27

Marissa pasó por delante de V y el hermano se apartó de su camino. Lo que demostraba que era tan astuto como sugería su reputación.

Al llegar a la puerta del dormitorio de Butch, ella se detuvo y miró por la rendija de la puerta. Estaba tendido en la cama, con el traje completamente desarreglado. Y con sangre en la camisa. Y en el rostro.

Se acercó y tuvo que taparse la boca con su mano.

—Virgen querida en el Ocaso…

Uno de sus ojos estaba hinchado y se estaba poniendo negro y azul; también tenía una herida en el puente de la nariz, de la cual había manado sangre. Y olía a whisky.

Desde el umbral, Vishous habló con una voz inusitadamente apacible:

—De verdad creo que deberías volver mañana. Se va a enfadar muchísimo cuando sepa que lo viste así.

—¿Quién le hizo esto? Y que Dios te ayude si me dices que fue sólo una riña callejera. Voy a gritar.

—Como dije, fue en el local de Rehvenge. Y Rehv tiene un montón de guardaespaldas.

—Deben ser muy machos —dijo Marissa con rabia.

—En realidad, la única que le pegó fue una hembra.

—¿Una hembra? —¿Por qué diablos le importaban los malditos detalles?—. ¿Puedes traerme un par de toallas y algo de agua caliente con jabón? —Fue hasta los pies de Butch y le quitó los zapatos.

Luego le quitó los pantalones y lo dejó en calzoncillos. Se sentó a su lado. La sorprendió la pesada cruz de oro que le colgaba del cuello, y se preguntó dónde la habría conseguido.

Miró más abajo, a la cicatriz negra en el vientre. Ni mejor, ni peor.

Cuando Vishous apareció con una palangana llena de agua y un montón de toallas, ella dijo:

—Ponlo todo en esa mesa donde pueda cogerlo y después vete, por favor. Y cierra la puerta al salir.

Hubo una pausa. Nadie le da órdenes a un miembro de la Hermandad de la Daga Negra y mucho menos en su propia casa. Pero los nervios de Marissa estaban deshechos y su corazón roto; y con todos sus problemas, lo que menos le importaba era lo que V pensara de ella.

Tras un breve silencio, V dejó las cosas donde ella le había pedido y cerró la puerta al salir del dormitorio. Con un profundo suspiro, Marissa mojó una de las toallas. Al tocarle el rostro, Butch dio un respingo y murmuró algo.

—Lo siento tanto, Butch… ya pasó todo. —Volvió a meter la toalla en la palangana, la sumergió y escurrió el exceso de agua—. No pasó nada, te lo juro. Sólo me alimenté, tengo que hacerlo.

Le quitó la sangre de la cara y le acarició el pelo. En respuesta, él giró la cara en su hermosa mano, aunque era obvio que estaba totalmente borracho y no era consciente de nada de lo que ocurría.

—¿Me crees? —susurró Marissa.

—Puedo olerlo en ti.

Marissa dio un salto, sorprendida al oír su voz.

Los ojos de él se abrieron con dificultad: parecían negros, no color avellana.

—Puedo olerlo por todas partes. No fue en la muñeca, ¿verdad?

No supo cómo responderle. Butch miró su boca y dijo:

—Vi tus marcas en su garganta. Y tu aroma estaba en él.

Cuando la cogió, Marissa se estremeció. Pero todo lo que él hizo fue acariciarle la mejilla con su dedo índice, leve como un suspiro.

—¿Cuánto tardaste? —preguntó Butch.

Se quedó callada; su instinto le decía que, cuanto menos supiera Butch, mejor.

Butch le cogió la mano y su rostro se tornó duro y fatigado. Sin emoción.

—Yo te creo. Lo del sexo.

—No lo parece.

—Lo siento, es que estoy un poco distraído. Intento convencerme a mí mismo de que llevo bien lo de esta noche.

Ella se miró las manos.

—Ha sido complicado. Lloré todo el tiempo.

Él aspiró torpemente y luego toda la tensión que había entre ellos se desvaneció por completo. Butch se sentó y puso sus manos en los hombros de Marissa.

—Oh, Dios mío… nena. Lo siento, lo siento tanto…

—No, yo sí que lo siento. Estoy avergonzada…

—Shh, no es culpa tuya, Marissa, nada de esto es culpa tuya…

—Pero yo me siento culpable…

—Es mi deficiencia, no la tuya. —Sus brazos, esos maravillosos y fornidos brazos, se deslizaron alrededor de ella y la arrimaron a su pecho desnudo.

La besó en la sien y susurró:

—No es culpa tuya. Nunca. Y quiero llevar esta situación de la mejor manera posible, de verdad. No sé por qué me afecta tanto, pero intentaré que no sea así.

Marissa súbitamente lo empujó hacia atrás, impulsada por una urgencia incuestionable.

—Butch, acuéstate conmigo. Aparéate conmigo. Ya.

—Oh… Marissa… me encantaría, de verdad. —Le acarició el pelo con ternura—. Pero no así. Estoy borracho y tu primera vez debería ser…

Ella lo interrumpió con su boca, saboreando el whisky y el macho que había en él, mientras se metía en la cama a su lado. Cuando Marissa deslizó la mano entre las piernas de Butch, él gruñó y la apretó con las suyas.

