9
Faye Montgomery era una mujer práctica, lo cual la convertía en una excelente enfermera. Poseía una sensatez innata que la acompañaba desde el nacimiento, junto con su cabello y sus ojos negros, y se desenvolvía muy bien en los momentos de crisis. El hecho de estar casada con un marine, ser madre de dos niños y llevar doce años de trabajo en unidades de cuidados intensivos hacía que fuera muy difícil sorprenderla.
Sin embargo, mientras estaba sentada detrás del mostrador del control de enfermería de la unidad de cuidados intensivos, Faye Montgomery se llevó una sorpresa.
Tres hombres del tamaño de una camioneta se encontraban al otro lado del mostrador. Uno tenía el pelo largo y de muchos colores y un par de ojos amarillos que no parecían de verdad de lo mucho que brillaban. El segundo era tan subyugadoramente guapo y despedía tanto magnetismo sexual que Faye tuvo que recordarse que estaba felizmente casada con un hombre que todavía la atraía mucho. El tercero permanecía detrás y de él sólo se alcanzaba a ver una gorra de los Red Sox, un par de gafas oscuras y un aire de pura maldad que no encajaba con su atractivo rostro.
¿Acaso alguno de ellos había hecho alguna pregunta? Eso creía.
Como ninguna de las otras enfermeras parecía poder articular palabra, Faye dijo tartamudeando:
—¿Perdón? Eh… ¿Puedo ayudarles en algo?
El poseedor de la magnífica cabellera —¡Por Dios! ¿Sería pelo de verdad?— sonrió un poco.
—Estamos buscando a Michael Klosnick, que entró por urgencias. En admisión nos dijeron que lo trajeron aquí después de operarlo.
¡Por Dios… esos iris tenían el color de los lirios bajo la luz del sol, eran de un dorado destellante!
—¿Son familiares suyos?
—Somos sus hermanos.
—Muy bien, pero lo lamento, él acaba de salir de quirófano y no… —Sin ninguna razón aparente, Faye pareció cambiar bruscamente de opinión, como un tren de juguete que alguien levanta del raíl para ponerlo en la dirección contraria, y se sorprendió diciendo—: Está al fondo del pasillo, en la habitación seis. Pero sólo puede entrar uno y no puede quedarse mucho tiempo. Ah y tienen que esperar a que su doctora…
En ese momento el doctor Manello se acercó al mostrador. Les echó un vistazo a los hombres y preguntó:
—¿Todo en orden por aquí?
—Sí, todo bien —dijo Faye, asintiendo con la cabeza.
El doctor Manello frunció el ceño al ver que los hombres lo estaban mirando fijamente. Luego hizo una mueca y se masajeó las sienes, como si tuviera dolor de cabeza.
—Estaré en mi despacho, si me necesitan, Faye.
—Muy bien, doctor Manello. —La mujer volvió a mirar a los hombres—. ¿En qué estaba? Ah, sí. Tienen que esperar a que salga su cirujana, ¿de acuerdo?
—¿El doctor está con él en este momento?
—La doctora está con él, sí.
—Perfecto, gracias.
Los ojos amarillos se clavaron en los de ella… y de repente ya no podía recordar si había un paciente en la habitación seis o no. ¿Si había un paciente? Un momento…
—Dígame —dijo el hombre—, ¿cuál es su nombre de usuario y su clave?
—¿Perdón?
—Para el ordenador.
¿Por qué querría él…? Claro, necesitaba la información. Por supuesto. Y ella tenía que dársela.
—FMONT2 en mayúsculas es el nombre de usuario y la clave es 11Eddie11. La E en mayúsculas.
—Gracias.
Estaba a punto de decir «De nada», cuando se le ocurrió de repente que era hora de reunirse con el equipo. Sólo que ¿cuál era el motivo de la reunión? Ya habían tenido la reunión regular al comienzo del…
«No, definitivamente es hora de tener una reunión de personal». Necesitaba con urgencia hablar con sus colegas. Inmediatamente…
Faye parpadeó y se dio cuenta de que estaba mirando al vacío, por encima del mostrador del control de enfermería. ¡Qué extraño, podría jurar que hacía un instante estaba hablando con alguien! Un hombre y…
«Reunión de personal. Ya».
