31

Tirado en mitad de la carretera, sangrando como un cerdo, el Señor X mantuvo su mirada en el humano contaminado que se suponía había muerto. El fulano sabía cuidarse por sí mismo. Había tumbado a un restrictor. Pero lo iban a abatir. Con seguridad. Cuando el verdugo se arrojara sobre él, lo iba a despedazar…

De repente los dos oponentes se congelaron. La dinámica se modificó. Las reglas de fuerza y debilidad cambiaron. El verdugo estaba encima pero el humano controlaba la situación.

El Señor X se quedó sin aliento. Algo muy extraño estaba ocurriendo ante sus ojos… algo…

Un hermano de pelo rubio se materializó al lado de los dos. El guerrero saltó y empujó al restrictor, se lo quitó de encima al humano, rompiendo el vínculo que se había formado entre ellos…

Desde las sombras, Van apareció y bloqueó la visión del Señor X.

—¿Quiere que salgamos de aquí?

Sí, y preferiblemente por la vía más segura. Estaba a punto de morir… otra vez.

—Muévete.

El Señor X se levantó y cojeó hasta la camioneta. La cabeza se le bamboleaba arriba y abajo como una muñeca partida por la mitad. Alcanzó a ver cómo el hermano rubio desintegraba al otro restrictor, después de arrodillarse a examinar al humano.

¡Jodidos vampiros!

X se relajó. Y agradeció que Van Dean fuera novato: no tenía por qué saber que los restrictores jamás se llevaban consigo a los heridos. Por lo general, un verdugo lesionado era abandonado donde caía, bien para que los hermanos lo apuñalaran o bien para que se pudriera gradualmente.

Sintió que lo metían a la camioneta, encendían el motor y salían de ahí a todo gas. Se recostó en el asiento y se palpó el pecho, evaluando las lesiones. Se iba a recobrar. Llevaría tiempo pero su cuerpo no estaba tan dañado como para no regenerarse.

Van giró bruscamente a la derecha y X se fue contra la puerta.

A su gruñido de dolor, Van lo miró.

—Lo siento.

—Que le den. Salgamos de aquí.

El motor aceleró y el Señor X cerró los ojos. Hombre, ¿conque ese humano estaba vivito y coleando? Tremendo problema. Tremendo problema. ¿Qué había pasado? ¿Por qué el Omega no sabía que aún seguía vivo? ¿Sería porque el fulano detectaba la presencia del Amo?

Mierda, quién sabía los porqués. Lo importante, ahora que X estaba seguro de que el hombre aún vivía, era saber si se lo contaría al Omega. ¿O esta novedad dispararía un nuevo cambio en el liderazgo y condenaría a X para siempre? Le había jurado al Amo que los hermanos habían rescatado el cadáver del fulano. Quedaría como un idiota cuando resultara que no había sido verdad.

Estaba vivo. Tenía que aguantar hasta que Van Dean tuviera todo su poder. Así, no… no daría ningún informe sobre el humano.

Pero ese sujeto era un peligro. Una deuda que tenía que saldarse lo más pronto posible.

‡ ‡ ‡

Butch yacía rígido en el terreno nevado, tratando de recuperar el aliento, aún pensando en lo que había sucedido cuando él y uno de los restrictores se abrazaron en mitad de la lucha.

Se le revolvió el estómago. ¿Dónde estaba Rhage? Después de que Hollywood le rompiera el vínculo con el restrictor y matara al bastardo, corrió hacia el bosque para cerciorarse de que no hubiera otros por ahí.

Debía ponerse de pie y rearmarse por si llegaban más.

Butch se apoyó en los brazos y se levantó con esfuerzo. Vio a la madre y a la niña, pegadas a la pared, estrechamente abrazadas. Mierda… las reconoció: las había visto en la clínica de Havers. Eras los dos con las que Marissa estaba sentada el día en que salieron de la cuarentena.

Sí, definitivamente eran ellas. La joven tenía una escayola en la parte baja de una pierna.