—Te necesito dentro de mí —dijo ella ásperamente—. Si no es tu sangre, entonces tu sexo. Dentro de mí. Ya.

Lo besó otra vez y Butch le metió la lengua, con lo que Marissa supo que se había decidido y que lo tendría. Él se portó muy bien. La colocó encima de él y la acarició del cuello a los senos, y después hasta los labios. Cuando llegó al corpiño, paró y su cara se endureció otra vez. Con un movimiento salvaje, agarró la seda y el vestido. Y no paró en la cintura ni se contuvo. Sus manos grandes y sus brazos veteados prosiguieron: rompió el raso por la mitad, hasta el dobladillo de la falda.

—Quítatelo —le ordenó.

Ella se quitó lo que aún le quedaba sobre los hombros. Alzó la cadera y Butch le quitó el vestido, estrujándolo hacia arriba, y lo tiró en cualquier parte.

Con la mirada enardecida, le arrancó las bragas y le abrió los muslos. Le miró el cuerpo y, con voz brutal, dijo:

—Jamás vuelvas a usar esto.

Marissa asintió. Él empujó las bragas a un lado y le plantó la boca en el clítoris. El orgasmo de ella fue un hito, una marca de macho, que la hizo correrse hasta quedar desmadejada y temblorosa.

Luego Butch le acarició las piernas con ternura. Aún aturdida por lo que había sentido, ella estaba débil y sin resistencias mientras Butch terminaba de desnudarla y se quitaba los calzoncillos.

Marissa vio el tamaño de su miembro y entendió lo que vendría a continuación. El miedo cosquilleó los márgenes de su conciencia. Pero estaba sumamente extasiada como para preocuparse por ello.

Él estaba hecho todo un animal, un macho, cuando volvió a la cama, su sexo duro y grueso, listo para penetrarla. Ella le abrió las piernas, sólo que Butch yacía a su lado, no encima.

Ahora él se movió perezosamente. La besó larga y dulcemente, su palma abierta sobando sus senos, tocándola con cuidado. Sin aliento, Marissa rizó sus manos en los hombros de Butch y sintió sus músculos bajo la cálida y suave piel, mientras él le acariciaba las caderas, los muslos.

Cuando la tocó entre las piernas, fue tierno y parsimonioso, y estuvo un rato así antes de meterle un dedo. Se detuvo cuando ella frunció el ceño y echó las caderas atrás.

—¿Sabes qué te espera? —preguntó Butch contra su pecho, en voz baja y suave.

—Um… sí. Lo supongo. —Pero enseguida pensó en el tamaño de su miembro—. En el nombre de Dios ¿va a caber?

—Seré tan delicado como pueda, pero esto… va a dolerte. Yo había esperado tal vez…

—Ya sé que la primera vez duele. —Marissa había oído que se sentía una punzada leve y luego un éxtasis maravilloso—. Estoy preparada.

Él cogió sus manos y lo montó, su cuerpo entre las piernas.

Súbitamente, todo se condensó: la sensación de su piel caliente, la presión de su peso y el poder de sus músculos… y la almohada debajo de su cabeza y el colchón donde estaban y el ángulo extremo en que se abrían sus piernas. Ella miró al techo. Un columpio de luces se movió alrededor de ambos, como si un coche hubiera entrado en el patio.

Marissa estaba tensa: no podía ayudarse. Aunque era Butch y ella lo amaba, la amenaza de la inexperiencia, la naturaleza agobiante de todo, la inundaron por momentos. Repentinamente le caían encima trescientos años.

Por alguna estúpida razón, las lágrimas manaron.

—Nena, no tenemos que hacer esto. —Le enjugó las mejillas con los pulgares y echó hacia atrás las caderas, como si fuera a retirarse.

—No quiero que pares. —Ella se agarró a la parte baja de su espalda—. No… Butch, espera. Yo lo quiero. De verdad, lo quiero.

Él cerró los ojos. Luego inclinó la cabeza hacia el cuello de Marissa, se echó a un lado y la abrazó contra su cuerpo firme. Se quedaron así durante un largo rato, su peso aligerado de tal modo que ella pudiera respirar, su excitación muy ardiente, siguiendo el ritmo, sus muslos. Marissa empezó a preguntarse si esto era todo lo que Butch iba a hacer.

Justo en el momento en que iba a preguntárselo, él movió las caderas y se asentó sólidamente entre sus piernas de nuevo.

La besó, una profunda y embriagadora seducción de boca. Ardió hasta ondularse encima de él, frotándose contra sus caderas, tratando de apretársele más.

Y entonces todo sucedió. Butch se movió un poco a la izquierda y ella sintió su erección en su ser, todo fuerte y suave a la vez. Sintió una cornada vasta y satinada y después alguna presión.

Él tragó saliva. El sudor le brotó sobre los hombros y corrió hacia abajo por la columna. La presión entre las piernas de Marissa se intensificó y la respiración de Butch se hizo más intensa, un gruñido con cada aspiración. Ella dio un respingo en serio y él súbitamente se retiró.

