8

Dos horas después, Jane abrió la puerta de la unidad de cuidados intensivos. Ya había recogido sus cosas y estaba lista para irse a casa, con el maletín de cuero colgado del hombro, las llaves del coche en la mano y su impermeable puesto. Pero no quería marcharse sin ver antes a su paciente de herida de bala.

Mientras avanzaba hacia el control de enfermería, la mujer que estaba al otro lado del mostrador levantó la vista.

—¿Qué tal, doctora Whitcomb? ¿Ha venido a ver a su paciente?

—Sí, Shalonda. Ya me conoces, no los puedo dejar en paz. ¿Qué habitación le has dado?

—La número seis. Faye está con él ahora, controlando que se encuentre bien.

—¿Veis por qué os quiero tanto, chicas? Porque sois el mejor equipo de cuidados intensivos de la ciudad. A propósito, ¿ha venido alguien a verlo? ¿Habéis encontrado a algún pariente?

—Llamé al número que había en su historia clínica. El tipo que contestó dijo que llevaba diez años viviendo en ese apartamento y nunca había oído hablar de Michael Klosnick. Así que parece que la dirección era falsa. Ah, ¿y ha visto las armas que le encontraron? Iba armado hasta los dientes.

Mientras que Shalonda entornaba los ojos, las dos dijeron al mismo tiempo.

—Asunto de drogas.

Jane sacudió la cabeza.

—No me sorprende.

—A mí tampoco. Con esos tatuajes en la cara ciertamente no tiene pinta de corredor de seguros.

—A menos que trabaje con un equipo de luchadores profesionales.

Shalonda soltó una carcajada, mientras Jane sacudía la cabeza y comenzaba a avanzar por el corredor. La habitación número seis estaba al fondo, a mano derecha, y mientras se dirigía hacia allí, revisó a otros dos pacientes que había operado, una mujer que tenía perforada la vejiga debido a una liposucción mal hecha y otro que había quedado ensartado en una cerca tras un accidente de moto.

Los cubículos de la unidad de cuidados intensivos eran de seis metros por seis aproximadamente y estaban totalmente equipados. Cada uno tenía una pared de cristal al frente, con una cortina que se podía correr para tener un poco de privacidad y no eran de esos cuartos que tenían ventana, un cartel de Monet o una televisión sintonizada en un programa de entrevistas. Si uno estaba lo suficientemente bien como para preocuparse por lo que veía en la tele, entonces estaba en el lugar equivocado. Las únicas pantallas e imágenes aquí eran las del equipo de monitores que rodeaba la cama.

Cuando Jane llegó a la habitación número seis, Faye Montgomery, una verdadera veterana, levantó la vista, pues estaba revisando la vía del paciente.

—Buenas noches, doctora Whitcomb.

—Faye, ¿cómo estás? —Jane dejó su maletín en el suelo y agarró el historial clínico que estaba colgado junto a la puerta.

—Yo estoy bien y, antes de que pregunte, está estable. Lo cual es asombroso.

Jane revisó los datos más recientes.

—No me digas.

Estaba a punto de cerrar el historial cuando vio el número que había en la esquina izquierda y frunció el ceño. El número de diez dígitos que identificaba al paciente estaba muy, pero muy lejos de los números que recibían los pacientes recién admitidos, así que revisó la fecha en la que abrieron la historia: 1971. Al mirar las hojas del principio, se encontró con que aquel hombre había ingresado otras dos veces al hospital por el Servicio de Urgencias: una por una herida de arma blanca y la otra por una sobredosis; los años eran 1971 y 73.

Ah, diablos, Jane ya había visto eso otras veces. Todos los números se parecían cuando uno los escribía deprisa. El hospital había comenzado el proceso de informatización de los historiales a finales del año 2003 y antes de esa fecha todo se escribía a mano. Evidentemente este registro había sido realizado por alguna persona que copió mal las fechas: en lugar de escribir 01 y 03, había puesto 71 y 73, como si el paciente hubiese ingresado en los setenta.

Sólo que… el año de nacimiento no tenía sentido. Según la fecha que aparecía en la historia, el paciente habría tenido treinta y siete años hacía tres décadas.

