13

Mientras Butch se acomodaba en la cama de Vishous, éste se sintió avergonzado de tener que admitir que había pasado muchos días preguntándose cómo sería aquello. Cómo se sentiría. A qué olería. Ahora que su fantasía se había convertido en realidad, se alegró de que tuviera que concentrarse en curar a Butch. De otra forma, tenía la sensación de que sería una experiencia demasiado intensa y tendría que parar.

Cuando su pecho rozó el de Butch, trató de decirse que no necesitaba aquel contacto. Intentó fingir que no necesitaba sentir a alguien junto a él, que no se sentía bien al estar acostado junto a otra persona, que no le gustaban ni la calidez ni el peso de otro cuerpo contra el suyo.

Que el hecho de curar al policía no lo curaba también a él.

Pero, claro, todo eso no era más que mierda. Mientras ponía sus brazos alrededor de Butch y se abría para recibir toda la maldad del Omega, sintió que necesitaba todo eso. Después de la visita de su madre y el disparo, anhelaba sentir la cercanía de otra persona, deseaba sentir unos brazos que le devolvieran el abrazo. Y los latidos de un corazón palpitando junto al suyo.

Había pasado tanto tiempo manteniendo su mano alejada de los otros, manteniéndose aislado de los demás, que el hecho de bajar la guardia con la única persona en la que realmente confiaba le provocó un escozor en los ojos.

Menos mal que él nunca lloraba, o sus mejillas ya estarían tan húmedas como las piedras de un río.

Mientras que Butch se estremecía con alivio, Vishous sintió el temblor de los hombros y las caderas de su amigo. Y a pesar de saber que era ilícito, pero sin poder contenerse, levantó su mano tatuada y la hundió en la nuca de Butch. Al ver que el policía dejaba escapar otro gemido y se pegaba más a él, V clavó los ojos en su cirujana.

Ella estaba en el sillón, observándolos, con los ojos como platos y la boca un poco abierta.

La única razón por la cual V no se sintió endemoniadamente incómodo fue porque sabía que, cuando ella se marchara de allí, no tendría ningún recuerdo de ese momento íntimo. De lo contrario, no habría podido soportado. Mierda, estas cosas no pasaban con frecuencia en su vida, principalmente porque él no lo permitía. Y prefería morirse antes que permitir que una desconocida recordara algo tan privado.

Excepto que… ella no se sentía realmente como si fuera una desconocida.

La mujer se llevó la mano a la garganta y se dejó caer sobre el sillón. A medida que el tiempo se estiraba perezosamente, como un perro que se despereza en una brumosa noche de verano, los ojos de ella no se apartaban de los de V y él tampoco desvió la mirada.

Aquella palabra volvió a resonar dentro de él: «Mía».

Sólo que ¿en quién estaba pensando? ¿En Butch o en ella?

V se dio cuenta de que estaba pensando en ella. La mujer que estaba en el otro extremo de la habitación era la que estaba haciendo resonar esa palabra dentro de él.

Butch se acomodó y sus piernas rozaron las de V a través de las mantas. Con un sentimiento de culpa, V recordó las veces que se había imaginado que estaba con Butch, que había imaginado que los dos estaban como estaban ahora, acostados uno junto al otro, que había imaginado que ellos… bueno, la curación no cubría ni la mitad de sus fantasías. Era extraño, sin embargo. Ahora que estaba sucediendo, V no estaba pensando en nada sexual relacionado con Butch. No… El deseo sexual y la palabra que indicaba que quería aparearse estaban dirigidos a la mujer que los observaba en silencio desde el otro lado de la habitación, la mujer que parecía absolutamente impactada.

¿Tal vez no podía soportar ver a dos hombres juntos? Aunque él y Butch nunca iban a estar realmente juntos.

Por alguna ridícula y maldita razón, V sintió el impulso de decirle:

—Es mi mejor amigo.

La mujer pareció sorprenderse por el hecho de que él le hubiese dado una explicación. Y él también.

