16
Al ver que el paciente la miraba de manera curiosa, Jane se revisó rápidamente la ropa, para ver si había algo fuera de lugar.
—¿Qué? —murmuró, sacudiendo el pie para colocar en su sitio la pernera del pantalón.
Pero en realidad no tenía necesidad de preguntar. A los desgraciados como él por lo general no les gustaba ver a las mujeres llorando, pero si ése era el caso, tendría que aguantarse. Cualquiera que estuviera en su piel se comportaría de forma semejante. Cualquiera.
Sólo que en lugar de decir cualquier cosa sobre la debilidad de la gente que lloraba en general, o sobre ella en particular, el hombre cogió el plato de pollo de la bandeja y empezó a comer.
Furiosa con él y con la situación en general, Jane regresó a su sillón. Perder la navaja había puesto en evidencia su rebeldía y, a pesar del hecho de que ella era una luchadora por naturaleza, estaba resignada a esperar. Si la fueran a matar, ya lo habrían hecho; el asunto ahora era buscar una salida. Jane rogó para que pronto pudiera encontrar una. Y que esa salida no implicara unas honras fúnebres y una lata de café con sus cenizas.
Mientras el paciente cortaba una pata de pollo, Jane pensó de manera distraída en que el hombre tenía unas bonitas manos.
Muy bien, ahora también estaba furiosa con ella. Por Dios, ese hombre las había usado para dominarla y quitarle su bata, como si ella no fuera más que una muñeca. Y el hecho de que hubiese doblado cuidadosamente la bata después no lo convertía en un héroe.
El silencio se impuso en el ambiente y el sonido de los cubiertos golpeando suavemente contra el plato le recordó las cenas horriblemente silenciosas con sus padres.
Por Dios, las cenas en aquel sofocante comedor de estilo georgiano eran una pesadilla. Su padre solía sentarse a la cabecera de la mesa, como un rey furioso que supervisaba y desaprobaba la forma en que la comida era consumida y la cantidad de sal que se le echaba. En opinión del doctor William Rosdale Whitcomb, la carne era el único alimento al que había que añadir sal, nunca a las verduras, y como ésa era su postura, todos los de la casa tenían que seguir el ejemplo. En teoría. Jane solía violar frecuentemente la regla de no añadir sal, y había aprendido a hacer un rápido movimiento con la muñeca que le permitía rociar sal sobre el brécol al vapor, o los guisantes salteados o el calabacín a la plancha.
Jane sacudió la cabeza. Después de todo el tiempo que había pasado y la muerte de sus padres, ya no debería enfadarse, porque no era más que un desperdicio de sentimientos. Además, tenía otras cosas de qué preocuparse en este momento, ¿o no?
—Pregúnteme —dijo de repente el paciente.
—¿Acerca de qué?
—Pregúnteme lo que quiere saber. —El hombre se limpió la boca y la servilleta de damasco produjo un chasquido al rozarse con su perilla y la barba que le había salido—. Eso hará que mi trabajo sea más difícil al final, pero al menos no estaremos sentados aquí, oyendo el ruido de mis cubiertos.
—¿Cuál es exactamente el trabajo que tiene que hacer al final? —«Por favor que no sea comprar bolsas de basura para meter los trozos de mi cuerpo», pensó Jane.
—¿Acaso no está interesada en lo que soy?
—Le diré algo, déjeme marchar y le haré miles de preguntas acerca de su raza. Hasta entonces, estoy un poco preocupada acerca de cómo van a terminar estas felices vacaciones en el crucero de mierda.
—Le di mi palabra…
—Sí, sí. Pero también acaba de maniatarme. Y si está pensando decir que fue por mi propio bien, no me hago responsable de lo que le responda. —Jane bajó la vista hacia sus uñas cortas y comenzó a bajarse la cutícula. Después de terminar con la mano izquierda, levantó la vista—. Entonces, para hacer ese «trabajo» del que habla… ¿va a necesitar una pala?
El paciente clavó los ojos en el plato y metió el tenedor en el arroz, de manera que los dientes plateados se deslizaron entre los granos, penetrándolos.
—Mi trabajo… por decirlo así… es asegurarme de que no recuerde nada de esto.
—Es la segunda vez que oigo eso y, tengo que ser sincera, creo que no es más que basura. Es un poco difícil imaginar que estoy respirando y no… No lo sé, no me acuerdo de la delicadeza y la ternura con que me cargaron sobre el hombro de un tipo, me sacaron a la fuerza de mi hospital y me trajeron aquí, en calidad de su doctora particular. ¿Cómo cree que voy a olvidar todo eso?
El hombre levantó sus iris brillantes como un diamante.
—Voy a suprimir esos recuerdos. Voy a borrar todo el episodio de tu memoria. Será como si yo nunca hubiese existido y usted nunca hubiese estado aquí.
Jane entornó los ojos.
—Ja-ja, cla…
De pronto sintió una punzada en la cabeza, hizo una mueca y se llevó los dedos a las sienes. Dejó caer las manos, miró al paciente y frunció el ceño. ¿Qué demonios estaba pasando? El hombre estaba comiendo, pero no de la bandeja que estaba allí antes. ¿Quién había traído más comida?
—Mi amigo, el de la gorra de los Red Sox —dijo el paciente, limpiándose la boca—. ¿Recuerda?
De repente todo volvió a su memoria como una llamarada: cuando Red Sox entró, cuando el paciente le quitó la navaja, cuando ella lloró.
—¡Virgen… santa! —susurró Jane.
El paciente siguió comiendo, como si el hecho de suprimir recuerdos no fuera más exótico que el pollo asado que estaba degustando.
—¿Cómo?
—Manipulación de las vías neuronales. Es como remendar un tejido.
—¿Cómo?
—¿A qué se refiere con cómo?
