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Butch salió del ZeroSum a las 3.45 a.m. y, aunque el Escalade estaba aparcado en la parte de atrás, se encaminó en sentido contrario. Necesitaba aire. ¡Dios! Aire.

Era mediados de marzo y el invierno aún estaba lejos de acabar, por lo menos en Nueva York. La noche era gélida. Cuando comenzó a caminar por Trade Street, el aliento brotaba de su boca en nubes blancas y aleteaba sobre sus hombros empujado por el viento. El frío y la soledad le convenían: se sentía demasiado caliente y rodeado de cuerpos, a pesar de que había dejado atrás la aglomeración del club con todo ese gentío sudoroso a su alrededor.

A medida que avanzaba, sus Ferragamo resonaban sobre la acera, las suelas triturando la sal y la arena de la pequeña franja de cemento que asomaba entre los montículos de nieve sucia. A sus espaldas, una música sorda y apagada latía con fuerza desde los otros bares de Trade Street, aunque hacía rato que había pasado la hora de permiso de apertura de los locales, y a esas alturas ya deberían estar cerrados.

Cuando llegó a McGrider’s, se soltó el cuello de la camisa y acortó el paso. Evitó el bar donde tocaban blues, porque había unos cuantos muchachos en la puerta, perdiendo el tiempo, y no quería que lo vieran. Aparte de sus antiguos colegas del DPC, no mantenía contacto con nadie: él había desaparecido y quería conservar ese estado.

Screamer’s era el siguiente local, éste de música rap; ahora sonaba una canción tan alto, que Butch sintió pena de los vecinos. Cuando estuvo lejos de ese club, se detuvo y miró hacia un callejón.

Aquí había comenzado todo. Su extraño viaje al mundo de los vampiros había empezado exactamente en ese sitio, el mes de julio anterior, con la investigación de un coche-bomba, un BMW que resultó destrozado. Un hombre había quedado reducido a cenizas. No hallaron ninguna evidencia material, a excepción de un par de estrellas voladoras de las que se usan en artes marciales. El golpe había sido muy profesional, el tipo de trabajo con el que su autor pretende transmitir un mensaje. No mucho después, cadáveres de prostitutas comenzaron a aparecer en los callejones. Con los cuellos cortados. La sangre con niveles de heroína tan altos como el cielo. Con más juguetes de artes marciales alrededor.

Él y su compañero, José de la Cruz, supusieron que la explosión había sido consecuencia de una reyerta entre chulos por el control del territorio y que las mujeres muertas eran parte del ajuste de cuentas. Muy pronto supieron la verdadera historia. Darius, un miembro de la Hermandad de la Daga Negra, había sido secuestrado por los enemigos de su raza, los restrictores. La muerte de esas prostitutas era parte de una estrategia de la Sociedad Restrictiva para capturar a vampiros civiles e interrogarlos.

Él jamás se había imaginado que existieran los vampiros. Mucho menos que condujeran coches de noventa mil dólares. Ni que tuvieran enemigos tan sofisticados.

Butch se adentró en el callejón, hasta el punto en el que el automóvil había sido lanzado hacia las alturas. Aún había un boquete cubierto de hollín en el edificio donde la bomba había estallado, imprimiendo sus huellas en los ladrillos fríos.

Todo había comenzado allí.

Una ráfaga de viento revoloteó bajo su abrigo, levantó el excelente cachemir del cuello y azotó el elegante traje que había debajo. Alisándolas con la mano, se miró las ropas. El gabán era Missoni, aproximadamente de cinco de los grandes. La chaqueta, RL Black Label, de cerca de tres de los grandes. Los zapatos eran para una noche de aficionados, de apenas setecientos dólares. Los gemelos eran Cartier, de la categoría de los cinco dígitos. El reloj era Patek Philippe: veinticinco de los grandes.

Las dos pistolas Glock de cuarenta milímetros, bajo sus axilas, por lo menos valían dos de los grandes cada una.