Jane cerró la historia y puso la palma de la mano encima.

—Tenemos que pedirles a los del servicio de transcripción de datos que tengan más cuidado.

—Sí. Yo pensé lo mismo. ¿Quiere estar un rato a solas con él?

—Sí, gracias.

Faye se detuvo en la puerta.

—He oído que estuvo maravillosa en el quirófano esta noche.

Jane sonrió.

—Todo el equipo lo hizo muy bien. Yo me limité a hacer mi parte. Oye, olvidé decirle a Shalonda que voy a coger Reino Unido en primavera. ¿Querrías, por favor…?

—Sí. Y antes de que preguntes, sí, ella está en Duke otra vez este año.

—¡Estupendo! Así podremos abusar mutuamente la una de la otra durante otras seis semanas.

—Ésa es la razón para que los escogiera. Trabajar en el servicio público para que los demás podamos ver cómo lo hacéis. Sois tan altruistas.

Cuando Faye se marchó, Jane cerró la cortina y se acercó a la cama. El paciente estaba respirando con la ayuda de una máquina y sus niveles de oxígeno eran aceptables. La tensión arterial estaba estable, aunque un poco baja. El ritmo cardiaco estaba lento y la lectura del monitor era curiosa, pero, claro, el tipo tenía seis cavidades palpitando.

¡Por Dios, qué corazón el de este hombre!

Jane se inclinó sobre el paciente y estudió sus rasgos faciales. De origen caucásico, probablemente del centro de Europa. Bien parecido, aunque eso no era relevante, y los tatuajes que tenía en la sien envilecían un poco su aspecto. Se acercó un poco más para estudiar los tatuajes. Tenía que admitir que eran hermosos, con un intricado diseño de una mezcla de caracteres chinos y jeroglíficos. Se imaginó que debían ser símbolos de una pandilla, aunque el paciente no parecía de esos que se viven enfrentando en la calle; tenía una apariencia más feroz, como si fuera un soldado. Tal vez los tatuajes tenían que ver con algún tema de artes marciales o algo así.

Cuando miró el tubo que tenía en la boca, notó algo raro. Jane empujó el labio superior con el pulgar. El hombre tenía unos caninos muy pronunciados. Notoriamente afilados.

Arreglados, sin duda. Hoy día la gente se hacía cualquier cosa para verse distinta y este hombre ya se había marcado la cara.

Jane levantó la manta ligera que el paciente tenía encima. El vendaje de la herida del pecho tenía buen aspecto, así que siguió revisando el resto del cuerpo, mientras iba levantando la manta. Revisó el vendaje de la cuchillada y palpó la zona abdominal. Mientras presionaba suavemente para sentir los órganos internos, miró los tatuajes que tenía encima del pubis y luego se fijó en las cicatrices que tenía alrededor de la pelvis.

A este hombre lo habían castrado parcialmente.

A juzgar por la cantidad y la apariencia de las cicatrices, no había sido mediante una operación quirúrgica sino probablemente el resultado de un accidente. O al menos eso esperaba, porque la otra explicación probable sería que hubiese sido torturado.

Jane se quedó mirando la cara del hombre, mientras lo volvía a tapar con la manta. De manera impulsiva, le puso una mano sobre el antebrazo y le dio un apretón.

—Has tenido una vida difícil, ¿cierto?

—Sí, pero me ha sentado muy bien.

Jane se dio media vuelta.

—Por Dios, Manello, me has asustado.

—Lo siento. Sólo quería echar un vistazo. —El jefe de cirugía se detuvo al otro lado de la cama y miró al paciente de arriba abajo—. ¿Sabes? Yo no creo que hubiese sobrevivido en manos de otro.

—¿Has visto las fotografías?

—¿Las de su corazón? Sí. Quiero enviárselas a los chicos de Columbia para que las analicen. Puedes preguntarles qué opinan cuando estés allí.

Jane dejó pasar ese comentario sin responder nada.

—No ha sido posible establecer su grupo sanguíneo.

—¿De verdad?

—Si nos da su consentimiento, creo que deberíamos hacerle un análisis completo hasta los cromosomas.

