32

Butch le dio vueltas al último sorbo de café que tenía en la taza, pensando que tenía el mismo color del escocés. Cuando se tomó el café ya frío, pensó que ojalá fuera un trago de Lagavulin.

Miró el reloj. Faltaban seis minutos para las siete. ¡Dios, esperaba que la sesión sólo durara una hora! Si todo salía bien, podría dejar a John en casa de Tohr y Wellsie muy pronto y estar sentado en su sofá, con una copa en la mano, antes de que empezara CSI.

Luego hizo una mueca. No era raro que Marissa no quisiera verlo. ¡Si él era un excelente partido! Un alcohólico que vivía en un mundo que no era el suyo.

«Sí, cariño, vamos al altar».

Mientras se imaginaba sentado en su casa, Butch recordó la advertencia de V de mantenerse alejado del complejo. El problema era que estar en un bar, o rondando las calles solo, no era un buen plan en ese estado de ánimo. Se sentía tan miserable como el clima.

Pocos minutos después se oyeron voces en el pasillo y John dobló una esquina, acompañado de una mujer mayor. Se veía que el pobre chico había pasado un rato muy malo. Tenía el pelo revuelto, como si se hubiera pasado las manos por la cabeza muchas veces, y los ojos pegados al suelo. Y abrazaba su libreta contra el pecho, como si fuera un chaleco antibalas.

—Entonces, tenemos que concretar la próxima cita, John —dijo la mujer con voz suave—. Después de que lo pienses un poco.

John no respondió y Butch se olvidó totalmente de sus propios problemas. Lo que había pasado en ese consultorio, fuera lo que fuera, todavía estaba muy reciente y el chico necesitaba un amigo. Butch le pasó un brazo por encima de manera vacilante y cuando sintió que John se recostaba contra él, todos sus instintos protectores reaccionaron. No le importaba que la terapeuta se pareciera a Mary Poppins; lo único que quería era gritarle por haber dejado al muchacho en ese estado.

—¿John? —dijo la mujer—. Volveremos a vernos la próxima…

—Sí, nosotros la llamaremos —dijo Butch.

—Como ya le he dicho a John, no hay prisa. Pero creo que debe regresar.

Butch miró a la mujer con irritación… pero se quedó frío al fijarse en sus ojos. Tenía una mirada tan endemoniadamente seria, tan fúnebre… ¿Qué diablos había pasado en esa sesión?

Butch miró por encima de la cabeza de John.

—Vámonos, chico.

Pero John no se movió, así que Butch le dio un pequeño empujón y lo condujo fuera de la clínica, mientras seguía abrazándolo. Cuando llegaron al coche, el chico se subió, pero no se puso el cinturón. Solo se quedó mirando fijamente hacia delante.

Butch se sentó y cerró la puerta. Luego miró a John.

—Ni siquiera te voy a preguntar qué sucede. Lo único que necesito saber es adónde quieres ir. Si tienes ganas de ir a casa, te llevaré con Tohr y Wellsie. Si quieres venir a la Guarida conmigo, iremos al complejo. Si sólo quieres dar vueltas por ahí, te llevaré hasta Canadá y después volveremos. Estoy dispuesto a cualquier cosa, sólo dime qué quieres. Y si no quieres decidir ahora, daremos varias vueltas por la ciudad hasta que puedas decidirte.

El pequeño pecho de John se expandió y luego se contrajo. Abrió la libreta con manos rápidas y sacó el bolígrafo. Hubo una pausa, luego escribió algo y le pasó el papel a Butch.

«1189, calle Siete».

Butch frunció el ceño. Ésa era una parte horrible de la ciudad.

Abrió la boca para preguntar por qué quería ir ahí entre tantos lugares posibles, pero luego la cerró. Era evidente que el chico ya había oído demasiadas preguntas ese día. Además, Butch estaba armado y allí era donde John quería ir. Una promesa era una promesa.

—Muy bien, amigo. Vamos a la calle Siete.

