15
Cuando amaneció y se cerraron las persianas metálicas que cubrían todas las ventanas, Bella se puso la bata negra y salió de su habitación. Inspeccionó rápidamente el pasillo. No había moros en la costa. ¡Bien! Cerró la puerta con sigilo y se deslizó sobre la alfombra persa sin hacer ningún ruido. Cuando llegó al principio de la enorme escalera, se detuvo y trató de recordar qué camino debía tomar.
El corredor de las esculturas, pensó, al recordar otro recorrido por ese pasillo hacía muchas, muchas semanas.
Empezó a caminar muy deprisa y después comenzó a correr, agarrándose las solapas de la bata y la abertura que había sobre las piernas. Pasó frente a muchas estatuas y puertas, hasta que llegó al final y se detuvo frente a la última. No se molestó en tratar de recuperar la compostura, porque era imposible. Se sentía flotando, en peligro de desintegración. Dio varios toques fuertes en la puerta.
Desde el otro lado se oyó un grito:
—¡Largo! Estoy dormido.
Bella giró el picaporte y empujó. A través de la puerta entró un rayo de luz que abrió una brecha en la oscuridad. Cuando la luz llegó hasta el jergón arreglado con mantas que había en el fondo, Zsadist se sentó. Estaba desnudo y se veía cómo sus músculos se endurecían bajo la piel y los aros de sus pezones brillaban con la luz.
—He dicho lar… ¿Bella? —Se cubrió con las manos—. ¡Por Dios! ¿Qué estás haciendo?
«Buena pregunta», pensó ella, mientras sentía que perdía el valor.
—¿Puedo… puedo quedarme aquí contigo?
Zsadist frunció el ceño.
—¿Qué estas…? No, no puedes.
Agarró algo del suelo y lo puso frente a sus caderas, mientras se ponía de pie. Sin disculparse por la invasión, ella lo contempló con atención: los tatuajes de esclavo alrededor de las muñecas y el cuello, el piercing en la oreja izquierda, sus ojos de obsidiana, el pelo cortado al rape. El cuerpo de Zsadist era tan delgado como ella recordaba, todo músculos, venas y huesos. De él emanaba, como un aroma, una salvaje sensación de poder.
—Bella, sal de aquí, ¿vale? Éste no es lugar para ti.
Ella hizo caso omiso del tono autoritario de sus ojos y su voz, porque, aunque la había abandonado el valor, la desesperación le dio la fuerza que necesitaba.
Esta vez no se le quebró la voz.
—Cuando estaba delirando en el coche, tú eras el que iba al volante, ¿verdad? —Zsadist no respondió, pero ella no necesitaba que lo hiciera—. Sí, eras tú. Ése eras tú. Tú me hablaste. Tú fuiste a rescatarme, ¿no?
Zsadist se sonrojó.
—La Hermandad fue a rescatarte.
—Pero me rescataste tú. Y me trajiste primero aquí. A tu habitación. —Bella observó la lujosa cama. Las mantas estaban desordenadas y la almohada mostraba las huellas de una cabeza—. Déjame quedarme.
—Mira, necesitas estar segura…
—Contigo estoy segura. Tú me salvaste. No dejarás que ese restrictor me atrape de nuevo.
—Aquí nadie puede tocarte. Este lugar está más vigilado que el maldito Pentágono.
—Por favor…
—No —contestó él con brusquedad—. Ahora, vete de aquí.
Bella comenzó a temblar.
—No puedo estar sola. Por favor, déjame quedarme contigo. Necesito… —Ella lo necesitaba a él, no a otro, pero no creía que Z reaccionara bien si se lo decía—. Necesito estar con alguien.
—Entonces, mejor busca a Phury.
—No, él no es lo que estoy buscando. —Ella deseaba al hombre que tenía enfrente. A pesar de toda su brutalidad, confiaba en él instintivamente.
Zsadist se pasó la mano por la cabeza. Varias veces. Luego su pecho se expandió.
—No me obligues a irme —susurró Bella.
Cuando él lanzó una maldición, ella respiró aliviada, pues supuso que eso era lo más cercano a un «sí» que podía esperar.
—Tengo que ponerme unos pantalones —murmuró.
Bella entró y cerró la puerta, luego bajó los ojos por un momento. Cuando volvió a levantar la mirada, él se había dado media vuelta y se estaba poniendo unos pantalones negros.
La espalda, con los surcos de las cicatrices, se estiró cuando él se agachó. Al ver ese terrible panorama, Bella sintió que necesitaba saber exactamente qué era lo que le había ocurrido a Zsadist. Absolutamente todo. Cada uno de los azotes. Había oído rumores sobre él; pero quería oír su verdad.
Zsadist había sobrevivido a lo que le habían hecho. Tal vez ella también podría.
Zsadist se volvió.
—¿Ya has comido?
—Sí, Phury me trajo comida.