—Ah, sí, tu segundo amor. Los genes.

Era curioso que Manello se acordara de eso. Era probable que alguna vez Jane hubiera comentado que casi termina trabajando en investigación genética.

Con la ansiedad de un drogadicto, Jane recordó las entrañas del paciente, vio cómo sostenía el corazón en la mano, sintió el peso del órgano en la palma de su mano, mientras le salvaba la vida.

—Este hombre puede representar una oportunidad clínica fascinante. ¡Dios, me encantaría estudiarlo! O al menos participar en el estudio.

El zumbido de los monitores pareció aumentar en medio del silencio que se instaló entre ellos hasta que, unos segundos después, Jane sintió algo que le erizó la piel de la nuca. Levantó la vista y vio que Manello la estaba mirando fijamente, con una expresión solemne, la mandíbula apretada y la frente arrugada.

—¿Manello? —Jane frunció el ceño—. ¿Estás bien?

—No te vayas.

Para evitar la mirada de su colega, Jane bajó los ojos hacia la sábana que había doblado y había metido debajo del brazo del paciente. Entonces comenzó a alisarla distraídamente, hasta que ese gesto le recordó algo que su madre siempre hacía.

Jane detuvo la mano.

—Podrás conseguir a otro ciruja…

—Al diablo con el departamento. No quiero que te vayas porque… —Manello se pasó una mano por el pelo—. Por Dios, Jane, no quiero que te vayas porque te voy a echar mucho de menos y porque yo… Mierda, yo te necesito, ¿vale? Te necesito aquí. Conmigo.

Jane parpadeó como si fuera una idiota. En los últimos cuatro años nunca había percibido ningún indicio de que el hombre se sintiera atraído hacia ella. Claro que estaban muy próximos. Y ella era la única que lo podía calmar cuando se enfadaba. Y, sí, hablaban todo el tiempo sobre los asuntos del hospital, incluso en sus ratos libres. Y cenaban juntos todas las noches cuando estaban de turno y… él le había hablado de su familia y ella le había contado de la suya.

Maldición.

Sí, pero Manello era el tío más atractivo de todo el hospital. Y ella era tan femenina como… bueno, como una mesa de quirófano.

Ciertamente tenía tantas curvas como una mesa de quirófano.

—Vamos, Jane, ¿cómo es posible que no te hayas dado cuenta? Si me dieras la más mínima señal, estaría en tus bragas antes de un segundo.

—¿Acaso estás loco? —dijo Jane en voz baja.

—No. —Manello entrecerró los ojos y la miró con una expresión de lujuria—. Estoy muy, pero muy lúcido.

Jane no supo qué responder a los avances románticos de su jefe. Sencillamente no sabía qué hacer.

—No estaría bien —fue lo único que atinó a decir.

—Seríamos discretos.

—Pero si nos pasamos el tiempo peleando. —¿Qué diablos era lo que estaba diciendo?

—Ya lo sé. —Manello sonrió de oreja a oreja—. Eso me gusta. Tú eres la única capaz de plantarme cara.

Jane se quedó mirándolo por encima del paciente, tan desconcertada todavía que no sabía qué decir. Dios, hacía tanto tiempo que no había un hombre en su vida. En su cama. En su cabeza. Tanto tiempo. Llevaba años volviendo a casa sola, duchándose sola, acostándose sola, despertándose sola y yendo a trabajar sola. Tras la muerte de sus padres, se había quedado sin familia y, debido a la cantidad de horas que pasaba en el hospital, tampoco tenía un círculo de amigos ajenos al trabajo. La única persona con la que realmente hablaba era… bueno, Manello.

Mientras lo observaba en ese momento, a Jane se le ocurrió pensar que la verdadera razón por la cual quería marcharse era precisamente Manello, aunque no sólo por el hecho de que él se interpusiera en su carrera en el hospital. De alguna manera ella había presentido esta situación y quería salir huyendo antes de que se hiciera evidente.

—No digas nada —murmuró Manello—, éste no es un buen momento. A menos de que estés tratando de decir algo como «Manny, te amo desde hace años, vamos a tu casa y pasemos en la cama los próximos cuatro días».