Pobres criaturas, pensó. Apretujadas como estaban, se parecían a cualquier víctima humana de las que había visto en su trabajo; las características del drama trascendían las fronteras entre las especies: la madre de ojos grandes, piel pálida y quebrantadas ilusiones. La niña, desamparada pese al abrazo de su madre. Avanzó hacia ellas lentamente.

—Yo soy… —Por poco dice detective de la policía—. Soy un amigo. Sé quiénes son y voy a encargarme de ustedes.

Los dilatados ojos de la madre se apartaron del alborotado pelo de su hija.

Sin alzar la voz y sin arrimárseles mucho, señaló el Escalade.

—Me gustaría que se metieran en ese coche. Voy a darles las llaves así que tendrán el control y podrán poner los seguros por dentro. Iré a hacer un rápido chequeo con mi compañero, ¿de acuerdo? Después, las llevaré a la clínica de Havers.

Esperó mientras la hembra lo revisaba de arriba abajo, calculando qué les podría pasar y preguntándose si le pegarían a ella o a la niña. ¿Cómo confiar en alguien del sexo opuesto? ¿Cuáles eran sus opciones?

Estrechó a su hija, se levantó y enseguida extendió la mano. Butch puso las llaves en su palma, sabiendo que V tenía otro juego, de modo que podrían meterse al Escalade si tenían que hacerlo.

En un relámpago, la hembra se volvió y arrancó a correr, la niña como una carga tintineante y pesada.

Al verlas alejarse, supo que la carita de la niña se le quedaría grabada en la memoria. A diferencia de su madre, parecía totalmente calmada. Como si ese tipo de violencia fuera un asunto común y corriente.

Con una maldición, Butch trotó hacia la casa y gritó:

—V, ya voy.

La voz de Vishous llegó desde la segunda planta.

—No hay nadie. Y tampoco hay nada en la camioneta.

Butch miró el cuerpo tirado a la entrada. Macho vampiro, de unos treinta y cuatro años o así. Todos tenían el mismo aspecto hasta que empezaban a envejecer.

Le dio un puntapié a la cabeza del fulano.

Los zapatones de V resonaron por las escaleras.

—¿También está muerto?

—Sí. Lo agarraste bien… mierda, tu cuello está sangrando. ¿Fue mi disparo?

V se llevó la mano a la garganta y se miró la sangre en la palma.

—No sé. Él y yo estábamos en la parte de atrás de la casa y él intentó cortarme con la sierra. ¿Dónde está Rhage?

—Aquí. —Hollywood entró—. Fui a mirar entre los árboles. Todo limpio. ¿Qué pasó con la madre y la niña?

Butch señaló hacia fuera.

—En el Escalade. Tienen que ir a la clínica. La madre tiene muchas contusiones.

—Las llevaremos tú y yo —dijo V—. Rhage, ¿por qué no vas tras los mellizos?

—Hecho. Se fueron de cacería al centro. Cuidaos.

Rhage se desmaterializó y Butch dijo:

—¿Qué quieres hacer con el cuerpo?

—Pongámoslo atrás. El sol saldrá en un par de horas y se encargará de él.

Entre ambos cogieron al macho, atravesaron la roñosa casa y lo tiraron junto a la estructura podrida de una mecedora Barcalounger.

Butch hizo una pausa y miró a la astillada puerta trasera.

—Este tío quería portarse como Jack Nicholson con su esposa y su hijo en El resplandor, ¿te acuerdas? Y mientras, los restrictores espiaron el lugar y escogieron esta noche para atacar.

—Bingo.

—¿Hay muchos problemas domésticos como éste?

—En el Viejo País, seguro, pero aquí no creo que haya muchos.

—Tal vez no se sepa porque nadie lo denuncia.

V se frotó el ojo derecho.

—Quizá. Sí… quizá tengas razón.

Entraron por lo que quedaba de puerta trasera y miraron lo mejor que pudieron. De camino a la salida, Butch vio un animalito de felpa descosido tirado en un rincón de la sala de estar, como si se hubiera caído ahí. Cogió el tigre y frunció el ceño. Pesaba una tonelada.