—¿Qué pasa? —preguntó Marissa.

—Eres muy estrecha.

—Bueno, tú eres muy grande.

Butch rió.

—Cosas tan bellas… siempre dices las cosas más bellas.

—¿Vas a parar?

—No, a menos que me lo pidas.

Cuando no hubo ningún «no» por parte de Marissa, él se tensó aún más y la cabeza de su miembro encontró la entrada. Su mano fue hasta la cara de ella y Butch le acomodó el pelo detrás de la oreja.

—Si puedes, trata de relajarte, Marissa. Será más fácil para ti. —Él empezó a mecerse, su cadera entrando y saliendo, un constante avance y retroceso. Sin embargo, cada vez que trataba de apuntalarse, Marissa se resistía.

—¿Estás bien? —le preguntó a través de sus dientes rechinantes.

Ella asintió aunque sintió que temblaba. Todo le parecía muy extraño: era como si no hicieran ningún progreso real…

Con un repentino empujón él estuvo dentro. Marissa se puso rígida y Butch gruño y hundió su cara contra la almohada al lado de su rostro. Ella sonrió, inquieta, con la plenitud de su inexperiencia.

—Yo… ah, siento como si debiera preguntar si todo va bien.

—¿Estás bromeando? Creo que voy a explotar. —Él tragó de nuevo, un desesperado sorbo—. Pero odio la idea de hacerte daño.

—Superemos esa parte, ¿vale?

Marissa se sintió mucho mejor cuando vio que Butch asentía.

—Yo te amo.

Con un veloz impulso, él se echó hacia delante y la penetró por completo.

El dolor fue crudo y fresco, y ella jadeó, apretándose contra sus hombros. Por instinto, su cuerpo luchaba bajo el de Butch, tratando de quitárselo de encima o al menos de imponerle alguna distancia.

Él apartó su torso y sus vientres se rozaron mientras ambos jadeaban fuertemente. Con la pesada cruz colgando entre ellos, Marissa dejó escapar una ruda maldición. Antes la presión había sido molesta. Ésta era peor. Ésta dolía.

Y se sintió invadida, cogida por entero. Dios, todas esas charlas femeninas que había oído a medias sobre lo maravilloso de la llave que encaja en la cerradura, y sobre cómo la primera vez era mágica, y cómo era fácil y delicioso… nada de eso era verdad.

El pánico la atacó. ¿Y si ella no fuera normal? ¿Y si fuera incapaz de sentir placer? ¿Era ese el defecto que los machos de la glymera habían presentido en ella? ¿Qué tal si…

—¿Marissa?

… era incapaz de pasar por todo esto? ¿Y si cada vez le dolía igual que esta? Oh, Jesús… Butch era muy macho y muy sexual. ¿Y si optaba por salir con otras…?

—Marissa, mírame.

Arrastró sus ojos hasta la cara de él, pero sólo podía prestar atención a la voz que rondaba en su cabeza. Oh, Jesús… no se suponía que esto doliera tanto, ¿o sí? Oh, Dios mío… ella no era como las otras, tenía algún defecto, alguna tara…

—¿Qué estás haciendo? —dijo Butch rudamente—. Háblame. No te guardes lo que estás pensando.

—¿Y si no puedo soportar esto? —le contestó Marissa.

La expresión de él fue completamente mansa, una deliberada máscara de docilidad.

—Claro que podrás, olvida las ideas preconcebidas. Esa romántica versión de perder la virginidad es pura mentira.

O tal vez no lo era. Quizá ella era el problema.

La palabra defecto se paseó por su cabeza cada vez más rápido, cada vez con más insistencia.

—¿Marissa?

—Quiero que esto sea bonito —le respondió con desolación.

Hubo un horrible silencio… durante el cual supo lo que era el poder de su erección. Luego Butch dijo:

—Lo siento si estás desilusionada.

Empezó a salirse. Algo cambió. Marisa experimentó una agradable sensación por todo el cuerpo.

—Espera. —Marissa se aferró a sus nalgas—. No es todo lo que hay, ¿cierto?

—No.

—Oh… ¿por qué sales? No has terminado…

—Por el momento no necesito más.

Cuando su miembro resbaló fuera de ella, se sintió curiosamente vacía y luego, casi al instante, fría. Él le echó encima un edredón y por un instante Marissa sintió que la excitación de Butch perduraba contra su muslo. El armamento estaba mojado y se ablandaba a gran velocidad.

Él se asentó en su espalda cerca a ella y descansó ambos antebrazos sobre su frente.

Dios… qué embrollo. Y ahora que Marissa había recuperado el aliento, quería pedirle que siguiera. Pero sabía lo que Butch diría. El «no» se palpaba en la rigidez de su cuerpo.

Estuvieron unos minutos acostados en silencio. Marissa se sentía mal, quería decirle algo…

—Butch…

—Realmente estoy agotado. Vamos a dormir.

Él se apartó, arregló una almohada y exhaló un largo y desigual suspiro.