—Tú estás de turno mañana —dijo ella de manera automática.

—Llamaría para decir que estoy enfermo. Diría que contraje ese virus que ronda por el hospital. Y, como tu jefe, te ordenaría que hicieras lo mismo. —Se inclinó sobre el paciente—. No te vayas a Columbia mañana. No te vayas. Veamos hasta dónde podemos llegar con esto.

Jane bajó la vista y se quedó mirando las manos de Manny… esas manos fuertes y anchas, que habían arreglado tantas caderas y hombros y rodillas, y habían salvado la carrera y la felicidad de tantos atletas, tanto profesionales como aficionados. Y Manello no sólo operaba a gente joven y en forma. También se preocupaba por salvar la movilidad de las personas mayores y de los heridos y de los enfermos de cáncer y había ayudado a mucha gente a seguir disfrutando de sus brazos y sus piernas.

Jane trató de imaginarse cómo sería el tacto de esas manos sobre su piel.

—Manny… —susurró—. Esto es una locura.

‡ ‡ ‡

Al otro lado de la ciudad, en el callejón a la salida del Zero Sum, Phury se levantó de debajo del cuerpo inmóvil de un restrictor blanco como un fantasma. Con su daga negra había abierto un tajo en el cuello del asesino y un chorro de sangre negra y viscosa caía sobre el asfalto cubierto de nieve derretida. Su instinto lo impulsaba a apuñalar al maldito en el corazón y devolvérselo al Omega, pero ése era el método antiguo. El nuevo era mejor.

Aunque corría a cargo de Butch. Y le costaba un gran esfuerzo.

—Éste está listo para ti —dijo Phury y retrocedió.

Butch se acercó. Sus botas rompieron el hielo de los charcos. Tenía un gesto adusto, los colmillos alargados y ahora despedía el olor a talco de bebé de sus enemigos. Ya había terminado con el asesino con el que estaba peleando, le había aplicado su tratamiento especial y ahora tenía que volverlo a realizar.

El policía parecía al mismo tiempo motivado y dolorido; cuando se puso de rodillas, colocó una mano a cada lado de la cara pálida del restrictor y se inclinó. Luego abrió la boca, se acomodó sobre los labios del asesino y comenzó a inhalar larga y lentamente.

Los ojos del restrictor brillaron, mientras que una niebla negra comenzaba a brotar de su cuerpo y era absorbida por los pulmones de Butch. El policía siguió succionando sin parar, al tiempo que una corriente de maldad pasaba de un recipiente a otro. Al final, su enemigo quedó convertido en cenizas grises y su cuerpo se vino abajo completamente hasta que el polvo fue arrastrado por el viento helado.

Butch descansó un momento y luego se desplomó sobre el costado, en un extremo del callejón resbaladizo. Phury se acercó y le ofreció la mano…

—No me toques. —La voz de Butch era apenas un murmullo—. Enfermarías.

—Déjame…

—¡No! —Butch dio media vuelta y se apoyó en el suelo para comenzar a levantarse—. Sólo dame un minuto.

Phury se detuvo junto a él, protegiéndolo y vigilando en caso de que aparecieran más asesinos.

—¿Quieres ir a casa? Yo iré a buscar a V.

—Diablos, no. —Butch levantó sus ojos almendrados—. Él es mío. Lo encontraré.

—¿Estás seguro?

Butch se incorporó totalmente y aunque su cuerpo temblaba como una hoja, comenzó a caminar.

—Vamos.

Cuando Phury lo alcanzó y empezó a acompañarle por la calle Trade, pensó que no le gustaba la expresión del policía. Tenía cara de estar molido, pero no parecía que quisiera darse por vencido.

Después de recorrer el centro de Caldwell sin encontrar absolutamente nada, el hecho de que V no apareciera lo puso claramente más enfermo.

Estaban en las afueras, junto a la avenida Redd, cuando Phury frenó en seco.

—Deberíamos regresar. No creo que haya venido tan lejos.

Butch se detuvo y miró a su alrededor.

—Oye, espera. Éste es el edificio donde solía vivir Beth —dijo con voz apagada.

—Necesitamos regresar.

