28
Marissa se despertó más tarde, sorprendida de haber dormido. Eso era lo que hacía la alimentación. No importaba lo que fuera, siempre había que descansar después.
En la penumbra, chequeó el resplandor rojo del reloj-despertador. Cuatro horas para el alba y tenía tantas cosas para hacer que necesitaría la noche entera.
Se dio la vuelta. Butch estaba acostado sobre su espalda, una mano en el pecho desnudo, los ojos agitándose bajo los párpados como si estuviera profundamente dormido. La barba le había crecido y el pelo se mantenía en su sitio. Parecía mucho más joven. Muy apuesto.
¿Por qué las cosas no les habían funcionado bien? Si tan sólo hubiera aguantado un poco más, dándole a él más tiempo. Y ahora tenía que marcharse.
Salió de debajo del edredón y sintió el aire fresco en la piel. Se movió lentamente y recogió la falda, el sostén… las bragas… ¿dónde estaban las bragas?
Frenó en seco y se miró abajo con sorpresa. En el interior de uno de sus muslos, había un pequeño y caliente chorrito de sangre. De cuando Butch la había penetrado.
—Ven aquí —dijo él, de repente.
Ella dejó caer las ropas.
—Yo… ah, no sabía que estabas despierto.
Butch extendió la mano y Marissa fue hasta él. Cuando estuvo cerca, Butch enlazó su brazo alrededor de la pierna de ella y la tiró sobre el colchón.
Entonces él se inclinó. Marissa jadeó cuando sintió la lengua de Butch en la parte interior de su muslo. Con una apasionada caricia, él llegó hasta su más profundo ser y le besó los restos de su virginidad.
Ella se preguntó dónde se habría enterado de la tradición. No se imaginaba a los machos humanos practicando eso con las hembras después de su primera vez. Para las de su especie, este era un momento sagrado entre compañeros.
Maldita sea, otra vez quería llorar.
Él la soltó y se recostó en la cama, mirándola con ojos de no haber notado nada. Por alguna razón, Marissa se sintió muy desnuda, incluso con el sostén pegado a sus senos.
—Coge mi bata —le propuso Butch—. Póntela.
—¿Dónde está?
—En el armario. Detrás de la puerta.
Ella dio una vuelta. La bata era color rojo oscuro e impregnada de su perfume. Se la puso con torpeza. La pesada seda colgó hasta el suelo y cubrió sus pies, el lazo era tan largo que habría podido envolver su cintura cuatro veces, por lo menos.
Miró su arruinado vestido en el suelo.
—Déjalo —dijo él—. Yo lo tiraré.
Marissa asintió. Fue hasta la puerta. Agarró el pomo.
¿Qué podía decir para aliviar la tensión? Primero, los separaba la biología, recordándoles que eran completamente distintos. Ahora, su deficiencia sexual.
—Está bien, Marissa. Puedes irte. No tienes que decir nada.
Ella dejó caer su cabeza.
—¿Te veré en la comida?
—Sí… claro.
Aturdida, con todos los miembros entumecidos, Marissa caminó hasta la entrada de la mansión. Una doggen abrió la puerta interna del vestíbulo. Ella se recogió la parte de arriba de la bata de Butch para que la sirviente no… y entonces recordó que no tenía nada para cambiarse.
Hora de hablar con Fritz.
Encontró al mayordomo en la cocina y le preguntó por dónde se iba al garaje.
—¿Está buscando su ropa, Ama? ¿Quiere que le traiga algo?
—Me gustaría ir y escoger unas cuantas cosas por mí misma. —Como él miró ansiosamente una puerta a la derecha, caminó en esa dirección—. Prometo que te llamaré si te necesito.
El doggen asintió, sin apaciguarse del todo.
Cuando estuvo en el garaje, se paró en seco y se preguntó qué diablos estaba haciendo allí. No había coches en ese garaje. Sólo había cajones y cajones y cajones. No… cajones no. ¿Ataúdes? ¿Qué era esto?
