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Zsadist llegó hasta un callejón. Las gruesas suelas de sus botas de combate rompieron los charcos de barro congelado y aplastaron los surcos de hielo que habían dejado las llantas de los automóviles. Estaba totalmente oscuro, pues los edificios de ladrillo que había a los lados no tenían ventanas y las nubes habían ocultado la luna. Sin embargo, mientras caminaba solo, la visión nocturna de Zsadist era perfecta y lo penetraba todo. Al igual que su rabia.

Sangre negra. Lo que necesitaba era más sangre negra. Necesitaba sentirla en sus manos y tener salpicaduras de sangre negra en la cara y la ropa. Necesitaba océanos de sangre penetrando en la tierra. Estaba decidido a hacer sangrar a los cazavampiros para honrar la memoria de Bella, y le ofrecería a ella cada nueva muerte.

Él sabía que Bella ya no estaba viva, en el fondo de su corazón sabía que debía de haber sido asesinada de una forma horrible. Entonces, ¿por qué siempre comenzaba por preguntarles por ella a esos bastardos? ¡Demonios, la verdad era que no lo sabía! Simplemente era lo primero que le salía de la boca, sin importar cuántas veces se dijera que ella debía de estar muerta.

E iba a seguir haciendo las mismas malditas preguntas. Quería saber dónde, cómo y con qué la habían matado. La información sólo lo consumiría más, pero necesitaba saberlo. Tenía que saberlo. Y algún día uno de ellos acabaría por hablar.

Z se detuvo. Olfateó el aire. Deseó sentir en sus narices el dulce olor a talco de bebé. ¡Maldición, no podía soportar por más tiempo… esto de no saber!

Pero luego soltó una carcajada aterradora. Claro que sí podría. Gracias a los cientos de años de cuidadoso entrenamiento con la Señora, su dueña, no había ningún nivel de tortura al que no hubiese sobrevivido. El dolor físico, la angustia mental, las profundidades de la humillación y la degradación, la desesperanza, la impotencia: «Ya he estado ahí, ya lo he sufrido».

Así que también podría sobrevivir a eso.

Levantó la vista al cielo y, cuando volvió a bajar la cabeza, se tambaleó. Se apoyó rápidamente contra un contenedor de basura, luego respiró hondo y esperó a que el mareo pasara. Pero nada.

Hora de alimentarse. Otra vez.

Maldiciendo, deseó poder pasar en blanco alguna noche más. Era cierto que, durante las dos últimas semanas, había estado obligándose a funcionar por pura fuerza de voluntad. Pero eso no era nada inusual. Y esa noche sencillamente no quería lidiar con la abstinencia de sangre.

«Vamos, vamos… concéntrate, estúpido».

Se obligó a seguir recorriendo los callejones del centro, entrando y saliendo del peligroso laberinto urbano de Caldwell, el área de clubes y drogas de Nueva York.

A las tres de la mañana tenía tanta necesidad de beber sangre que se sintió embriagado, y ésa fue la única razón por la que se dio por vencido. No podía soportar la disociación, la sensación de adormecimiento en el cuerpo. Le hacía recordar los estupores del opio que lo habían obligado a consumir cuando era esclavo de sangre.

Caminando tan rápido como podía, se dirigió a ZeroSum, el actual lugar de encuentro de la Hermandad en el centro de la ciudad. Los vigilantes lo dejaron saltarse la fila de espera, pues el acceso directo era uno de los privilegios de que disfrutaba la gente que gastaba como gastaba la Hermandad. ¡Diablos! Sólo el gusto de Phury por el humo rojo costaba un par de miles al mes, y a V y a Butch sólo les gustaba la copa más cara. Además, estaban las compras periódicas de Z.

El club estaba caliente y oscuro, y parecía una especie de cueva húmeda y tropical, con música tecno. En la pista de baile había montones de humanos que chupaban pirulís, bebían agua y sudaban, mientras se movían bajo haces de luces intermitentes. Alrededor había cuerpos contra los muros, en parejas o grupos de tres, contorsionándose, tocándose.

Z se dirigió al salón VIP y la horda humana le abrió paso, abriéndose en dos como una tela que se rasga. Aunque estaban aturdidos por el éxtasis y la cocaína, esos cuerpos recalentados todavía tenían el suficiente instinto de conservación como para entender que Z era una gran amenaza.

