46

De pie a la entrada de la biblioteca, Butch procuraba no mirar a Marissa, algo muy difícil de conseguir, sobre todo porque ella estaba sentada al lado de Rehvenge.

Trató de distraerse mirando a otra parte. La reunión estaba llena de peces gordos. Parecía una cumbre internacional, excepto por el hecho de que estaban vestidos a la antigua usanza, especialmente las hembras. El cofre de joyas de Elizabeth Arden no hubiera podido competir con los adornos de esas individuas.

Y entonces la bomba estalló.

El fulano que estaba presidiendo la mesa miró a la entrada, vio a Lash y se puso pálido como un cadáver. Se levantó lentamente; parecía que había perdido la voz. Como todos en la sala.

—Necesitamos hablar, señor —dijo Rhage mientras le daba una sacudida a Lash—. Acerca de las actividades extracurriculares de su hijo.

Rehvenge se puso de pie.

—Claro que lo haremos.

Esto rompió la reunión como un eje que atraviesa un bloque de hielo. El padre de Lash sacó rápidamente a Rhage, Rehvenge y al chaval y los llevó a una sala de espera, muy mortificado. Mientras tanto, los otros asistentes se levantaron de la mesa y comenzaron a arremolinarse confundidos. Ninguno de ellos entendía nada, y la mayoría lanzaba miradas asesinas en dirección a Marissa.

Butch quiso enseñarles un poco de respeto.

Sus puños se crisparon. Las fosas nasales se le dilataron y olfateó el aire, captando el perfume de Marissa y absorbiéndolo por cada uno de sus poros. Naturalmente, se sintió débil al estar tan cerca de ella y, cómo no, se empalmó. Para disimularlo, sólo se le ocurrió quedarse quieto, sin mover brazos ni piernas, especialmente cuando notó que ella lo miraba.

Una brisa fría se coló en la casa. Butch notó que la enorme puerta principal se había quedado abierta después de su llegada con el chaval. Al contemplar la noche, allá afuera, sintió que era mejor salir. Mejor y más limpio. Más ordenado. Menos peligroso, además, dada la rabia con la que quería moler a esos esnobs por tratar a Marissa con frialdad.

Salió de la casa y paseó un rato por el césped delantero, sobre el terreno enfangado. Luego dio la vuelta y regresó a la casa. Se detuvo al llegar al Escalade porque sintió que no estaba solo.

Marissa estaba junto a él.

—Hola, Butch.

Jesucristo, estaba hermosísima.

—Marissa. —Metió las manos en el bolsillo del abrigo de cuero. Y pensó en cuánto la extrañaba. Deseaba. Anhelaba. No sólo para sexo.

—Butch… Yo…

Súbitamente, él se tensó y sus ojos se fijaron en alguien que caminaba por el césped. Un hombre… un hombre con el pelo desteñido… un restrictor.

—Mierda —silbó Butch. Agarró a Marissa y empezó a arrastrarla hacia la casa.

—¿Qué estás haciendo…? —Entonces vio al restrictor y dejó de luchar.

—Corre —le ordenó él—. Corre y diles a Rhage y a V que vengan. Y cierra la maldita puerta.

Le dio un empujón y giró en redondo, sin respirar hasta que oyó un sonoro portazo y el ruido de los cerrojos al cerrarse por dentro.

El Capataz venía por el césped.

Hombre, qué suerte no tener público. Porque antes de matar al fulano, quería despedazarlo como retribución a las torturas que le había hecho. Ojo por ojo, como se suele decir.

Cuando el bastardo estuvo más cerca, alzó las manos en señal de rendición, pero Butch no le hizo caso. Estaba alerta, a la espera de descubrir una legión entera de verdugos en los terrenos de la casa. Para su sorpresa, no había ninguno.

Sin embargo, se sintió más seguro cuando V y Rhage se materializaron detrás de él, sus cuerpos desplazando el fresco aire de la noche primaveral.

—Creo que es sólo él —farfulló Butch, el cuerpo preparado para la lucha—. Y no necesito decírselo pero éste es… mío.

Cuando el verdugo estuvo más cerca, Butch se preparó para saltar sobre él. Qué cosa tan rara, se dijo. Lo que hay que ver. Al restrictor le rodaban lágrimas por las mejillas.

Con angustiada voz, dijo:

—Tú, poli. Tómame. Elimíname. Por favor…

—No me gusta esto —dijo Rhage desde la izquierda.