—Ama, sus cosas están por allí. —La voz de Fritz era respetuosa pero firme, como si todas esas cajas de pino no fueran de su incumbencia—. Sígame, por favor.
La llevó donde estaban los cuatro baúles de su guardarropa, el equipaje y las cajas.
—¿Está segura de que no quiere que le traiga algunos vestidos?
—Sí, tranquilo. —Tocó el seguro de cobre de uno de sus baúles—. ¿Podría… dejarme sola?
—Desde luego, Ama.
Esperó hasta que oyó que se cerraba la puerta y luego liberó el candado del baúl que tenía delante. En cuanto separó las dos mitades, las faldas chorrearon libres, coloridas, exuberantes, hermosas. Recordó cuando usaba esos vestidos en los bailes y en las reuniones del Concilio de Princeps y en las cenas de su hermano y…
Fue hasta el siguiente baúl. Y al siguiente. Y al último. Luego volvió a empezar con todos y cada uno, otra vez. Y otra.
Ridículo. ¿Qué importaba lo que usara? Sólo tenía que ponerse algo, cualquier cosa. Buscó y cogió… No, ése se lo había puesto la primera vez que se alimentó de Rehvenge. ¿Y ése? No… era el vestido que había usado cuando la fiesta de cumpleaños de su hermano. Entonces qué tal…
Sintió que la ira la traspasaba como un fuego. La furia sopló dentro de ella, la sobrecalentó, la quemó a través de su sangre. Cogió trajes y vestidos al azar, buscando alguno que no le evocara su fragilidad, su sumisión. ¿Alguna vez había sido libre? No. Siempre había sido una prisionera, envuelta en ropa elegante. Fue a otro baúl y más vestidos salieron volando, sus manos desenterrando y rasgando todo tipo de material.
Las lágrimas empezaron a brotar y se las secó con desasosiego, hasta que no pudo ver nada y tuvo que parar. Se restregó el rostro con las manos y dejó caer los brazos.
Fue entonces cuando descubrió una puerta en el rincón más lejano.
Y más allá de la puerta, a través de los paneles de vidrio, vio… el césped trasero.
Miró la nieve dispareja. A la izquierda, junto a la puerta, el cortacésped… y un cilindro rojo en el suelo. Sus ojos siguieron explorando entre los distintos utensilios de jardinería hasta que, por fin, se detuvieron en un cuadrado de hierba donde había una pequeña caja.
Luego miró sus vestidos: cientos y cientos de miles de dólares en alta costura.
Le llevó sus buenos veinte minutos arrastrar cada uno de sus trajes y vestidos hasta el patio. Tuvo mucho cuidado en incluir los corsés y los chales. Cuando terminó, los montones de ropa parecían fantasmas a la luz de la luna, mudas sombras de una vida a la que nunca volvería, una vida de privilegios… prohibiciones… y doradas degradaciones.
De entre el enredo, sacó una bufanda. Regresó al garaje con la tira de satén color rosa pálido. Cogió una lata de gasolina y una caja de cerillas… Y no dudó. Caminó entre el valioso remolino de rasos y sedas, empapado con el transparente y dulce carburante, y se situó contra el viento mientras buscaba una cerilla.
Prendió la tira de seda y luego la tiró sobre el montón de telas.
La explosión fue superior a lo que había esperado: una gran bola de fuego que la tiró hacia atrás y le achicharró la cara.
Cuando las llamas anaranjadas y el humo negro se elevaron hacia el cielo oscuro, ella se puso a gritar como si estuviera a las puertas del infierno.
Butch estaba tumbado en la cama, mirando al techo, cuando las alarmas comenzaron a sonar. Saltó de la cama, se puso unos calzoncillos y corrió en busca de Vishous. El hermano salió de su dormitorio al pasillo. Juntos se dirigieron a inspeccionar los monitores.
—¡Hay fuego en el jardín trasero! —gritó V.