Iba vestido… ¡Joder!… en ese momento llevaba encima cerca de cuarenta y cuatro mil dólares, precios de Saks Fift y Army/Navy. Y esto no era más que la punta del iceberg de su vestuario. En la residencia, el complejo donde vivía con los hermanos, tenía dos armarios repletos de ropa del mismo valor… que, por supuesto, no había comprado con su propio dinero. Todo había sido adquirido con la pasta de la Hermandad.

¡Mierda! Se vestía con ropa que no era suya. Vivía en una mansión y comía y veía la televisión con pantalla de plasma… y nada de eso era de él. Bebía whisky por el que no pagaba. Conducía un coche estupendo que tampoco le pertenecía. ¿Y qué daba él a cambio? Nada de nada, ¡diablos! Cada vez que había acción, los hermanos lo mantenían apartado.

Unos pasos resonaron al fondo del callejón, retumbando, anunciándose, acercándose. Y eran los pasos de varios.

Butch se movió con cuidado entre las sombras, soltándose los botones del abrigo y de la chaqueta del traje por si llegaba a necesitar sus armas. No tenía intención de mezclarse en asuntos de otros, pero era incapaz de contenerse si un inocente estaba siendo apaleado.

El poli que había dentro de él aún no había muerto del todo.

Como el callejón no tenía salida, los tíos tendrían que pasar por delante de él. Esperando no involucrarse en un tiroteo, se apretó contra el muro y esperó a ver qué sucedía.

Un tipo joven pasó volando por su lado, con el terror marcado en el rostro, el cuerpo todo agitado por el pánico. Y luego… bueno, lo de siempre, dos matones del tamaño de un camión, con el pelo rubio. Grandes como casas. Oliendo a talco para bebés.

Restrictores. A la caza de un civil.

Butch sujetó una de las Glock en una mano, mientras con la otra marcaba en el móvil el número de V, y salió en persecución de los restrictores. En plena carrera, oyó que saltaba el contestador de V, así que se echó el móvil al bolsillo.

La situación era, por decirlo de una manera suave, bastante complicada. Al fondo del callejón, los dos verdugos habían acorralado al civil y se movían a su alrededor perezosamente, encerrándolo, empujándolo hacia atrás, sonriendo, jugando con él. El civil temblaba; el blanco de sus ojos brillaba en la oscuridad.

Butch apuntó con su arma.

—Eh, rubios, ¿qué tal si me enseñáis las manos?

Los restrictores se detuvieron y lo miraron. Butch se sintió como un ciervo al que se le viene encima un camión. Esos bastardos sin alma eran pura fuerza, estaban guiados por una lógica implacable y fría, una combinación bastante repugnante, pensó, especialmente si viene por duplicado.

—No es asunto suyo —dijo el que estaba a la izquierda.

—Sí, es lo mismo que me dice mi compañero de habitación. Pero, nunca le hago caso, ¿a que tiene gracia?

Los restrictores eran listos, no podía menospreciarlos. Uno se concentró en Butch. El otro se acercó al civil, que parecía demasiado aterrorizado como para relajarse y ser capaz de desmaterializarse.

«Esto se va a convertir en un secuestro», pensó Butch.

—¿Por qué no se larga? —dijo el bastardo que estaba a la derecha—. Sería mejor para usted.

—Probablemente, pero peor para él. —Butch señaló al civil.

Una brisa tan fría como un cubo de hielo se coló en el callejón, arrastrando los periódicos abandonados y las bolsas de plástico vacías. La nariz de Butch sintió un hormigueo. Meneó la cabeza: odiaba ese olor.

—Vosotros veréis lo que hacéis —dijo—. Por cierto, el hedor ese a talco para bebés… ¿cómo logran soportarlo los restrictores?

Los desvaídos ojos de los verdugos lo recorrieron de arriba abajo, incapaces de imaginarse cómo conocía él esa palabra, restrictor. Enseguida entraron en acción. El restrictor más cercano al civil se abalanzó sobre el vampiro y lo agarró por el pecho, convirtiendo en realidad el secuestro potencial que preveía el humano. Al mismo tiempo, el otro arremetió contra Butch, avanzando como un rayo.

