31
Jane parpadeó y bajó la mirada hacia la taza de chocolate caliente que tenía en la mano. Algo estaba goteando dentro del chocolate.
Por Dios… Estaba llorando sin parar y las lágrimas caían dentro de la taza y mojaban su camisa. Estaba temblando de arriba abajo, sus rodillas parecían de trapo y notaba un dolor horrible en el pecho. Por alguna extraña razón, quería tirarse al suelo y comenzar a dar alaridos.
Se secó las mejillas y le echó un vistazo a su cocina. Sobre la encimera había un bote de cacao, leche y una cuchara. De la cacerola que reposaba sobre el hornillo todavía salía una pequeña nube de vapor. La alacena de la izquierda tenía la puerta entreabierta. Jane no podía recordar haber sacado el cacao o haber preparado lo que tenía en la taza, pero, claro, eso solía suceder con los actos monótonos y cotidianos. Uno terminaba por hacerlos de forma automática…
«¿Qué demonios era eso?». A través de la ventana que estaba al lado de la mesita auxiliar, Jane vio a alguien ante su casa. Un hombre. Un hombre enorme. Estaba semioculto por una farola, así que ella no podía verle la cara, pero supo que la estaba mirando.
Sin razón aparente, Jane comenzó a llorar más intensamente. Y la sensación de tristeza todavía aumentó más cuando el desconocido dio media vuelta y se fue caminando por la calle.
Puso la taza sobre la encimera apresuradamente y salió corriendo de la cocina. Tenía que alcanzarlo. Tenía que detenerlo.
Pero cuando llegó a la puerta, un terrible dolor de cabeza la dejó tirada en el suelo, como si se hubiese tropezado con algo. Jane se estiró sobre el frío suelo de baldosas del vestíbulo y luego se encogió hacia un lado, mientras se masajeaba las sienes y jadeaba.
No supo cuánto tiempo permaneció allí, sólo respirando y rogando que el dolor cediera. Cuando le pasó un poco, se incorporó y se recostó contra la puerta, preguntándose si habría tenido una especie de ataque. Aunque pensó que no había perdido el conocimiento en ningún momento y su visión parecía funcionar bien. Sólo había sido el comienzo de un horrible dolor de cabeza.
Debía de ser otro síntoma de esa gripe que había tenido todo el fin de semana. Ese virus que llevaba varias semanas rondando por el hospital la había dejado completamente tirada. Tenía sentido. Hacía mucho tiempo que no se ponía enferma, así que tenía que ponerse al día.
Y hablando de ponerse al día… Mierda, ¿habría llamado para cambiar de día su entrevista en Columbia? No se acordaba de haberlo hecho… lo que probablemente significaba que se le había olvidado. Por Dios, ni siquiera se acordaba de haber salido del hospital la noche del jueves.
Jane no supo cuánto tiempo se quedó recostada contra la puerta, pero en algún momento el reloj de la chimenea comenzó a sonar. Era el reloj que solía estar en el estudio de su padre en Greenwich, un Hamilton antiguo de bronce que Jane siempre había creído que daba la hora con acento inglés. Siempre lo había detestado, pero era de una precisión asombrosa.
Las seis de la mañana. Hora de ir a trabajar.
No era un mal plan, pero cuando se puso de pie, se dio cuenta de que no podía ir al hospital. Estaba mareada, débil y agotada. No había forma de poder cuidar a nadie en ese estado; todavía estaba muy enferma.
Maldición… tendría que llamar para decir que estaba enferma. ¿Dónde estarían su busca y su teléfono?
Jane frunció el ceño. La chaqueta y el maletín que había hecho para viajar a Manhattan estaban en una silla, al lado del armario de la entrada.
Pero no estaban ni el móvil ni el busca.
Se arrastró hasta el segundo piso y miró junto a la cama, pero tampoco estaban allí. Volvió a bajar y buscó en la cocina. Nada. Y su bolso, el que siempre llevaba al trabajo, tampoco estaba. ¿Sería posible que lo hubiese dejado en el coche durante todo el fin de semana?
Abrió la puerta que salía al garaje y la luz automática se encendió enseguida.
¡Qué extraño! Su coche estaba aparcado de frente. Por lo general ella entraba marcha atrás.
Eso significaba que debía de estar muy mal cuando llegó.
