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—¡Maldición, Zsadist! ¡No saltes…!
La voz de Phury apenas se alcanzó a oír por encima del estruendo del accidente de automóvil que había tenido lugar frente a ellos, pero la advertencia no impidió que su hermano gemelo saltara del Escalade, que en esos momentos circulaba a más de cien kilómetros por hora.
—¡V se ha salido de la carretera! ¡Demos la vuelta!
Phury se golpeó contra la ventanilla cuando Vishous giró bruscamente y la camioneta derrapó. Las luces enfocaron a Z rodando sobre el asfalto cubierto de nieve. En milésimas de segundo se puso de pie y se apresuró a acercarse, arma en mano, al coche accidentado, que estaba echando humo y ahora tenía un pino encima, a manera de sombrero.
Phury mantuvo la vista sobre su gemelo, mientras se desabrochaba el cinturón de seguridad. Era posible que los restrictores a los que habían perseguido hasta las afueras de Caldwell hubiesen terminado así por las leyes de la física, pero eso no significaba que ya estuvieran fuera de combate. Esos malditos inmortales eran eternos.
Antes de que la camioneta se hubiera detenido del todo, Phury abrió la puerta de un golpe, al tiempo que buscaba su pistola. No sabía cuántos restrictores había en el coche, ni qué clase de municiones tenían. Los enemigos de la raza de los vampiros viajaban en grupos y siempre iban armados… ¡Maldición! De pronto salieron tres cazavampiros de cabello descolorido, y sólo el conductor parecía estar herido.
Pero ni siquiera eso detuvo a Z. Como era un maniaco suicida, se fue directamente hacia el triángulo de inmortales, sin otra cosa que una daga negra en la mano.
Phury atravesó la calle corriendo, mientras oía a Vishous jadeando detrás de él. Corrían para ayudar, pero Z no los necesitaba.
Mientras los copos de nieve flotaban silenciosamente en el aire y el dulce olor del pino se mezclaba con el de la gasolina que goteaba del coche accidentado, Z acabó con los tres restrictores sólo con el cuchillo. Les cortó los tendones detrás de la rodilla, para que no pudieran correr, les rompió los brazos para que no pudieran defenderse y los arrastró por el suelo hasta que quedaron en fila, como un terrorífico grupo de muñecos.
Todo eso le llevó sólo cuatro minutos y medio, tiempo en el que incluso alcanzó a quitarles los documentos de identidad. Luego Zsadist se detuvo a tomar aire. Mientras miraba el reguero de sangre negra sobre la nieve blanca, se levantó un vaporcillo de sus hombros, una bruma curiosamente suave que empujó el viento helado.
Phury se guardó la Beretta en el cinto y sintió náuseas, como si se hubiese comido un montón de tocino grasiento. Se tocó el esternón y miró a izquierda y derecha. La carretera 22 estaba desierta a esa hora de la noche y en ese punto tan distante del centro de Caldwell. Era poco probable que hubiese testigos humanos. Los ciervos no contaban.
Él sabía lo que vendría después. Sabía que no podría evitarlo.
Zsadist se arrodilló al lado de uno de los restrictores. Con su cara llena de cicatrices, distorsionada por el odio, el labio superior deforme abierto, los colmillos largos, como los de un tigre, el pelo cortado al rape y las mejillas hundidas, parecía la personificación misma de la muerte y, al igual que la muerte, daba la impresión de sentirse cómodo trabajando en el frío. Iba muy poco abrigado, sólo llevaba un jersey de cuello tortuga negro y unos pantalones anchos, también de color negro; evidentemente, iba más armado que vestido: terciada sobre el pecho, lucía la funda característica de la Hermandad de la Daga Negra, y llevaba además dos cuchillos, amarrados a los muslos con correas. También tenía una pistolera con dos SIG Sauer.
Sin embargo, nunca usaba las pistolas de nueve milímetros. Le gustaba disfrutar de cierta intimidad cuando mataba. De hecho, era la única ocasión en que se acercaba a alguien.
Z lo agarró por las solapas de la chaqueta de cuero y lo levantó del suelo hasta que el rostro del restrictor quedó a un milímetro del suyo.
—¿Dónde está la mujer? —Como la única respuesta que obtuvo fue una risa malévola, Z le dio un puñetazo. El eco del golpe atravesó los árboles, como el ruido de una rama que se parte en dos—. ¿Dónde está la mujer?