‡ ‡ ‡

Jane no podía apartar la mirada de la cama. El paciente y Red Sox estaban brillando al mismo tiempo; una luz suave emanaba de sus cuerpos y algo estaba ocurriendo entre ellos, algún tipo de intercambio. Por Dios, y ese olor dulzón se estaba desvaneciendo.

¿Mejores amigos? Jane observó la mano del paciente, hundida en el pelo de Red Sox, y la forma en que aquellos imponentes brazos rodeaban al hombre apretándolo contra su cuerpo. Seguramente eran buenos amigos, pero ¿hasta dónde llegaba esa amistad?

Después de Dios sabe cuánto tiempo, Red Sox soltó un largo suspiro y levantó la cabeza. Al ver que sus rostros estaban a sólo unos centímetros de distancia, Jane se preparó. No tenía problemas con el hecho de que dos hombres estuviesen juntos, pero por alguna extraña razón, no quería que su paciente besara a su amigo. Ni a nadie más.

—¿Estás bien? —preguntó Red Sox.

El paciente contestó en voz baja y suave.

—Sí. Cansado.

—Me imagino. —Red Sox se levantó de la cama con agilidad. ¡Por Dios santo, parecía como si acabara de pasar un mes en un balneario! Tenía de nuevo un color normal y sus ojos brillaban y estaban alerta. Y ese aire de malevolencia había desaparecido.

El paciente se acomodó de espaldas. Luego se acostó de lado e hizo una mueca de dolor. Volvió a acostarse sobre la espalda. Movía las piernas continuamente debajo de las mantas, como si estuviera tratando de calmar lo que sentía en el cuerpo.

—¿Te duele? —preguntó Red Sox. Al ver que no había respuesta, el hombre la miró a ella por encima del hombro—. ¿Puede ayudarlo, doctora?

Jane quería negarse. Quería gritar un par de groserías y exigir nuevamente que la dejaran ir. Y quería darle una patada en las pelotas a aquel miembro de los Red Sox por hacer que su paciente se sintiera más enfermo de lo que estaba, debido a lo que acababa de pasar.

Pero el juramento hipocrático la hizo levantarse y dirigirse a los maletines.

—Eso depende de lo que me hayan traído.

Jane buscó en el maletín y encontró una bolsa con prácticamente todos los analgésicos que existían. Y todo venía perfectamente empaquetado, así que era evidente que debían tener contactos en un hospital: las medicinas estaban selladas, lo que demostraba que no habían recorrido un camino muy largo por el mercado negro. ¡Por Dios, probablemente estos tipos eran el mercado negro!

Para asegurarse de no haber pasado por alto ninguna opción, Jane buscó en el segundo maletín… y se encontró con sus pantalones de chándal favoritos… y con el resto de las cosas que había dejado sobre la cama para meter en su maleta para ir a Manhattan a su entrevista en Columbia.

Habían estado en su casa. Aquellos malditos habían estado en su casa.

—Teníamos que devolver su coche —explicó Red Sox—. Y nos imaginamos que le gustaría tener ropa limpia. Eso estaba preparado.

Habían conducido su Audi y habían inspeccionado su casa y sus cosas.

Jane se puso de pie y le dio una patada al maletín. Al ver que su ropa se desperdigaba por el suelo, metió la mano en el bolsillo de la bata y cogió la navaja de afeitar, dispuesta a abalanzarse sobre el cuello de Red Sox.

—Discúlpate —dijo de pronto el paciente con voz fuerte.

Ella dio media vuelta y miró hacia la cama con odio.

—¿A santo de qué? Son ustedes los que me han traído en contra de mi…

—Tú no. Él.

Red Sox pareció hacer un gran esfuerzo, pero dijo rápidamente:

—Lamento haber irrumpido en su casa. Sólo estábamos tratando de hacerle esto más fácil.

—¿Más fácil? No se ofenda, pero sus disculpas me saben a mierda. ¿Saben? La gente me va a echar de menos. La policía debe estar buscándome.

