18
Zsadist hizo el esfuerzo de mantenerse inmóvil mientras Bella se alimentaba. No quería perturbarla, pero cada vez que ella succionaba, se sentía a punto de desfallecer. La Señora era la única que se había alimentado de él y los recuerdos de esas violaciones eran tan agudos como los colmillos que tenía enterrados ahora en su muñeca. De repente lo asaltó el miedo, un miedo duro y vívido, un miedo que ya no era sombra del pasado, sino un pánico totalmente actual.
Zsadist sintió que se mareaba, que estaba a punto de desmayarse como un maldito afeminado.
En un desesperado intento por recuperar la compostura, se concentró en el cabello oscuro de Bella. Había un mechón cerca de la mano que tenía libre y el pelo brillaba bajo la luz de la ducha de manera adorable, tan grueso y tan distinto del cabello rubio de la Señora.
¡Dios, el cabello de Bella parecía realmente suave! Zsadist se dijo que, si encontrara valor suficiente, podría hundir su mano —no, toda la cara— en esas ondas color caoba. ¿Sería capaz de hacerlo?, se preguntó. ¿Sería capaz de acercarse tanto a una hembra, o se asfixiaría cuando el pánico fuera creciendo?
Tratándose de Bella, Zsadist pensó que podría hacerlo.
Sí… realmente le gustaría hundir la cara allí, en el pelo de Bella. Tal vez se enterrara allí y encontrara el camino hacia su cuello y así… podría besarla en la garganta. Con mucha suavidad. Sí… y luego podría seguir hacia arriba y rozarle la mejilla con los labios. Tal vez ella lo dejara hacerlo. No se acercaría a la boca. No se podía imaginar que ella quisiera estar tan cerca de su cicatriz y, de todas maneras, tenía el labio superior totalmente destrozado. Además, él no sabía besar. La Señora y sus secuaces siempre habían tenido la precaución de mantenerse lejos de sus colmillos. Y después nunca había deseado acercarse tanto a una mujer.
Bella se detuvo y ladeó la cabeza. Sus ojos azules como los zafiros se fijaron en los de Zsadist, para asegurarse de que estaba bien.
La expresión de preocupación ofendió el orgullo de Zsadist. ¡Por Dios, pensar que era tan débil que no era capaz de alimentar a una mujer! Y ¡qué humillación, darse cuenta de que ella lo sabía, mientras estaba pegada a su vena! Peor aún, unos minutos antes lo había mirado con una expresión de horror que indicaba que se estaba imaginando para qué otras cosas lo habían usado cuando era esclavo, aparte de beberle la sangre.
Zsadist no podía tolerar que ella sintiera compasión por él, no quería recibir esas miradas de preocupación, no estaba interesado en que lo acariciaran y lo mimaran. Abrió la boca, listo para retirar la cabeza de Bella de su muñeca, pero en algún momento del camino entre sus entrañas y la garganta, la sensación de rabia se disipó.
—Estoy bien —dijo bruscamente—. Firme como una roca. Firme como una roca.
La sensación de alivio que se reflejó en los ojos azules de Bella fue como otra bofetada.
Cuando ella empezó a beber de nuevo, Zsadist pensó que no podría soportar esa situación por mucho más tiempo.
Bueno… sí que podría soportarlo. Porque, aunque se odiaba a sí mismo por ello, mientras Bella seguía bebiendo suavemente de su muñeca, Zsadist se dio cuenta de que en realidad le gustaba.
Al menos hasta que pensó en lo que ella estaba tragando. Sangre contaminada… sangre oxidada… corroída, infectada, sangre sucia. ¡Por Dios, Zsadist sencillamente no podía entender por qué Bella había rechazado a Phury! Era perfecto, por dentro y por fuera. Sin embargo aquí estaba, sentada sobre el suelo helado, con los colmillos apoyados sobre una banda de esclavo, con él. ¿Por qué ella…?
Zsadist cerró los ojos. Después de todo lo que había pasado, sin duda la mujer se imaginaba que no merecía nada mejor, y por eso se conformaba con alguien que había sido infectado. Probablemente ese restrictor había acabado por completo con el respeto que sentía hacia sí misma.
