado, fue hasta el jergón que tenía en el suelo. Cuando se paró junto a las dos mantas dobladas, tan mullidas como un banco de madera, pensó en la cama de Bella. Era enorme y blanca. Almohadones y sábanas blancas, edredón blanco, enorme, y una manta suave y blanca a los pies.
Z se había recostado alguna vez en la cama de Bella. Le gustaba pensar que podía sentir su olor. A veces hasta había dado varias vueltas sobre ella, para sentir cómo cedía bajo el peso de su cuerpo. En esos momentos se sentía casi como si ella lo tocara, e incluso mejor. Él no resistía que nadie le pusiera las manos encima… Sin embargo, desearía que Bella lo hubiera hecho, aunque sólo fuera una vez. Con ella quizás hubiese sido capaz de tolerarlo.
‡ ‡ ‡
Los ojos de Z se fijaron en la calavera que reposaba en el suelo, junto al jergón. Las cuencas de los ojos eran huecos negros y pensó en la combinación de iris y pupilas que alguna vez los habían habitado. Entre los dientes había un pedazo de cuero negro de unos cinco centímetros de ancho. Tradicionalmente, allí se escribían algunas palabras dedicadas a los muertos, pero la cinta que mordían estas mandíbulas estaba en blanco.
Cuando se recostó, puso la cabeza cerca de la calavera y el pasado regresó, era el año 1802…
El esclavo comenzó a despertarse. Estaba tumbado boca arriba y le dolía todo el cuerpo, aunque no podía entender por qué… Hasta que recordó que su transición había tenido lugar la noche anterior. Durante horas había quedado paralizado por el dolor de sus músculos que se estiraban, sus huesos aumentando de tamaño, su cuerpo transformándose en algo enorme.
Extrañamente… el cuello y las muñecas parecían dolerle de un modo particular, distinto.
Abrió los ojos. El techo estaba muy lejos y lo atravesaban delgados barrotes negros incrustados en la piedra. Cuando giró la cabeza, vio una puerta de roble con más barrotes, que se hundían entre sus gruesas tablas. En la pared también había cintas de acero… En el calabozo. Estaba en el calabozo, pero ¿por qué? Y sería mejor que se pusiera a trabajar antes de que…
Trató de sentarse, pero tenía los antebrazos y las piernas sujetos con correas. Abrió los ojos como platos y se sacudió…
—¡Cuidado! —Era la voz del herrero. Y estaba tatuando bandas negras sobre los puntos de bebida del esclavo.
¡Ay, Santa Virgen del Ocaso, no! Eso no…
El esclavo forcejeó para zafarse y el otro hombre levantó la vista con disgusto.
—¡Quieto! No me quiero ganar unos azotes por algo que no es mi culpa.
—Se lo ruego… —La voz del esclavo sonaba extraña. Era muy profunda—. Tenga piedad.
Se oyó una suave risa femenina. La Señora de la casa acababa de entrar a la celda y su vestido largo de seda blanca la seguía, deslizándose por el suelo de piedra, mientras que el cabello rubio caía sobre sus hombros.
El esclavo bajó la mirada como le correspondía y se dio cuenta de que estaba totalmente desnudo. Se ruborizó, avergonzado, y deseó tener algo encima.
—Estás despierto —dijo ella al acercarse.
Él no podía entender por qué la Señora había ido a visitar a alguien de una clase tan inferior. Sólo era un ayudante de cocina, alguien que estaba por debajo de las criadas que hacían el aseo de sus habitaciones privadas.
—Mírame —ordenó la Señora.
Hizo lo que le decían, aunque iba en contra de todo lo que había aprendido. Nunca se le había permitido mirarla a la cara.
Lo que vio lo impactó. Ella lo estaba mirando como ninguna mujer lo había hecho nunca. La avidez resaltaba los delicados huesos de su rostro y la mirada oscura parecía brillar con algún propósito que él no alcanzaba a entender.
—Ojos amarillos —murmuró la mujer—. ¡Qué extraño! ¡Qué hermoso!
La mano de la Señora aterrizó sobre los muslos desnudos del esclavo. Él se sobresaltó al sentirla y se sintió incómodo. Eso no estaba bien, pensó. Ella no debería estar tocándolo ahí.
—¡Has resultado ser una espléndida sorpresa! No te preocupes, he compensado bien al que me habló de ti.
—Ama… le ruego que me deje ir a trabajar.
—Ah, claro que lo harás. —La mano de la Señora se deslizó por la pelvis del esclavo, donde los muslos se unían a la cadera. Él dio un salto y oyó que el herrero rezongaba en voz baja—. ¡Y qué suerte la mía! Mi esclavo de sangre ha tenido un infortunado accidente hoy. En cuanto arreglen sus habitaciones, serás trasladado allí.