Faye se masajeó las sienes y sintió como si tuviera una prensa apretándole la frente. Por lo general no le dolía la cabeza, pero había sido un día muy agitado y había tomado demasiado café y comido mal.
Miró por encima del hombro a las otras tres enfermeras y todas parecían un poco desconcertadas.
—Vamos a la sala de reuniones, chicas. Tenemos que revisar un caso.
Una de las colegas de Faye frunció el ceño.
—¿Pero acaso no lo hemos hecho ya?
—Tenemos que volver a reunirnos.
Todo el mundo se puso de pie y se dirigió a la sala de reuniones. Faye dejó las puertas abiertas y se sentó en la cabecera de la mesa para poder ver el pasillo y el monitor que mostraba el estado de cada paciente que había en el pabellón…
De pronto se quedó rígida en su silla. «¿Qué demonios era eso?». Había un hombre de cabello multicolor dentro del control de enfermería y estaba inclinado sobre un teclado.
Faye comenzó a levantarse, dispuesta a llamar a seguridad, pero en ese momento el hombre miró por encima del hombro. Cuando sus ojos amarillos se cruzaron con los de ella, olvidó por qué estaba mal que él estuviera sentado manipulando uno de sus ordenadores. También se dio cuenta de que tenía que discutir el caso del paciente de la habitación número cinco enseguida.
—Revisemos el estado del señor Hauser —dijo, con una voz que llamó la atención de todo el mundo.
‡ ‡ ‡
Después de que Manello se fuera, Jane se quedó mirando a su paciente con incredulidad. A pesar de todos los sedantes que tenía corriéndole por las venas, había abierto los ojos y estaba mirando hacia arriba, plenamente consciente, con su cara endurecida y llena de tatuajes.
Por Dios… esos ojos. No se parecían a nada que ella hubiese visto antes, los iris eran de un color blanco casi artificial, enmarcados por un aro azul.
Esto no era normal, pensó Jane. La manera en que el paciente la miraba no era normal. El corazón de seis cavidades que palpitaba en su pecho no era normal. Y esos dientes tan largos en la parte delantera de su boca tampoco eran normales.
Ese hombre no era humano.
Sólo que eso era ridículo. ¿Cuál era la primera regla de la medicina? Cuando oigas ruido de cascos, no pienses en cebras. ¿Qué posibilidades había de que hubiese una especie humanoide todavía sin identificar? ¿Un labrador de pelo rubio que se transforma en un golden retriever Homo sapiens?
Jane pensó en los dientes del paciente. Sí, más que en un golden retriever habría que pensar en un doberman.
El paciente la observaba y de alguna manera parecía alzarse sobre ella, a pesar de que estaba acostado en la cama e intubado y hacía sólo un par de horas había salido de quirófano.
¿Cómo demonios era posible que estuviera consciente?
—¿Puedes oírme? —preguntó Jane—. Mueve la cabeza si puedes oírme.
El hombre se llevó la mano tatuada a la garganta y agarró el tubo que entraba en su boca.
—No, eso se tiene que quedar ahí. —Cuando ella se inclinó para retirarle la mano, el hombre alejó el brazo todo lo que pudo—. Así está mejor. Por favor, no me obligues a inmovilizarte.
El hombre abrió los ojos de manera desorbitada a causa del terror, mientras su cuerpo comenzó a agitarse sobre la cama. Sus labios comenzaron a apretar el tubo que entraba por su garganta como si estuviera sollozando y Jane se conmovió al ver esa reacción de pánico. Había algo animal en la desesperación del paciente, algo que le recordaba a la manera como lo miraría a uno un lobo que ha quedado atrapado en una trampa: «Ayúdame y así tal vez no te mate después de que me liberes».
Ella le puso una mano sobre el hombro.
—Está bien. No es necesario tomar medidas tan extremas. Pero necesitamos ese tubo.
En ese momento se abrió la puerta de la habitación y Jane se quedó paralizada.