Algún sexto sentido hizo que Butch abriera la puerta inmediatamente. Corrió descalzo a través del patio, no sin sentir el aire frío en los guijarros bajo sus pies, atajó por la fachada de la mansión principal y corrió al garaje. Al otro lado de las ventanas vio una enorme furia anaranjada.
Y enseguida oyó los chillidos.
Fue vencido por el calor y la mezcla de olores a gasolina y a ropa quemada. Sólo cuando estuvo casi encima de la figura, en medio de aquel infierno, se dio cuenta de quién era.
¡Marissa!
Su cuerpo estaba casi desmadejado delante de las llamaradas; tenía la boca abierta y sus gritos eran tan estridentes como las llamas mismas. Estaba enloquecida, deambulando por la periferia del incendio… y ahora corriendo.
¡No! ¡La bata! Estaba a punto de…
Con horror, vio lo que pasaba. Su larga bata de baño se enredó en una de las piernas de Marissa. Tropezó y se fue de bruces al fuego.
Cuando la expresión de pánico de Marissa y sus brazos se agitaron en el aire de la noche, todo comenzó a moverse a cámara lenta: Butch corrió lo más rápido que pudo, pero aún así parecía que no andaba.
—¡No! —gritó.
Antes de que Marissa cayera en las llamas, Wrath se materializó detrás de ella y la cogió entre sus brazos, salvándola.
Butch patinó al frenar, con una debilidad que le paralizó las piernas, flojas como jalea. Sin aire en los pulmones, cayó al piso, de rodillas…
Wrath sostuvo a Marissa en sus brazos.
—Gracias a Dios que llegó a tiempo —murmuró V, detrás de Butch.
Él se levantó con esfuerzo, tambaleándose como si bailara en un concierto de rock.
—¿Estás bien? —le preguntó Vishous cuando lo alcanzó.
—Sí, bien. —Butch tropezó de vuelta al garaje y avanzó, trastabillando a través de puertas abiertas al azar, golpeándose contra las paredes. ¿Dónde estaba? Ah, en la cocina. Enceguecido, miró en derredor… y vio la despensa del mayordomo. Se metió al pequeño cuarto, se recostó contra las estanterías, repletas de alimentos enlatados, harina y azúcar.
Su cuerpo temblaba, los dientes le crujían y los brazos zumbaban como golondrinas. Dios, sólo podía pensar en Marissa quemándose. Indefensa. En agonía. Si Wrath no hubiera visto quién sabe cómo lo que estaba ocurriendo y no se hubiera materializado junto a ella, Marissa estaría muerta.
Butch había sido incapaz de salvarla.
Ese pensamiento lo llevó al pasado. Con horrible precisión, destellos de su hermana subiéndose a ese coche hacía dos décadas y media revolotearon dentro de su cabeza. Mierda, tampoco había sido capaz de salvar a Janie. No había sido capaz de sacarla a tiempo de ese Chevy Chevette.
Maldita sea, tal vez si Wrath hubiera rondado detrás de ellos, el Rey también habría podido rescatar a su hermanita.
Butch se frotó los ojos, diciéndose a sí mismo que tenía la vista borrosa a causa del humo, no de las lágrimas.
‡ ‡ ‡
Media hora después, Marissa estaba sentada en la cama en el cuarto azul marino, en una nube de mortificación. Maldición, había llevado su regla número uno muy lejos.
—Estoy tan avergonzada.
Wrath, de pie en el umbral, meneó la cabeza.
—No deberías.
—Pero lo estoy. —Trató de sonreírle y escapar a un millón de kilómetros de distancia. Dios santo, su rostro todo rígido, la piel endurecida a causa del calor. Y el pelo… olía a gasolina y a humo. Igual que la bata.
Buscó a Butch con los ojos. Estaba fuera en el vestíbulo, recostado contra la pared. No había dicho ni una palabra desde su aparición hacía unos minutos y tampoco parecía con intenciones de entrar a la habitación. Probablemente creía que ella estaba loca. Demonios, ella creía lo mismo: loca de remate.
