13
Cuando Bella colgó el teléfono, tuvo la sensación pasajera de que la angustia que oprimía su pecho era tan explosiva que iba a volar en pedazos en cualquier momento. No había manera de que sus frágiles huesos y su delicada piel pudieran contener la desconocida emoción que estaba sintiendo.
Miró a su alrededor con desesperación y vio la imagen borrosa de muchos cuadros, muebles antiguos y lámparas montadas en jarrones orientales y… a Phury mirándola desde una otomana.
Se recordó que, al igual que su madre, ella era una dama. Así que al menos debería fingir que tenía un poco de autocontrol. Se aclaró la garganta.
—Gracias por quedarte mientras llamaba a mi familia.
—De nada.
—Mi madre sintió… un gran alivio cuando escuchó mi voz.
—Me lo puedo imaginar.
Bueno, al menos su madre había dicho que se sentía aliviada. Había hablado con la misma tranquilidad y ecuanimidad de siempre. ¡Esa mujer siempre era como un estanque de aguas tranquilas; ningún suceso terrenal, por terrible que fuera, podía afectarla! Y todo debido a su devoción a la Virgen Escribana. Para mahmen, todo sucedía por una razón… sin embargo, nada parecía particularmente importante.
—Mi madre… se siente muy aliviada. Ella… —Bella se detuvo. Ya había dicho eso, ¿no? Mahmen estaba… realmente estaba… aliviada.
Pero habría ayudado si por lo menos se le hubiera quebrado la voz. O hubiese mostrado algo distinto a la beatífica aceptación de los iluminados espirituales. ¡Por Dios, la mujer poco menos que había enterrado a su hija y luego había sido testigo de su resurrección! Uno pensaría que eso debería provocar algún tipo de reacción emocional. Pero, en lugar de ocurrir tal cosa, fue como si hubiesen hablado el día anterior y se hubiera borrado todo lo ocurrido durante las últimas seis semanas.
Bella volvió a mirar el teléfono y se envolvió el vientre con los brazos.
Sin que ningún síntoma lo anunciase, se desmoronó. Los sollozos brotaban de ella como estornudos: rápidos, fuertes e incontenibles.
La cama se hundió y unos brazos fuertes la rodearon. Ella trató de apartarse, pensando que un guerrero no querría lidiar con semejante muestra de debilidad.
—Perdóname…
—Está bien, Bella. Recuéstate sobre mí.
Bella se desmoronó sobre Phury y puso sus brazos alrededor de la fuerte cintura del hombre. El largo y hermoso cabello del vampiro le hacía cosquillas en la nariz; olía muy bien, y Bella se sintió muy aliviada abrazada a él. Hundió el rostro en su melena y respiró hondo.
Cuando finalmente se calmó, se sintió más ligera, pero no en un buen sentido. La rabia la había llenado y le había dado forma y peso. Pero ahora, como si su piel no fuera más que un colador, se estaba evaporando, convirtiéndose en aire… convirtiéndose en nada.
Bella no quería desaparecer.
Tomó aire y se soltó del abrazo de Phury. Parpadeando rápidamente, trató de enfocar la mirada, pero todavía tenía la vista borrosa a causa de la pomada. ¡Dios! ¿Qué le había hecho ese restrictor? Tenía la sensación de que había sido algo malo…
Bella se tocó los párpados.
—¿Qué me hizo ese asesino?
Phury sólo sacudió la cabeza.
—¿Fue tan horrible?
—Ya pasó. Estás a salvo. Eso es lo único que importa.
«Yo no siento que haya terminado», pensó.
Pero luego Phury sonrió y sus ojos amarillos, increíblemente tiernos, fueron como un bálsamo que la consoló.
—¿Sería más fácil si estuvieras en casa? Porque, si quieres, podemos encontrar una manera de llevarte, aunque pronto amanecerá.
Bella pensó en su madre y no se pudo imaginar cómo sería estar en la misma casa que esa mujer. En su estado de debilidad, no podría soportarlo. También pensó en Rehvenge. Si su hermano la veía con cualquier tipo de lesión, enloquecería y lo último que ella necesitaba era que él iniciara una guerra contra los restrictores. Bella no quería que hubiese más violencia. Por lo que se refería a ella, David se podía ir al infierno en ese mismo instante; aunque no quería que ninguno de sus seres queridos arriesgara la vida para enviarlo allí.
—No, no quiero ir a casa hasta que esté completamente bien. Y me siento tan cansada… —dejó la frase en el aire, al tiempo que miraba los almohadones.
Pasado un momento, Phury se puso de pie.
—Estaré en la habitación de al lado, si me necesitas.
—¿Quieres que te devuelva tu gabán?
—Ah, sí… voy a ver si hay una bata por aquí —Phury desapareció en un vestidor que había allí mismo y luego regresó con una bata de satén negro sobre el brazo—. Las habitaciones de huéspedes están preparadas sólo para hombres, así que probablemente esto te va a quedar enorme.
Bella tomó la bata y Phury se dio la vuelta. Cuando se quitó el pesado gabán de cuero, sintió frío, así que se envolvió rápidamente en la bata.
—Listo —dijo, con un sentimiento de gratitud por la discreción del hombre.
Cuando él se le acercó, ella le puso la chaqueta en las manos.
—Siempre te estoy dando las gracias, ¿verdad? —murmuró.
Phury la miró durante un rato. Luego levantó lentamente la chaqueta hasta la cara y respiró profundamente.
—Tú eres… —dejó la frase en el aire. Luego bajó la chaqueta y adoptó una extraña expresión.
En realidad no era una expresión. Era una máscara. Phury se había escondido.