El policía negó con la cabeza y se frotó el pecho.

—Tenemos que seguir buscando.

—No estoy diciendo que dejemos de buscar. Pero ¿por qué vendría tan lejos? Estamos en el límite de la zona residencial. Hay demasiados testigos como para tener una pelea, así que V no vendría hasta aquí a buscar asesinos.

—Phury, ¿y si lo han capturado? No hemos visto más restrictores esta noche. ¿Y si han dado un gran golpe y se lo han llevado?

—Si estaba consciente, eso es muy poco probable, teniendo en cuenta esa mano de V. Siempre tiene esa tremenda arma, aunque le quiten sus dagas.

—¿Y si lo han golpeado hasta dejarlo inconsciente?

Antes de que Phury pudiera responder, pasó a toda velocidad la furgoneta del telediario del Canal Seis. Dos calles más abajo se encendieron las luces de freno y la camioneta se detuvo.

Lo único que Phury pudo pensar fue «mierda», las furgonetas de los periodistas no corrían de esa manera porque un gatito se hubiese encaramado a un árbol. Sin embargo, tal vez se trataba de un asunto entre humanos, algo como una pelea entre pandillas o algo así.

El problema era que un presentimiento horrible y opresivo le dijo que ése no era el caso, así que cuando Butch comenzó a caminar en esa dirección, Phury lo siguió. Ninguno dijo nada, lo que mostraba que probablemente el policía estaba pensando exactamente lo mismo: «Por favor, Dios mío, que no sea algo relacionado con nosotros, que sea la tragedia de alguien más».

Cuando llegaron a donde estaba la furgoneta, encontraron el operativo típico de un crimen: dos patrullas del Departamento de Policía de Caldwell aparcadas en la entrada del callejón en que terminaba la calle 20. Mientras un reportero hablaba hacia una cámara bajo la luz de un reflector, hombres en uniforme se paseaban alrededor de un círculo cerrado con cinta amarilla. Los curiosos se agolpaban para conocer los detalles morbosos y cuchichear.

La brisa que venía del callejón traía el olor de la sangre de V, al igual que el olor dulzón de los restrictores.

—¡Ay, Dios…! —La angustia de Butch se dispersó por la noche fría, agregándole un claro olor a laca a la mezcla.

El policía se abalanzó hacia la cinta, pero Phury lo agarró del brazo para detenerlo, aunque sin éxito. Butch estaba tan lleno de maldad, que se zafó del brazo de Phury y le dio un golpe al abdomen que le revolvió el estómago.

Sin embargo, Phury se mantuvo junto a su amigo.

—Quédate atrás. Es probable que hayas trabajado con algunos de esos agentes. —Cuando el policía abrió la boca, Phury siguió hablando sin darle oportunidad de contestar—: Súbete el cuello, bájate la gorra y quédate quieto.

Butch le dio un tirón a su gorra de los Red Sox y metió la barbilla entre el cuello de la chaqueta.

—Si él está muerto…

—Cállate y preocúpate por mantenerte de pie. —Lo cual era todo un desafío, pues estaba hecho polvo. Por Dios… si V estaba muerto, eso no sólo destrozaría a todos los hermanos, sino que él mismo se encontraría en serios problemas. Después de practicar su talento especial con los asesinos, V era el único que podía extraer la maldad de su cuerpo.

—Vete, Butch. Te estás exponiendo demasiado. Vete ahora.

El policía se alejó un par de metros y se recostó contra un coche aparcado en medio de las sombras. Cuando por fin parecía que iba a quedarse allí, Phury regresó al escenario del crimen y se unió al grupo de curiosos que observaban junto a la cinta amarilla. Al echarle un vistazo al lugar, lo primero que notó fueron los restos en el sitio donde fue aniquilado el asesino. Por suerte, la policía no parecía prestarles mucha atención. Probablemente creían que el charco viscoso era sólo aceite de coche y la quemadura en el suelo, los restos de una hoguera encendida por un indigente. No, los policías estaban concentrados en el centro de la escena, donde era evidente que había estado Vishous, en medio de un charco de sangre roja.

¡Ay… Dios!

Phury miró al humano que estaba parado junto a él.