La risa burlona del restrictor disparó la ira de Z, que se convirtió en un verdadero volcán, o un siniestro campo de fuerza. El aire alrededor de su cuerpo se cargó de magnetismo y se volvió más frío que la noche. Los copos de nieve dejaron de caer cerca de él, como si se desintegraran por la fuerza de su furia.
Phury oyó un ruido suave y miró por encima del hombro. Vishous estaba encendiendo un cigarrillo y el resplandor naranja iluminó los tatuajes alrededor de su sien izquierda y la barbita que adornaba su boca.
Al oír el sonido de otro puñetazo, V le dio una calada al cigarrillo y levantó sus ojos de diamante.
—¿Estás bien, Phury?
No, no lo estaba. La naturaleza salvaje de Z siempre había sido tema de discusión, pero últimamente se había vuelto tan violento que era difícil verlo bien. Desde que los restrictores secuestraron a Bella, había salido a la luz lo peor y más desalmado de su naturaleza.
Y seguían sin encontrarla. Los hermanos no tenían ninguna pista, ninguna información, nada. A pesar de los terribles interrogatorios a los que Z sometía a los restrictores.
Phury estaba destrozado por el secuestro. No conocía a Bella desde hacía mucho tiempo, pero sí el suficiente como para haberse dado cuenta de que era muy amable, una mujer muy valiosa, perteneciente al nivel más alto de la aristocracia de la raza. Aunque esa mujer no sólo lo había impresionado por su alta cuna. Había penetrado más allá de sus votos de castidad, había logrado llegar hasta el hombre que se ocultaba detrás de la disciplina y había tocado algunas fibras muy profundas. Phury estaba tan desesperado por encontrarla como Zsadist, pero después de seis semanas ya había perdido la esperanza de que estuviera viva. Los restrictores estaban torturando a los vampiros civiles para obtener información sobre la Hermandad y, como todos los civiles, ella sabía muy poco acerca de los hermanos. Estaba casi seguro de que ya debía de estar muerta.
Su única esperanza, triste consuelo, era que Bella no hubiese tenido que soportar infernales días de tortura antes de irse al Ocaso.
—¿Qué habéis hecho con la mujer? —le gruñó Zsadist al siguiente restrictor. Cuando lo único que escuchó como respuesta fue un “Vete a la mierda”, mordió al bastardo.
Nadie en la Hermandad podía entender por qué Zsadist se preocupaba tanto por una civil desaparecida. Su misoginia era bien conocida… Todo el mundo le tenía miedo por eso. Nadie sabía por qué le importaba tanto Bella. Pero, claro, nadie, ni siquiera Phury, que era su hermano gemelo, podía predecir las reacciones de Z.
El eco del brutal ataque de Z atravesó la soledad del bosque, y Phury se sintió desolado al ser testigo de su crueldad, pues no escatimaba recursos en su empeño de hacer hablar a los restrictores; sin embargo, los cazavampiros mantenían la fortaleza y se negaban a revelar información.
—No sé cuánto tiempo más voy a poder seguir soportando esto.
Zsadist era lo único que tenía en la vida, aparte de la misión de la Hermandad de proteger de los restrictores a la raza. Phury dormía siempre solo, cuando conseguía dormir. La comida le brindaba poco placer. Las mujeres estaban fuera de discusión debido a su celibato. Y todo el tiempo estaba preocupado por lo que haría Zsadist y por quién saldría herido en el proceso. Phury se sentía como si se estuviera desangrando lentamente, a causa de miles de heridas. Como si fuera el blanco de toda la fuerza asesina de su gemelo.
V estiró su mano enguantada y agarró la garganta de Phury.
—Mírame, hombre.
Phury lo miró y se asustó. El ojo izquierdo del hermano, el que tenía los tatuajes alrededor, se dilató hasta convertirse en un agujero negro.
—Vishous, no… Yo no… —No era el momento de soltar discursitos. No sabía cómo enfrentarse al hecho de que las cosas sólo iban a empeorar.
—Esta noche la nieve está cayendo lentamente —dijo V, mientras se pasaba el pulgar sobre la yugular.
Phury parpadeó. Una extraña calma pareció apoderarse de él, y su corazón adoptó el ritmo más lento del latido del pulgar de su hermano.
—¿Qué?
—La nieve… cae tan lentamente.
—Sí… sí, así es.