Los dos hombres que entraron iban vestidos con ropa de cuero negro y parecían de los que siempre llevan armas escondidas. Uno era probablemente el rubio más grande y despampanante que ella había visto en su vida. El otro le inspiró miedo. Llevaba una gorra de los Red Sox que le tapaba media cara e irradiaba un horrible aire de maldad. Jane no podía ver bien sus rasgos, pero a juzgar por su extrema palidez, debía estar enfermo.
Al ver a aquel par de personajes, lo primero que Jane pensó era que habían venido por su paciente y no precisamente a traerle flores y animarlo.
Su segundo pensamiento fue que necesitaba llamar a seguridad, de inmediato.
—Fuera de aquí —ordenó Jane—. Inmediatamente.
El tipo con la gorra de los Red Sox la ignoró y se acercó de inmediato a la cama. Tan pronto como él y el paciente establecieron contacto visual, el de la gorra estiró el brazo y se agarraron de la mano.
—Pensé que te había perdido, maldito hijo de puta —dijo con voz ronca el Red Sox.
El paciente entrecerró los ojos como si estuviera tratando de comunicarse. Luego simplemente movió la cabeza de un lado a otro de la almohada.
—Vamos a llevarte a casa, ¿vale?
Al ver que el paciente asentía con la cabeza, Jane ya no se molestó en seguir pidiéndoles que se marcharan. Se abalanzó sobre el botón de llamada, que indicaba que había una emergencia cardiaca y atraería a la habitación a la mitad del equipo que estaba en el piso.
Pero no llegó.
El amigo del Red Sox, el rubio despampanante, se movió tan rápido que ella no alcanzó a verlo. En un momento estaba junto a la puerta y al instante siguiente la había agarrado por detrás y la había levantado del suelo hasta que los pies le quedaron colgando. Cuando ella comenzó a gritar, el hombre le puso una mano sobre la boca y la sometió con tanta facilidad como si fuera una chiquilla en medio de una rabieta.
Entretanto, el Red Sox fue quitándole sistemáticamente al paciente todo el aparataje: el tubo orotraqueal, las vías intravenosas, el catéter, los cables del monitor cardiaco, el oxígeno…
Jane se puso furiosa. Mientras las alarmas de las máquinas comenzaban a pitar, se echó hacia atrás y le dio a su captor una patada en la espinilla. El rubio enorme dejó escapar un gruñido y luego le apretó las costillas con una fuerza tal que Jane tuvo que hacer tanto esfuerzo para respirar que ya no pudo seguir lanzándole patadas.
Al menos las alarmas llamarían la atención de…
Pero los pitidos se acallaron repentinamente, a pesar de que nadie tocó las máquinas. Y Jane tuvo la sensación de que nadie iba a venir a ayudarla.
Así que comenzó a forcejear con más fuerza, hasta que los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Tranquila —le dijo el rubio al oído—. Estaremos fuera de tu vista en un segundo. Simplemente relájate.
Sí, claro. Ellos iban a matar a su paciente y…
En ese momento Jane vio cómo el paciente comenzaba a respirar por sus propios medios. Primero tomó aire profundamente. Y luego aspiró otra bocanada. Y otra más. Después aquellos misteriosos ojos de diamante se clavaron en ella, obligándola a permanecer quieta, como si él se lo hubiese ordenado.
Hubo un momento de silencio. Y luego, el hombre al que ella le había salvado la vida dijo con voz ronca tres palabras que cambiaron todo… su vida, su destino.
—Ella. Viene. Conmigo.
‡ ‡ ‡
Mientras estaba en el control de enfermería, Phury se introdujo subrepticiamente al sistema informático del hospital e hizo algunas modificaciones. Aunque no era tan experto o rápido con los ordenadores como V, no se le daba mal. Localizó los registros que había bajo el nombre de Michael Klosnick y llenó de caracteres extraños todos los resultados y las anotaciones relacionadas con el tratamiento de V: todos los resultados de los exámenes, los escáneres, las radiografías y las fotografías digitales, la programación quirúrgica, las notas posoperatorias, todo se volvió ilegible. Luego hizo una anotación especificando que Klosnick era indigente y se había marchado del hospital desobedeciendo las órdenes médicas.
Dios, Phury adoraba el hecho de que todos los registros médicos estuvieran concentrados en un solo archivo. ¡Eso era una verdadera ventaja!