En la parte de atrás, un vigilante con el pelo cortado al rape lo dejó entrar en el mejor salón del club. Allí, en relativa calma, había veinte mesas con sillas cómodas, dispuestas a cierta distancia una de otra, y una luz que caía del techo iluminaba solamente la superficie de mármol negro. El reservado de la Hermandad estaba junto a la salida de emergencia y Z no se sorprendió al ver allí a Vishous y a Butch, con sendos vasos frente a ellos. El martini de Phury estaba a un lado, pero no había nadie enfrente.

Sus dos compañeros no parecieron alegrarse de verlo. No… parecían resignados a que hubiese llegado, como si tuvieran la esperanza de quitarse un peso de encima y él acabara de arrojarles una roca.

—¿Dónde está? —preguntó Z y señaló con la cabeza el martini de su gemelo.

—Atrás, comprando humo rojo —dijo Butch—. Se le acabaron las onzas.

Z se sentó a la izquierda y se recostó contra el respaldo, para salirse del rayo de luz que caía sobre la mesa. Al mirar a su alrededor, observó las caras de desconocidos sin importancia. El salón VIP tenía un núcleo de asiduos, pero ninguno de los grandes clientes se relacionaba más que con los integrantes de sus reducidos círculos. De hecho, todo el club estaba regido por el lema «no preguntes, no contestes», lo cual era una de las razones para que los hermanos frecuentaran ese local. Aunque el propietario de ZeroSum era un vampiro, necesitaban pasar desapercibidos y, por supuesto, no desvelar jamás su verdadera identidad.

Hacía más de un siglo que la Hermandad de la Daga Negra se había vuelto clandestina y operaba sin que el resto de los vampiros los conocieran ni supieran nada de su organización. Había rumores, claro, y los civiles conocían los nombres de algunos, pero sin tener acceso a ninguna información. Esa situación se mantenía desde hacía cien años, cuando la raza se dividió, y el secreto se hizo necesario. Ahora, sin embargo, había otra razón. Los restrictores estaban torturando a los civiles para conseguir información acerca la Hermandad, así que era imperativo mantener el secreto.

Como resultado, los pocos vampiros que trabajaban en ese club no estaban realmente seguros de que esos tipos grandes, con ropa de cuero, que bebían como locos y gastaban mucho dinero, fueran miembros de la Daga Negra. Y, por fortuna, la costumbre también desalentaba las preguntas, por no mencionar el efecto que tenía la apariencia de los hermanos.

Zsadist se movió con impaciencia en el reservado. Odiaba el club; de verdad lo odiaba. Odiaba sentir tantos cuerpos cerca de él. Odiaba el ruido. Los olores.

De repente, un jocoso grupo de tres mujeres humanas se acercó a la mesa de los hermanos. Las tres estaban trabajando esa noche, aunque lo que servían no cabía en un vaso. Eran unas típicas prostitutas de clase alta: con extensiones de cabello, senos de silicona, caras moldeadas por cirujanos plásticos y decoradas con pintura aerosol. En el club había mucha gente de esa clase, particularmente en el salón VIP. El Reverendo, el propietario y gerente de ZeroSum, creía en la diversificación como estrategia de mercado y ofrecía el cuerpo de estas mujeres, junto con el alcohol y las drogas. El vampiro también prestaba dinero, tenía un equipo de apostadores… y Dios sabe qué más negocios atendía desde su oficina de la parte trasera; servicios dirigidos principalmente a su clientela humana.

Mientras sonreían y hablaban, las tres prostitutas ofrecieron sus servicios, pero ninguna de ellas era lo que Z estaba buscando y V y Butch tampoco las contrataron. Dos minutos después, se fueron al siguiente reservado.

Z estaba terriblemente hambriento, pero cuando se trataba de comer, imponía siempre una condición que no era negociable.

—Hola, papaítos —dijo otra mujer—. ¿Alguno de ustedes está buscando compañía?

Z levantó la vista. Esta humana tenía una expresión dura en el rostro, que cuadraba perfectamente bien con su cuerpo. Iba vestida con ropa de cuero negro. Tenía los ojos vidriosos. Pelo corto.

Absolutamente perfecta.

Z puso la mano dentro del chorro de luz que caía sobre la mesa, levantó dos dedos y luego golpeó dos veces en el mármol con los nudillos. Butch y V comenzaron a moverse en el asiento y su tensión lo hizo sentirse incómodo.

La mujer sonrió.

—Está bien.

Zsadist se inclinó hacia delante y se levantó hasta mostrar toda la magnitud de su estatura. Gracias a ese movimiento, su cara quedó iluminada por la luz. La expresión de la prostituta pareció congelarse y dio un paso atrás.