—Y hemos tenido mucha nieve este año, ¿verdad?
—Ah… sí.
—Sí… mucha nieve y va a haber más. Esta noche. Mañana. El mes que viene. El año que viene. Llega cuando tiene que llegar y cae donde quiere.
—Así es —dijo Phury suavemente—. No hay forma de pararla.
—No, a menos que seas el suelo. —El pulgar se detuvo—. Pero, hermano, a mí no me parece que tú seas como la tierra. No la vas a parar. Nunca.
Se oyeron una serie de estallidos y relámpagos, mientras Z apuñalaba a los restrictores en el pecho y los cuerpos se desintegraban. Luego sólo se oyó el rumor del radiador del automóvil accidentado y la pesada respiración de Z.
Zsadist se levantó como un espectro del suelo ennegrecido, con la cara y los brazos manchados con la sangre de los restrictores. Su aura era un resplandor de violencia que distorsionaba el paisaje detrás de él, y el bosque del fondo parecía oscilar allí donde enmarcaba su cuerpo.
—Me voy al centro —dijo, mientras se limpiaba el cuchillo en el muslo—, a buscar más.
‡ ‡ ‡
Justo antes de que el señor O volviera a salir a cazar vampiros, quitó el seguro de su Smith & Wesson nueve milímetros y miró dentro del tambor. El arma necesitaba una limpieza, al igual que la Glock. Había otra cosa que quería hacer, pero sólo un idiota dejaría que sus armas se deterioraran. ¡Demonios, los restrictores tenían que estar pendientes de sus armas! La Hermandad de la Daga Negra no era el tipo de presa con la que uno pueda permitirse el lujo de ser descuidado.
Atravesó el centro de persuasión, para lo cual tuvo que caminar alrededor de la mesa de autopsias que usaba para su trabajo. El lugar, de un solo ambiente, no tenía aislamiento y el suelo era de tierra, pero como no había ventanas, prácticamente no entraba viento. Había un camastro en el que él dormía; una ducha. No había baño ni cocina, porque los restrictores no comían. El lugar todavía olía a madera recién cortada, porque lo había construido hacía sólo mes y medio. También olía al queroseno que usaba para calentar el cuarto.
Lo único que estaba terminado era la estantería que iba del suelo al techo a lo largo de toda una pared de doce metros. Allí tenía organizadas las herramientas, con mucho cuidado, en los distintos niveles: cuchillos, prensas, alicates, martillos, sierras. Si había algo que pudiera arrancarle un grito a una garganta, los restrictores lo tenían.
Pero ese lugar no sólo estaba destinado a la tortura; también se usaba como almacén. Retener vampiros mucho tiempo era todo un reto, porque podían desaparecer frente a uno si eran capaces de calmarse y concentrarse. El acero evitaba que lograran realizar el acto de la desaparición, pero una celda con barrotes no los habría protegido de la luz del sol, y construir un cuarto de acero totalmente hermético no era muy práctico. Lo que funcionaba bastante bien, no obstante, era un tubo de metal estriado enterrado verticalmente en el suelo. O tres, como era el caso de este lugar.
O tuvo la tentación de ir a revisar las unidades de almacenamiento, pero sabía que si lo hacía no volvería a salir al campo de batalla, y tenía una cuota que cubrir. Ser el segundo al mando de los restrictores le daba ciertos privilegios extraordinarios, como dirigir ese lugar. Pero, si quería proteger su intimidad, tenía que tener una ocupación adecuada.
Lo cual significaba ocuparse de sus armas, aun cuando preferiría estar haciendo otras cosas. Apartó un maletín de primeros auxilios, tomó la caja donde estaba el equipo de limpieza de las armas y acercó una butaca a la mesa de autopsias.
La única puerta del lugar se abrió de repente, sin que se oyera ningún golpe. O miró con rabia por encima del hombro, pero cuando vio de quién se trataba se obligó a ocultar la expresión de disgusto. El señor X no era bienvenido, pero no se le podía negar la entrada al peso pesado de la Sociedad Restrictiva, aunque fuera por mero instinto de conservación.
De pie bajo una bombilla pelada, el jefe de los restrictores no era un buen oponente si uno quería mantenerse intacto. Con su metro noventa de estatura, tenía la envergadura de un camión y era cuadrado y sólido. Y como todos los miembros de la Sociedad que se habían iniciado hacía mucho tiempo, estaba totalmente descolorido. Su piel blanca nunca se ruborizaba ni el viento podía quemarla. Tenía el pelo del color de una telaraña. Los ojos eran color gris claro, como un cielo nublado, e igual de opacos.