Pero Butch no se asustó. Con calma, apuntó el cañón de la Glock hacia el restrictor, un individuo enorme como una apisonadora, y le disparó directo al pecho. Una especie de aullido de alma en pena brotó de la garganta del verdugo, que cayó al suelo como un saco de arena, inmovilizado.

Lo cual no era la reacción normal de un restrictor al ser alcanzado por un proyectil. Si el proyectil era normal, claro, de los que venden en el mercado; pero el cargador de Butch tenía balas especiales, gracias a la Hermandad.

—¿Qué ha sido esa mierda? —se asombró el otro verdugo.

—Sorpresa, sorpresa, cabrón.

El restrictor reaccionó rápidamente y agarró al civil por la cintura, poniéndolo como escudo.

Butch los apuntó a ambos. «Maldita sea. No dispares. No se te ocurra disparar», pensó.

—Suéltalo —le dijo al restrictor.

El cañón de un arma apareció de repente por debajo de la axila del civil.

Butch tuvo buenos reflejos y se apartó de un salto. La primera bala rebotó en el asfalto. Apenas acababa de resguardarse cuando un segundo balazo le rasgó el muslo.

¡Demonios! Bienvenido a la vida real. Fue como si un hierro candente le hubiera taladrado la pierna. El nicho al que había ido a esconderse protegía tanto como un poste del alumbrado público. El restrictor se movió en busca de una mejor posición de tiro.

Butch cogió una botella vacía que había en el suelo y la lanzó a través del callejón. El restrictor asomó la cabeza por encima del hombro del civil para rastrear el ruido y entonces Butch descargó en semicírculo cuatro disparos, todos muy certeros, alrededor de los dos tíos. El vampiro sintió pánico, lo que se suponía que debía pasar, y se movió. Cuando vio que el civil se había apartado unos centímetros de su captor, Butch le pegó un tiro al restrictor en el hombro. El bastardo giró sobre sí mismo y rodó de bruces sobre el suelo.

Excelente disparo, pero el restrictor aún se movía, y Butch pensó que no tardaría más de un minuto en volver a ponerse de pie. Las balas especiales eran buenas, pero si el tiro no era mortal, esos cerdos se recuperaban enseguida. Resultaban más útiles si el impacto era en el pecho y no en el brazo.

Y, además, los problemas siempre traen más problemas.

En cuanto el vampiro civil estuvo libre, tomó aire y comenzó a gritar.

Butch cojeó, blasfemando por el dolor. ¡Por Dios! Este macho estaba armando suficiente jaleo como para atraer a toda la fuerza de policía de la zona, incluso a la del maldito Manhattan. Butch se acercó a la cara del tipo y lo fulminó con sus duros ojos.

—Necesito que pare de chillar, ¿de acuerdo? Escúcheme. Pare. No chille más. Ya.

El vampiro farfulló cualquier cosa y luego se calló, como si el motor de la voz se le hubiera quedado sin combustible.

—Bien. Necesito que haga dos cosas. Primero, quiero que se calme para que pueda desmaterializarse. ¿Entiende lo que le estoy diciendo? Respire despacio y profundo… así… así es. Muy bien. Y también quiero que se cubra los ojos. Ya. Vamos, cúbraselos.

—¿Cómo sabe…?

—Hablar no está en la lista de las cosas que le he pedido que haga. Cierre los ojos y cúbraselos. Y siga respirando. Ya verá, conseguirá salir por sí mismo de este callejón.

El macho se cubrió los ojos con sus manos temblorosas. Butch fue hasta donde estaba el segundo verdugo, que yacía boca abajo en el pavimento. A la cosa esa le salía sangre negra por la herida del hombro y desde su boca se escapaban pequeños gemidos.

Butch le agarró un mechón del cabello al restrictor y le ladeó la cabeza sobre el asfalto. Puso el cañón de la Glock contra la base del cráneo y apretó el gatillo. La mitad superior del rostro del bastardo se pulverizó. Los brazos y las piernas siguieron sacudiéndose. Todavía sentía.

El trabajo no estaba completo del todo. Tenía que apuñalar en el pecho a esos dos para que murieran de verdad. Y Butch no tenía nada puntiagudo ni cortante a su alcance.