En efecto, el bolso estaba en el asiento delantero del coche y Jane dejó escapar una maldición, mientras volvía a casa y marcaba el número del hospital. ¿Cómo es posible que hubiese dejado pasar tanto tiempo sin llamar? Aunque su turno lo cubrieran otros médicos, nunca dejaba pasar más de cinco horas sin llamar.
Tenía varios mensajes, pero por fortuna ninguno era urgente. Los relacionados con pacientes hospitalizados habían sido remitidos al médico de guardia y el resto eran cosas que podían resolverse después.
Cuando iba saliendo de la cocina hacia la habitación, se fijó en la taza. No tenía que tocarla para saber que el chocolate se había enfriado; tendría que tirarlo. Entonces levantó la taza y la llevó al fregadero, pero de pronto se detuvo. Por alguna razón no soportaba la idea de tirarlo. Así que dejó de nuevo la taza sobre la encimera, aunque guardó la leche en la nevera.
Momentos después, cuando estaba en su habitación, se quitó la ropa y, sin recogerla, se puso una camiseta y se metió en la cama.
Cuando se estaba acomodando entre las sábanas, se dio cuenta de que tenía el cuerpo rígido, le dolían sobre todo la parte interna de los muslos y la parte baja de la espalda. En otras circunstancias habría pensado que había tenido un agitado fin de semana a nivel sexual… o había decidido escalar una montaña. Pero sólo era la gripe.
Mierda. Columbia. La entrevista.
Más tarde llamaría a Ken Falcheck, para disculparse por segunda vez y volver a concertar la entrevista. Tenían muchas ganas de que ella se uniera al equipo, pero no aparecer a la entrevista con el jefe del departamento era muy grosero. Aunque uno estuviera enfermo.
Trató de acomodarse sobre las almohadas, pero no parecía encontrar una postura adecuada. Tenía el cuello rígido y, cuando se llevó la mano a la nuca para hacerse un masaje, frunció el ceño. Tenía un dolorcillo en el lado derecho, un verdadero… ¿Qué era eso? Tenía una especie de pequeñas protuberancias allí, como unos granitos.
En fin. No era raro que la gripe produjera brotes. O tal vez la había picado una araña.
Jane cerró los ojos y trató de descansar. El reposo era bueno. El reposo la ayudaría a deshacerse pronto de este virus. El reposo le ayudaría a volver a la normalidad y sería bueno para su cuerpo.
Cuando comenzó a dormirse, una imagen cruzó por su cabeza, la imagen de un hombre de perilla y ojos de diamante. Mientras la miraba, el hombre estaba modulando algo con los labios… Te amo.
Jane trató de aferrarse a lo que vio, pero el sueño la arrastró rápidamente a sus oscuras profundidades. Aunque trató de recordar la imagen, perdió la batalla. La última cosa de la que tuvo consciencia fue que empezó a llorar, a medida que la oscuridad se la tragaba.
‡ ‡ ‡
Bueno, esto era muy extraño.
John estaba sentado en el banco de la sala de pesas, observando a Zsadist mientras hacía ejercicio delante de él. Las inmensas pesas de acero producían un tintineo sutil a medida que subían y bajaban. Eso era lo único que se oía. Hasta ahora nadie había dicho nada; era como uno de sus paseos, pero sin la presencia del bosque. Sin embargo, la carga pesada venía en camino. John podía sentirla.
Z dejó las pesas sobre las colchonetas y se secó la cara. El pecho le brillaba y los anillos de sus pezones subían y bajaban, al ritmo de su respiración.
De pronto clavó sus ojos amarillos en John.
«Allá vamos», pensó John.
—Entonces, acerca de tu transición…
Bueeeeno… entonces no iban a hablar del restrictor.
—¿Qué pasa con ella? —preguntó John con el lenguaje de los signos.
—¿Cómo te sientes?
—Bien. Inestable. Distinto. —John se encogió de hombros—. Es como cuando uno, digamos, se corta las uñas y entonces le quedan las puntas de los dedos supersensibles durante un rato. Así me sucede, pero en todo el cuerpo.
Ay, por Dios, ¿qué estaba haciendo? Z también había pasado por el cambio. Él sabía lo que sucedía después.
Zsadist dejó la toalla y tomó las pesas para su segunda tanda de ejercicios.
—¿Tienes algún problema físico?
—No que yo sepa.