«Pero primero da unas cuantas vueltas», escribió el chico.

—No hay problema. Así nos tranquilizaremos.

Butch puso en marcha el motor. Cuando dio marcha atrás, vio una luz detrás de ellos. Había un coche acercándose a la parte posterior de la mansión, un enorme y costoso Bentley. Butch frenó para darle paso y…

De pronto dejó de respirar.

Marissa salió de la casa por una puerta lateral. El cabello rubio hasta la cintura voló con el viento, hasta que lo metió debajo de la capa negra que llevaba puesta.

Las luces de seguridad resaltaron las refinadas líneas de su rostro, su espléndida melena clara y su piel blanca, absolutamente perfecta. Butch recordó lo que sintió al besarla, la única vez que lo había hecho, y el pecho le dolió como si le estuvieran aplastando los pulmones. Conmovido, sintió el impulso de bajar del automóvil y arrojarse entre el lodo para implorarle como el animal que era.

Pero Marissa se dirigía al Bentley. Butch observó cómo se abría la puerta del coche, como si el conductor se hubiese estirado para hacerlo. Cuando la luz interior se encendió, Butch no alcanzó a ver mucho, pero sí lo suficiente para saber que la persona que iba al volante era un hombre.

Marissa se agarró la capa con las manos y se deslizó dentro del coche, luego cerró la puerta.

La luz interior se apagó.

Butch sintió vagamente un ruido a su lado y miró a John. El chico se había agazapado contra la ventanilla y observaba todo desde el otro lado, con pánico en los ojos. Fue ahí cuando se dio cuenta de que había sacado el arma y estaba farfullando.

Totalmente desconcertado por esa absurda reacción, quitó el pie del freno y pisó el acelerador.

—No te preocupes, hijo. No pasa nada.

Mientras daba la vuelta, Butch miró hacia el Bentley por el espejo retrovisor y dejó escapar una grosería. Cuando se incorporó al tráfico, agarró el volante con tanta fuerza que los nudillos le dolieron.

‡ ‡ ‡

Rehvenge frunció el ceño al ver que Marissa se subía al Bentley. ¡Dios, había olvidado lo hermosa que era! Y también olía muy bien… Su nariz se llenó con el limpio aroma del océano.

—¿Por qué no me dejas recogerte por la puerta principal? —dijo él, mientras contemplaba el hermoso cabello rubio y la piel impecable de la muchacha—. Deberías dejar que te recogiera como debe ser.

—Tú sabes cómo es Havers. —La puerta se cerró con un golpe seco—. Querría que nos casáramos.

—Eso es ridículo.

—¿Y acaso tú no eres igual con tu hermana?

—Sin comentarios.

Mientras que Rehvenge esperaba que un Escalade saliera del aparcamiento, Marissa le puso una mano sobre la manga de su abrigo de piel.

—Sé que ya te lo he dicho, pero lamento mucho lo que le pasó a Bella. ¿Cómo está?

¿Cómo diablos iba él a saberlo?

—Preferiría no hablar de ella. No quiero ofenderte, pero… No, no quiero hablar de eso.

—Rehv, esta noche no tiene que pasar nada. Yo sé que has tenido una época difícil y, francamente, me sorprendió que aceptaras verme.

—No seas ridícula. Me alegra que me hayas llamado. —Rehv estiró la mano y apretó la de Marissa. Los huesos debajo de la piel parecían tan delicados que Rehv recordó que debía tratarla con mucha suavidad. Ella no era como las hembras a las cuales estaba acostumbrado.

Durante el viaje hacia el centro, Rehv sintió que Marissa estaba cada vez más nerviosa.

—No te preocupes. En serio, me alegro mucho de que me llamaras.

—En realidad me siento bastante incómoda. Sencillamente no sé qué hacer.

—Lo tomaremos con calma.

—Sólo he estado con Wrath.