—¿Qué ha sucedido?

El hombre se encogió de hombros.

—Un tiroteo. Parece que ha habido una pelea.

De repente, un chico que estaba vestido de manera extravagante comenzó a hablar en voz alta y de manera agitada, como si fuera el mejor espectáculo que hubiese visto en la vida.

—La víctima recibió un balazo en el pecho. Yo lo vi todo y llamé al número de emergencias. —Movió su móvil como si fuera un trofeo—. La policía quiere que me quede por aquí, para poder interrogarme después.

Phury bajó la mirada hacia el chico.

—¿Qué pasó?

—Por Dios, no me van a creer. Parecía sacado de uno de esos programas de vídeos espectaculares. ¿Los han visto?

—Sí. —Phury inspeccionó con la mirada los edificios que rodeaban el callejón. No tenían ventanas. Probablemente aquél era el único testigo—. Entonces, ¿qué fue lo que viste?

—Pues, yo iba caminando por Trade. Mis amigos me abandonaron en Screamer’s y me quedé sin forma de regresar a casa. Así que resulta que voy caminando y de pronto veo un estallido de luz un poco más adelante. Fue como una llamarada enorme que salía del callejón. Apresuré el paso porque quería ver qué estaba pasando y entonces oí el disparo. Fue más bien como una explosión. De hecho, sólo me di cuenta de que había sido un disparo cuando llegué aquí. Uno pensaría que eso retumba más…

—¿Cuándo llamaste al número de emergencias?

—Bueno, pues esperé un poco porque me imaginé que alguien iba a salir corriendo del callejón y no quería que me dispararan. Pero como nadie salió, me imaginé que habrían desaparecido por detrás o algo así. Así que me acerqué y vi que no había ninguna otra salida. Tal vez el tío se disparó solo, ¿saben?

—¿Cómo era el herido?

—¿La víctima? —El chico se inclinó hacia Phury—. Ésa es la palabra que usan los policías. Yo los he oído.

—Gracias por la aclaración —susurró Phury—. Entonces, ¿qué aspecto tenía?

—Pelo negro. Con perilla. Mucho cuero. Me quedé junto a él mientras llamaba al 091. Estaba sangrando, pero estaba vivo.

—¿Y no viste a nadie más?

—No. Sólo a él. Así que la policía me va a interrogar. De verdad. ¿Ya te lo he dicho?

—Sí, enhorabuena. Debes sentirte feliz. —¡Por Dios, Phury realmente tuvo que hacer un esfuerzo para no romperle la cara al chico!

—Oye, no seas tan amargado. Esto es genial.

—Pero no para el tío que salió herido, ¿no te parece? —Phury volvió a echarle un vistazo al escenario. Al menos, V no estaba en manos de los restrictores y tampoco había acabado muerto al instante. Seguramente el restrictor le disparó primero, pero V todavía tuvo fuerzas para hacerle desaparecer antes de quedar inconsciente.

Pero, un momento… el disparo se oyó después del estallido de luz. Así que debió aparecer un segundo restrictor.

A su izquierda, Phury escuchó una voz con una dicción perfecta:

—Les habla Bethany Choi, de las noticias del Canal Seis, informando en directo desde la escena de otro tiroteo ocurrido en el centro. De acuerdo con la policía, la víctima, Michael Klosnick…

¿Michael Klosnick? Seguramente V había cogido la identificación del asesino y se la encontraron a él.

—… fue llevado al hospital Saint Francis en estado muy grave, con una herida de bala en el pecho…

Muy bien, ésta iba a ser una larga noche: Vishous estaba herido. Lo tenían los humanos. Y sólo tenían cuatro horas hasta que amaneciera.

Tendrían que moverse rápido.

Phury marcó el número del complejo, a medida que se dirigía hacia Butch. Mientras el teléfono sonaba, le dijo al policía:

—Está vivo en el Saint Francis, con una herida de bala.

Butch se dejó caer contra el coche y murmuró algo como: «Bendito Dios». Luego agregó:

—Entonces, ¿vamos a sacarlo de allí?