Se lo metió bajo el brazo, sacó el móvil e hizo dos llamadas rápidas mientras V trataba de cerrar la puerta. Después se dirigieron hacia el Escalade.

Con cautela, Butch se aproximó a la puerta del conductor, con los brazos en alto, balanceando el tigre con una mano. Vishous rodeó el capó con esta misma simpática rutina, hasta detenerse a un metro de la puerta del pasajero. Ninguno de ellos se movió.

El viento soplaba desde el norte, una corriente fría y húmeda que hizo que Butch sintiera los dolores de la lucha.

Después de un momento, los seguros del coche fueron liberados con un golpe seco.

‡ ‡ ‡

John no paraba de mirar a Blaylock. Especialmente en la ducha. El cuerpo del muchacho ahora era enorme: los músculos le brotaban de todos lados, ordenando en abanico su columna vertebral, llenando sus piernas y sus hombros, engrosando sus brazos. Era quince centímetros más alto, por lo menos. Jesucristo, ahora mediría un metro y noventa centímetros.

Pero no parecía contento. Se movía desmañadamente, todo el tiempo de cara a la pared mientras se duchaba. Y a juzgar por sus estremecimientos, el jabón parecía irritarlo, o tal vez su piel era el problema. Estuvo un momento bajo el chorro y enseguida retrocedió un paso para ajustar la temperatura.

—¿Te vas a enamorar de él? Los hermanos se pondrán celosos.

John miró a Lash. El tipo sonreía mientras se lavaba el pequeño pecho, una gruesa cadena de diamantes sobresalía entre la espuma.

—Tú, Blay, mejor no dejes caer el jabón. El muchacho John está ojeando tu carne como ya te imaginarás.

Blaylock ignoró el comentario.

—Blay. ¿Me has oído? ¿O sueñas despierto con el muchacho John arrodillado delante de ti?

John dio un paso delante de Lash y le bloqueó la vista.

—Oh, por favor, ¿no me digas que tú lo vas a proteger? ¿Es un chiste o qué? —Lash le echó una ojeada a Blaylock—. Blay no necesita que nadie lo cuide, ¿no es así? Ahora es un hombre hecho y derecho, ¿no es cierto, Blay? Dime una cosa, ¿si John quisiera propasarse contigo, se lo permitirás? Apuesto a que sí. Apuesto a que no podrás resistirte a sus encantos. Vosotros dos haréis como…

John arremetió con rabia, tiró a Lash contra los azulejos y… lo golpeó sin darse cuenta de lo que hacía.

Era como si llevara puesto un piloto automático. Golpeó al fulano en la cara una y otra vez, los puños cargados con oleadas de cólera, hasta que el suelo de la ducha se puso rojo. Y no importó cuántas manos lo agarraran por los hombros, los desechó y siguió triturando a Lash.

Hasta que de repente algo lo transportó lejos de Lash.

Luchó contra lo que le sostenía, a manotazos, a puñetazos, y siguió peleando incluso cuando tuvo conciencia de que los demás compañeros se habían apartado de él, muertos de miedo.

John siguió luchando y gritando sin un sonido mientras lo sacaban de la ducha. Y fuera, en el vestuario. Y abajo, en el vestíbulo. Arañó y golpeó hasta que lo tiraron a las esterillas azules del gimnasio, y se quedó sin aliento.

Por un momento, lo único que hizo fue mirar las luces del techo. Cuando comprendió que lo sujetaban por detrás, reanudó la lucha. Enseñando los dientes, mordió la ancha muñeca que estaba cerca de su boca.

Súbitamente, lo tiraron boca abajo y un peso enorme se acopló a su espalda.

—¡Wrath! ¡No!

Registró el nombre, sin entender. Oyó la voz de la Reina, sin escuchar. Estaba más allá de la ira, quemándose incontrolablemente, desgranándose a su alrededor.