—¿Cómo hace para encontrar los recuerdos? ¿Cómo los diferencia? ¿Usted…?
—Mi voluntad. Su cerebro. Eso es suficientemente específico.
Jane entrecerró los ojos.
—Una pregunta rápida. ¿Acaso esa habilidad mágica para manipular la materia gris viene acompañada para los de su especie de una absoluta falta de escrúpulos, o usted es el único que nació sin ninguna conciencia?
El hombre bajó los cubiertos.
—¿Perdón?
A Jane le importaba un comino que se hubiese ofendido.
—Primero me secuestra y ahora va a borrar mis recuerdos y usted no siente ninguna vergüenza, ¿o sí? Yo soy como una lámpara que usted ha pedido prestada…
—Estoy tratando de protegerla —le espetó él—. Tenemos enemigos, doctora Whitcomb. Enemigos que podrían enterarse de que conoce nuestros secretos, que la perseguirían y la llevarían a un lugar oculto y la matarían… después de un tiempo. No voy a permitir que eso pase.
Jane se puso de pie.
—Escuche, su majestad, príncipe encantador, toda esa cháchara sobre protegerme está muy bien y es muy bonita, pero no sería relevante si ustedes no me hubiesen traído aquí, para empezar.
El hombre dejó caer los cubiertos en la comida y Jane se preparó para que comenzara a gritar. Pero en lugar de eso dijo, en voz baja:
—Mira… se suponía que debía venir conmigo, ¿vale?
—Ah, ¿de veras? Entonces ahora resulta que yo tenía pegado en el trasero un letrero que decía «Secuéstreme» y que sólo usted podía ver.
El hombre puso el plato sobre la mesilla de noche y lo empujó a un lado, como si no le gustara la comida.
—Tengo visiones —murmuró.
—Visiones. —Al ver que él no decía nada más, Jane pensó en el pequeño truco mental que acababa de hacerle y en la manera como parecía haber borrado parte de sus recuerdos. Si podía hacer eso… Por Dios, ¿acaso estaba diciendo que podía ver el futuro?
Jane tragó saliva.
—Esas visiones… No se trata de cosas tiernas y agradables, ¿cierto?
—No.
—Mierda.
El hombre se acarició la perilla, como si estuviera tratando de decidir exactamente hasta dónde podía contarle.
—Solía tener visiones a menudo, pero luego simplemente desaparecieron. No he tenido ninguna en… Bueno, tuve una con respecto a un amigo hace un par de meses, y como seguí las pistas que me dio, pude salvar su vida. Así que cuando mis hermanos entraron a esa habitación de hospital y yo tuve una visión sobre usted, les dije que la trajeran. ¿Quiere hablar sobre tener conciencia? Si no tuviera conciencia, la habría dejado allí.
Jane volvió a pensar en el hecho de que él se había puesto agresivo con los suyos para defenderla. Y en que, aun cuando le estaba quitando la navaja, la había tratado con delicadeza. Y también recordó cómo se había acurrucado junto a ella, en busca de consuelo.
Era posible que él pensara que estaba haciendo lo correcto. Eso no quería decir que lo perdonaba, pero… Bueno, era mejor que pensar que la había secuestrado sin ningún remordimiento.
—Debería terminarse esa comida —dijo Jane, tras un momento de tensión.
—Ya he acabado.
—No, no ha terminado. —Jane señaló el plato con la barbilla—. Siga.
—No tengo hambre.
—No le he preguntado si tenía hambre. Y no crea que no soy capaz de taparle la nariz y embutírsela por la boca, si tengo que hacerlo.
Hubo una corta pausa y luego él… ¡Por Dios!… Le sonrió. Por debajo de la perilla, los extremos de sus labios se curvaron hacia arriba y arrugó los ojos.
Jane sintió que el aire se le atoraba en la garganta. Estaba tan apuesto así, pensó, con la luz de la lámpara iluminándole suavemente la línea de la barbilla y ese cabello negro y brillante. Aunque los largos caninos todavía le parecían un poco extraños, él parecía mucho más… humano. Accesible. Deseable…
«Ay, no. No otra vez con eso. No».
Jane ignoró el hecho de que se estaba sonrojando.
—¿Y qué pretende con esa sonrisa Profident? ¿Acaso cree que estoy bromeando con respecto a la comida?
—No, es sólo que nadie me habla así.
—Pues bien, yo sí. ¿Tiene algún problema con eso? Puede dejarme ir. Ahora, coma o le voy a dar la comida como si fuera un bebé y no creo que su ego pueda superarlo.
El hombre todavía estaba sonriendo cuando se puso el plato otra vez sobre el regazo y comenzó a comer lenta y cuidadosamente. Cuando terminó, ella se acercó y cogió el vaso de agua que se había tomado.
Lo volvió a llenar en el baño y se lo trajo otra vez.
—Beba un poco más.
El hombre se lo tomó todo, casi un cuarto de litro. Cuando puso el vaso sobre la mesilla de noche, Jane se concentró en su boca y la científica que llevaba dentro se sintió fascinada por él.
Transcurrido un momento, el hombre encogió el labio superior, dejando al descubierto los dientes delanteros. Sus colmillos brillaban a la luz de la lámpara. Afilados y blancos.
—Se alargan, ¿verdad? —preguntó Jane, inclinándose sobre él—. Cuando come, se alargan.
—Sí. —El hombre cerró la boca—. O cuando me pongo agresivo.
—Y luego se encogen cuando pasa. Abra otra vez, por favor.
Cuando él lo hizo, Jane puso un dedo sobre la punta de uno de ellos… pero él se estremeció de arriba abajo.
—Lo siento. —Jane frunció el ceño y retiró la mano—. ¿Le duelen debido a la intubación?
—No. —Al ver que él bajaba los ojos, Jane se imaginó que estaba cansado…
«Por Dios, ¿qué era ese olor?». Jane tomó aire y reconoció la mezcla de especias que había sentido en la toalla del baño.