—Ya nos hemos encargado de todo eso, incluso de la cita en Manhattan. Encontramos los billetes de tren y la cita para la entrevista. Ya no la están esperando.

La rabia hizo que se quedara sin voz por un momento.

—¿Cómo se han atrevido?

—Nos han dicho que no había problema en aplazarla cuando supieron que usted estaba enferma —explicó Red Sox, como si diera por hecho que eso debía arreglar las cosas.

Jane abrió la boca, dispuesta a insultarlo, cuando se dio cuenta de que estaba totalmente a merced de ellos. Así que enemistarse con sus captores no era probablemente lo más inteligente.

Entonces soltó una maldición y miró al paciente.

—¿Cuándo me va a dejar ir?

—Tan pronto como esté en forma.

Jane se quedó examinando su cara, desde la perilla hasta los ojos de diamante y los tatuajes de la sien.

—Déme su palabra —dijo de manera instintiva—. Júrelo por la vida que yo le devolví. Jure que me dejará ir sana y salva.

V no vaciló ni un segundo, ni siquiera para tomar aire.

—Juro por mi honor y la sangre que corre por mis venas que usted estará libre tan pronto como yo me encuentre mejor.

Mientras se maldecía a sí misma y los maldecía a ellos, Jane sacó la mano del bolsillo, se agachó y tomó un frasco de Demerol del maletín más grande.

—No hay jeringas.

—Yo tengo. —Red Sox se acercó y le alcanzó una jeringuilla dentro de su paquete hermético. Cuando Jane iba a cogerla, él agarró el paquete con más fuerza en lugar de soltarlo—. Confío en que usará esto con cuidado.

—¿Con cuidado? —Jane le sacó la jeringa—. No, voy a sacarle un ojo con esto. Porque no fue eso lo que me enseñaron en la facultad de medicina.

Jane volvió a agacharse y buscó en el maletín hasta encontrar un par de guantes de látex, un sobre de gasa con alcohol y apósitos y vendas para cambiar el vendaje del pecho.

Aunque le había puesto al paciente una dosis profiláctica de antibióticos en vena antes de la operación, para disminuir el riesgo de infección, preguntó:

—¿Pueden conseguir también antibióticos?

—Cualquier cosa que usted necesite.

Sí, definitivamente debían tener un contacto en un hospital.

—Quisiera un poco de ciprofloxacina o tal vez amoxicilina. Eso depende de lo que esté sucediendo debajo de los vendajes.

Puso la aguja, el frasco y el resto de las cosas sobre la mesilla de noche, se puso los guantes y rasgó el paquete de la gasa con alcohol.

—Espere un momento, doctora —dijo Red Sox.

—¿Perdón?

Red Sox clavó los ojos en ella como si fueran la mirilla de un arma.

—Con el debido respeto, debo insistir en que si usted le hace daño intencionadamente, la mataré con mis propias manos. Aunque sea una mujer.

Mientras Jane sentía una oleada de terror que descendía por su espalda, la habitación se estremeció con el ruido de un gruñido profundo, como el que hace un mastín antes de atacar.

Los dos miraron al paciente con asombro.

Tenía el labio superior contraído y los afilados caninos habían crecido hasta alcanzar el doble del tamaño que tenían antes.

—Nadie va a tocarla. No me importa lo que haga o a quién se lo haga.

Red Sox frunció el ceño, como si a su amigo se le hubiese aflojado un tornillo.

—Ya conoces nuestro acuerdo, compañero. Te voy a proteger hasta que puedas cuidarte por ti mismo. ¿No te gusta? Entonces mejora pronto y así podrás preocuparte por ella.

Nadie.

Hubo un momento de silencio; entonces Red Sox miró a Jane y al paciente de forma alterna, como si estuviera calculando una ley física… y no le salieran las cuentas.

Jane intervino, pues sintió la necesidad de calmar los ánimos.