—¿Phury?
—Me alegra que estés con nosotros. Trata de dormir un poco. Y, si puedes, come algo de lo que te he traído.
Luego la puerta se cerró detrás de él en silencio.
‡ ‡ ‡
El viaje de regreso hasta la casa de Tohr fue extraño y John pasó todo el tiempo mirando por la ventana. El móvil de Tohr sonó dos veces. En las dos ocasiones habló en lengua antigua y el nombre de Zsadist salió a relucir repetidamente en la conversación.
Cuando giraron para tomar la entrada a la casa, vieron un automóvil desconocido estacionado allí. Un Volkswagen Jetta de color rojo. Sin embargo, Tohr no se mostró sorprendido y pasó junto al coche en dirección al garaje.
Apagó el motor del Range Rover y abrió la puerta.
—A propósito, las clases empiezan pasado mañana.
John levantó la vista mientras se desabrochaba el cinturón.
—¿Tan pronto? —preguntó con lenguaje de signos.
—Anoche se inscribió el último candidato. Estamos listos para empezar.
Los dos atravesaron el garaje en silencio. Tohr iba adelante y sus enormes hombros se movían con cada paso. Tenía la cabeza gacha, como si estuviera buscando grietas en el suelo de cemento.
John se detuvo y silbó.
Tohr también se detuvo.
—¿Sí? —dijo en voz baja.
John sacó su libreta, garabateó algo y se la mostró.
Tohr arrugó la frente mientras leía.
—No tienes razón para apenarte. Lo importante es que te sientas cómodo.
John estiró la mano y le dio un apretón en el brazo. Tohr negó con la cabeza.
—Está bien. Vamos, no quiero que te resfríes —el hombre se volvió a mirarlo, y entonces vio que el chico no se movía—. Ah, demonios… Sólo estoy… Estoy a tu disposición. Eso es todo.
John apoyó el bolígrafo sobre el papel y escribió:
—Nunca lo he dudado. Ni por un momento.
—Bien. No debes hacerlo. Para decirlo claramente, yo me siento como tu… —hubo una pausa, mientras Tohr se frotaba la frente con el pulgar—. Mira, no quiero agobiarte. Vamos adentro.
Antes de que John pudiera rogarle que terminara la frase, Tohr abrió la puerta de la casa. Se oyó la voz de Wellsie… y también la de otra mujer. John arrugó la frente, mientras atravesaba la cocina. Y luego se quedó inmóvil, al ver que una rubia lo miraba por encima del hombro.
Llevaba el pelo cortado a la altura de las orejas y tenía los ojos del color de las hojas recién brotadas. Llevaba los vaqueros por las caderas… ¡Dios, podía verle el ombligo y cerca de dos centímetros de carne más abajo! Y el jersey negro de cuello de tortuga era… Bueno, John podía ver claramente toda la perfección de su cuerpo, por decirlo de alguna manera.
Wellsie sonrió.
—Habéis llegado justo a tiempo, chicos. John, ésta es mi prima Sarelle. Sarelle, éste es John.
—Hola, John. —La mujer sonrió.
«¡Colmillos! ¡Dios, qué colmillos!», pensó. Algo parecido a una brisa ardiente recorrió la piel de John y lo dejó temblando de pies a cabeza. En medio de la confusión, abrió la boca.
Mientras se ponía rojo como un tomate, levantó la mano y saludó.
—Sarelle me está ayudando a preparar el festival de invierno —dijo Wellsie— y se va a quedar a comer algo antes de que amanezca. ¿Por qué no ponéis la mesa?
Cuando Sarelle volvió a sonreír, ese extraño cosquilleo se volvió tan fuerte que John se sintió como si estuviera levitando.
—John, ¿quieres ayudar a poner la mesa? —dijo Wellsie.
Él asintió con la cabeza y trató de recordar dónde estaban los cuchillos y los tenedores.
‡ ‡ ‡
Las luces delanteras de la camioneta de O iluminaron la fachada de la cabaña del señor X. La anodina camioneta del jefe de los restrictores estaba estacionada junto a la puerta. O aparcó la camioneta detrás de la camioneta, bloqueándole la salida.
Cuando se bajó y el aire frío llegó a sus pulmones, tuvo conciencia de que se encontraba en una especie de trance. A pesar de lo que estaba a punto de hacer, sus emociones reposaban en su pecho como plumas suaves, todas en orden, sin que hubiese nada fuera de lugar. Su cuerpo también respiraba serenidad y se movía de manera brusca pero controlada, como un arma lista para disparar.
Había estado rebuscando entre los manuscritos y había tardado bastante en encontrarlo, pero por fin había hallado lo que necesitaba. Sabía lo que tenía que pasar.
Abrió la puerta de la cabaña sin llamar antes.
El señor X levantó la vista desde la mesa de la cocina. Tenía una expresión impasible, que no mostraba enojo ni burla, ni emoción de ningún tipo. Tampoco había señales de sorpresa.
Así que los dos estaban en una especie de trance.
El jefe de los restrictores se levantó sin decir una palabra y se llevó una mano a la espalda. O sabía lo que tenía detrás y sonrió al sacar su propio cuchillo.
—Así que, señor O…
—Estoy listo para un ascenso.
—¿Perdón?
O se apuntó con el cuchillo y puso la punta de la hoja contra su esternón. Haciendo un movimiento con las dos manos, se lo enterró en el pecho.
Lo último que vio antes de que se lo llevara el gran infierno blanco fue la cara de sorpresa del señor X. Una sorpresa que se convirtió rápidamente en terror, cuando el hombre entendió adónde iba O. Y lo que iba a hacer cuando llegara allí.