—No sé por qué hice eso.
—Estás bajo mucha presión —dijo Wrath.
—Eso no es excusa.
—Marissa, no cojas el camino equivocado, a nadie le importa lo que pasó. Sólo nos interesa que tú estés bien. El jardín nos trae sin cuidado.
Cuando miró fijamente a Butch por encima de Wrath, el Rey se volvió sobre su hombro.
—Sí, claro, os dejaré solos. Tratad de dormir algo, ¿de acuerdo?
Al salir Wrath, Butch le dijo algo que ella no alcanzó a oír. En respuesta, el Rey le puso una mano en la nuca a su hombre. Intercambiaron más palabras silenciosas.
Después de que Wrath se fuera, Butch entró, pero se detuvo en el umbral.
—¿Estás bien?
—Ah, por supuesto. Pero estaré mejor cuando tome una ducha. —«Y me haga una lobotomía».
—Voy a volver al Hueco.
—Butch… siento mucho haber hecho lo que hice. Es que… no podía encontrar un vestido que no estuviera contaminado con malos recuerdos.
—Comprendo. —Se notaba que no entendía nada. La miraba completamente entumecido, como si se hubiera desconectado de todo. Especialmente de ella—. Bueno, pues… cuídate, Marissa.
En cuanto le dio la espalda, ella sintió pánico:
—¿Butch?
—No te preocupes por nada.
¿Qué quería decir con eso?
Ella empezó a ir tras él, pero en ese momento Beth apareció en la puerta, con un paquete en las manos.
—Um, hola, muchachos… Marissa, ¿tienes un minuto?
—Butch, no te vayas.
Él saludó a Beth con un movimiento de cabeza y luego salió al vestíbulo.
—Necesito despejarme.
—Butch —dijo Marissa con aflicción—, ¿te estás despidiendo?
Él la deslumbró con una perturbadora sonrisa.
—Siempre voy a estar contigo, nena.
Se marchó lentamente, como si el suelo fuera resbaladizo y tuviera que andar con mucho cuidado.
Beth carraspeó.
—Bueno, he rebuscado en mi armario y te he traído algo de ropa, a ver qué tal te sienta.
Marissa quería correr detrás de Butch. Pero ya había dado bastante espectáculo esa noche. Tenía que acabar de una vez con tanto drama. No podía seguir sí, aunque no sabía cómo acabar con todo eso… para ella no había escapatoria.
Miró a Beth y pensó que quizá éstas habían sido las peores veinticuatro horas de su vida.
—¿Te ha dicho Wrath que quemé todo mi guardarropa?
—Um… sí, ya me he enterado.
—También hice un cráter en el césped. Parece como si hubiera aterrizado un ovni. No puedo creer que no esté enfadado conmigo.
La sonrisa de la Reina fue apacible.
—Lo único que no le ha gustado es que le dieras tu brazalete a Fritz para que lo vendiera.
—No puedo permitir que me paguéis el alquiler.
—De hecho, nos gustaría que te quedaras aquí.
—Oh… no, habéis sido excesivamente amables conmigo. Esta noche, había planeado… bueno, antes de volverme loca y una pirómana peligrosa… Iba a empezar a buscar muebles para mi nueva casa…
Beth frunció el ceño.
—Por cierto, en cuanto a ese asunto de tu nueva casa… Wrath quiere que Vishous chequee el sistema de seguridad antes de que te mudes.
—¿Será necesario?
—No es negociable, Marissa. Ni lo intentes. Wrath quiere que te quedes aquí por lo menos hasta que eso haya sido hecho, ¿de acuerdo?
Ella pensó en el secuestro de Bella. Por mucho que deseara su independencia, no había razón para ser estúpida.
—Sí… correcto. Muchas gracias.
—¿Entonces te gustaría probarte algunos de estos vestidos? —Beth señaló los que tenía en los brazos—. No tengo muchos pero Fritz puede conseguirte más.