—Está bien, está bien. Terminen ya con su exhibición machista, ¿quieren? —Los dos hombres la miraron con asombro y parecieron aún más perplejos cuando Jane le dio un codazo a Red Sox para apartarlo de su camino—. Si se va a quedar aquí, deje ya de hablar de agredir a alguien. Eso no ayuda a su amigo. —Luego miró con furia al paciente—. Y usted… tranquilícese.

Tras un momento de tenso silencio, Red Sox se aclaró la garganta y el paciente se puso su guante y cerró los ojos.

—Gracias —murmuró Jane—. Ahora, ¿les molesta si hago mi trabajo para poder salir de aquí pronto?

Jane le aplicó al paciente una inyección de Demerol y, en minutos, su ceño fruncido se relajó como si alguien hubiese aflojado los tornillos que mantenían la tensión. Cuando el cuerpo se hubo relajado, Jane le quitó los vendajes del pecho y levantó los apósitos que cubrían la herida.

—¡Por… Dios! —exclamó.

Red Sox miró por encima del hombro de Jane.

—¿Qué sucede? Ya ha cerrado perfectamente.

Jane hizo presión suave sobre la hilera de grapas metálicas y la línea rosada que había debajo de éstas.

—Ya podría quitar las grapas.

—¿Necesita ayuda?

—Pero esto no es normal.

El paciente abrió los ojos y era obvio que sabía exactamente lo que ella estaba pensando: «Un vampiro».

—Por favor, alcánceme las tijeras y las pinzas que hay en el maletín —pidió Jane sin mirar a Red Sox—. Ah, y tráigame también el antibiótico tópico en spray. —Al oír el ruido que hacía Butch al otro extremo de la habitación, Jane murmuró—: ¿Quién es usted?

—Un ser vivo —contestó el paciente—. Gracias a usted.

—Aquí tiene.

Jane saltó como si fuera una marioneta. Red Sox le estaba alcanzando dos instrumentos de acero inoxidable, pero la verdad es que ella no podía recordar por qué se los había pedido.

—Las grapas —murmuró Jane.

—¿Qué? —preguntó Red Sox.

—Voy a sacar las grapas. —Jane cogió las tijeras y las pinzas y puso un poco de antibiótico sobre el pecho del paciente.

A pesar de que sentía que el cerebro se le retorcía dentro de la cabeza, Jane logró cortar y retirar cada uno de los casi veinte ganchos metálicos y arrojarlos a la papelera que había junto a la cama. Cuando terminó, secó las gotas de sangre que se asomaron en todos los puntos de entrada y salida y luego roció el pecho con más antibiótico.

Al mirar los ojos brillantes del paciente, Jane tuvo la certeza de que no era humano. Había visto el interior de demasiados cuerpos y había sido testigo durante muchos años de la lucha para curar como para pensar de otra manera. De lo que no estaba segura es de en qué lugar la dejaba eso. A ella y al resto de la raza humana.

¿Cómo era posible todo esto? ¿Que hubiese otra especie con tantas características humanas? Por supuesto, probablemente ésa era la forma en que habían logrado permanecer ocultos.

Jane cubrió el centro del pecho del paciente con una capa ligera de gasa y luego la pegó con esparadrapo. Cuando terminó, el paciente hizo una mueca de dolor y se llevó la mano enguantada al estómago.

—¿Está bien? —preguntó Jane al ver que el hombre se ponía blanco como un papel.

—Tengo náuseas. —Una línea de gotas de sudor apareció sobre su labio superior.

Jane miró a Red Sox.

—Creo que lo mejor es que se marche.

—¿Por qué?

—Está a punto de vomitar.

—Estoy bien —musitó el paciente y cerró los ojos.

Jane se dirigió al maletín, sacó un recipiente y se dirigió a Red Sox.

—Váyase, ahora. Déjeme ocuparme de él. No necesitamos público para esto.

