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Rehvenge rondaba por su casa de una habitación a otra con paso frenético. Lo veía todo rojo, tenía los sentidos aguzados y hacía horas que había abandonado el bastón. Como ya no tenía frío, se quitó el jersey de cuello alto y se colgó las armas sobre la piel. Sentía todas y cada una de las partes de su cuerpo y se deleitaba con el poder de sus músculos y sus huesos. Y también había otras cosas. Cosas que no había experimentado en…

¡Dios, hacía una década que no se permitía llegar tan lejos! Y como, además, esta vez era planeado, un descenso deliberado al terreno de la locura, sentía que tenía el control; lo cual probablemente era una peligrosa falacia, pero no le importaba. Se sentía… liberado. Y quería enfrentarse a su enemigo con una desesperación que era prácticamente sexual.

Así que también se sentía muy frustrado porque el momento no llegaba.

Miró a través de una de las ventanas de la biblioteca. Había dejado la reja de entrada totalmente abierta, tratando de invitar a los visitantes a seguir. Pero nada. Rien. Cero.

El reloj de péndulo dio las doce.

Estaba seguro de que el restrictor se presentaría, pero nadie había atravesado la reja ni había subido por la entrada hasta la casa. Y, de acuerdo con las cámaras de seguridad periféricas, los coches que habían pasado por la calle eran los de la gente del vecindario: varios mercedes, un maybach, varias camionetas Lexus, cuatro BMW.

¡Maldición! Tenía tantas ganas de que ese restrictor apareciera que quería gritar; el impulso de pelear, de ahvenge a su familia, de proteger su territorio estaba totalmente justificado. Descendía por línea materna de la élite de los guerreros, y por sus venas corría el instinto agresivo; siempre había sido así. Añadía leña al fuego la rabia que le producía lo que le había sucedido con su hermana y el hecho de que hubiese tenido que sacar a su mahmen de la casa a plena luz del día. Así que Rehvenge estaba convertido en un barril de pólvora listo para estallar.

En ese momento pensó en la Hermandad. Él habría sido un buen candidato para la Hermandad, si hubiesen reclutado gente antes de su transición… Sólo que, ¿quién demonios sabía qué hacía ahora la Hermandad? Habían pasado a la clandestinidad después de que la civilización de los vampiros se derrumbara y se habían convertido en un enclave secreto en el que se protegían entre ellos más de lo que protegían a la raza que habían jurado defender.

No podía dejar de pensar que si la Hermandad hubiera estado más preocupada por su trabajo y menos por protegerse, habrían podido evitar el secuestro de Bella. O, al menos, la habrían encontrado antes.

Rehv seguía paseándose por la casa sin orden ni concierto, excitado por la rabia y el odio que corrían por sus venas, mirando por las ventanas y las puertas y revisando los monitores. Después de un rato decidió que esa espera era absurda. Iba a enloquecer si seguía deambulando así toda la noche, y tenía cosas que hacer en el centro. Si activaba las alarmas, podría desmaterializarse en segundos.

Cuando regresó a su habitación, fue hasta el vestidor y se detuvo frente a la cómoda. Ir a trabajar sin tomar la medicación era imposible, aunque eso significaba que, en caso de que el maldito restrictor apareciera, tendría que usar un arma en vez de sus propias manos.

Rehv sacó un frasquito de dopamina, una jeringuilla y un torniquete. Mientras preparaba la aguja y se amarraba el torniquete en el brazo, se quedó mirando el líquido transparente que estaba a punto de inyectarse. Havers había mencionado que, en esas dosis tan altas, el medicamento podía producir paranoia en algunos vampiros. Y Rehv venía duplicando la dosis prescrita desde… ¡Por Dios, desde que Bella había sido secuestrada! Así que tal vez estaba perdiendo el control.

Pero luego pensó en la temperatura corporal de esa cosa que se había acercado a la reja. Diez grados centígrados no era la temperatura de un ser vivo. No era la de un ser humano.

Rehv se puso la inyección y esperó a que la visión se le aclarara y la sensibilidad corporal desapareciera. Luego se vistió con ropa de abrigo, tomó el bastón y salió.

‡ ‡ ‡

Cuando Zsadist entró en ZeroSum, tenía plena conciencia de la silenciosa preocupación de Phury, que lo seguía como una sombra. Por fortuna le resultaba fácil hacer caso omiso de su gemelo, o esa angustia habría terminado con él.

«Débil. Estás tan débil…».

Sí, bueno, enseguida se encargaría de eso.