—Lo sé. Por eso te dije que venía a buscarte en el coche. Pensé que estarías demasiado nerviosa para desmaterializarte.

—Lo estoy.

Al llegar a un semáforo, Rehv le sonrió.

—Te voy a cuidar muy bien.

Marissa lo miró con sus ojos de color azul pálido.

—Eres muy bueno, Rehvenge.

Él hizo caso omiso de esa consideración tan errada y se concentró en el tráfico.

Veinte minutos después estaban subiendo en un ascensor muy elegante que conducía al ático de Rehvenge. El apartamento ocupaba la mitad del último piso de un edificio de treinta y dos pisos, que tenía vista sobre el río Hudson y la ciudad de Caldwell. Debido a los grandes ventanales, Rehvenge nunca lo usaba durante el día, pero era perfecto para la noche.

Dejó las luces bajas y esperó a que Marissa deambulara por allí y observara los objetos que un decorador había comprado para ambientar su guarida. A Rehvenge no le importaban nada los objetos, ni la vista, ni los dispositivos sofisticados. Lo que le gustaba era la intimidad que el apartamento le brindaba. Bella nunca había estado allí, y tampoco su madre. De hecho, ninguna de las dos conocía la existencia del ático.

Como si se hubiese dado cuenta de que estaba perdiendo tiempo, de pronto Marissa dio media vuelta y lo miró. Bajo esa iluminación, su belleza era absolutamente impactante y Rehv dio gracias por la dosis extra de dopamina que se había inyectado hacía cerca de una hora. En los symphaths, la droga producía el efecto contrario al que tenía en los humanos o los vampiros. Aumentaba la actividad de cierto neurotransmisor, garantizando que el paciente symphath no pudiera sentir placer ni… nada. Con el sentido del tacto totalmente dormido, Rehv podía controlar mejor el resto de sus impulsos.

Lo cual era la única razón por la cual Marissa no corría ningún peligro al estar sola con él, teniendo en cuenta lo que iba a hacer.

Rehv se quitó el abrigo y se acercó a ella, confiando en su bastón más que nunca, debido a que no podía quitarle los ojos de encima. Apoyó el bastón contra las piernas y deshizo lentamente el nudo que mantenía la capa en su lugar. Marissa se quedó mirando las manos de Rehv, que temblaban mientras le deslizaban la capa de lana negra por los hombros. Cuando dejó la capa sobre una silla, Rehv le sonrió. El vestido que ella llevaba era exactamente el tipo de prenda que usaría su madre y que él querría que su hermana usara más a menudo: un vestido de satén color azul pálido, que le sentaba muy bien. Era un Dior. Tenía que ser un Dior.

—Ven aquí, Marissa.

La atrajo hacia un sofá de cuero para que se sentara junto a él. Gracias al resplandor que entraba por las ventanas, el cabello rubio de Marissa parecía como un chal de seda y Rehv tomó algunos mechones entre los dedos. Ella estaba tan ávida que él podía sentir sus ansias con claridad.

—Has esperado mucho tiempo, ¿no es cierto?

Marissa asintió con la cabeza y se miró las manos. Las tenía entrelazadas sobre el regazo, y eran una mancha de color marfil sobre la seda azul.

—¿Cuánto?

—Meses —susurró Marissa.

—Entonces necesitarás bastante, ¿no? —Al ver que ella se sonrojaba, Rehv insistió—: ¿No es así, Marissa?

—Sí —dijo ella entre dientes; era evidente que se sentía incómoda.

Rehv sonrió con ferocidad. Era bueno estar cerca de una mujer tan valiosa. Su modestia y amabilidad eran tremendamente atractivas.

Rehv se quitó la chaqueta y se deshizo el nudo de la corbata. Estaba preparado para ofrecerle su muñeca, pero ahora que estaba frente a ella, quería sentirla en su cuello. Hacía una eternidad que no permitía que ninguna hembra se alimentara de él y se sorprendió al ver lo excitado que se sentía.