Maldito Demerol. Era un analgésico excelente, pero a veces los efectos secundarios eran un verdadero problema para los pacientes.

Red Sox vaciló un momento, hasta que vio que el paciente dejaba escapar un gruñido y comenzaba a tragar saliva de manera compulsiva.

—Hummm, está bien. Oiga, antes de irme, ¿quiere que le traiga algo de comer? ¿Hay algo en particular que le apetezca?

—Está bromeando, ¿verdad? O acaso se supone que debo olvidarme del secuestro y de la amenaza de muerte y pedir algo de comer como si esto fuera un restaurante.

—No hay razón para que no coma nada mientras esté aquí. —Butch recogió la bandeja.

Dios, esa voz… esa voz ronca y profunda, con acento de Boston.

—Yo le conozco. Estoy segura de que le conozco de alguna parte. Quítese la gorra. Quiero verle la cara.

El hombre atravesó la habitación con la bandeja que ella había dejado intacta.

—Le traeré algo más de comer.

Al ver que la puerta se cerraba y le ponían el seguro, Jane sintió el impulso infantil de correr hasta allí y comenzar a darle golpes.

El paciente gimió y ella se giró a mirarlo.

—¿Ya va a dejar de esforzarse por no vomitar?

—Mierda… —Mientras se ponía de lado y se encogía, V comenzó a tener arcadas.

No se necesitó recipiente, porque no tenía nada en el estómago, así que Jane corrió al baño, trajo una toalla y se la puso en la boca. Mientras el paciente se sacudía de manera miserable, tratando de vomitar, se agarraba el centro del pecho, como si no quisiera abrirse la herida.

—Está bien —dijo Jane, poniéndole una mano sobre la suave piel de la espalda—. Está suficientemente cicatrizada. No se va a abrir la herida.

—Siento… como… si… Mierda…

Dios, el hombre estaba sufriendo, tenía la cara en tensión y colorada, estaba sudando a mares y todo el cuerpo le temblaba.

—Está bien, limítese a dejar pasar la sensación. Cuanto menos combata las náuseas, más fácil será. Sí… así es… respire entre cada ataque de arcadas. Bien, ahora…

Jane comenzó a acariciarle la espalda, mientras sostenía la toalla, y no pudo parar de decirle cosas para tranquilizarlo. Cuando pasó, el paciente se acostó lo más quieto posible, mientras respiraba por la boca y apretaba las sábanas con la mano enguantada.

—Eso no ha sido muy divertido —dijo con voz ronca.

—Buscaremos otro analgésico —murmuró ella, sacándole el pelo de los ojos—. Basta de Demerol para usted. Oiga, quisiera revisar las heridas, ¿está bien?

V asintió con la cabeza y se acostó de espaldas, mientras que su pecho parecía tan grande como la propia cama. Jane levantó con cuidado el esparadrapo y la gasa. ¡Por Dios! La piel que había quedado perforada por las grapas hacía sólo quince minutos estaba ahora completamente lisa. Lo único que quedaba era una pequeña línea rosada que bajaba por el esternón.

—¿Quién es usted? —preguntó Jane bruscamente.

El paciente se dio la vuelta hacia ella.

—Estoy cansado.

Sin pensarlo, Jane comenzó a acariciarlo nuevamente y el roce de su mano contra la piel de la espalda de V producía un sonido calmante. No pasó mucho tiempo antes de que Jane notara que los hombros del paciente eran puro músculo… y que lo que estaba tocando era cálido y muy masculino.

Jane retiró la mano.

—Por favor. —V le agarró la muñeca con la mano buena, aunque tenía los ojos cerrados—. Tóqueme o… mierda, si no abráceme. Me siento… como a la deriva. Como si fuera a salir flotando. No siento nada. Ni la cama… ni mi cuerpo.

Jane bajó la vista hacia su muñeca, de donde él la tenía agarrada, y luego se fijó en el grosor de sus bíceps y el ancho de su pecho. De repente se le ocurrió que aquel hombre podría romperle el brazo en dos, pero sabía que no lo haría. Hacía media hora había estado dispuesto a cortarle el cuello a uno de los suyos para protegerla…

Basta.