Enseguida pensó en sexo. El tipo de sexo que se tiene cuando se han perdido todas las inhibiciones. El sexo que se siente durante varios días después de tener relaciones.
Basta.
—Cada ocho semanas más o menos —dijo él.
—¿Perdón? Ah, ésa es la frecuencia con la que ustedes…
—Nos alimentamos. Depende del nivel de tensión. También del nivel de actividad.
Muy bien, eso aniquiló por completo las ideas sobre sexo. En una espeluznante serie de escenas sacadas de Bram Stoker, Jane se imaginó a su paciente persiguiendo y cazando humanos y dejándolos despedazados en un callejón.
Evidentemente se notó su disgusto ante esa idea, porque él dijo con voz fuerte:
—Para nosotros es natural. No es desagradable.
—¿La matan? ¿A la gente que cazan? —preguntó Jane y se preparó para la respuesta.
—¿A la gente? No, son vampiros. Nos alimentamos de miembros del sexo opuesto, pero de nuestra raza, no de la vuestra. Y no hay ningún asesinato.
Jane enarcó las cejas.
—Ah.
—Ese mito de Drácula es pura mierda.
A Jane se le llenó la cabeza de preguntas.
—¿Cómo es? ¿A qué sabe?
El hombre entrecerró los ojos y los clavó en el cuello de Jane. Ella se llevó la mano a la garganta enseguida.
—No se preocupe —dijo bruscamente—. Ya he comido. Y, además, la sangre humana no me gusta. Es demasiado débil para que me interese.
Muy bien. Claro. Bien.
¿Cómo? ¿Que su sangre no es lo suficientemente buena?
Sí, vaya, Jane estaba perdiendo el control y este tema en particular no estaba ayudando mucho.
—Ah, oiga… Quiero mirar la herida. Me pregunto si ya podemos quitar los apósitos totalmente.
—Adelante.
El paciente se enderezó contra las almohadas, ayudándose con los brazos, y sus músculos inmensos se flexionaron por debajo de la piel suave. Al ver que las mantas se escurrían y dejaban los hombros al descubierto, Jane se detuvo un momento. El hombre parecía hacerse más grande, a medida que recobraba la fuerza. Más grande y… más atractivo sexualmente.
Jane contuvo el impulso de seguir por ese camino y se concentró en los asuntos médicos que tenía a mano, como si fueran un salvavidas. Con mano firme y actitud profesional, levantó completamente las mantas que cubrían el pecho y retiró el esparadrapo que mantenía en su lugar el apósito que tenía en los pectorales. Sacó la venda y sacudió la cabeza. Asombroso. La única señal que quedaba sobre la piel era una cicatriz en forma de estrella que estaba allí antes. El rastro de la operación se había reducido a una ligera decoloración, y si hacía una extrapolación, se podía imaginar que por dentro estaba igual de curado.
—¿Esto es normal? —preguntó Jane—. ¿Esta velocidad en la recuperación?
—En la Hermandad, sí.
Ay, Dios. Si pudiera estudiar la manera en la cual se regeneraban las células de este hombre, podría descubrir algunos de los secretos del proceso de envejecimiento en los humanos.
—Olvídelo —dijo el hombre con un gesto duro, mientras encogía las piernas—. No vamos a ser usados como ratas de laboratorio para beneficio de su especie. Ahora, si no le molesta, voy a darme una ducha y a fumarme un cigarrillo. —Al ver que ella abría la boca, él la interrumpió—. No nos produce cáncer, así que ahórrese el discurso, ¿vale?
—¿No les produce cáncer? ¿Por qué? ¿Cómo…?
—Más tarde. Necesito un poco de agua caliente y nicotina.
Jane frunció el ceño.
—No quiero que fume cerca de mí.
—Por eso me voy a ir a fumar al baño. Hay un ventilador.
Cuando él se levantó y las sábanas se deslizaron totalmente por su cuerpo, Jane desvió la vista rápidamente. Ver a un hombre desnudo no era nada nuevo para ella, pero por alguna razón, él le resultaba diferente.
Bueno, claro. Él medía uno noventa y cinco y tenía la constitución de una casa de ladrillo.
Mientras regresaba a su sillón y se sentaba, Jane oyó un ruido como si él se estuviera agarrando de algo y luego oyó un golpe seco. Enseguida levantó la vista, alarmada. El paciente estaba tan inestable que perdió el equilibrio y aterrizó contra la pared.
—¿Necesita ayuda? —«Por favor, diga que no. Por favor…».
—No.
Gracias a Dios.
El hombre cogió un mechero y lo que parecía un cigarro liado a mano de la mesilla de noche, y cruzó la habitación. Desde su punto de observación en la esquina, Jane esperó y observó, dispuesta a socorrerlo, si era necesario.
Sí, está bien, tal vez también se quedó observándolo por otra razón distinta a evitar que su apuesto rostro acabara de bruces contra la alfombra: la espalda del paciente era maravillosa, con unos músculos gruesos pero elegantes que se extendían a lo largo de sus hombros y se distribuían en forma de abanico desde la columna vertebral. Y el trasero era…
Jane se tapó los ojos y no bajó las manos hasta que sintió que la puerta se cerraba. Después de muchos años de practicar la medicina y la cirugía, empezaba a comprender perfectamente aquella parte del juramento hipocrático que decía: «No debes intimar con tus pacientes».
En especial, si el paciente en cuestión te había secuestrado. Por Dios. ¿Esto realmente estaba pasando?
Un momento después sintió que tiraban de la cisterna y se quedó esperando oír la ducha. Al ver que no sucedía, se imaginó que primero se estaba fumando el cigarrillo…
Pero de pronto se abrió la puerta y el paciente salió del baño, tambaleándose como una boya en el mar. Se agarró de la puerta con la mano enguantada y sosteniéndose con el antebrazo.