El esclavo se quedó sin aire. Sabía que ella tenía un macho encerrado, porque le había llevado comida a la celda. A veces, cuando dejaba la bandeja a los vigilantes para que se la entraran, había oído ruidos extraños detrás de la pesada puerta…
La Señora debió de percibir el pánico del esclavo, porque se inclinó sobre él, acercándose lo suficiente para que pudiera sentir el perfume de su piel. Soltó una risita, como si hubiera comprobado el miedo que el muchacho sentía, y le hubiera gustado.
—En realidad, estoy deseando tenerte. —Cuando dio media vuelta para marcharse, lanzó una mirada intensa al herrero—. Cuidado, hazlo todo como te he dicho o serás expulsado a la luz del amanecer. Ni un paso en falso con esa aguja. Tiene una piel demasiado perfecta para dañarla.
El proceso del tatuaje terminó poco después y el herrero se llevó con él la única vela, lo que dejó al esclavo amarrado a la mesa, en medio de la oscuridad.
Desesperado y horrorizado, se estremeció al darse cuenta de la realidad de su nueva situación. Ahora estaba en el nivel más bajo de todos, lo conservarían vivo sólo para alimentar a otra persona… y sólo la Virgen sabía qué otras cosas le esperarían.
Pasó un largo rato antes de que la puerta se abriera de nuevo y la luz de un candelabro le mostrara que su futuro había llegado: la Señora, vestida con un traje negro y acompañada de dos machos conocidos por el amor que profesaban a los de su propio sexo.
—Límpienlo —ordenó.
Primero lo lavaron con cuidado y luego le aplicaron aceites aromáticos, siempre bajo la atenta mirada de la Señora, que contemplaba embelesada todo el proceso, dando vueltas a su alrededor con el candelabro, sin quedarse nunca quieta. El esclavo temblaba, pues odiaba sentir las manos de los machos sobre la cara, el pecho y sus partes íntimas. Tenía miedo de que alguno de ellos, o los dos, trataran de aprovecharse de él de una manera inapropiada.
Cuando terminaron, el más alto dijo:
—¿Quiere que ensayemos primero, Ama?
—Esta noche me lo reservaré para mí sola.
Se despojó del vestido, se subió con ligereza a la mesa y se sentó a horcajadas sobre el esclavo. Las manos de la Señora aterrizaron sobre sus partes íntimas y, mientras lo acariciaba, el esclavo se dio cuenta de que los otros dos estaban copulando. Al ver que permanecía flácido, la Señora lo cubrió con sus labios. Los ruidos que se oían eran horrendos. Eran los gemidos de los machos y los sonidos que producía la boca de la Señora, chupando y lamiendo.
Cuando el esclavo comenzó a llorar y las lágrimas le escurrieron de los ojos, rodaron por sus sienes y aterrizaron en sus orejas, la humillación fue absoluta. Nunca lo habían tocado entre las piernas. Siendo un macho que aún no había pasado la transición, su cuerpo no estaba preparado para aparearse ni era capaz de hacerlo, pero eso no significaba que no tuviera la ilusión de estar algún día con una mujer. Siempre se había imaginado que la unión sería maravillosa, porque ocasionalmente había visto en las habitaciones de los esclavos el placer que producía ese acto.
Pero ahora… al ver la manera en que estaba teniendo lugar ese contacto íntimo, se sintió avergonzado de haberse atrevido a desear algo así.
De repente la Señora lo soltó y le dio una bofetada. Mientras se bajaba de la mesa, el esclavo sintió el ardor del golpe en la mejilla.
—¡Tráiganme el ungüento! —ordenó bruscamente—. No sabe para qué sirve esa cosa.
Uno de los machos se acercó a la mesa con un frasquito. El esclavo sintió que alguien le ponía una mano grasienta encima, no estaba seguro de quién se trataba, y luego experimentó una sensación de ardor. Después comenzó a sentir un curioso peso en la entrepierna, sintió que algo se movía sobre su muslo y luego, lentamente, sobre el vientre.
—¡Ay… Virgen Santísima del Ocaso! —dijo uno de los hombres.
—¡Qué tamaño! —jadeó el otro—. Sería capaz de llenar todo un pozo.
La voz de la Señora parecía igualmente asombrada:
—Es enorme.
El esclavo levantó la cabeza. Sobre su vientre había una cosa inmensa e hinchada, que no se parecía a nada que hubiese visto antes.