Z clavó los ojos en las colchonetas, mientras levantaba de forma alterna el antebrazo izquierdo y luego el derecho. Izquierdo. Derecho. Izquierdo. Resultaba extraño que aquellas pesas tan grandes pudieran hacer un sonido tan sutil.
—Layla ha presentado su informe.
¡Ay… mierda!
—¿Qué ha dicho?
Por favor… lo de la ducha no…
—Dijo que vosotros dos no habíais tenido relaciones. Aunque al principio parecía que sí querías estar con ella.
Mientras que John se bloqueaba mentalmente, siguió llevando la cuenta de los ejercicios de Z. Derecha. Izquierda. Derecha. Izquierda.
—¿Quién más sabe esto?
—Wrath y yo. Nadie más. Y nadie más tiene por qué saberlo. Pero lo menciono, en caso de que haya algún problema físico que debamos atender.
John se levantó y comenzó a pasearse sin coordinación. Las piernas y los brazos parecían moverse de forma independiente, y se tambaleaba como un borracho.
—¿Por qué te detuviste, John?
John miró al hermano dispuesto a contestarle con una mentira, quitándole importancia al asunto, cuando se dio cuenta con horror de que no iba a poder hacer eso.
Los ojos amarillos de Z brillaban con una expresión que indicaba que lo sabía todo.
Maldición. Havers había abierto la boca, ¿no? Esa sesión de terapia en la clínica, cuando John habló de lo que le había pasado en esa escalera se había hecho pública.
—Tú lo sabes —dijo John moviendo las manos con furia—. Lo sabes todo, ¿no es cierto?
—Sí, lo sé.
—Esa maldita terapeuta me dijo que era confidencial…
—Cuando entraste en el programa, enviaron una copia de tu historial médico. Es un procedimiento habitual para todos los estudiantes, en caso de que suceda algo en el gimnasio, o la transición comience cuando estáis en las instalaciones de la escuela.
—¿Quién ha leído mi expediente?
—Sólo yo. Y nadie más lo va a hacer, ni siquiera Wrath. Yo lo escondí y soy el único que sabe dónde está.
John dejó caer los hombros. Al menos eso era un consuelo.
—¿Cuándo lo leíste?
—Hace casi una semana, cuando me imaginé que la transición estaba a punto de llegar.
—¿Qué… qué decía?
—Prácticamente todo.
Maldición.
—Ésa es la razón por la que no quieres ir a ver a Havers, ¿verdad? —Z volvió a dejar las pesas en el suelo—. Te imaginas que te va a arrastrar a otra de esas sesiones de terapia.
—No me gusta hablar de eso.
—No te culpo. Y no te voy a pedir que lo hagas.
John sonrió con tristeza.
—¿Entonces no me vas a sermonear con esa mierda de que hablar-te-va-a-ayudar?
—No. A mí no me gusta hablar. Así que no se lo puedo recomendar a los demás. —Z apoyó los codos sobre las rodillas y se inclinó hacia delante—. Éste es el trato, John. Quiero que tengas absoluta confianza en que eso nunca se va a saber, ¿vale? Si alguien quiere ver tu expediente, voy a asegurarme de que se le quiten las ganas, aunque tenga que convertirlo en cenizas.
John tragó saliva, aunque sentía la garganta seca como el papel de lija. Levantó las manos con torpeza.
—Gracias —dijo.
—Wrath quería que hablara contigo acerca del asunto de Layla, porque le preocupa que tengas algún problema físico, ocasionado por la transición. Voy a decirle que estabas nervioso y que eso fue todo, ¿te parece?
John asintió con la cabeza.
—¿Ya te has masturbado?
John se puso colorado de la cabeza a los pies y consideró la posibilidad de desmayarse. Mientras medía la distancia que lo separaba del suelo, que parecían cerca de cien metros, pensó que aquél no era un mal sitio para caer redondo. Había muchas colchonetas que amortiguarían el golpe.
—¿Ya lo hiciste?
John negó lentamente con la cabeza.
—Hazlo al menos una vez para asegurarnos de que todo va bien. —Z se levantó, se secó el torso con la toalla y se puso la camisa—. Voy a suponer que te harás cargo del asunto en las próximas veinticuatro horas. No te voy a preguntar qué pasó. Si no dices nada, supondré que todo está en orden. Si hay algún problema, vienes a hablar conmigo y lo solucionamos. ¿De acuerdo?
Hummm, en realidad no. ¿Qué pasaría si no podía hacerlo?