El señor X miró a su alrededor con aire desprevenido, y, aunque no parecía estar revisando el orden de los objetos, sí parecía estar buscando algo.
—Me han dicho que has conseguido otro.
O puso la herramienta de limpieza sobre la mesa y contó las armas que tenía encima. Un cuchillo en su mano derecha. La pistola Glock en la parte baja de la espalda. Deseó tener más.
—Lo atrapé en el centro hace cerca de cuarenta y cinco minutos, en ZeroSum. Está en uno de los huecos, venga.
—Buen trabajo.
—Tenía pensado volver a salir. Ya mismo.
—¿De verdad? —El señor X se detuvo frente a la estantería y tomó un cuchillo de sierra—. ¿Sabes una cosa? He oído algo bastante alarmante.
O mantuvo la boca cerrada y movió la mano hacia el muslo, cerca del cuchillo.
—¿No me vas a preguntar de qué se trata? —dijo el jefe de los restrictores, mientras caminaba hacia las tres unidades de almacenamiento que estaban enterradas—. Tal vez se debe a que ya conoces el secreto.
O apoyó la mano sobre el cuchillo, mientras el señor X se acercaba a las tapas de malla metálica que cubrían los tubos. Los dos primeros cautivos no le importaban nada, pero el tercero sólo le incumbía a él.
—¿No tienes lugares libres, señor O? —La punta de la bota de combate del señor X tocó uno de los rollos de cuerda que desaparecía entre cada uno de los huecos—. Pensé que habías matado a dos después de que viste que no tenían nada valioso que decir.
—Lo hice.
—Entonces, con el civil que atrapaste esta noche, debería quedar un tubo vacío. ¿Cómo es que están todos ocupados?
—Atrapé a otro.
—¿Cuándo?
—Anoche.
—Estás mintiendo. —El señor X levantó de una patada la tapa de malla de la tercera unidad.
El primer impulso de O fue ponerse de pie de un salto, dar dos pasos veloces y enterrar su cuchillo en la garganta del señor X. Pero no lograría llegar tan lejos. El jefe de los restrictores tenía un estupendo recurso para congelar a sus subordinados. Lo único que tenía que hacer era mirarlos.
Así que O se quedó quieto, temblando por el esfuerzo de mantenerse sentado en la butaca.
El señor X sacó una linternita del bolsillo, la encendió y dirigió el rayo de luz hacia el hueco. Cuando oyó el gemido que salió del tubo, abrió mucho los ojos.
—¡Dios mío! Realmente es una hembra. ¿Por qué demonios no he sido informado?
O se levantó lentamente, dejando que el cuchillo colgara sobre la pierna, entre los pliegues de sus pantalones de trabajo, mientras mantenía la mano firmemente apoyada sobre el mango.
—Es nueva —dijo.
—Eso no es lo que me han dicho.
El señor X fue rápidamente hasta el baño y corrió la cortina de plástico de la ducha. Maldiciendo, le dio una patada al champú y al aceite de bebé que encontró en el rincón. Luego fue hasta el armario donde se guardaban las municiones y sacó la nevera portátil que estaba escondida detrás. La puso patas arriba, de modo que la comida que estaba dentro cayó al suelo. Dado que los restrictores no masticaban ni deglutían, eso era una prueba más que evidente.
La cara pálida del señor X estaba furiosa.
—Has estado escondiendo una mascota, ¿no es cierto?
O consideró las posibilidades que tenía de negarlo, mientras medía la distancia que los separaba.
—Ella es valiosa. La utilizo en mis interrogatorios.
—¿Cómo?
—A los machos de la especie no les gusta ver sufrir a una hembra. Ella me sirve para incentivarlos.
El señor X entornó los ojos.
—¿Por qué no me dijiste nada sobre ella?
—Éste es mi centro. Usted me lo dio para que lo manejara como quisiera. —Y cuando encontrara al malparido que había abierto la boca, lo iba a desollar vivo—. Yo me encargo de todo aquí, y usted lo sabe. La manera en que trabajo no debería ser de su incumbencia.
—Debí haber sido informado. —El señor X estaba inmóvil, como petrificado—. ¿Estás pensando en hacer algo con ese cuchillo que tienes en la mano, hijo?