Sacó el teléfono móvil y volvió a marcar, en tanto hacía rodar al verdugo con el pie. Mientras el móvil de V empezaba a sonar, Butch buscó en los bolsillos del restrictor. Encontró una BlackBerry y una cartera…

—¡Mierda! —exclamó. El verdugo había activado su móvil, obviamente para pedir ayuda. Y a través de la línea abierta, los pesados resuellos de una respiración y el ruido de ropas ondeando en el viento eran señal clara y contundente de que la brigada de apoyo estaba en camino.

El móvil de V continuaba sonando. Butch miró al vampiro.

—¿Cómo lo hace? —dijo el civil—. Tiene usted buen aspecto. Parece calmado y controlado.

«V contesta el maldito teléfono, responde de una puta vez», pensó Butch.

El vampiro se apartó las manos de los ojos y los bajó para ver al verdugo, cuya materia gris estaba esparcida sobre la pared de ladrillos, a la derecha.

—Oh… Dios mío…

Butch se interpuso entre el verdugo y el civil.

—No piense en eso —le dijo.

Con una mano, el civil señaló hacia abajo.

—Y a usted… le han dado. Está herido…

—Sí, no se preocupe por mí. Necesito que se calme y se vaya, por favor. Váyase de una puta vez. ¡Desaparezca ya!

La voz de V en el buzón de voz le golpeó como una patada. En ese mismo momento retumbó en el callejón el taconeo de unas botas sobre el pavimento. Butch metió el móvil en el bolsillo, quitó el cargador vacío de la Glock y puso uno nuevo.

—Desmaterialícese. Desmaterialícese ya…

—Pero… pero…

—¡Ya! Por Dios, saque el culo de este callejón o volverá a su casa en un ataúd.

—¿Por qué hace esto? Usted es humano…

—Estoy muy cansado de oír eso. ¡Lárguese!

El vampiro cerró los ojos, murmuró unas palabras en Lenguaje Antiguo y desapareció.

Cuando el infernal ruido de los verdugos se hizo más intenso, Butch miró a su alrededor en busca de algún refugio, consciente de que tenía el zapato izquierdo empapado con su propia sangre. El poco profundo resquicio en la pared era su mejor apuesta, la única. Maldiciendo, se pegó bien al muro y esperó a ver qué venía.

—Mierda.

Dios santo… ¡Eran seis!

‡ ‡ ‡

Vishous sabía lo que iba a suceder: algo en lo que él no necesitaba participar. Cuando un rayo de brillante luz blanca iluminó la noche como si fuera el mediodía, giró sobre sí mismo y movió sus jodidos zapatones a lo largo del terreno. No había razón para mirar atrás cuando el ronquido de la bestia retumbara a través de la noche. V conocía el procedimiento: Rhage se había transformado, la criatura andaba suelta y los restrictores con los que había peleado iban a ser su almuerzo. Lo habitual en estos casos… excepto por el lugar en el que se encontraban: el campo de fútbol del Caldwell High School.

«¡Vamos, Bulldogs! ¡Vamos! ¡Rah, rah, rah!».

V correteó por las tribunas, yendo hacia lo más alto, a la zona de animadoras del CHS. Debajo de él, en la línea de la yarda cincuenta, la bestia agarró al restrictor, lo lanzó hacia arriba y capturó al inmortal entre sus dientes.

Vishous miró a su alrededor. Había por lo menos unas veinticinco malditas casas alrededor de la escuela. Y los humanos que vivían en ellas se habían despertado con el resplandor, tan brillante como el de una explosión nuclear.

V renegó y se quitó abruptamente el guante de estrías de plomo de su mano derecha. En cuanto sacó la mano, el brillo del centro de su bendita palma iluminó los tatuajes que la recubrían por ambos lados, desde la yema de los dedos hasta los puños. Mirando fijamente al campo, se concentró en el latido de su corazón, sintiendo el bombeo en las venas y captando el pulso, el pulso, el pulso…

Ondas invisibles brotaron de la palma de su mano, algo así como olas calientes elevándose desde el asfalto. En el instante en que las luces de un par de porches iluminaron las puertas de la calle y los padres de familia asomaron la cabeza fuera de sus castillos, la mhis comenzó a funcionar. Las imágenes y los ruidos de la lucha en el campo fueron reemplazadas por la ilusión de que todo marchaba bien y como debía ser.