En ese momento, Phury salió por una puerta que había a mano izquierda, seguido por un vampiro corpulento que llevaba una cresta punk: el Reverendo.

Cuando se acercaron a la mesa, el propietario del club esbozó una sonrisa forzada. Sus ojos color amatista registraron la vacilación de la prostituta.

—Buenas noches, caballeros. Lisa, ¿para dónde vas?

Lisa contuvo su reacción y dijo:

—A donde él quiera, jefe.

—Respuesta correcta.

«Suficiente charla», pensó Z.

—Salgamos. Ya.

Z empujó la puerta de emergencia y siguió a la mujer hacia un callejón detrás del club. El viento de diciembre penetró a través de la chaqueta ancha que se había puesto para cubrir las armas, pero el frío no pareció molestarlo, tampoco a Lisa, aunque estaba casi desnuda. La brisa helada comenzó a juguetear con el pelo, muy corto, de la mujer, que miró a Z sin temblar, con gesto altanero.

Se había comprometido, estaba lista para él. Era una auténtica profesional.

—Lo hacemos aquí —dijo Z y se metió entre las sombras. Sacó dos billetes de cien dólares del bolsillo y se los entregó. Los dedos de la mujer agarraron los billetes con fuerza, antes de hacerlos desaparecer entre su falda de cuero.

—¿Cómo lo quieres? —preguntó ella, mientras se le acercaba y buscaba agarrarse de sus hombros.

Zsadist le dio la vuelta y la arrinconó, de cara a la pared.

—Aquí yo soy el que manosea. No tú.

La mujer se puso tensa, y su miedo, que olía a sulfuro, le produjo cosquillas en la nariz a Z. Sin embargo, aún tuvo valor para decirle:

—Cuidado, cabrón. Si me haces un moretón, él te matará como a un animal.

—No te preocupes. Saldrás de esto intacta.

Pero ella seguía asustada. Afortunadamente, Zsadist fue inmune a la emoción.

Por lo general, lo único que podía excitarlo, la única manera de que eso que tenía entre las piernas se endureciera, era el miedo de una mujer. Últimamente, sin embargo, ese estímulo no estaba funcionando, pero a Zsadist no le importaba. Despreciaba las reacciones de esa cosa que tenía entre los pantalones y, como la mayor parte de las mujeres se morían de pánico cuando lo veían, esa cosa se excitaba con mucha más frecuencia de la que él quería. Habría sido mucho mejor que no se excitara en absoluto. ¡Mierda, probablemente Z era el único macho en el planeta que quería ser impotente!

—Inclina la cabeza hacia un lado —dijo Z—. Con la oreja contra el hombro.

La mujer obedeció lentamente y dejó expuesto su cuello. Ésa era la razón por la cual la había elegido. El pelo corto le garantizaba no tener que tocar nada para despejar el camino. Odiaba tener que poner sus manos en cualquier parte de una mujer.

Mientras observaba la garganta, su sed aumentó y los colmillos se alargaron. ¡Dios, tenía tanta sed que podría dejarla seca!

—¿Qué vas a hacer? —preguntó ella bruscamente—. ¿Morderme?

—Sí.

Z atacó rápidamente y la mantuvo inmóvil, mientras que ella se retorcía. Para que fuera más fácil para la mujer, la calmó con su mente y la hizo relajarse, produciéndole una especie de trance con el que sin duda estaba familiarizada. La prostituta se tranquilizó y Z bebió tanto como pudo… sintió el sabor de la cocaína y el alcohol que la mujer tenía en la sangre, así como los antibióticos que se había tomado.

Cuando terminó, lamió las marcas de los colmillos para iniciar el proceso de cicatrización y evitar que sangrara. Luego le subió el cuello para ocultar el mordisco, borró su recuerdo y la mandó de regreso al club.

Cuando estuvo solo, se recostó contra los ladrillos. La sangre humana era tan débil que apenas le producía lo que necesitaba, pero Z no estaba dispuesto a beber de hembras de su propia especie. Otra vez no. Nunca más.

Miró hacia el cielo. Las nubes que habían traído los vientos de hacía un rato ya se habían marchado y entre los edificios pudo ver un pedazo de cielo estrellado. Las constelaciones le informaron de que sólo quedaban un par de horas para que amaneciera.

Cuando tuvo la fuerza suficiente, cerró los ojos y se desmaterializó, para ir al único lugar en el que quería estar.

Gracias a Dios todavía tenía tiempo para ir allí. Para estar allí.