Cuando la Señora se montó otra vez sobre sus caderas, el esclavo volvió a recostar la cabeza. Esta vez sintió que algo lo envolvía, algo húmedo. Levantó la cabeza de nuevo. Ella estaba a horcajadas sobre él y él estaba… dentro de ella. La mujer se sacudía sobre él, bombeando hacia arriba y hacia abajo, con la respiración entrecortada. El esclavo apenas tuvo conciencia de que los otros dos comenzaron de nuevo a gemir, y los sonidos guturales se fueron volviendo más fuertes a medida que la mujer se movía cada vez más rápido. Luego se escucharon gritos, de ella y de los hombres.
La Señora se derrumbó sobre el pecho del esclavo, respirando con dificultad. Aún jadeaba cuando dijo:
—Sujétenle la cabeza.
Uno de los hombres le puso la palma de la mano sobre la frente y luego le acarició el pelo con la mano que tenía libre.
—Tan hermoso. Tan suave. Y mira todos esos colores.
La Señora hundió la cara en el cuello del esclavo y le clavó los colmillos. Él gritó al sentir el pinchazo y la succión. Había visto a otros vampiros y vampiras bebiendo unos de otros, y siempre le había parecido… correcto. Pero eso dolía… era horrible y se sentía muy mareado, cada ve más mareado…
Debió de desmayarse, porque cuando se despertó ella estaba levantando la cabeza y se lamía los labios. Se bajó de encima de él, se vistió y los tres lo dejaron solo en la oscuridad. Momentos después entraron unos guardias que él reconoció.
Los guardias no quisieron mirarlo, aunque antes se trataban de manera amigable, pues él solía servirles la cerveza. Ahora, sin embargo, evitaban mirarlo y no decían nada. Cuando él se miró el cuerpo, sintió vergüenza, pues vio que, cualquiera que fuese el ungüento que le habían puesto, todavía estaba funcionando porque su pene seguía duro y grueso.
Al ver cómo brillaba sintió náuseas.
Quería decirles a los otros que no era culpa suya, que estaba tratando de hacer que se deshinchara, pero estaba demasiado mortificado para hablar, mientras que los guardias le quitaban las correas de los brazos y los tobillos. Cuando se puso de pie se desplomó, porque llevaba muchas horas acostado y sólo había pasado un día desde su transición. Nadie le ayudó mientras trataba de mantenerse erguido y él sabía que se debía a que no querían tocarlo, ya no querían estar cerca de él. Cuando iba a cubrirse, lo encadenaron con pericia, de manera que no le quedó ninguna mano libre.
La vergüenza fue peor cuando tuvo que caminar a lo largo del corredor. Podía sentir en las caderas el peso de su miembro meciéndose con cada paso que daba, sacudiéndose de manera obscena. Los ojos se le nublaron y las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas; al verlo, uno de los vigilantes resopló con disgusto.
El esclavo fue llevado a una parte distinta del castillo, a otra habitación de paredes sólidas, con barras de acero incrustadas. Aquí había una cama sobre una plataforma, y un retrete apropiado, y una alfombra y antorchas en todas las paredes. Cuando lo dejaron allí, un chico de la cocina que él conocía de toda la vida, le llevó comida y agua. El chico, que aún no había pasado su transición, también se negó a mirarlo.
Le soltaron las manos y lo encerraron.
Desnudo y temblando, se fue hacia un rincón y se sentó en el suelo. Se abrazó con suavidad, pues nadie más iba a consolarlo, y trató de reconciliarse con ese nuevo cuerpo transformado… un cuerpo que había sido usado de una manera tan poco apropiada.
Mientras se mecía hacia delante y hacia atrás, pensó con preocupación en su futuro. Nunca había tenido ningún derecho, ni educación, ni identidad. Pero al menos antes podía moverse con libertad. Y era el dueño de su cuerpo y su sangre.
El recuerdo de la sensación de esas manos sobre su piel le produjo náuseas. Bajó la mirada hacia sus partes íntimas y se dio cuenta de que todavía podía sentir el olor de la Señora en su cuerpo. Se preguntó cuanto tiempo duraría la erección.
Y qué sucedería cuando ella regresara.
Zsadist se pasó las manos por la cara y se dio la vuelta. Ella volvería, sí. Y nunca vendría sola.
Cerró los ojos para no recordar más y trató de obligarse a dormir. La última visión que pasó por su cabeza fue una imagen de la casa de Bella, en medio de la pradera cubierta de nieve.
¡Dios, ese lugar estaba vacío, desierto, aunque lleno de cosas! Con la desaparición de Bella había sido despojado de su función más importante. Aunque todavía era una estructura sólida y capaz de resistir el azote del viento y de la lluvia, ya no era una casa.
No tenía alma.
En cierto modo, la casa de Bella era como él.