—¡Lo vas a matar!

—¡No te metas en esto, Beth! —La voz del Rey resonó en el oído de John—. ¿Ya has terminado, hijo? ¿O necesitas más?

John luchó, ya sin fuerzas.

—Wrath, por favor, suéltalo…

—Esto es entre él y yo, leelan. Quiero que vayas a los vestuarios y te encargues de la otra mitad de este embrollo. Hay que llevar a ese chico de la ducha a la clínica de Havers.

Se oyó una maldición y después un portazo.

La voz de Wrath le llegó a John con más claridad.

—¿Piensas que machacar a unos de estos chicos te hará un hombre?

John se removió contra el peso en su espalda, sin importarle que fuera el Rey. Lo único que le importaba, lo único que sentía, era la furia que fluía por el torrente de sus venas.

—¿Crees que con partirle la boca a ese idiota te vas a ganar el billete de entrada a la Hermandad?

John pujó con más fuerza. Por lo menos hasta que una pesada mano le aferró la nuca. Su rostro se aplastó contra las alfombras, en una ruda e indeseada comunión.

—No necesito matones. Necesito soldados. ¿Quieres saber la diferencia? Los soldados piensan. —Más presión en la nuca hasta que John no pudo ni parpadear—. Los soldados piensan.

De pronto el peso se desvaneció y John aprovechó la tregua. Se atragantó con la respiración, el aire traspasando entre sus dientes y martillando hacia abajo por su garganta.

Otra respiración, más respiración.

—Levántate.

John se apoyó en la alfombra. Por desgracia, su estúpido cuerpo de cretino se sintió encadenado al suelo. Literalmente no podía moverse.

—Que te levantes.

—Que te jodan.

—¿Qué has dicho? —El Rey, furioso, cogió a John por debajo de los brazos y le dio la vuelta para ponerlo cara a cara con él.

El temor sacudió a John. Wrath enseñó los colmillos que parecían tan largos como las piernas del muchacho.

—¿Crees que no puedo oírte sólo porque tú no puedes hablar?

John trató de columpiarse para librarse del Rey, pero luego se dejó caer. Las rodillas le fallaron e intentó ponerse nuevamente de pie, tembloroso.

Wrath lo miró con desprecio.

—Es una pena que no esté Tohr aquí en estos momentos.

«No es justo», quiso gritar John. «No es justo».

—¿Piensas que Tohr se habría dejado impresionar por esto?

John se tambaleó en busca de apoyo, mirando a Wrath.

«No menciones su nombre», moduló con los labios, sin ningún sonido. «No lo menciones».

El dolor lo desgarró como un bisturí en las sienes. Entonces, en su mente, oyó la voz de Wrath que repetía la palabra Tohrment una y otra vez. Tapándose los oídos con las manos, John comenzó a retirarse torpemente, tropezando al andar.

Wrath no se detuvo, haciendo resonar el nombre cada vez con más intensidad, un alarido, un canto implacable y demoledor. Entonces John vio la cara, el rostro de Tohr, nítido como si estuviera allí frente a él. Los ojos azul marino. El oscuro y corto cabello militar. Los rasgos rudos.

John abrió la boca y empezó a chillar. No se oyó nada, por supuesto, pero siguió así hasta que los alaridos se acabaron. Inundado por la pena, extrañando al único padre que había conocido, se cubrió los ojos y encorvó los hombros, hundiéndose mientras lloraba. El derrumbamiento había pasado del todo: la mente silenciada, la visión de Tohr esfumada. Unos poderosos brazos lo recogieron.

John empezó a vociferar de nuevo, pero ahora en agonía, sin rabia. Se aferró a los formidables hombros de Wrath. Sólo quería que el dolor se acabara… Quería enterrar el dolor lo más profundamente que pudiera. Sentía en carne viva las pérdidas de su vida y las tragedias. Sólo dolor.

—Mierda… —Wrath lo meció con cariño—. Todo está bien, hijo. Dios… maldita sea.