—¿Sabes una cosa? —Marissa ojeó los vaqueros que la Reina llevaba—. Nunca he usado pantalones.
—Tengo unos aquí por si quieres probártelos.
¿Sería esa la noche para su primer par de vaqueros? ¿Por qué no? Sexo. Piromanía. Pantalones.
—Creo que me gustaría…
De pronto, Marissa rompió en llanto. Totalmente perdida. Se sentó en la cama a llorar y sollozar.
Cuando Beth cerró la puerta y se arrodilló enfrente de ella, Marissa se secó las lágrimas rápidamente. Qué pesadilla.
—Tú eres la Reina. No deberías estar así ante mí.
—Soy la Reina, y puedo hacer lo que quiera. —Beth apartó las ropas—. ¿Qué pasa? ¿Marissa?
—Creo… que necesito a alguien con quien hablar.
—Bueno, aquí estoy yo. Intentémoslo. ¿Te parece?
Por Dios, eran tantas cosas, pero sólo una era importante.
—Debo advertirle, mi Reina, que se trata de un tema impropio. Sexo, en realidad. Se trata de… sexo.
Beth se recostó y acomodó sus largas piernas al estilo yoga.
—Vamos, sorpréndeme.
Marissa abrió la boca. La cerró. La abrió.
—No tenía pensado hablar de esta clase de cosas.
Beth sonrió.
—Sólo estamos tú y yo en esta habitación. Nadie se va a enterar.
Está bien… hora de respirar.
—Ah… yo era virgen. Hasta esta noche.
—Oh. —Después de una pausa, la Reina dijo—: ¿Y entonces?
—A mí no…
—¿No te gustó? —Cuando Marissa no contestó, Beth dijo—: A mí tampoco me gustó mi primera vez.
Marissa la miró.
—¿De verdad?
—Me dolió mucho.
—¿También te dolió? —Beth asintió y Marissa se quedó muy sorprendida. Después se sintió un poco aliviada—. No fue doloroso del todo. Quiero decir, fue… es asombroso. Butch me hizo… es tan… la forma en que me toca, yo creo… Oh, Dios santo, no puedo creer que esté hablando de estas cosas con Su Majestad. Y, además, no puedo explicar qué es lo que me gusta de él.
Beth rió entre dientes.
—Esto está bien. Sé lo que quieres decir.
—¿De verdad?
—Oh, sí. —Los ojos azul oscuro de la Reina brillaron—. Sé exactamente lo que quieres decir.
Marissa sonrió y luego siguió hablando.
—Cuando llegó el momento de… ya sabes, cuando pasó, Butch realmente fue amable y todo. Y yo quería que me gustara, honestamente. Sólo que me sentí agobiada y fue muy doloroso. Creo que tengo algo malo. Por dentro.
—No tienes nada malo, Marissa.
—Pero de verdad… me dolió. —Cruzó los brazos—. Butch dijo que la mayoría de las hembras pasan dificultades con sus inicios, pero yo sólo no… No es lo que la glymera dice.
—Sin querer ofender a nadie, pues eres de la aristocracia, yo no haría caso a la glymera.
La Reina probablemente tenía razón.
—¿Cómo te fue a ti con Wrath cuando…?
—Mi primera vez no fue con él.
—Ah. —Marissa se ruborizó—. Perdóname.
—No hay problema. En realidad no me gustó el sexo hasta que estuve con Wrath. Yo había estado antes con dos machos y sólo… bueno, da lo mismo. Quiero decir, no entendía por qué todo el mundo hablaba tanto de sexo, como si fuera maravilloso. Francamente, creo que aunque Wrath hubiera sido mi primer macho, probablemente no habría sido nada fácil dado el tamaño de su… —Ahora la que se ruborizó fue la Reina—. De cualquier modo… el sexo es una invasión para la mujer. Erótica y maravillosa, pero una invasión en todo caso, y lleva tiempo acostumbrarse. Para algunas, la primera vez es muy dolorosa. Butch será paciente contigo.