¡Maldición, juraba ante Dios que le arrancaría a ese bastardo el último aliento con sus propias manos!
Bella dejó escapar un suspiro, soltó la muñeca de Zsadist y se recostó contra la pared de la ducha, con los párpados cerrados y el cuerpo laso. La seda de la bata estaba mojada y se le pegaba a las piernas, resaltando los muslos, las caderas… el pubis.
Cuando Zsadist sintió que eso que tenía entre los pantalones se ponía duro, deseó cortárselo.
Bella levantó los ojos para mirarlo. Zsadist tenía la impresión de que la muchacha iba a enfermar a causa del líquido contaminado con el que acababa de alimentarse.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Gracias —dijo ella con voz ronca—. Gracias por dejarme…
—Sí, bueno, no me des más las gracias. —¡Dios, Zsadist hubiera querido protegerla de él mismo! La esencia de la Señora corría por su cuerpo, los ecos de la crueldad de esa mujer estaban atrapados en el infinito circuito de sus arterias y sus venas, y daban incesantes vueltas por su cuerpo. Y Bella acababa de ingerir parte de ese veneno.
Zsadist sentía que debió negarse; no debió dejarse convencer.
—Te voy a llevar a la cama —dijo.
Al ver que ella no ponía ninguna objeción, Zsadist la levantó, la sacó de la ducha y se detuvo junto al lavamanos para coger una toalla seca.
—El espejo —susurró Bella—. Has tapado el espejo. ¿Por qué?
Zsadist no respondió y siguió hacia la habitación; no soportaba hablar de las horribles cosas por las que ella había pasado.
—¿Tan mal estoy que es preferible que no me vea? —susurró Bella contra el hombro de Zsadist.
Cuando llegaron a la cama, la puso de pie.
—La bata está mojada. Debes quitártela. Usa esto para secarte, si quieres.
Ella tomó la toalla y empezó a aflojarse el cinturón de la bata. Zsadist dio media vuelta y enseguida oyó el roce de la tela, unos golpecitos y, luego, el ruido de las sábanas.
Algo muy básico y antiguo dentro de él lo invitó a acostarse con ella. Y no para abrazarla. Deseaba estar dentro de ella, moviéndose… liberando su deseo. En cierta forma, eso parecía lo correcto: darle, no sólo la sangre de sus venas, sino también su sexo.
Lo cual era un completo error.
Zsadist se pasó una mano por la cabeza y se preguntó de dónde habría salido esa idea tan mala. ¡Por Dios, tenía que olvidarse… Tenía que alejarse de ella!
Bueno, eso iba a ocurrir pronto, porque Bella se iría esa noche. Se marcharía a su casa.
De pronto, Zsadist creyó enloquecer y sintió el impulso de luchar para que ella se quedara en su cama. ¡Pero al diablo con ese instinto primitivo! Necesitaba hacer su trabajo. Necesitaba salir y encontrar a ese restrictor en particular y matarlo, por ella. Eso era lo que tenía que hacer.
Z se dirigió al armario, se puso una camisa y tomó sus armas. Mientras se ponía la pistolera del pecho, pensó en la posibilidad de pedirle una descripción del asesino que se la había llevado. Sólo que no quería traumatizarla… No, le pediría a Tohr que le preguntara, porque el hermano sabría manejar mejor esa situación. Cuando la devolvieran esa noche a su familia, le pediría a Tohr que le preguntara.
—Voy a salir —dijo Z, mientras se abrochaba la funda de cuero de la daga—. ¿Quieres que le pida a Fritz que te traiga algo de comida antes de que te vayas?
Como no hubo respuesta, Zsadist abrió la puerta y vio que ella estaba acostada de lado, observándolo.
En ese instante lo recorrió otra oleada de calor. Su instinto se rebelaba.