También borró los recuerdos de la mayoría, si no de todos, los miembros del equipo de quirófano. Cuando venían hacia la habitación, se dio una rápida pasada por los quirófanos y tuvo un pequeño encuentro con las enfermeras que estaban en la planta. Tuvo suerte. Todavía no habían cambiado de turno, así que todo el personal que había estado con V aún estaba trabajando y él pudo hacer desaparecer sus recuerdos. Ninguna de esas enfermeras recordaría mucho de lo que había visto cuando operaron a V.
Desde luego, no fue un trabajo de limpieza absolutamente perfecto. Quedaba gente que no le había llegado a ver y tal vez algunos registros preliminares que habían quedado en papel, pero eso no era problema. Toda la confusión que se generaría después de la desaparición de V sería rápidamente absorbida por el ritmo frenético de un hospital urbano que siempre estaba a rebosar. Era probable que hicieran una o dos comprobaciones intentando averiguar lo que había sucedido con el paciente, pero para entonces ya no podrían localizar a V y eso era lo único que importaba.
Cuando Phury terminó su trabajo en el ordenador, se dirigió al fondo de la unidad de cuidados intensivos. A medida que avanzaba, fue congelando las cámaras de seguridad que había instaladas en el techo, de manera que sólo mostraran rayas.
Cuando llegó a la habitación número seis, la puerta se abrió. Butch llevaba a Vishous en brazos. El hermano estaba pálido, tembloroso y dolorido, con la cabeza recostada contra el cuello del policía. Pero estaba respirando y tenía los ojos abiertos.
—Déjame llevarlo —dijo Phury, pensaba que Butch casi presentaba el mismo aspecto de enfermo que V.
—No, yo lo llevo. Tú encárgate del problemita administrativo y ocúpate de las cámaras de seguridad.
—¿Qué problemita administrativo?
—Espera y verás —susurró Butch, avanzando hacia la salida de emergencia que había al fondo del pasillo.
Una fracción de segundo después, Phury se encontró con un tremendo problema: Rhage salió al pasillo con una humana en los brazos, a la que tenía tan apretada que estaba a punto de asfixiarla. La mujer se defendía con manos y pies y lo que se alcanzaba a entender de sus gritos, a pesar de que la tenían amordazada, mostraba que tenía el vocabulario de un camionero.
—Tienes que dormirla, hermano —dijo Rhage, soltando un gruñido—. No quiero hacerle daño y V dijo que teníamos que llevárnosla.
—Pero no se suponía que esta operación implicara un secuestro.
—Demasiado tarde. Ahora, duérmela, ¿quieres? —Rhage volvió a gruñir y trató de agarrarla de otro modo, dejando libre la boca y un brazo.
La voz de la mujer resonó con fuerza y claridad:
—¡Ayúdame, Dios mío, voy a…!
Phury la agarró de la barbilla y la obligó a levantar la cabeza.
—Relájate —dijo suavemente—. Sólo tranquilízate.
La miró directamente a los ojos y comenzó a obligarla mentalmente a calmarse… a obligarla mentalmente a calmarse… a obligarla…
—¡Púdrete! —gritó la mujer—. ¡No voy a permitir que maten a mi paciente!
Muy bien, eso no estaba funcionando. Tras aquellas gafas sin montura y sus ojos verde oscuro había una mente muy poderosa, así que Phury soltó una maldición y recurrió a la artillería pesada, que la dejó totalmente inconsciente. La mujer se desmadejó como si fuera una muñeca de trapo.
Phury le quitó las gafas, las dobló y se las metió en el bolsillo de la bata.
—Salgamos de aquí antes de que recupere el conocimiento otra vez.
Rhage se echó a la mujer sobre el hombro, como si fuera un chal.
—Coge su maletín de la habitación.
Phury entró a la habitación, agarró un maletín de cuero y la carpeta marcada con el nombre KLOSNICK y salió corriendo. Cuando volvió a salir al pasillo, Butch estaba discutiendo con una enfermera que acababa de salir de la habitación de otro paciente.
—¿Qué está haciendo? —gritó la mujer.