Se desabrochó el cuello de la camisa y luego el resto de los botones hasta el pecho. Movido por un ataque de excitación, se sacó la camisa del pantalón y la abrió totalmente.

Marissa abrió los ojos como platos al ver el pecho desnudo de Rehv y sus tatuajes.

—No sabía que estabas tatuado —murmuró con voz temblorosa, mientras se estremecía de pies a cabeza.

Rehv se volvió a sentar cómodamente en el sofá, abrió los brazos y cruzó la pierna.

—Ven aquí, Marissa. Toma lo que necesitas.

Marissa bajó la vista hacia la muñeca de Rehv, que estaba cubierta por el puño doble de la camisa y todavía tenía puesto el gemelo.

—No —dijo Rehv—. Quiero que lo hagas de mi garganta. Es lo único que te pido.

Al ver que Marissa vacilaba, Rehv se dio cuenta de que los rumores sobre ella eran ciertos. Realmente no la había tocado ningún hombre. Y la pureza de la muchacha era… algo asombroso.

Rehv cerró los ojos al sentir que la bestia que tenía dentro comenzaba a moverse y a respirar. Una bestia atrapada en una jaula de medicamentos. ¡Por Dios, tal vez eso no era tan buena idea!

Pero inmediatamente después ella comenzó a moverse sobre él lentamente, escalando por su cuerpo, mientras lo envolvía el olor a mar. Rehv abrió los ojos para verle a la cara y se dio cuenta de que era imposible detenerse. Y tampoco quería hacerlo; tenía que permitirse percibir algunas sensaciones. Así que, escapándose un poco a su férrea disciplina, abrió el canal del sentido del tacto y recibió con avidez, incluso a pesar de la droga, todo tipo de información que llegaba a él a través de la niebla de la dopamina.

Primero sintió contra su piel la suavidad de la seda del vestido de Marissa; luego, la tibieza del cuerpo de la muchacha, mezclándose con su propio calor. Ella tenía todo el peso apoyado sobre su hombro y… sí, le había metido una rodilla entre las piernas.

Marissa entreabrió los labios y enseñó los colmillos.

Durante una fracción de segundo, el demonio que Rehv llevaba dentro soltó un aullido y tuvo que hacer un gran esfuerzo mental para controlarse, aterrorizado. Gracias a Dios, la maldita cabeza vino en su ayuda y su lado racional se apresuró a tomar el control de la situación, encadenando los instintos y acallando el deseo de dominarla.

Cuando se inclinó hacia la garganta de Rehv, Marissa se tambaleó, pues su posición no era muy firme en la medida en que estaba tratando de mantenerse suspendida sobre él.

—Acuéstate sobre mí —dijo Rehv con voz gutural—. Apóyate totalmente… sobre mí.

Marissa hizo una mueca, pero dejó que la parte inferior de su cuerpo descansara sobre las caderas de Rehv. Estaba claro que la preocupaba encontrarse con una erección y, al ver que no había nada de ese tipo, bajó la vista hacia sus cuerpos, como si creyera que se había equivocado de lugar.

—No tienes que preocuparte por eso —murmuró Rehv, mientras le acariciaba los esbeltos brazos—. Conmigo no. —La expresión de alivio de Marissa fue tan inconfundible que Rehv se sintió ofendido—. ¿Acaso sería tan horrible estar conmigo?

—Ay, no, Rehvenge. No es eso. —Marissa miró de reojo los gruesos músculos del pecho de Rehv—. Tú eres… bastante atractivo. Es sólo que… hay otra persona. Para mí, hay otra persona.

—Todavía amas a Wrath.

Marissa negó con la cabeza.

—No, pero no puedo pensar en la persona que deseo. Ahora… no.

Rehv le levantó la barbilla.

—¿Qué clase de idiota se niega a ofrecerte su sangre cuando necesitas alimentarte?

—Por favor. No hablemos más de eso. —Marissa fijó la mirada en el cuello de Rehv y abrió los ojos abruptamente.