«Sí, papá, así es», pensó.
—¿Soy el jefe de este lugar, sí o no?
Mientras que el señor X balanceaba el peso de su cuerpo sobre las plantas de los pies, O se preparó para una confrontación.
Entonces su móvil comenzó a sonar. El primer timbrazo estremeció el aire lleno de tensión, como si fuera un grito. El segundo pareció menos extraño. El tercero ya no fue nada.
O se dio cuenta de que no estaba pensando con claridad y por eso actuaba con torpeza. Es cierto que era un tipo grande y un guerrero muy bueno, pero no podía competir con los trucos del señor X. Y si O quedaba herido y era asesinado, ¿quién cuidaría de su esposa?
—Responde al teléfono —ordenó el señor X—. Y ponlo en altavoz.
Eran noticias de otro enfrentamiento. Tres restrictores habían sido eliminados en la carretera, a tres kilómetros de allí. Habían encontrado el automóvil estrellado contra el tronco de un árbol y las quemaduras de su desintegración habían dejado marcas en la nieve.
Malparidos. La Hermandad de la Daga Negra. Otra vez.
Cuando O colgó, el señor X dijo:
—Bueno, entonces, ¿quieres pelear conmigo o quieres irte a trabajar? Lo primero significaría tu muerte segura e inmediata. Es decisión tuya.
—¿Estoy a cargo aquí?
—Siempre y cuando me des lo que necesito.
—Llevo mucho tiempo trayendo a muchos civiles a este lugar.
—Pero no es que estén hablando mucho.
O fue hasta los tubos y deslizó otra vez la tapa de malla sobre el tercer agujero, asegurándose de no perder de vista al señor X. Luego puso su bota de combate sobre la tapa y miró al jefe de los restrictores a los ojos.
—No puedo hacer nada si la Hermandad es secreta hasta para su propia especie.
—Tal vez sólo necesitas esforzarte un poco más.
«No le digas que se vaya a la mierda», pensó O. «Si fracasas en este pulso de fuerzas, tu hembra será comida para perros».
Mientras O trataba de dominar su temperamento, el señor X sonrió.
—Tu control sería más admirable si no fuera la única respuesta apropiada. Ahora, acerca de esta noche… Los hermanos buscarán los frascos de los cazavampiros que exterminaron. Ve a la casa del señor H enseguida y consigue el suyo. Mandaré a alguien a la casa de A y yo mismo iré a la casa de D.
El señor X se detuvo en la puerta.
—Sobre esa hembra… Si la usas como una herramienta, está bien. Pero si la estás conservando por alguna otra razón, tenemos un problema. Si te ablandas, te entregaré al Omega en pedacitos.
O ni siquiera se estremeció. Ya había sobrevivido una vez a las torturas del Omega y se imaginaba que podría volver a hacerlo. Por su mujer, estaba dispuesto a enfrentarse a cualquier cosa.
—Bueno, ¿qué me dices? —preguntó el jefe de los restrictores.
—Sí, maestro.
Mientras esperaba a que el coche del señor X arrancara, O sentía como si el corazón se le fuera a salir del pecho. Quería sacar a su mujer de ese agujero y abrazarla, pero sabía que ella jamás le correspondería. Para tratar de calmarse, limpió rápidamente la S & W. En realidad, la tarea no le ayudó mucho, pero cuando terminó, al menos habían dejado de temblarle las manos.
Se dirigió a la puerta, recogió las llaves de su camioneta y enfocó el detector de movimiento sobre el tercer agujero. Esa herramienta era una verdadera maravilla. Si algún cuerpo extraño se cruzaba en el camino del rayo láser, se ponía inmediatamente en funcionamiento un sistema de armas trianguladas, y quienquiera que estuviera curioseando acababa como un colador.
O dudó un momento antes de salir. ¡Dios, cómo quería abrazarla! La idea de perder a su mujer, aunque fuera sólo una hipótesis, lo volvía loco. Esa vampira… era la única razón de vivir que tenía ahora. No era la Sociedad. Ni los asesinatos.
—Voy a salir, esposa, así que pórtate bien. —O esperó un momento—. Volveré pronto y luego te asearemos. —Al ver que no había ninguna respuesta, agregó—: ¿Esposa?