Phury se lanzó sobre ella como si fuera una tienda de campaña, se le plantó delante, mirándola directamente a los ojos hasta producirle una especie de estupor e introdujo en su lóbulo frontal la idea de que tenía que acudir con urgencia a una reunión de personal. Cuando alcanzó a sus compañeros, la mujer que Rhage tenía en los brazos ya estaba saliendo del estado de inconsciencia que le había producido a la fuerza y sacudía la cabeza a uno y otro lado, mientras se mecía al ritmo de los pasos apresurados de Hollywood.
Al llegar a la puerta de la escalera de incendios, Phury gritó:
—¡Espera, Rhage!
El hermano frenó en seco y Phury le puso una mano en el cuello a la mujer y le hizo presión hasta volverla a dejar inconsciente.
—Listo. Ya está bien.
Salieron a las escaleras y comenzaron a correr. La respiración entrecortada de Vishous mostraba que aquella operación de rescate lo estaba matando, pero el hermano resistió como siempre, a pesar del hecho de que su cara tenía el color del puré de guisantes.
Cada vez que llegaban a un rellano, Phury manipulaba la cámara de seguridad mediante una descarga eléctrica que las dejaba parpadeando. Su esperanza era llegar al Escalade sin toparse con un grupo de guardias de seguridad. La Hermandad nunca atacaba a los humanos. Pero si existía el riesgo de que los vampiros quedaran expuestos, no había nada que no estuvieran dispuestos a hacer. Y como la hipnosis de un grupo grande de humanos agitados y agresivos no solía dar mucho resultado, sólo quedaba el combate. Y la muerte para los humanos.
Cerca de ocho pisos más abajo, la escalera se acababa y Butch frenó contra una puerta metálica. El sudor se deslizaba por la cara y estaba jadeando, pero su mirada tenía la firmeza de un soldado: iba a sacar de allí a su compañero y nada se interpondría en su camino, ni siquiera su propia debilidad física.
—Yo me ocupo de la puerta —dijo Phury, poniéndose al frente del grupo. Después de desactivar la alarma, mantuvo la puerta abierta para que los otros salieran. Del otro lado se extendía un laberinto de pasillos.
—¡Mierda! —susurró—. ¿Dónde demonios estamos?
—En el sótano. —El policía pasó delante—. Lo conozco bien. El depósito está en este piso. Pasé muchos ratos aquí en mi antiguo trabajo.
Cerca de cien metros más allá, Butch los metió por un corredor estrecho por el que iban todos los tubos de ventilación y calefacción.
Y luego allí estaba: la salvación representada en una salida de emergencia.
—El Escalade está por allí —le dijo el policía a V—. Esperándonos.
—¡Gracias… a Dios! —dijo V y luego volvió a apretar los labios, como si estuviera tratando de no vomitar.
Phury volvió a pasar delante y luego soltó una maldición. Esta alarma era distinta de las otras y funcionaba con base en un circuito más complejo. Lo cual era de esperar. Las puertas exteriores solían tener más seguridad que las interiores. El problema era que sus pequeños trucos mentales no iban a funcionar en este caso y las cosas no estaban como para tomarse un descanso mientras desconectaba la alarma. V tenía muy mal aspecto.
—Preparaos para el escándalo —dijo Phury, antes de empujar la barra que abría la puerta.
La alarma comenzó a sonar como loca.
Después de salir a la calle, Phury dio media vuelta y clavó la mirada en el otro extremo del hospital. Localizó la cámara de seguridad que estaba sobre la puerta, la congeló por un momento y se quedó mirando fijamente la lucecita roja intermitente, mientras metían a V y a la humana en el Escalade y Rhage se sentaba tras el volante.
Butch se situó en el asiento del copiloto y Phury saltó a la parte trasera, con el cargamento. Le echó un vistazo a su reloj. El tiempo transcurrido desde que habían aparcado allí hasta que Hollywood pisó el acelerador había sido de veintinueve minutos. La operación había sido relativamente limpia. Lo único que quedaba por hacer era llevar a todo el mundo al complejo sano y salvo y cambiar las matrículas del vehículo.
Sólo había una complicación.
Phury miró a la humana.
Una inmensa complicación.