—Mierda… estoy mareado.
Jane adoptó plenamente su papel de médico y salió corriendo, mientras apartaba de su mente el hecho de que él estaba desnudo y tenía el doble de su tamaño y que hacía sólo dos minutos ella le había mirado el trasero como si estuviera en venta. Le deslizó un brazo por la cintura y se apuntaló contra el cuerpo del hombre, mientras preparaba su cadera para el inmenso peso que estaba a punto de recibir. Cuando él se apoyó sobre ella, el peso fue tremendo, una carga que apenas pudo llevar hasta la cama.
Mientras que él se acostaba y maldecía, Jane se inclinó para agarrar las sábanas y pudo ver bien las cicatrices que tenía entre las piernas. Teniendo en cuenta la manera en que había curado la herida de la operación, Jane se preguntó por qué le habrían quedado esas cicatrices en el cuerpo.
El hombre le cogió las sábanas, y dándole un tirón rápido a la colcha y las mantas cayeron sobre él como si fueran una nube negra. Luego se puso un brazo sobre los ojos y lo único que se veía de su cara era la protuberancia de la barbilla y la perilla.
Estaba avergonzado.
En medio del silencio que reinaba en el ambiente, estaba… avergonzado.
—¿Quiere que le dé un baño?
De pronto él dejó de respirar y, al ver que se quedaba callado durante un buen rato, Jane pensó que iba a decir que no. Pero luego dijo, moviendo apenas los labios.
—¿Haría eso por mí?
Durante un instante estuvo a punto de contestar con seriedad. Pero luego sintió que eso le haría sentir peor y dijo:
—Sí, bueno, ¿qué puedo decir? Quiero convertirme en santa. Es mi nueva meta en la vida.
El hombre sonrió.
—Usted me recuerda a Bu… a mi mejor amigo.
—¿Se refiere a Red Sox?
—Sí, siempre responde con algo ingenioso.
—¿Sabía que el ingenio es una señal de inteligencia?
El paciente dejó caer el brazo.
—Nunca he dudado de la suya. Ni por un instante.
Jane tuvo que tomar aliento. Había tanto respeto en su forma de mirarla, con sus ojos brillantes, que lo único que pudo hacer fue aceptar el cumplido, mientras se maldecía. No había nada más atractivo para ella que el hecho de que un hombre admirara a las mujeres inteligentes.
Mierda.
Estocolmo. Estocolmo. Estocolmo…
—Me encantaría un baño —dijo él, y luego agregó—: Por favor.
Jane se aclaró la garganta.
—Muy bien. Perfecto.
Buscó en el maletín con los suministros médicos, encontró un recipiente grande y se dirigió al baño. Después de llenarlo con agua caliente y coger una toalla pequeña, volvió a salir a la habitación y se instaló en la mesilla de noche de la izquierda de la cama. Mientras mojaba la toalla y la retorcía para escurrirla, el ruido del agua era lo único que se oía en la habitación en silencio.
Jane vaciló. Volvió a mojar la toalla. La escurrió.
«Vamos, ya, tú le abriste el pecho y te introdujiste en sus entrañas. Puedes hacer esto. No hay ningún problema. Sólo piensa que es la capota de un coche, nada más que una superficie».
—Muy bien. —Jane se estiró hacia delante, puso la toalla sobre la parte superior del brazo y vio que el paciente se estremecía. De pies a cabeza—. ¿Está demasiado caliente?
—No.
—Entonces, ¿por qué ha hecho esa mueca?
—Por nada.
Bajo diferentes circunstancias, ella lo habría presionado un poco más, pero ahora tenía sus propios problemas. El bíceps del hombre era impresionante y su piel bronceada dejaba ver las fibras de sus músculos. Lo mismo ocurría con su hombro inmenso y con la curva que descendía hasta el pectoral. Se encontraba en magníficas condiciones físicas, no tenía ni un gramo de grasa, era delgado como el pan integral y musculoso como un león.
Cuando cruzó sus pectorales, se detuvo en la cicatriz que había en el de la izquierda. La marca circular estaba incrustada en la carne, como si la hubiesen hundido con un martillo.
—¿Por qué esta cicatriz no curó completamente? —preguntó Jane.
—Sal. —El hombre se puso a jugar con la sábana, como si quisiera animarla a seguir con el baño—. La sal sella la herida.
—¿Entonces fue deliberado?
—Sí.
Jane mojó la toalla en el agua, la escurrió y se inclinó con torpeza sobre él para alcanzar el otro brazo. Cuando deslizó la toalla hacia abajo, él se alejó.
—No te quiero cerca de esa mano. Aunque esté enguantada.
—¿Por qué…?
—No voy a hablar de eso. Así que ni siquiera pregunte.
Bueeeeno.
—Casi mata a una de mis enfermeras, ¿sabe?
—No me sorprende. —El hombre se quedó mirando el guante con rabia—. Me la cortaría, si pudiera.
—Yo no lo aconsejaría.
—Por supuesto que no. Usted no sabe lo que es vivir con esta pesadilla al final de tu brazo…
—No, me refiero a que, si fuera usted, yo le pediría a alguien más que me la cortara. Así es más probable que lograra completar el trabajo.
Hubo un minuto de silencio; luego el paciente soltó una carcajada.
—Muy ingeniosa.
Jane ocultó la sonrisa que se asomó a su cara, mientras volvía a mojar la toalla.
—Sólo estaba dando una opinión médica.
Mientras Jane le pasaba la toalla por el estómago, la risa hacía que los músculos del pecho y del abdomen del paciente se endurecieran y luego se relajaran. A través de la tela de la toalla, Jane podía sentir el calor de su cuerpo y la fuerza de su sangre.