Una sombra cruzó por la cara de Zsadist, pero fue tan fugaz que Bella no alcanzó a entenderla.
—¿Tienes dolor?
—No demasiado.
Zsadist fue hasta la cama y ahuecó los almohadones. Luego se puso a un lado, con la vista clavada en el suelo.
—Acuéstate.
Cuando ella se acercó, sintió deseos de abrazarlo, pero él se puso tenso, como si le hubiese leído la mente. ¡Dios, ella sabía que no le gustaba que lo tocaran, lo había aprendido de la peor manera posible! Pero de todos modos quería acercarse.
«Por favor, mírame», pensó.
Estaba a punto de pedírselo, cuando notó que él tenía algo alrededor de la garganta.
—Mi gargantilla —dijo, jadeando—. Llevas puesta mi gargantilla.
Ella estiró el brazo para tocarla, pero Zsadist retrocedió. Con un movimiento rápido, se quitó la frágil gargantilla de oro y diamantes y se la puso en la mano.
—Aquí está. Toma.
Bella bajó la vista. Su gargantilla de diamantes. De Tiffany. La usaba desde hacía años… era su joya más querida. Sentía que era como parte de ella y, cuando no la tenía puesta, se sentía desnuda. Ahora esos frágiles hilos le parecían totalmente ajenos.
Estaba caliente, pensó Bella, mientras acariciaba uno de los diamantes. Todavía tenía el calor de la piel de Zsadist.
—Quiero que la conserves —dijo Bella abruptamente.
—No.
—Pero…
—Suficiente charla. Acuéstate o vete de aquí.
Bella guardó la gargantilla en el bolsillo de la bata y miró a Zsadist. Tenía los ojos fijos en el suelo y, cuando respiraba, los aros de los pezones jugueteaban con la luz.
«Mírame», pensó.
Z no la miró y ella se metió en la cama. Cuando él se inclinó para taparla con las mantas, Bella se apartó para dejarle espacio, pero él sólo la tapó y luego regresó al rincón, al jergón que tenía en el suelo.
Bella se quedó mirando el techo durante unos minutos. Luego tomó una almohada, se deslizó fuera de la cama y fue hasta donde él estaba.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Zsadist con voz de alarma.
Ella puso la almohada sobre las mantas del jergón y se acostó, acomodándose en el suelo al lado del enorme cuerpo de Zsadist. Ahora su olor era mucho más fuerte, un aroma a pino y poder masculino. Buscando el calor de Zsadist, Bella se acercó hasta que su frente quedó contra la parte posterior del brazo de él. Aquel macho era tan fuerte que parecía un muro de piedra, y además era caliente, así que el cuerpo de Bella se relajó. Junto a él podía sentir el peso de sus propios huesos, el suelo duro que tenía debajo, las corrientes de aire que atravesaban la habitación. Bella volvía a entrar en contacto con el mundo que la rodeaba a través de la presencia de Zsadist.
«Más. Más cerca», se decía.
Se deslizó hasta quedar justo al lado de él. De los senos a los pies, su cuerpo entero sentía la proximidad de Z.
Éste se alejó bruscamente y retrocedió hasta quedar contra la pared.
—Lo siento —murmuró Bella y volvió a acercársele hasta quedar pegada a él—. Necesito esto de ti. Mi cuerpo necesita… —«a ti», pensó, pero dijo otra cosa— algo caliente.
De repente Zsadist se puso de pie.
¡No! La iba a echar…
—Vamos —dijo, refunfuñando—. Vamos a la cama. No soporto la idea de que estés en el suelo.
‡ ‡ ‡
Quienquiera que dijese que uno no puede vender dos veces el mismo producto, no conoce al Omega.
O se dio la vuelta, se acostó sobre el estómago y levantó el cuerpo, apoyándose sobre unos brazos frágiles. Así era más fácil tolerar las náuseas. La gravedad ayudaba.
Mientras soportaba las arcadas, recordó el primer trato que había hecho con el padre de todos los restrictores. La noche de su introducción a la Sociedad Restrictiva entregó su alma, junto con su sangre y su corazón, a cambio de convertirse en un asesino inmortal, aprobado y respaldado.
Y ahora había hecho otro negocio. El señor X había desaparecido. Ahora él, O, era el jefe de los restrictores.
Por desgracia, también era el sirviente del Omega.
Trató de levantar la cabeza. Cuando lo hizo, la habitación comenzó a dar vueltas, pero estaba demasiado exhausto para molestarse en vomitar más. O tal vez no tenía nada más que vomitar.
La cabaña. Estaba en la cabaña del señor X. Y, a juzgar por la luz, acababa de amanecer. Cuando parpadeó en medio de la penumbra, se miró. Estaba desnudo. Lleno de moratones. Y detestaba el sabor que tenía en la boca.
Una ducha. Necesitaba una ducha.