Los ojos del restrictor se movieron hacia el hermano y después volvieron a Butch.

—Yo sólo quiero que esto se acabe. Estoy atrapado… Por favor, mátame. Y tienes que ser tú. No ellos.

—Será un jodido placer —murmuró Butch.

Se lanzó contra el fulano, esperando que opusiera resistencia, pero el bastardo no hizo nada. Simplemente se tendió de espaldas, como una bolsa de arena.

—Gracias… gracias… —La extravagante gratitud brotó de la boca del restrictor, una corriente sin fin, marcada con doloroso alivio.

En cuanto Butch sintió la urgencia de inhalar, cayó sobre el Capataz, le cogió la garganta y abrió la boca, consciente de que los ojos de la glymera lo contemplaban desde el interior de la mansión tudor. Justo cuando empezaba a inhalar, pensó en Marissa. No quería que ella viera lo que iba a suceder.

Sin embargo no pasó nada. No hubo intercambio, ni conexión, ni más inhalación. Alguna clase de bloqueo impedía que la maldad le fuera transferida.

Los ojos del Capataz reventaron de pánico.

—Pero funciona… con otros. ¡Funciona! Yo lo he visto…

Butch trató de inhalar otra vez hasta que entendió que, por alguna razón, ese inmortal no podía ser consumido. ¿Por ser el Capataz? A quién diablos le importaba.

—Con los otros… —El restrictor deliraba—. Con los otros, funcionó…

—Contigo no. —Butch desenvainó el cuchillo que tenía en la cadera—. Pero, tranquilo, hay otros métodos. —Se echó hacia atrás y alzó la espada sobre su cabeza.

El restrictor gritó y empezó a gesticular.

—¡No! ¡Él me torturará! Nooooooooo…

Su alarido se desvaneció al tiempo que su cuerpo se quebrantaba con un silbido.

Butch suspiró aliviado. No obstante, de pronto sintió una ola de maldad que se le disparaba en su interior y lo quemaba con extremos de calor y frío combinados. Respiró entrecortadamente. Una asquerosa carcajada burbujeó desde alguna parte y zigzagueó a través de la noche, la clase de sonido incorpóreo que hace que cualquiera piense en su propio ataúd.

El Omega.

Butch se aferró a la cruz de oro, por encima de la camisa, y se puso en pie de un salto. La escalofriante presencia del Mal apareció delante de él. Quiso escapar. Sin embargo, con un gran esfuerzo de voluntad y coraje, no retrocedió. Entre brumas, sintió que Rhage y V se pegaban a él, lo flanqueaban y protegían.

—¿Qué pasa, poli? —masculló V—. ¿Qué estás mirando?

¡Ellos no podían ver al Omega!

Antes de que pudiera explicarse, la resonante y característica voz del Mal se entrelazó con las ráfagas de viento.

—Así que eres el único, ¿no es así? Mi… hijo.

—Nunca.

—¿Butch? ¿Con quién estás hablando? —dijo V.

—¿Acaso no te engendré yo? —El Omega se rió—. ¿Acaso no te di una parte mía? Sí, lo hice. ¿Y sabes qué dijeron de mí?

—No quiero saberlo.

La mano fantasmal del Omega lo señaló. Butch se estremeció.

—Siempre te proclamé como mío. Hijo.

—Lo siento. El puesto de mi padre ya está ocupado.

Butch se sacó la cruz, que se balanceó colgada de la cadena. Débilmente, pensó que oía blasfemar a V, como si el hermano se imaginara lo que iba a pasar.

El Omega observó la pesada joya de oro. Paseó la mirada sobre Rhage y V, y la mansión.

—Esas chucherías no me impresionan. Ni nada de lo que hacen los hermanos. Ni los cerrojos ni las puertas más firmes.

—Pero yo sí.

El Omega movió la cabeza, de un lado a otro, con inquietud.

En ese momento, la Virgen Escribana se materializó a sus espaldas, desvestida y brillante como una supernova.

Instantáneamente el Omega se convirtió en un agujero en el suelo, no tan grande como su anterior aparición, pero sí un humeante hoyo negro en la tierra.

—Oh, mierda —ladró V confundido. Rhage y él no veían nada.

La voz del Omega emergió de la oscura profundidad en que se había transformado.

—Hermana, ¿cómo te va esta noche?