Y de repente, el paciente dejó de reírse y Jane oyó que de su boca salía una especie de siseo y su abdomen perfectamente delimitado se flexionaba, mientras que la parte inferior del tronco se movía bajo las mantas.
—¿Esa herida de arma blanca está bien? —preguntó Jane.
Al ver que el paciente hacía un ruido que sonaba como un sí muy poco convincente, Jane se sintió mal. Estaba tan preocupada por el corazón, que no le había prestado mucha atención a la puñalada. Tras levantar el vendaje que tenía en el costado, vio que la herida había curado perfectamente y sólo quedaba una pequeña línea rosada en el sitio por el que entró el cuchillo.
—Voy a quitarle esto. —Jane sacó el apósito, lo dobló por la mitad y lo arrojó a la papelera—. Usted es asombroso, ¿sabe? El proceso de curación es… sí, asombroso.
Mientras volvía a mojar la toalla, Jane debatió mentalmente consigo misma si quería seguir bajando. Bajando hasta… bien abajo. Bien, bien abajo. Lo último que necesitaba era ver más de cerca lo perfecto que era el cuerpo del paciente, pero quería terminar lo que había empezado… aunque fuera para probarse a sí misma que él no era distinto de cualquiera de sus otros pacientes.
Podía hacerlo.
Pero cuando fue a bajar las mantas, el hombre se aferró a la colcha para que ella no se la quitara.
—No creo que vaya a querer ir por ahí.
—Ahí no hay nada que no haya visto antes. —Al ver que el hombre bajaba la mirada y no decía nada, Jane dijo en voz baja—: Yo le he operado, así que soy consciente de que está parcialmente castrado. No soy su novia, soy su médico. Le prometo que no tengo ninguna otra opinión sobre su cuerpo aparte de lo que representa para mí clínicamente.
El paciente frunció el ceño, sin poder ocultar su reacción.
—¿Ninguna opinión?
—Déjeme terminar de lavarle. No es nada raro.
—Muy bien. —El hombre entrecerró sus ojos de diamante—. Entonces, haga lo que quiera.
Jane retiró las mantas.
—No hay nada de lo que deba…
¡Dios santo! El paciente estaba completamente erecto. Inmensamente erecto. Reposando sobre la parte baja del vientre, desde la entrepierna hasta más allá del ombligo, había una erección espectacular.
—No es nada raro, ¿recuerda? —dijo él, arrastrando las palabras.
—Eh… —Jane carraspeó—. Bueno… Voy a seguir con lo que estaba haciendo.
—Por mí está bien.
El problema era que Jane ya no podía recordar qué era exactamente lo que se suponía que estaba haciendo con la toalla. Y no podía quitarle los ojos de encima. Era como si los tuviera pegados al cuerpo de su paciente.
Que es lo que sucede cuando uno tiene la oportunidad de ver a un hombre que tiene un pene del tamaño de un bate Louisville Slugger[6].
«Ay, Dios, ¿realmente acababa de pensar eso?».
—Como usted ya ha visto lo que me hicieron —dijo él de manera seca—, supongo que me está revisando el ombligo para ver si tengo pelusas.
Sí. Correcto.
Jane volvió a comenzar su tarea y pasó la toalla por las costillas.
—Y… ¿Cómo le hicieron eso?
Al ver que él no contestaba, ella lo miró a la cara. Tenía los ojos fijos en el otro extremo de la habitación y parecían vacíos, sin vida. Jane ya había visto esa mirada en pacientes que habían sufrido algún tipo de ataque y sabía que él debía de estar recordando algo horrible.
—Michael —murmuró Jane—. ¿Quién le hizo daño?
El paciente frunció el ceño.
—¿Michael?
—¿No es ése su nombre? —Jane volvió a mojar la toalla en el agua—. ¿Por qué no me sorprende?
—V.
—¿Perdón?
—Llámeme V. Por favor.
Jane volvió a ponerle la toalla sobre el costado.
—Entonces, V.
Jane ladeó la cabeza y observó cómo su mano subía por el torso del hombre y volvía a bajar. Estaba retrasando el momento de comenzar a bajar. Porque a pesar de haberse distraído con su horrible pasado, el paciente todavía tenía una erección monumental.
Muy bien, hora de seguir bajando. ¿Vale? Por Dios, Jane era una adulta. Una doctora. Había tenido un par de amantes. Lo que estaba viendo era una sencilla función biológica que resultaba de la acumulación de sangre en su increíblemente inmenso…
No, eso no era exactamente lo que necesitaba pensar en ese momento.
Mientras deslizaba la toalla hacia la cadera, trató de ignorar el hecho de que él comenzaba a moverse al mismo tiempo, arqueaba su espalda y la inmensa erección que tenía sobre su vientre se levantaba y luego volvía a caer.
De la punta del pene salió una lágrima espesa y tentadora.
Jane levantó la mirada hacia la cara del hombre… y se quedó paralizada. Él tenía los ojos fijos en su garganta y ardían con una lujuria que no era sólo sexual.
Cualquier atracción que hubiese podido sentir por él desapareció al instante. Aquél era un macho de otra especie, no era un hombre. Y era peligroso.
El hombre bajó la mirada hacia la mano con la toalla.
—No le voy a morder.
—Menos mal, porque no quiero que lo haga. —Sobre eso tenía las ideas claras. Demonios, Jane agradeció que él la hubiese mirado de esa manera, porque eso la devolvió a la realidad—. Oiga, no es que quiera saberlo por experiencia propia, pero ¿eso duele?
—No lo sé. Nunca me han mordido.
—Pensé que había dicho que…
—Yo me alimento de las hembras. Pero nadie se ha alimentado de mí.
—¿Por qué? —Al ver que el hombre cerraba la boca, como si no quisiera seguir hablando, ella se encogió de hombros—. Puede decírmelo. Después no me voy a acordar de nada, ¿no es así? Entonces, ¿qué le cuesta hablar?