O tragó saliva de manera compulsiva. Aunque se dijo que debía portarse como un hombre, no podía resignarse a salir sin escuchar la voz de ella.
—No me dejes ir sin despedirte.
Silencio.
El dolor penetró en lo profundo de su corazón y el amor que sentía por ella pareció aumentar. Respiró profundamente, mientras el delicioso peso de la desesperación se instalaba en su pecho. Pensaba que había conocido el amor antes de convertirse en restrictor. Pensaba que Jennifer, la mujer con la que había dormido y luchado durante años, había sido especial. Pero era tan ingenuo… Ahora sabía qué era realmente la pasión. Esa vampira que tenía cautiva era el dolor punzante que lo hacía sentirse de nuevo como un hombre. Ella era el alma que había reemplazado la que le había dado al Omega. Él vivía a través de ella, aunque era inmortal.
—Volveré en cuanto pueda, esposa.
‡ ‡ ‡
Bella se desplomó en el agujero en cuanto oyó que la puerta se cerraba. El hecho de que el restrictor se hubiese marchado sintiéndose mal, debido a que ella no le había contestado, le produjo placer. La locura era total, y no podía hacer nada para evitarla.
En el fondo, le resultaba gracioso pensar que esa locura sería la causa de la muerte que la esperaba. Cuando se despertó en ese tubo, hacía ya muchas semanas, asumió que moriría de la manera tradicional, con el cuerpo hecho pedazos. Pero no, la suya era la muerte del yo. Mientras que su cuerpo parecía sobrevivir relativamente sano, ella sentía que su personalidad ya no vivía.
Tardó algún tiempo en llegar a esa conclusión, que alcanzó tras un proceso que, como sucede con las enfermedades, tuvo varias etapas. Al principio estaba demasiado conmocionada para hacer otra cosa que no fuera preguntarse cómo sería la tortura. Pero luego comenzaron a pasar los días sin que ocurriera nada terrible. Sí, el restrictor la golpeaba, y era asqueroso sentir sus ojos sobre el cuerpo, pero no le hacía lo que les hacía a los demás de su especie. Tampoco la había violado.
Así, poco a poco, Bella sintió renacer la esperanza; quizás lograra aguantar hasta que pudieran rescatarla. Ese periodo de esperanza duró un tiempo más largo. Tal vez toda una semana, aunque era difícil calcular el paso de los días.
Pero luego comenzó a descender hacia el abismo de manera irreversible; y entonces empezó a pensar en el restrictor. Tardó algún tiempo en darse cuenta de ello, pero acabó por comprender que tenía un extraño poder sobre su captor y, unos días después del descubrimiento, comenzó a usarlo. Al principio sólo quería poner a prueba al restrictor. Luego empezó a atormentarlo simplemente porque lo odiaba y quería hacerle daño.
Por alguna razón, el restrictor que la había secuestrado… la amaba. Con todo su corazón. A veces le gritaba y la aterrorizaba cuando estaba de mal humor, pero cuanto peor lo trataba ella, mejor la trataba él. Cuando ella se negaba a mirarlo, él entraba en una espiral de angustia. Cuando le llevaba regalos y ella se negaba a aceptarlos, lloraba. Se preocupaba por ella cada vez con más fervor y le imploraba que le prestara atención y se acurrucaba junto a ella; cuando Bella se apartaba, negándose a complacerlo, él se desmoronaba.
Jugar con las emociones del restrictor era su único mundo, y el odio y la crueldad que la alimentaban la estaban matando. Alguna vez había sido un ser vivo, una hija, una hermana… alguien… Ahora se estaba endureciendo y volviéndose como el acero, en medio de su pesadilla. Embalsamada.
Santa Virgen del Ocaso, Bella sabía que el restrictor nunca la dejaría ir. Y estaba tan segura de que se había apoderado de su futuro como si la hubiese matado. Lo único que tenía ahora era este horrible e infinito presente. Con él.
Sintió brotar de su pecho el pánico, una emoción que hacía mucho tiempo que no sentía.
Desesperada por regresar a la inconsciencia, se concentró en lo fría que estaba la tierra. El restrictor la mantenía vestida con ropa que había sacado de sus propios cajones y su armario, y estaba envuelta en mantas, medias térmicas y botas. Pero, a pesar de todo eso, el frío era implacable y penetraba a través de las distintas capas hasta entrar a sus huesos, convirtiendo su médula ósea en un lodo helado.