—Te ordeno que regreses a Dhunhd. Vete, ¡ya!

Su resplandor se incrementó y extendió; los rayos de luz empezaron a encajar en el agujero del Omega.

Un desagradable gruñido salió del boquete.

—¿Crees tú que el destierro me afligirá y me impedirá presentarme? Qué simple eres.

—Vete ya. —Una interminable corriente de palabras brotó de los labios de la Virgen Escribana, ninguna en el Lenguaje Antiguo ni en otra lengua que Butch hubiera oído.

Justo antes de que el Omega desapareciera, Butch sintió que los ojos del Mal se abatían sobre él mientras su horrible voz resonaba con fuerza:

—Cómo me inspiras, mi hijo… Y por nuestro amor te pido que seas más sabio en la búsqueda de tu sangre. Las familias deben estar unidas.

Y el Omega desapareció en un destello blanco. Igual la Virgen Escribana.

Un amargo viento frío barrió las nubes del cielo, como cortinas descorridas abruptamente por una mano salvaje.

Rhage carraspeó.

—Esto, bien… creo que no voy a dormir durante una semana y media. ¿Y vosotros?

—¿Está todo bien? —le preguntó V a Butch.

—Sí.

Pero, en realidad, no, nada estaba bien. Jesucristo… él no era hijo del Omega. ¡No podía ser!

—No —dijo V—. Tú no eres su hijo. Él quiere que creas que lo eres. Y quiere que te obsesiones. Pero no es verdad.

Hubo un largo silencio. Luego la mano de Rhage se posó sobre el hombro de Butch.

—Además, no te pareces a él. Quiero decir… tú eres un buen muchacho irlandés, blanco, fornido, apuesto. Él es como… un decrépito autobús de pasajeros o alguna mierda por el estilo.

Butch le echó una ojeada a Hollywood.

—Estás loco.

—Sí, pero tú me quieres. Vamos, poli, no lo disimules. Yo sé lo que sientes por mí.

Butch fue el primero en empezar a reírse. Luego los otros dos se le unieron en una catarata de risotadas y bromas. La tensión, brutal e intensa, se suavizó un poco.

Cuando las risas se esfumaron, Butch se llevó la mano al estómago. Giró en redondo y miró a la mansión, en busca de las caras pálidas y aterrorizadas de detrás de las ventanas blindadas. Marissa estaba justo al frente, su deslumbrante cabellera rubia reflejaba la luz de la luna.

Cerró los ojos.

—Quiero volver al Escalade. Por mi cuenta. —Si no estaba un tiempo a solas consigo mismo, iba a empezar a gritar—. Pero antes de irme quisiera saber qué vamos a hacer con la glymera… Han visto demasiado.

—Sí, seguramente le irán con el cuento a Wrath —farfulló V—. Por mí, que hagan lo que les venga en gana, tienen dinero para pagarse un buen psicólogo. Tranquilizarlos no es asunto nuestro.

Rhage y V se desmaterializaron de vuelta al complejo y Butch empezó a andar hacia el Escalade. Al desactivar la alarma de la camioneta, oyó que alguien venía por el jardín.

—¡Butch! ¡Espera!

Miró por encima del hombro. Marissa trotaba hacia él. Cuando se detuvo a su lado, se le arrimó tanto que él pudo escuchar los latidos de la sangre en las cavidades de su corazón.

—¿Estás herido? —preguntó ella, recorriéndolo con la mirada.

—No.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—¿Era el Omega?

—Sí.

Marissa respiró hondo. Quería sondearlo pero comprendió que Butch no iba a hablar de lo que había sucedido con el Mal. No como estaban las cosas entre ellos, se quedaría callado.

—Ah. Y antes de que apareciera, te vi matar a ese verdugo. Es eso… esa combustión de luz, es eso lo que tú…

—No.

—Oh. —Bajó la mirada hasta las manos de él y luego contempló la daga, que colgaba del cinto en su cadera—. Antes de venir aquí, estabas luchando en las calles, ¿verdad?

—Sí.

—Y salvaste a ese muchacho… Lash, ¿no?

Butch le echó un vistazo a la camioneta. Sabía que estaba a un centímetro de arrojarse en los brazos de ella, abrazándola fuerte y suplicándole que volvieran juntos a casa. Como un total gilipollas.

—Mira, tengo que irme, Marissa. Cuídate.