O se levantó del suelo, apoyándose sobre una silla y el borde de una mesa. Cuando se puso de pie, por alguna extraña razón sus piernas lo hicieron pensar en un par de lámparas de aceite. Probablemente porque las dos estaban llenas de líquido.
La rodilla izquierda no aguantó el peso y O se cayó sobre el asiento. Mientras se envolvía los brazos alrededor del cuerpo, decidió que la ducha podía esperar.
¡Dios… el mundo era otra vez nuevo! Y había aprendido tantas cosas durante el proceso de su ascenso… Antes de cambiar de estatus, no sabía que el jefe de los restrictores era mucho más que el líder de los asesinos. En realidad, el Omega estaba atrapado en el reino intemporal y necesitaba un conducto para entrar en el tiempo. El jefe de los restrictores era el faro que el Omega utilizaba para encontrar su camino durante la travesía. Lo único que tenía que hacer era abrir el canal y hacer de faro.
Y ser el restrictor a cargo de esa tarea conllevaba grandes beneficios. Cosas que hacían que la técnica para paralizar que usaba el señor X pareciera un juego de niños.
El señor X… el antiguo maestro. O soltó una carcajada. A pesar de lo mal que se sentía, el señor X debía de estar peor. Seguro.
Las cosas habían funcionado muy bien después de apuñalarse en el pecho. Cuando O aterrizó a los pies del Omega, presentó su caso para efectuar un cambio de régimen. Resaltó el hecho de que las filas de la Sociedad cada vez estaban más disminuidas, en especial en el escalón de los Principales. Los hermanos se volvían cada vez más fuertes. El Rey Ciego había subido al poder. El señor X no mantenía un frente lo suficientemente fuerte.
Y todo eso era cierto. Pero no fue lo que decidió que el trato finalmente se cerrara.
No, el trato se cerró debido a la debilidad que el Omega tenía por O.
En la historia de la Sociedad había épocas en las que el Omega desarrollaba interés personal, si se puede llamar así, por un restrictor en particular. Pero eso no era ninguna ventaja. Los afectos del Omega eran intensos, pero pasajeros, y los rompimientos eran terribles, según decían los rumores. Pero O estaba dispuesto a suplicar, a fingir y a mentir para lograr lo que necesitaba, y el Omega había aceptado lo que le ofrecían.
¡Qué manera tan horrible de pasar el tiempo! Pero valía la pena.
O se preguntó qué le estaría pasando al señor X en ese instante. Cuando fue liberado, el Omega estaba a punto de llamar a casa al otro asesino, y eso ya debía de haber ocurrido. Las armas del antiguo jefe estaban sobre la mesa, al igual que su teléfono móvil y su BlackBerry. Y había rastros de un pequeño incendio frente a la puerta principal.
O miró el reloj digital que estaba al otro lado de la habitación. Aunque se sentía como una piltrafa, era hora de motivarse. Tomó el teléfono del señor X, marcó y se puso el auricular en el oído.
—¿Sí, maestro? —respondió U.
—Ha habido un cambio en el organigrama. Quiero que seas mi segundo al mando.
Silencio. Luego:
—¡Mierda! ¿Qué le ha pasado al señor X?
—Debe de estar tragándose la notificación de despido. Entonces, ¿cuento contigo?
—Ah, sí. Claro. Soy tu hombre.
—De ahora en adelante estás a cargo de los registros. No hay razón para que lo hagas en persona, un mensaje electrónico está bien. Y voy a mantener los escuadrones como están. Los Principales en parejas. Los Betas en grupos de cuatro. Pasa la voz sobre lo ocurrido con el señor X. Luego ven a la cabaña.
O colgó. La Sociedad no le importaba lo más mínimo. La estúpida guerra contra los vampiros le traía sin cuidado. Sólo tenía dos objetivos: recuperar a su mujer, viva o muerta, y matar al hermano de la cicatriz que se la había llevado.
Cuando se puso de pie, se miró el cuerpo y vio los signos de su impotencia. Un horrible pensamiento cruzó por su mente.
A diferencia de los restrictores, los vampiros no eran impotentes.
Se imaginó a su esposa hermosa y pura… La vio desnuda, con el pelo sobre los hombros y esas elegantes curvas de su esbelto cuerpo reflejando la luz. Espléndida. Perfecta, perfecta, perfecta. Absolutamente femenina.
Algo para ser adorado y poseído. Pero nunca mancillado. Una Madonna.
Pero cualquier ser que tuviera un pene querría follarla. Vampiro, humano, restrictor. Cualquier cosa.
Sintió que lo recorría una oleada de ira y de pronto deseó que estuviese muerta. Porque si ese horrible bastardo había tratado de tener sexo con ella… ¡Dios, iba a castrar a ese hermano con una cuchara antes de matarlo!
¡Y que Dios la ayudara a ella si lo había disfrutado!