—Él no acabó. Tengo la impresión de que… no pudo terminar.
Marissa descruzó los brazos.
—Dios mío, me siento tan avergonzada. Cuando pasó, yo estaba hecha un lío, la cabeza me daba vueltas y no podía dejar de pensar que algo malo me ocurría. Y antes de marcharme, quise hablar con él, pero no encontré palabras. Quiero decir, yo lo amo.
—Eso es bueno. —Beth cogió las manos de Marissa—. Todo va a salir bien, te lo prometo. Tenéis que volver a intentarlo. Ahora que el dolor ha pasado, no tendréis ningún problema.
Marissa miró dentro de los ojos azules de la Reina y se dio cuenta de que en toda su vida nadie le había hablado con tanta franqueza como ella. De hecho… jamás había tenido una amiga. Y en ese momento sentía que la Reina era su amiga.
—¿Sabes una cosa? —murmuró Marissa.
—¿Qué?
—Eres muy buena. Ahora sé por qué Wrath se enamoró de ti.
—Como te he dicho, haría cualquiera cosa por ayudarte.
—Ya lo has hecho. Esta noche… realmente lo has hecho. —Marissa se aclaró la garganta—. ¿Puedo… puedo probarme los pantalones?
—Claro.
Marissa cogió las prendas y fue al cuarto de baño.
Cuando salió, llevaba unos pantalones negros y una blusa de cuello de tortuga. Y no podía dejar de mirarse. Su cuerpo parecía mucho más pequeño sin tantas faldas.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Beth.
—Bien. Muy cómoda. —Marissa anduvo con los pies descalzos—. Me siento como si estuviera desnuda.
—Eres más delgada que yo, por lo que te quedan un poco anchos. Pero te sientan muy bien.
Marissa regresó al cuarto de baño y se miró al espejo.
—Creo que me gustan.
‡ ‡ ‡
Cuando Butch regresó al Hueco, fue dando tumbos hasta su cuarto y se metió a la ducha. No encendió las luces pues no tenía ningún interés en verse en el espejo, y abrió el chorro con la esperanza de que una ducha fría lo ayudara a calmarse.
Se enjabonó con sus ásperas manos. No quiso mirarse las partes íntimas. No lo soportaría. Sabía lo que se estaba lavando y su pecho ardió al pensar en la sangre que había en la parte interna de los muslos de Marissa.
Se sentía mal, como si acabara de cometer un asesinato. No entendía por qué se había comportado de esa forma, por qué había lamido con su lengua la sangre de ella, y tampoco sabía de dónde le había venido esa idea. Simplemente le pareció que eso era lo que tenía que hacer.
Oh… No quería pensar en eso.
Un rápido enjabonado. Un rápido aclarado. Y luego, fuera. No se molestó en secarse con una toalla, se fue goteando hasta la cama y se sentó en ella. El aire se erizaba sobre su piel mojada y el frío parecía el estímulo apropiado. Apoyó la barbilla en el puño y miró alrededor de la habitación. Bajo el escaso brillo que se filtraba por debajo de la puerta, vio en el suelo la ropa que Marissa le había quitado. Y después el montón de la de ella.
Miró lo que había estado usando. Ese traje realmente no era suyo; tampoco la camisa ni las medias ni los mocasines. Nada de lo que vestía era suyo.
Le echó una ojeada al reloj en su muñeca. Se lo quitó. Lo dejó caer sobre la alfombra.
No tenía casa propia, ni vivía en ella. No gastaba su propio dinero. No tenía trabajo, no tenía futuro. Era una mascota bien mantenida, no un hombre. Y por mucho que amara a Marissa, después de lo que había pasado en ese jardín, tenía claro que las cosas no funcionarían entre ellos. La relación era destructiva, en particular para ella: estaba turbada y se culpaba por cosas que no eran culpa suya, sufriendo a causa de él. Marissa se merecía a alguien mejor. Se merecía… oh, mierda, se merecía a Rehvenge, por ejemplo, ese aristócrata con pedigrí. Rehv sería capaz de cuidarla, de darle lo que necesitaba, de hacerla socialmente aceptada, de ser su compañero durante siglos.