Quería verla comer. Después del sexo, después de entrar dentro de ella, quería verla comer la comida que él le sirviera y quería que la tomara de su mano. ¡Demonios, quería salir y cazar algo para ella, llevarle carne, cocinarla él mismo y dársela hasta saciarla! Luego quería acostarse junto a ella con una daga en la mano, para protegerla mientras dormía.
Zsadist se volvió a meter al vestidor. ¡Mierda, se estaba volviendo loco!
—Le pediré que te traiga algo —dijo.
Revisó la hoja de sus dos dagas negras y las probó en la parte interior del antebrazo, deslizándolas por la piel. Cuando sintió la punzada de dolor, se quedó mirando los dos agujeros que Bella le había dejado en la muñeca.
Se sacudió para volver a concentrarse, se puso la pistolera alrededor de las caderas y metió las dos SIG Sauer gemelas. Las dos nueve milímetros tenían el cargador lleno y en el cinturón había otros dos cargadores. Deslizó un cuchillo en un estuche que llevaba en la espalda y comprobó que llevaba algunas estrellas shuriken, los terribles objetos metálicos de varias afiladas puntas que tanto daño hacían. Luego se puso las botas de combate. Y lo último fue una chaqueta ligera, para cubrir todo el arsenal.
Cuando salió, Bella todavía lo estaba mirando desde la cama. Sus ojos eran tan azules… Azules como zafiros. Azules como la noche. Azules como…
—¿Zsadist?
Zsadist contuvo el aliento.
—¿Sí?
—¿Te parezco fea? —Al ver que él daba un paso atrás, se puso las manos sobre la cara—. No importa.
Zsadist pensó en la primera vez que la vio, cuando lo sorprendió en el gimnasio varias semanas atrás. Lo dejó perplejo, hizo que se sintiera como un imbécil y aún causaba ese efecto sobre él. Era como si él tuviera un interruptor que sólo ella conocía.
Zsadist carraspeó.
—Me pareces como siempre me has parecido.
Dio media vuelta, pero oyó un sollozo. Luego otro. Y otro.
Zsadist miró por encima del hombro.
—Bella… ¡Demonios!
—Lo siento —dijo la mujer, todavía con las manos sobre la cara—. Lo si… siento. Vete. Estoy bi… bien… Lo siento, estoy bien.
Zsadist decidió acercarse y se sentó en el borde de la cama, mientras pensaba que ojalá tuviera el don de la palabra.
—No tienes nada de que apenarte.
—Invadí tu cuarto, tu cama. Te obligué a dormir a mi lado. Te… te hice darme de tu vena. Yo estoy tan… apenada… —Respiró hondo y trató de recuperar la compostura, pero su desaliento quedó flotando en el aire, como el olor de las gotas de lluvia sobre una acera en verano—. Sé que debería irme de aquí, sé que no me quieres aquí, pero sólo necesito… No puedo ir a mi casa. El restrictor me sacó de allí, así que no soporto la idea de volver. Y no quiero estar con mi familia. Ellos no van a entender lo que me está pasando en este momento y no tengo fuerzas para dar explicaciones. Sólo necesito un poco de tiempo para sacarme lo que tengo en la cabeza, pero no puedo estar sola. Aunque no quiero ver a nadie más sino a…
Se interrumpió. Parecía a punto de desfallecer.
—Te quedarás aquí todo el tiempo que quieras —dijo Zsadist.
Bella volvió a sollozar. ¡Maldición! Eso no era lo que había que decir.
—Bella… Yo… —¿Qué se suponía que debía hacer?
«Acaríciala, imbécil. Tómale la mano, idiota».
Zsadist no podía hacerlo.
—¿Quieres que me vaya de aquí? ¿Que te dé un poco de espacio?
El llanto arreció, y al cabo de un rato ella susurró:
—Yo te necesito.
¡Dios, si Zsadist había oído bien, que el cielo tuviera compasión!
—Bella, deja de llorar. Deja de llorar y mírame. —Después de un instante ella respiró profundo y se secó la cara. Cuando estuvo seguro de que le estaba prestando atención, Zsadist dijo—: No te preocupes por nada. Te puedes quedar aquí todo el tiempo que quieras. ¿Está claro?