—Supongo que sí.
—Y por último. Acerca del arma y esos restrictores…
Mierda, la cabeza ya le estaba dando vueltas y ¿ahora tenía que afrontar el asunto de la nueve milímetros? John levantó las manos para justificarse, cuando…
—No me importa que estuvieras armado. De hecho, quiero que estés armado si vas a ir al Zero Sum.
John se quedó mirando al hermano, asombrado.
—Eso va contra las reglas.
—¿Te parezco la clase de tío que se preocupa por las reglas?
John sonrió.
—Realmente no.
—Si vuelves a tener en la mira a uno de esos restrictores, debes hacer exactamente lo que hiciste. Por lo que entiendo, estuviste impresionante y estoy orgulloso de ti por haber defendido a tus amigos.
John se puso rojo y sintió que el corazón cantaba en su pecho: ninguna otra cosa de este planeta, excepto el regreso de Tohrment, podría hacerlo más feliz.
—A estas alturas me imagino que ya sabes lo que le encargué a Blay. Eso de llevar tus papeles y la identificación e ir solo al Zero Sum.
John asintió con la cabeza.
—Quiero que sigas yendo a ese club si estás en el centro, al menos durante el próximo mes o algo más, hasta que estés más fuerte. Y aunque quisiera felicitarte por lo que pasó anoche, no quiero que andes por ahí cazando restrictores. Si me entero de que lo estás haciendo, te voy a romper el culo como si fueras un chiquillo de doce años. Todavía tienes mucho que entrenar y no tienes ni idea de cómo controlar ese cuerpo. Si te pones a fastidiarla y te haces matar, me voy a poner muy furioso. Quiero que me des tu palabra, John. Ahora mismo. No vas a ir tras esos cabrones hasta que yo te diga que estás listo. ¿Estamos?
John respiró hondo y trató de pensar en la promesa más sólida que podía ofrecer. Como todo parecía demasiado endeble, simplemente dijo:
—Juro que no los voy a cazar.
—Bien. Muy bien, por hoy hemos terminado. Ve a darle unos puñetazos a ese saco de arena.
Cuando Z daba ya media vuelta, John silbó para llamar su atención. El hermano lo miró por encima del hombro.
—¿Sí?
John tuvo que hacer un esfuerzo para que sus manos dijeran lo que estaba pensando… porque dudaba que volviera a tener el coraje de hacerlo.
—¿Te decepcioné? ¿Por lo que pasó hace años… ya sabes, en esa escalera? Y dime la verdad.
Z parpadeó una vez. Dos veces. Tres veces. Y luego dijo, con una voz curiosamente aguda:
—No, nunca. No fue culpa tuya y no te lo merecías. ¿Me has oído? No fue culpa tuya.
John apretó los ojos al sentir que se le llenaban de lágrimas y tuvo que desviar la mirada y clavarla en las colchonetas. Por alguna razón, aunque estaba lejos del suelo, se sintió más bajito que nunca.
—John —dijo Z—, ¿has oído lo que dije? No fue culpa tuya. No lo merecías.
Realmente no sabía qué responder, así que John se limitó a encogerse de hombros.
—Gracias de nuevo por no contárselo a nadie. Y por no obligarme a hablar de eso —dijo finalmente.
Al ver que Z no decía nada, John levantó la vista. Pero tuvo que dar un paso atrás.
Todo el rostro de Zsadist parecía haber cambiado, y no sólo por el hecho de que sus ojos se habían vuelto negros. Los huesos parecían más prominentes, la piel más tensa, la cicatriz más impresionante y visible. Y una energía helada comenzó a brotar de su cuerpo, enfriando el aire y convirtiendo la sala en un congelador.
—Nadie debería pasar por el dolor de que le arrebaten su inocencia. Pero si alguien tiene que hacerlo, entonces tiene que decidir por sí mismo la manera de lidiar con eso, porque no es asunto de nadie más. No tienes que volver a decir ni una maldita palabra más sobre el asunto, mis labios están sellados.
Luego Z salió del vestuario y la temperatura comenzó a subir, una vez que la puerta se cerró detrás de él.
John respiró hondo. Nunca habría imaginado que Z sería el hermano con el que llegaría a tener una relación más estrecha. Después de todo, ellos dos no tenían nada en común.
Pero no cabía duda de que iba a aceptar la amistad que le ofrecía.