Bella comenzó a pensar en su granja, donde había vivido tan poco tiempo. Recordó el alegre fuego que ardía en la chimenea del salón y la felicidad que le producía el hecho de estar sola… Pero ésos no eran buenos recuerdos. La hacían recordar su vida anterior, le recordaban a su madre… a su hermano.
¡Dios, Rehvenge! Rehv la había vuelto loca con ese comportamiento tan dominante y controlador, pero tenía razón. Si ella se hubiese quedado con la familia, nunca habría conocido a Mary, la humana que vivía al lado. Y esa noche no habría atravesado el tramo de césped que separaba sus casas para asegurarse de que todo estaba bien. Y nunca se habría encontrado con el restrictor… De modo que nunca habría terminado así, muerta pero respirando.
Bella se preguntó cuánto tiempo la habría buscado su hermano. ¿Ya se habría dado por vencido? Era probable. Ni siquiera Rehv podía seguir adelante sin ninguna esperanza.
Estaba segura de que la había buscado, pero en cierta forma la alegraba que no la hubiese encontrado. Aunque era un vampiro muy agresivo, era un civil y podía salir herido si iba a rescatarla. Esos restrictores eran fuertes. Crueles y poderosos. No, quien la rescatara tendría que ser igual al monstruo que la tenía retenida.
Clara como una fotografía, a Bella se le vino a la cabeza la imagen de Zsadist. Vio sus salvajes ojos negros. La cicatriz que le recorría la cara y le deformaba el labio superior. Los tatuajes de esclavo de sangre que tenía alrededor de la garganta y las muñecas. Recordó las marcas que tenía en la espalda, seguramente de azotes. Y los piercings que colgaban de sus tetillas. Y su cuerpo musculoso y delgado.
Pensó en su voluntad perversa e indomable y en todo el odio que guardaba. Zsadist era aterrador, un espanto de su especie. Su gemelo decía que habían acabado con él, pero no habían logrado aniquilarlo. Y eso precisamente era lo que lo habría convertido en un buen salvador. Sólo él podía enfrentarse con el restrictor que se la había llevado. Probablemente, el tipo de brutalidad de Zsadist era lo que se necesitaba para vencer a su raptor y rescatarla. Pero eso no sucedería, porque él nunca trataría de encontrarla. Sólo la había visto dos veces.
Y la segunda vez la había hecho jurar que nunca se le volvería a acercar.
El miedo se apoderó de ella y Bella trató de controlarlo diciéndose que Rehvenge todavía debía estar buscándola. Y que, si encontraba alguna pista sobre su paradero, podría recurrir a la Hermandad. Entonces tal vez Zsadist fuera a rescatarla, porque era parte de su trabajo.
—¿Hola? ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? —La voz masculina sonaba temblorosa e insegura.
Bella pensó que debía de ser el nuevo prisionero. Al principio siempre intentaban entrar en contacto con el exterior.
Bella se aclaró la garganta.
—Yo estoy… aquí.
Hubo una pausa.
—Ay, por Dios, ¿tú eres la mujer que secuestraron? ¿Eres… Bella?
Oír su nombre fue toda una sorpresa. ¡Demonios! El restrictor llevaba tanto tiempo diciéndole «esposa» que casi había olvidado que se llamaba de otra manera.
—Sí… sí, soy yo.
—Todavía estás viva.
Bueno, su corazón todavía latía, eso era cierto.
—¿Te conozco?
—Yo… yo fui a tu funeral. Con mis padres, Ralstam y Jilling.
Bella comenzó a temblar. Su madre y su hermano… ya la habían dado por muerta. Pero, claro, eso era previsible. Su madre era muy religiosa y tenía mucha fe en las tradiciones antiguas. Después de convencerse de que su hija estaba muerta, debía de haber insistido en hacer una ceremonia apropiada para que Bella pudiera entrar en el Ocaso.
¡Ay… por Dios! Saber que se habían dado por vencidos y entender que era lógico eran dos cosas muy distintas. Ya nadie la estaba buscando. Nunca más la buscarían.
Bella oyó algo extraño y comprendió que estaba sollozando.
—Voy a escapar —dijo el vampiro—. Y te voy a llevar conmigo.
Bella se deslizó por el interior del tubo hasta llegar al fondo. Ahora realmente estaba muerta. Muerta y enterrada.
¡Qué patético, que estuviese literalmente metida entre la tierra!