—¡Cuánta avidez! —gruñó Rehv, feliz de ser usado—. Adelante. Y no te preocupes por hacerlo con suavidad. Tómame. Cuanto más firme, mejor.

Marissa enseñó los colmillos y se los clavó. Las dos punzadas atravesaron la cortina de la droga y un dolor dulce se abrió paso por el cuerpo de Rehv. Mientras gemía, pensó que nunca se había sentido agradecido por su impotencia, pero ahora sí lo estaba. Si su miembro funcionara, seguramente ya le habría quitado el vestido a Marissa, le habría abierto las piernas y la habría penetrado mientras ella se alimentaba.

Casi inmediatamente ella se retiró y se pasó la lengua por los labios.

—Notarás que mi sangre tiene un sabor distinto a la de Wrath —dijo Rehv; debido a que ella sólo se había alimentado de un macho, no sabría exactamente por qué su sangre tenía un efecto particular sobre la lengua. En realidad, la inexperiencia de la muchacha era la única razón por la cual él podía ayudarla. Cualquier otra hembra con un poco más de mundo se habría dado cuenta enseguida de por qué la sangre de Rehv tenía un sabor diferente—. Vamos, toma un poco más. Te acostumbrarás.

Marissa volvió a bajar la cabeza y Rehv sintió el ardor de un nuevo mordisco.

Rehv la abrazó y la apretó contra su pecho, mientras ella cerraba los ojos. Hacía mucho tiempo que no abrazaba a nadie y, aunque no se podía permitir el lujo de absorber totalmente la sensación, le pareció sublime.

Mientras ella bebía de su vena, Rehv sintió el impulso absurdo de llorar.

‡ ‡ ‡

O apretó el acelerador de la camioneta y pasó junto a otro inmenso muro de piedra.

¡Maldición, las casas de la avenida Thorne eran inmensas! Bueno, no es que uno pudiera ver las mansiones desde la calle. O sólo suponía que, a juzgar por las rampas y los muros, las viviendas de adentro no debían de ser precisamente chalecitos adosados.

Al llegar al final de este muro en particular, O vio una entrada de vehículos y puso el pie en el freno. A la izquierda había una plaquita de bronce que decía: 27, Avenida Thorne. O se inclinó hacia delante para mirar un poco más allá, pero en medio de la oscuridad no podía saber qué había al otro lado.

«¡Qué más da!», se dijo, y entró sin pensarlo. Se detuvo a poco más de cien metros de la calle, junto a una gigantesca reja negra. Enseguida vio las cámaras que había en la parte superior de las rejas y el intercomunicador. Todo en aquella casa parecía decir: «Cuidado, no pase».

Bueno… eso era interesante. La otra dirección había sido un fiasco, sólo una casa como tantas, en un vecindario como tantos, llena de humanos viendo televisión en el salón. Pero detrás de una instalación como ésa debía de haber algo grande.

Ahora tenía curiosidad.

Aunque atravesar esas rejas sin ser visto requeriría una estrategia coordinada y una cuidadosa ejecución. Y lo último que necesitaba era tener problemas con la policía, sólo por invadir la casa de algún peso pesado.

Pero ¿por qué ese vampiro se había sacado de la manga esta dirección para salvar el pellejo?

En ese momento O vio algo extraño: una cinta negra atada a la reja. No, dos cintas, una a cada lado, moviéndose con el viento.

¿Acaso estaban de luto?

Paralizado por su propio pánico, se bajó de la camioneta y caminó sobre el hielo hacia la cinta que había a mano derecha. Estaba más o menos a dos metros de altura, así que tuvo que estirar el brazo para alcanzar a tocarla.

—¿Estás muerta, esposa? —susurró. Dejó caer el brazo y miró la noche oscura a través de las rejas.

Regresó a la camioneta y dio marcha atrás. Tenía que atravesar ese muro. Encontrar un lugar donde dejar el coche.