Mientras el silencio se imponía en el ambiente, ella dejó de ocuparse de la región pélvica y decidió intentar subir desde los pies. A los pies de la cama, Jane pasó la toalla por las plantas de los pies, luego por los dedos y él dio un brinco, como si tuviera cosquillas. Luego Jane avanzó a los tobillos.
—Mi padre no quería que yo me reprodujera —dijo bruscamente el paciente.
Jane lo miró a los ojos enseguida.
—¿Qué?
El hombre levantó la mano enguantada y luego se dio un golpecito en la sien en la que tenía los tatuajes.
—No soy normal. Ya sabe, como los demás. Así que mi padre trató de adiestrarme como si fuera un perro. Desde luego, eso trajo también un infierno de castigos. —Al ver que ella suspiraba con compasión, el hombre la apuntó con el índice—. Si demuestra aunque sea un gramo de lástima, voy a reconsiderar esa promesa de no morderla que le acabo de hacer.
—Nada de lástima. Lo prometo —mintió Jane—. Pero ¿qué tiene que ver eso con el hecho de que usted beba de…?
—Simplemente no me gusta compartir.
«No le gusta compartirse a sí mismo», pensó Jane. Con nadie… excepto, tal vez, con Red Sox.
Jane le pasó la toalla suavemente por la pantorrilla.
—¿Por qué lo castigaron?
—¿Puedo llamarte Jane?
—Sí. —Jane volvió a mojar la toalla y la pasó por debajo de la pantorrilla. Al ver que el hombre volvía a guardar silencio, ella le permitió un momento de privacidad. Por ahora.
Bajo la presión de la mano de Jane, el hombre flexionó la rodilla y su muslo, que estaba pegado a ella, comenzó a contraerse y relajarse con un ritmo sensual. Jane dirigió un rápido vistazo a su erección y tragó saliva.
—¿Su sistema reproductivo funciona igual que el nuestro? —preguntó.
—Básicamente, sí.
—¿Ha tenido amantes humanas?
—No, no me gustan los humanos.
Jane sonrió con picardía.
—Entonces no le voy a preguntar en quién estaba pensando ahora.
—Qué bien. No creo que te sintieras cómoda con la respuesta.
Jane pensó en cómo su paciente miraba a Red Sox.
—¿Es usted homosexual?
El hombre entrecerró los ojos.
—¿Por qué lo preguntas?
—Usted parece tener una gran intimidad con su amigo, el tipo con la gorra de béisbol.
—Ya lo conocías, ¿verdad? De antes, ¿no?
—Sí, me resulta conocido, pero no puedo saber exactamente de dónde.
—¿Eso te molestaría?
Jane subió la toalla por el muslo hasta la unión con la cadera y luego bajó rápidamente.
—¿Qué usted sea homosexual? En absoluto.
—Porque eso te haría sentir más segura, ¿no es así?
—Y porque soy una persona de mente abierta. Como médico tengo una comprensión bastante clara de que, independientemente de nuestras preferencias, todos somos iguales por dentro.
Bueno, al menos los humanos. Jane se sentó al borde de la cama y volvió a subir pierna arriba. A medida que se fue acercando a la erección, la respiración del hombre se aceleró y el pene comenzó a pararse. Al ver que las caderas comenzaban a moverse, Jane levantó la vista hacia la cara. El hombre se estaba mordiendo el labio inferior y sus colmillos le cortaban la piel.
Muy bien, eso realmente…
No era asunto de ella. Pero, Dios, él debía de estar teniendo una fantasía realmente ardiente con Red Sox en ese momento.
Tras decirse que aquello no era más que una situación normal, en la que le estaba dando un baño a un paciente, y sin creerse esa mentira ni un instante, Jane pasó la mano por el abdomen del hombre, subió más allá de la cabeza hinchada del pene y bajó por el otro lado. Al sentir que el borde de la toalla rozaba su sexo, el hombre siseó.
Así que con la ayuda de Dios, Jane volvió a hacerlo, volvió a subir lentamente y a darle la vuelta a la erección, dejando que la toalla la acariciara un poco.
El hombre agarró las sábanas con fuerza y con una voz ronca dijo:
—Si sigues haciendo eso, vas a averiguar todo lo que tengo en común con un hombre humano.
Por Dios, ella quería verlo… No, no quería.
Sí, sí quería.
Luego el hombre dijo, con una voz todavía más profunda:
—¿Quieres que tenga un orgasmo?
Jane carraspeó.
—Claro que no. Eso sería…
—¿Inapropiado? ¿Quién va a enterarse? Sólo estamos tú y yo. Y, para serte sincero, me gustaría mucho tener un poco de placer en este momento.
Jane cerró los ojos. Ella sabía que, por parte de él, nada de esto tenía que ver con ella. Además, ella no tenía pensado saltar sobre la cama para aprovecharse de él. Pero ¿realmente quería ver lo bien que se lo pasaba él mientras…?
—¿Jane? Mírame. —Como si él controlara sus ojos, Jane los abrió lentamente para mirarlo a la cara—. No mires mi rostro, Jane. Vas a mirar mi mano. Ahora.
Jane obedeció, porque no se le ocurrió que podía no hacerlo. Y tan pronto como lo hizo, la mano enguantada del hombre soltó las mantas y se cerró sobre su inmensa erección. En segundos, el paciente soltó un suspiro y comenzó a subir y bajar la mano por su pene, mientras que el cuero negro del guante contrastaba con el rosado profundo de su sexo.
¡Ay… Dios… mío!
—Tú quieres hacerlo, ¿no es así, Jane? —dijo el hombre con voz ronca—. Pero no porque me desees sino porque te estás preguntando qué se siente y qué expresión tengo cuando eyaculo.