Anduvo hasta el lado del conductor y subió. Cuando Marissa lo siguió, él le cerró la puerta pero no puso en marcha el motor.

Mierda, a través del vidrio y el acero del Escalade, pudo sentirla tan vívidamente como si la tuviera recostada contra su pecho.

—Butch… Quiero disculparme por algo que te dije.

Se agarró al volante y fijó la mirada en la luna delantera. Después, como el tonto que era, abrió la puerta.

—¿Qué?

—Siento haber mencionado el asesinato de tu hermana. Ya sabes, antes en el Hueco. Fue una crueldad.

—Yo… Mierda, déjalo, ¿vale? Llevo toda la vida tratando de salvar gente debido a lo que pasó con Janie. Supongo que me siento culpable.

Hubo una larga pausa, y Butch percibió algo muy fuerte que emanaba de ella, algo especial… ah, sí, la necesidad de alimentarse. Se moría de hambre por una vena.

Y naturalmente, él quería darle todo lo que tenía. Pero no.

Para no salir del maldito Escalade, se abrochó el cinturón de seguridad y le echó una última mirada a Marissa. Estaba rígida por el esfuerzo… y por el hambre. Se resistía a su necesidad y la ocultaba, tal vez para que pudieran hablar sin más complicaciones.

—Tengo que irme —dijo él.

—Sí… yo también. —Ella se ruborizó y retrocedió, sus miradas se cruzaron brevemente y se desviaron de inmediato—. Bueno, de todos modos, te veré. Por ahí.

Marissa se volvió y regresó a la casa. ¿Y quién la esperaba en la puerta? Rehvenge.

Rehv… tan sólido… tan potente… tan completamente capaz de alimentarla.

Ella no anduvo un centímetro más.

Butch salió a toda prisa de la camioneta, la agarró por la cintura y la arrastró al coche.

Cerró de golpe la puerta trasera del Escalade, con ella dentro. Antes de marcharse, le echó un vistazo a Rehvenge. Los ojos violeta del tipo brillaban, como si se estuviera divirtiendo. Butch lo petrificó con la mirada y le apuntó al pecho con la señal universal de no-te-metas-compañero-y-nada-le-pasará-a-tus-dientes. Los labios de Rehv se movieron en una maldición. Luego, agachó la cabeza y se desmaterializó.

Butch trepó a la parte de atrás de la camioneta, cerró la ventanilla y estuvo encima de Marissa antes de que la luz del techo se apagara. Estaban muy pegados, las piernas enredadas en extraños ángulos, los hombros apretados contra algo, probablemente el respaldo del asiento, lo que fuera. No se preocupaba por la estrechez. Marissa rodeó la cadera de Butch con sus piernas y abrió la boca cuando él la besó brutalmente.

Cambiaron de posición. Ella se puso encima. Él la agarró del pelo y la atrajo hacia su garganta.

—¡Muerde! —exclamó con un gruñido brutal.

Y Marissa obedeció.

Butch sintió un dolor quemante cuando los colmillos de ella se le clavaron en el cuello. Su cuerpo fue penetrado y tironeado salvajemente, y la carne se le rasgó aún más. Pero, qué demonios, era una delicia. Sí, era delicioso. Ella le chupó la vena con voracidad, con un placer demoledor.

Él metió una mano entre sus cuerpos y le frotó la entrepierna. Marissa lanzó un gemido y Butch le quitó la blusa con la otra mano. Dios bendiga a las hembras, ella se separó un instante del cuello de él, lo suficiente para dejar pasar la blusa y deshacerse del sostén.

—Los pantalones —dijo Butch con voz ronca—. Fuera esos pantalones.

Mientras Marissa se los quitaba torpemente en el estrecho espacio, él descorrió su cremallera y su pene saltó libre. No se atrevió a tocársela pues estaba al borde del orgasmo.

Ella se abrazó a él completamente desnuda, los ojos chispeando en la oscuridad. Rojos residuos de la sangre de Butch estaban en los labios de Marissa y él se irguió para besarle la boca. Ella se acomodó para que Butch pudiera penetrarla. Él echó su cabeza para atrás mientras se acoplaban y Marissa le perforó el otro lado del cuello. Empezaron a moverse frenéticamente, y ella se asentó bien en sus rodillas para no perder estabilidad mientras bebía y bebía.

El orgasmo fue devastador.

Y en cuanto acabó, Butch sintió deseos de volver a empezar.

Y lo hizo.