Butch fue hasta el armario y sacó una trenca de Gucci… pero no quiso tomar nada de esa vida, mucho menos ahora que se sentía bajo fianza. Sacó un par de vaqueros y una sudadera, metió los pies dentro de unas zapatillas y buscó su cartera vieja. Cogió un conjunto de llaves que había llevado cuando se había mudado a vivir con Vishous. Al ver ese enredo metálico en la sencilla argolla de plata, se acordó de que en septiembre pasado no se había preocupado con lo que pasaría con su apartamento. Después de todo ese tiempo, el propietario debía haber pensado que Butch estaba en bancarrota y seguramente habría sacado todas sus cosas, toda su basura. Lo cual estaba bien. No quería volver allí.
Dejó las llaves y salió del cuarto. Recordó que no tenía coche.
No tenía un plan coherente sobre lo que iba a hacer o adónde ir. Sólo sabía que estaba abandonando a los hermanos y a Marissa, eso era todo. También sabía que para hacerlo tendría que marcharse de Caldwell. Podría dirigirse quizá al oeste o algo así.
Entró a la sala y se relajó al ver que Vishous no estaba por ahí. Decirle adiós a su compañero de habitación sería tan atroz como dejar a su mujer. No quería una despedida múltiple.
Mierda. ¿Qué iba a hacer la Hermandad cuando se enterara de su partida? Conocía muchos secretos de ellos… ¿Cómo reaccionarían?
Lo que más le preocupaba era que aún no sabía qué le había hecho exactamente el Omega. ¿Y si se convertía en restrictor? Bueno, en ese caso no podría hacer daño ni a los hermanos ni a Marissa, porque pensaba marcharse muy lejos. No volvería a verlos jamás.
Tenía la mano en el pomo de la puerta del vestíbulo cuando V dijo:
—¿Adónde vas, poli?
Butch giró la cabeza y vio a Vishous que salía desde las sombras de la cocina.
—V… me marcho. —Antes de recibir una respuesta, Butch meneó la cabeza—. Si tienes que matarme, hazlo de una vez y entiérrame rápido. Y no dejes que Marissa se entere.
—¿Por qué te largas?
—Es mejor así, aunque eso implique mi muerte. Demonios, me harías un gran favor si me liquidaras. Estoy enamorado de una mujer con la que no puedo estar. La Hermandad y tú sois lo único que tengo y también os voy a dejar. ¿Y qué diablos me espera en el mundo real? Nada. No tengo trabajo. Mi familia piensa que soy una ruina. Lo único bueno es que seré yo mismo con mis propios medios.
Vishous se aproximó, una sombra alta y amenazante. Mierda, tal vez así acabaría esta noche. Aquí mismo. Ahora mismo.
—Butch, hombre, no puedes irte. Te lo dije desde el principio. Nadie se marcha de aquí.
—Entonces… liquídame. Coge una daga y hazlo. Pero óyeme claramente. No voy a estar ni un minuto más en este mundo.
Cuando sus ojos se encontraron, Butch sintió una extraña calma. No iba a luchar. Iba a entrar apaciblemente a la noche eterna, de la mano de su mejor amigo, en una muerte hermosa y dulce.
Había maneras peores, pensó. Muchas, muchas maneras peores.
V achicó los ojos.
—Puede haber otro modo.
—Otro… V, compañero, unos colmillos de plástico no mejorarían el asunto.
—¿Confías en mí? —Sólo hubo silencio y Vishous repitió—: Butch, ¿confías en mí?
—Sí.
—Dame una hora, poli. Déjame ver qué puedo hacer.