Cinco minutos después estaba maldiciendo. En la avenida Thorne no había ningún sitio discreto donde aparcar. La calle no era más que una fila de muros rectos, sin ningún recoveco. ¡Malditos millonarios!

O aceleró y miró a la izquierda. Luego a la derecha. Tal vez podría dejar la camioneta en la parte de abajo de la colina y subir caminando. Era más o menos medio kilómetro, y en subida, pero podría hacerlo bastante rápido. Claro que las luces de la calle por las que tendría que pasar serían un problema, pero tampoco es que la gente de ese vecindario pudiera ver mucho desde sus torres de marfil.

En ese momento sonó el móvil y él respondió con un irritado:

—¿Qué?

La voz de U, que ya estaba comenzando a detestar, parecía muy tensa:

—Tenemos un problema. Dos restrictores han sido arrestados por la policía.

O cerró los ojos.

—¿Qué demonios han hecho?

—Estaban golpeando a un vampiro civil, cuando pasó una patrulla que iba de incógnito. Dos policías entraron en la pelea y después aparecieron más policías. Se los llevaron detenidos y uno de ellos acaba de llamarme.

—Sácalos bajo fianza —dijo rápidamente O—. ¿Por qué me llamas a mí?

Hubo un momento de silencio. Luego U dijo, con tono de admonición:

—Porque tú tienes que saberlo. Mira, los dos tipos tenían una buena cantidad de armas escondidas, todas sin licencia y procedentes del mercado negro, sin números de serie en el cañón. No hay manera de que los dejen salir bajo fianza. Ningún defensor público es así de bueno. Tienes que sacarlos tú.

O miró a izquierda y derecha y luego dio la vuelta. Definitivamente no podía aparcar allí. Tenía que bajar hasta el cruce de la avenida Thorne con la calle Bellman y dejar el camión en un callejón.

—¿Me oyes?

—Tengo cosas que hacer.

U tosió como si estuviera conteniendo la rabia.

—Sin ánimo de ofender, no puedo pensar en nada que sea más importante que esto. ¿Qué pasará si esos restrictores se involucran en una pelea en la cárcel? ¿Quieres que cuando vean la sangre negra algún enfermero se dé cuenta de que no son humanos? Tienes que contactar con el Omega y pedirle que se los lleve a casa.

—Hazlo tú. —O aceleró aunque ahora iba colina abajo.

—¿Qué?

—Contacta con el Omega. —Llegó a una señal de stop al final de la avenida Thorne y giró a la izquierda. Había todo tipo de tiendas sofisticadas en la calle, y O aparcó frente a una llamada Kitty’s Attic.

—O… Ese tipo de solicitud debe salir del jefe de los restrictores. Tú lo sabes.

O se detuvo, antes de apagar el motor.

¡Sensacional! Justo lo que quería. Pasar más tiempo con el maldito jefe. ¡Maldición! No podía vivir ni un día más sin saber qué había pasado con su mujer. No tenía tiempo para las mierdas de la Sociedad.

—¿O?

Apoyó la cabeza contra el volante y se dio un par de golpes en él.

No tenía más remedio que ocuparse de ese asunto, porque si la cosa se complicaba, y era muy probable que así fuera, el Omega iría a buscarlo. Y eso sería mucho peor que perder ahora un poco de tiempo.

—Está bien. Iré a verlo. —Lanzó una maldición, mientras arrancaba de nuevo. Antes de comenzar a avanzar, miró otra vez hacia la avenida Thorne.

—O, estoy preocupado por la Sociedad. Tienes que reunirte con la gente. Las cosas se están complicando.

—Pero tú eres el que hace los controles.

—Sí, pero ellos te quieren ver a ti. Están cuestionando tu liderazgo.

—U, ¿sabes lo que dicen de los mensajeros, no es cierto?

—¿Perdón?

—Si sigues trayendo malas noticias, acabarás muerto. —O apagó el teléfono y lo cerró. Luego aceleró.