Ella sólo se quedó mirándolo.
—Mueve la cabeza, para que esté seguro de que me has oído. —Cuando ella lo hizo, Zsadist se puso de pie—. Y yo soy lo último que necesitas. Así que deja de decir bobadas.
—Pero yo…
Zsadist se dirigió a la puerta.
—Regresaré antes del amanecer. Fritz sabe cómo encontrarme… cómo encontrarnos, a todos nosotros.
Z recorrió el pasillo de las estatuas, dobló a la izquierda y pasó frente al estudio de Wrath y a la gran escalera. Luego llamó a una puerta. No hubo respuesta. Volvió a llamar.
Se dirigió al primer piso y en la cocina encontró lo que estaba buscando.
Mary, la mujer de Rhage, estaba pelando patatas. Muchas patatas. Un ejército de patatas. La mujer levantó sus ojos grises y detuvo el cuchillo sobre la que estaba pelando en ese momento. Miró a su alrededor, como si pensara que él debía estar buscando a alguien más. O tal vez sólo deseaba no estar a solas con él.
—¿Podrías dejar eso por un rato? —dijo Z y señaló con la cabeza la montaña de patatas.
—Ah, claro. Rhage siempre puede comer otra cosa. Además, Fritz está a punto de tener un ataque porque voy a cocinar. ¿Qué… qué necesitas?
—Yo no. Bella. Creo que le vendría muy bien contar con una amiga en este momento.
Mary puso el cuchillo y la patata a medio pelar sobre la mesa.
—Tengo muchas ganas de verla.
—Está en mi cuarto. —Z dio media vuelta, mientras comenzaba a pensar en los callejones del centro que inspeccionaría.
—Zsadist.
Se detuvo, con la mano en la puerta.
—¿Qué?
—La estás cuidando muy bien.
Zsadist pensó en la sangre que había permitido que tomara. Y en la urgencia de tener un orgasmo que, increíblemente, había experimentado.
—En realidad no —dijo.
‡ ‡ ‡
«A veces hay que empezar volviendo al punto de partida», pensó O, mientras trotaba por el bosque.
Cerca de trescientos metros más allá de donde había aparcado la camioneta, había una pequeña pradera en medio de los árboles. O se detuvo, todavía escondido entre los pinos.
Al otro lado de la manta de nieve estaba la casa donde había encontrado a su esposa. A la luz del atardecer parecía una postal. Lo único que faltaba era que saliera humo de la chimenea de ladrillo rojo.
O sacó los prismáticos e inspeccionó la zona, luego se concentró en la casa. Todas esas huellas de llantas a la entrada y las pisadas frente a la puerta le hicieron pensar que tal vez el lugar hubiese cambiado de dueños y estuviese desocupado. Pero todavía había muebles dentro, muebles que él reconoció porque estuvo allí con ella.
Dejó caer los gemelos, que quedaron colgando de su cuello, y se acurrucó. La esperaría allí. Si estaba viva, iría a su casa, o quien la estuviese cuidando iría a buscar sus cosas. Si estaba muerta, alguien comenzaría a sacar todas sus pertenencias.
Al menos eso esperaba. No tenía ninguna otra pista, no sabía su nombre ni el paradero de su familia. No podía suponer dónde podía estar. La otra opción era interrogar a vampiros civiles a ver si sabían algo sobre ella. Como ninguna otra mujer había sido secuestrada últimamente, con seguridad ella debía haber sido tema de conversación recurrente entre los vampiros. El problema era que por ese camino podría estar semanas… meses, buscándola. Y la información que se obtenía a través de las técnicas de persuasión no siempre era muy sólida.
No, era más probable obtener resultados si vigilaba su casa. Se sentaría y esperaría hasta que alguien apareciera y lo condujera hasta ella. Tal vez al final todo fuera todavía más fácil y el que apareciera fuera el hermano de la cicatriz.
Eso sería perfecto.
O se acomodó sobre los talones e hizo caso omiso del viento helado.
¡Esperaba que su esposa estuviera viva!