Mientras que él seguía acariciándose, ella se quedó petrificada.
—¿No es cierto, Jane? —El hombre comenzó a respirar de manera acelerada—. Te mueres por tocarme. Por saber qué tipo de ruidos hago cuando tengo un orgasmo. A qué huele.
Jane no estaba asintiendo con la cabeza, ¿o sí? Mierda. Sí.
—Dame tu mano, Jane. Déjame ponerla sobre mi pene. Aunque sólo te impulse la curiosidad clínica, quiero que me ayudes a llegar al orgasmo.
—Pensé que… pensé que no le gustaban los humanos.
—No me gustan.
—Y ¿qué cree que soy yo?
—Quiero tu mano, Jane. Ahora.
A Jane no le gustaba que nadie le dijera lo que tenía que hacer. Ni hombres ni mujeres, nadie. Pero cuando se recibía una orden como ésa, de un macho tan magnífico como él… en especial mientras estaba acostado ante ella, totalmente excitado… era prácticamente imposible negarse.
Más tarde se preocuparía por enfadarse por haber recibido una orden. Pero por ahora pensaba obedecer.
Jane dejó la toalla en el recipiente y, aunque resultara increíble, extendió la mano hacia él. El hombre tomó la mano que ella le ofrecía, lo que él le había pedido que le diera y se la llevó a la boca. Con un movimiento lento y lujurioso, le lamió el centro de la palma. Notó su lengua caliente y húmeda. Luego puso la mano de ella sobre su erección.
Los dos dejaron escapar una exclamación. El hombre estaba duro como una roca e hirviendo, y su pene era más ancho que la muñeca de Jane. Cuando el pene se detuvo al sentir la mano de ella, la mitad de Jane se preguntó qué diablos estaba haciendo, mientras que la otra mitad, la parte sexual, entró en acción. Lo cual le hizo sentir pánico. Jane atajó esos sentimientos con un gancho de acero y, sirviéndose de la capacidad de disociación desarrollada por años de practicar la medicina… mantuvo su mano derecha donde estaba.
Jane comenzó a acariciarlo, sintiendo cómo la piel suave se movía sobre el duro mástil del pene del macho. Él abrió la boca, mientras se balanceaba sobre la cama y la forma de arquear el cuerpo hizo que Jane se sintiera enloquecer. Mierda… Él era sexo puro, totalmente concentrado, sin diluir por las inhibiciones o la vergüenza, nada más que una tormenta preparándose para estallar en un orgasmo.
Jane miró hacia el lugar donde lo estaba acariciando. La mano enguantada del hombre parecía tan endemoniadamente erótica, mientras yacía debajo del lugar de donde ella lo tenía agarrado, en una posición en la que los dedos tocaban ligeramente la base del pene y cubrían los bordes de la cicatriz.
—¿Qué sientes, Jane? —preguntó él con voz ronca—. ¿Sientes algo distinto de lo que sientes cuando tocas a un hombre?
Sí. Mejor.
—No. Es lo mismo. —Jane posó los ojos en los colmillos, que estaban clavados en el labio inferior. Parecía que se habían alargado y ella tuvo la sensación de que el sexo y beber sangre eran dos cosas relacionadas—. Bueno, usted no tiene la misma expresión que ellos, claro.
Algo cruzó por la cara del hombre, una especie de sombra, y entonces bajó la mano y la metió entre las piernas. Al comienzo Jane supuso que quería acariciarse lo que colgaba debajo, pero luego se dio cuenta de que él estaba tratando de ocultar algo.
Jane sintió una punzada de dolor que la quemó como un fósforo, pero en ese momento él soltó un gemido gutural y echó la cabeza hacia atrás, mientras su pelo negro azulado se extendía por la almohada negra. A medida que sus caderas subían y los músculos de su estómago se tensaban uno detrás de otro, los tatuajes de su pelvis se estiraban y volvían a su posición original.
—Más rápido, Jane. Ahora vas a hacerlo más rápido.
El hombre dobló una pierna y sus caderas comenzaron a bombear con fuerza. Sobre su piel sensual apareció un pequeño chorro de sudor que brilló a la luz de la lámpara. Se estaba acercando… y cuanto más cerca parecía estar él, más cuenta se daba Jane de que estaba haciendo aquello porque quería hacerlo. Eso de la curiosidad clínica no era más que una mentira: ella estaba fascinada con él por otras razones.
Jane siguió apretando y concentró la fricción en la cabeza enorme del pene.
—No te detengas… Mierda… —exclamó, mientras sus hombros y su cuello se tensaban y los pectorales se apretaban hasta forrarse totalmente bajo la piel.
De repente, él abrió los ojos y éstos brillaron con la intensidad de un par de estrellas.
Luego descubrió los colmillos, que habían crecido hasta alcanzar su tamaño completo, y gritó, al tiempo que alcanzaba el éxtasis. Mientras eyaculaba, el hombre tenía los ojos fijos en el cuello de Jane y el orgasmo siguió durante varios minutos, hasta que ella se preguntó si habría tenido dos orgasmos consecutivos. O más. Por Dios… él era espectacular y, en medio de toda esa explosión de placer, aquella extraordinaria fragancia a oscuras especias inundó la habitación, hasta que ella dejó de respirar aire para aspirar solamente aquel olor.
Cuando por fin se quedó quieto, ella lo soltó y usó la toalla para limpiarle el vientre y el pecho. Pero no se quedó mucho tiempo junto a él. En lugar de eso se puso de pie y pensó que le gustaría estar a solas un momento.
El hombre la miró por debajo de sus párpados entrecerrados y dijo con voz áspera:
—¿Sí, ves? Exactamente igual.
«No, ni remotamente parecido».
—Sí.
Él se echó la colcha por encima de las caderas y cerró los ojos.
—Usa la ducha, si quieres.