—Dame veinte minutos —le dijo a Phury—. Y encontrémonos después afuera, en el callejón.

No desperdició ni un segundo. Eligió a una prostituta que tenía el pelo recogido en una trenza sobre la nuca, le dio doscientos dólares y luego la sacó del club prácticamente a empellones. A la mujer no pareció importarle su cara ni su tamaño, ni la manera como la empujó. Tenía la mirada totalmente perdida, seguramente por todas las drogas que había consumido.

Cuando salieron al callejón, la mujer soltó una carcajada.

—¿Cómo quieres hacerlo? —dijo y comenzó a bailar sobre sus tacones altos. Luego se tropezó y se puso las manos en la cabeza, mientras se estiraba en medio del aire frío—. Tienes cara de que te gusta el sexo duro. Me parece bien.

Zsadist la hizo girar de manera que quedara con la cara contra la pared de ladrillo y la mantuvo quieta agarrándola del cuello. Mientras ella se reía y trataba fingidamente de forcejear, Zsadist la sujetó con fuerza y pensó en la cantidad de mujeres humanas que había mordido a lo largo de los años. ¿Recordarían algo, después de todo? ¿Tendrían pesadillas con él?

«Abusador», pensó. No era más que un abusador, que usaba a esas mujeres de la misma manera en que la Señora lo hacía con él.

La única diferencia era que él no tenía opción.

¿O sí? Hoy podría haber usado a Bella; ella quería que lo hiciera. Pero si bebía la sangre de Bella, separarse hubiera sido todavía más difícil para los dos. Y ése era el único futuro que les esperaba. Ella no quería que él la vengara. Pero él no podría descansar mientras que ese restrictor anduviera suelto por ahí…

Y más allá de eso, Zsadist no podía soportar que Bella se destruyera tratando de amar al hombre equivocado. Tenía que lograr que se alejara de él. Quería verla feliz y a salvo, quería que en los próximos mil años ella se despertara cada día con una sonrisa tranquila en los labios. Quería que tuviera un buen compañero, un hombre del que se pudiera sentir orgullosa.

A pesar del sentimiento que le unía a ella, el deseo de que fuera feliz era más fuerte que el deseo de que estuviera con él.

La prostituta se contoneó.

—¿Vamos a hacerlo o no, papi? Porque me estoy sintiendo muy excitada.

Z enseñó sus colmillos y dio un paso atrás, listo para atacar.

—¡Zsadist… no!

Al oír la voz de Bella, Zsadist volvió la cabeza. Estaba en medio del callejón, a unos cuatro metros de distancia. Tenía los ojos muy abiertos, por la impresión, y se llevaba las manos a la boca.

—No —repitió Bella con voz ronca—. No… lo hagas.

El primer impulso de Zsadist fue sacarla de allí, llevarla de regreso a la casa y luego gritarle por haber salido. Pero después se le ocurrió que ésa era la oportunidad de cortar definitivamente todos los lazos entre ellos. Sería una operación dolorosa, pero ella se recuperaría de la amputación. Aunque él no lograra hacerlo.

La ramera miró a Bella y luego se rió de manera estridente.

—¿Ella va a mirarnos? Porque eso te costará cincuenta más.

Bella se llevó la mano a la garganta. Le dolía tanto el pecho que no podía respirar. ¿Verlo tan cerca de otra hembra… una mujer humana, una prostituta… y con el propósito de alimentarse? ¿Después de todo lo que habían compartido la noche anterior?

—Por favor —dijo Bella—, úsame a mí. Tómame a mí. No hagas esto.

Zsadist giró nuevamente a la mujer para que quedara frente a Bella; luego le pasó un brazo por el pecho. La prostituta se rió y se restregó contra él, frotando su cuerpo contra el de Zsadist y moviendo las caderas con un vaivén sinuoso.

Bella estiró las manos hacia el aire helado.

—Te amo. No quise ofenderte delante de los hermanos. Por favor, no hagas eso para vengarte de mí.

Zsadist la miró directamente a la cara. Sus ojos brillaban con tristeza y la más absoluta desolación, pero aun así sacó los colmillos… y los clavó en el cuello de la mujer. Bella dejó escapar un grito al verle tragar; la mujer volvió a carcajearse ruidosamente.

Bella se tambaleó. Mientras volvía a morder a la mujer y succionaba con más fuerza, Zsadist siguió mirándola. Incapaz de observar la escena por más tiempo, Bella se desmaterializó y se dirigió al único lugar en el que pudo pensar.

La casa de su familia.