«No te puedes sentir segura con él. El síndrome de Estocolmo no es un buen consejero».

—Por favor —repitió él, con la respiración entrecortada, y se veía que le daba vergüenza sentirse así.

Por Dios, ella nunca había entendido cómo era posible que las víctimas de secuestro pudieran desarrollar una relación afectiva con sus captores. Eso iba contra toda lógica y también contra el instinto de conservación: nuestro enemigo no puede ser nuestro amigo.

Pero era imposible negar la ternura de este hombre.

—Necesito mi mano.

—Tiene dos manos. Utilice la otra. —Después de decir eso, V se encogió alrededor de la mano que tenía agarrada y las sábanas descubrieron un poco más de su torso.

—Entonces déjeme cambiar de mano —murmuró Jane, mientras sacaba suavemente la mano que él le tenía agarrada, le daba la otra y luego ponía la palma que acababa de liberar sobre el hombro de su paciente.

La piel del hombre era de un color dorado oscuro como un bronceado de verano y suave… Dios, era suave y tersa. Siguiendo la curvatura de la columna, Jane subió hasta la nuca y, antes de que se diera cuenta de lo que estaba haciendo, le estaba acariciando el pelo sedoso. Corto por detrás y largo alrededor de la cara; Jane se preguntó si lo usaría así para esconder los tatuajes de la sien. Sólo que los tatuajes debían haber sido hechos para ser exhibidos, ¿por qué otra razón se haría tatuar en un lugar tan visible?

El hombre emitió un ruido con la garganta, un ronroneo que hizo vibrar su pecho y la parte posterior de la espalda; luego se giró hacia el otro lado, pero ese movimiento estiró demasiado el brazo de Jane. Estaba claro que él quería que ella se acostara a su lado, pero al ver que se resistía, dejó de tirar.

Mientras miraba su brazo atrapado entre los bíceps del hombre, Jane pensó en la última vez que había estado acostada con un hombre. Hacía mucho de eso. Y, francamente, no había sido tan agradable.

De pronto recordó los ojos negros de Manello…

—No piense en él.

Jane se sobresaltó.

—¿Cómo sabe en quién estaba pensando?

El paciente la soltó y se dio lentamente la vuelta, de manera que quedó mirando hacia el otro lado.

—Lo siento. No es asunto mío.

—¿Cómo lo supo?

—Voy a tratar de dormir un poco, ¿vale?

—Vale.

Jane se levantó y regresó a su sillón, mientras pensaba en ese corazón de seis cavidades. En la sangre imposible de identificar. En los colmillos clavados en la muñeca de la rubia. Al mirar hacia la ventana, se preguntó si lo que tapaba los cristales no sería sólo por seguridad sino para tapar la luz del sol.

¿Adónde la llevaba todo eso? ¿A que estaba encerrada en un cuarto con un… vampiro?

Su lado racional rechazó la idea de entrada, pero en el fondo sabía que tenía lógica. Mientras sacudía la cabeza, recordó su frase favorita de Sherlock Holmes y la parafraseó: si se eliminan todas las explicaciones posibles, entonces la respuesta es lo imposible. La lógica y la biología no mentían, ¿o sí? Ésa era una las razones principales por las cuales había decidido convertirse en médico.

Jane se quedó mirando a su paciente y se perdió en las implicaciones. La cabeza le daba vueltas alrededor de las posibilidades evolutivas, pero también consideraba asuntos más prácticos. Pensó en las medicinas que había en el maletín y en el hecho de que el paciente estaba en una parte peligrosa de la ciudad cuando le dispararon. Y él la había secuestrado.

¿Cómo era posible que ella pudiera confiar en él o en su palabra?

Jane se metió la mano en el bolsillo y tocó la navaja de afeitar. La respuesta a eso era fácil. No podía.