Jane se apresuró a coger el recipiente y la toalla con torpeza para llevarlos al baño. Mientras se apoyaba sobre el lavabo, pensó que tal vez un poco de agua caliente y ponerse algo distinto a un traje de quirófano la ayudarían a aclarar sus pensamientos… Porque por el momento lo único que podía ver era la imagen del hombre mientras eyaculaba sobre su mano, el pecho y el vientre.
Abrumada por esos pensamientos, Jane regresó a la habitación, sacó algunas de sus cosas del maletín pequeño y se recordó que esa situación no era real, no formaba parte de su realidad. Era un espasmo, un nudo en el hilo de su vida, como si su destino hubiese contraído la gripe.
Esto no era real.
‡ ‡ ‡
Al finalizar su clase, Phury regresó a su habitación y se cambió de ropa. Se quitó la camisa de seda negra y los pantalones color crema de cachemira con los que había ido a impartir la clase y se puso la ropa de cuero que usaba para pelear. Técnicamente se suponía que no debía salir a combatir esa noche, pero con V en cama, necesitaban otro par de manos.
Lo cual era perfecto para él. Era mejor estar en las calles cazando que involucrarse en ese asunto de Z y Bella y el embarazo.
Se puso la cartuchera en el pecho, deslizó dentro de ella dos dagas, con las empuñaduras hacia abajo y se puso una pistola SIG Sauer en cada cadera. Se dirigió a la puerta, cogió su chaqueta de cuero y le dio unos golpecitos al bolsillo interior para asegurarse de que llevaba un par de porros y un mechero.
Tan pronto como empezó a bajar la magnífica escalera principal de la mansión, con paso rápido, pensó que ojalá nadie lo viera… pero lo pillaron antes de que pudiera salir de casa. Al llegar al vestíbulo, Bella lo llamó por su nombre, y el sonido de los zapatos de ella sobre el suelo de mosaico significaba que tenía que detenerse.
—No bajaste a la Primera Cena —dijo Bella.
—Estaba en clase. —Phury la miró por encima del hombro y se sintió aliviado de ver que ella tenía buen aspecto, con buen color y los ojos brillantes.
—Pero ¿has comido algo?
—Sí —mintió Phury.
—Bueno… y… ¿no deberías esperar a Rhage?
—Nos encontraremos después.
—Phury, ¿estás bien?
Phury se dijo que no le correspondía decir nada. Ya había tomado esa decisión, después de la charla con Z. Esto no era asunto suyo…
Pero, como siempre le sucedía con Bella, Phury perdía totalmente el control.
—Creo que debes hablar con Z.
Bella ladeó la cabeza y su cabello se deslizó por el hombro. ¡Por Dios, tenía un cabello precioso! Oscuro, sin llegar a ser negro. Al verlo, él siempre pensaba en un mueble de caoba fina, que ha sido cuidadosamente barnizado, con vetas rojizas y marrones.
—¿Sobre qué?
Mierda, él no debería estar haciendo esto.
—Si le estás ocultando algo, cualquier cosa… deberías decírselo.
Bella entrecerró los ojos y luego desvió la mirada, mientras cambiaba de posición y pasaba todo el peso de su cuerpo de un pie a otro y cruzaba los brazos sobre el pecho.
—Yo… Eh, no te voy a preguntar cómo lo sabes, pero supongo que es porque Z lo sabe. ¡Oh… maldición! Iba a hablar con él después de ver a Havers esta noche. Ya tengo cita.
—¿Hasta qué punto es grave? ¿La hemorragia?
—Nada serio. Por eso no tenía pensado decir nada hasta ir a ver a Havers. ¡Por Dios, Phury, ya conoces a Z! Ya está horriblemente nervioso, vive tan preocupado por mí que me da pánico que se distraiga en el campo y termine herido.
—Sí, pero ¿sabes una cosa? Esto es peor, porque no sabe lo que está sucediendo. Habla con él. Tienes que hacerlo. Él estará bien. Por tu bien, mantendrá la calma.
—¿Estaba muy enfadado?
—Tal vez un poco. Pero más que eso, está preocupado. Z no es estúpido. Él sabe por qué tú no quisiste decirle que tenías un problema. Mira, dile que te acompañe esta noche, ¿vale? Déjale ir contigo.
A Bella se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Tienes razón. Yo sé que tienes razón. Sólo quiero protegerlo.
—Eso es exactamente lo que él siente por ti. Déjale ir contigo.
En medio del silencio que siguió, Phury pensó que la indecisión que reflejaban los ojos de Bella ya no era asunto suyo. Él ya había hecho su parte.
—Que vaya todo bien, Bella.
Cuando dio media vuelta, ella le agarró la mano.
—Gracias por no enfadarte conmigo.
Por un momento, Phury se imaginó que el niño que Bella llevaba dentro de su vientre era su hijo y que podía abrazarla e ir con ella al médico y cuidarla después.
Entonces tomó suavemente la muñeca de Bella y la soltó, mientras que la mano de ella le rozaba la piel con una delicadeza que dolía como si le estuvieran clavando unas púas.
—Eres la mujer de mi gemelo. Nunca podría enfadarme contigo.
Mientras atravesaba el vestíbulo y salía a la noche fría, Phury pensó en hasta qué punto era cierto eso de que nunca podría enfadarse con ella. ¿Qué pasaría con él, por otro lado? Nada.
Después de desmaterializarse y aparecer en el centro, Phury sintió que le esperaba una colisión de algún tipo. No sabía dónde estaba la pared con la que se iba a estrellar o de qué estaba hecha, ni si él se iba a estrellar con ella por sí mismo o alguien o algo lo lanzarían.
Pero sabía que en medio de la amarga oscuridad había una pared esperándolo. Y parte de él se preguntó si esa pared no tendría una enorme H pintada encima.