—Enseguida. —¿Por qué Wrath no contestaba al teléfono? «Vamos, Wrath… responde»—. Mierda… esos malditos cirujanos se deben haber llevado la sorpresa de su vida cuando lo abrieron… ¿Wrath? Tenemos un problema.

‡ ‡ ‡

Vishous se despertó en un estado de desdoblamiento y recuperó totalmente el sentido, a pesar de que estaba atrapado en una jaula de carne y huesos agonizantes. Sin poder mover los brazos ni las piernas, sentía los párpados cerrados y tan pesados como si hubiese estado llorando cemento. Parecía que el oído era el único sentido que le funcionaba: dos personas estaban hablando a su lado. Se oían dos voces. Un hombre y una mujer, y no reconocía ninguna de las dos.

No, un momento. Sí conocía una de las voces. Era la que le había estado dando órdenes. La voz de la mujer. Pero ¿por qué?

¿Y por qué demonios le había permitido que le hablara así?

V siguió la conversación sin prestar realmente atención a las palabras. La mujer hablaba como un hombre. De manera directa. Autoritaria. Imperativa.

¿Quién era ella? ¿Quién…?

La identidad de la mujer lo golpeó como una bofetada y le dio algo de sentido a la situación. Era la cirujana. La cirujana humana. ¡Por Dios, estaba en un hospital humano! Había caído en manos de los humanos después de… Mierda, ¿qué había ocurrido?

Se sintió invadido por el pánico y notó una oleada de energía… pero no le sirvió de nada. Su cuerpo no era más que un trozo de carne y tenía la sensación de que el tubo que le bajaba por la garganta significaba que estaba conectado a un respirador. Evidentemente lo habían sedado.

¡Ay, Dios! ¿Cuánto tiempo faltaría para el amanecer? Tenía que salir de allí lo antes posible. ¿Cómo iba a hacer para…?

V comenzó a planear su huida, pero se detuvo de repente, cuando sus instintos se dispararon y tomaron el control.

Sin embargo, no se trataba de sus instintos guerreros. Eran todos esos instintos de macho posesivo que había tenido dormidos hasta ahora, aquéllos sobre los que había leído o había oído y que había visto en los demás, pero de los cuales siempre había pensado que carecía. Y habían sido provocados por un olor que flotaba en la habitación, el olor de un macho que quería sexo… con la mujer, con la cirujana de V.

«Mía».

La palabra brotó de la nada y apareció con toda una carga asesina. Estaba tan furioso que sus ojos se abrieron.

Cuando giró la cabeza, vio a una humana de alta estatura y cabello corto y rubio. Llevaba gafas sin montura e iba sin maquillar y sin joya alguna. La bata blanca decía DOCTORA JANE WHITCOMB, JEFA DEL SERVICIO DE TRAUMA, en letras negras cursivas.

—Manny —dijo ella—, esto es una locura.

V miró hacia el otro lado y vio a un humano de cabello negro. También llevaba bata blanca y una placa en la solapa derecha que decía DOCTOR MANUEL MANELLO, JEFE DEL DEPARTAMENTO DE CIRUGÍA.

—No tiene nada de locura —dijo el hombre con una voz profunda y un tono de mando, mirando intensamente a la cirujana de V—. Sé lo que quiero. Y te quiero a ti.

«Mía —pensó V—. No es tuya. MÍA».

—No puedo dejar de ir a Columbia mañana —dijo ella—. Aunque hubiese algo entre nosotros, todavía tengo que marcharme si quiero dirigir un departamento.

—Algo entre nosotros. —El tipo sonrió—. ¿Eso significa que lo pensarás?

—¿Pensar el qué?

—Sobre nosotros.

V levantó el labio superior y enseñó los colmillos. Mientras comenzaba a gruñir, aquella palabra le daba vueltas en el cerebro, como una granada sin seguro: «Mía».

—No lo sé —dijo la cirujana.

—Pero no es un no, ¿cierto, Jane? No es un no.

—No… No lo es.

—Bien. —El hombre bajó la mirada hacia V y pareció sorprenderse—. Alguien se ha despertado.

«Será mejor que te des por enterado —pensó V—. Y si la tocas, te voy a arrancar el maldito brazo del hombro».