Desde las tribunas, V usó su visión nocturna para observar a los hombres que miraban a su alrededor y a los otros. Cuando uno de ellos sonrió y se encogió de hombros, V se imaginó la conversación.

Oye, Bob, ¿has visto eso?

Sí, Gary. Tremenda luz. Inmensa.

¿Llamamos a la policía?

Todo parece estar bien.

Sí. Qué raro. Oye, ¿Marilyn, tú y los niños vais a hacer algo este domingo? Podríamos dar un paseo por un centro comercial, y después comer pizza…

Excelente idea. Se lo preguntaré a Sue. Que tengas buena noche.

Buenas noches, vecino.

Vishous conservó el enmascaramiento hasta estar seguro de que los hombres habían cerrado sus puertas y habían arrastrado los pies hasta la nevera para consumir un bocadillo nocturno.

La bestia no tardó y tampoco dejó mucho por comer. En cuanto finalizó, el dragón miró alrededor hasta dar con V, lanzó un gruñido hacia las tribunas y después soltó un bufido.

—¿Has acabado ya, muchacho? —le dijo V—. Para tu información, el palo de esa portería podría servirte como mondadientes.

Un nuevo bufido. Luego la criatura se acostó en el suelo y, en su lugar, apareció Rhage, desnudo, de pie sobre el suelo empapado de sangre. Tan pronto se completó el cambio, V saltó de las tribunas y trotó por el campo.

—¿Hermano? —Rhage tiritaba como si estuviera en la nieve.

—Sí, Hollywood, soy yo. Voy a llevarte a casa con Mary.

—No ha estado tan mal como otras veces.

—Bien.

V se despojó de su chaqueta de cuero y la extendió sobre el pecho de Rhage. Luego sacó el teléfono móvil de un bolsillo. Había dos llamadas perdidas de Butch. Las devolvió, rogando que contestara rápido. Cuando no obtuvo ninguna respuesta, V se comunicó con el Hueco: la llamada también entró al buzón de mensajes.

¡Diablos! Phury había ido a ver a Havers para reajustarse la prótesis. Wrath no podía conducir a causa de su ceguera. Nadie había visto a Tohrment en meses. El único que quedaba era… Zsadist.

Aunque hacía más de cien años que trabajaba con él, no le apetecía nada recurrir a Z. Era violento y nunca sabías por dónde iba a salir. Pero ¿qué otra opción le quedaba? Bueno, por lo menos el hermano estaba mejorando bastante desde que se había emparejado.

—Diga —fue la brusca respuesta.

—Hollywood ha sacado de nuevo el Godzilla que tiene en su interior… —dijo V—. Necesito un coche.

—¿Dónde estás?

—En la carretera a Weston. En el campo de fútbol del Caldwell High School.

—Llegaré ahí en diez minutos. ¿Hacen falta primeros auxilios?

—No, los dos estamos intactos.

—Ya voy.

La conexión finalizó y V miró el móvil con incredulidad. La idea de confiar en este atroz bastardo era una novedad. Nunca se había visto que fuera en ayuda de alguien…

V puso su mano buena sobre el hombro de Rhage y alzó la mirada al cielo. Un universo infinito y desconocido surgió sobre él, sobre ellos. Por primera vez, la inmensidad le aterrorizó. También por primera vez en la vida estaba volando sin red de protección.

Sus visiones se habían ido. Esas instantáneas del futuro, todas esas gilipocelles, esas transmisiones de lo que estaba por venir, esas imágenes sin fecha que lo mantenían con los nervios de punta desde que podía recordar, simplemente se habían ido. Y lo mismo ocurría con la intrusión de los pensamientos de otras personas.

Siempre había deseado que no hubiera nadie dentro de su cabeza. Era irónico que el silencio le pareciera ensordecedor.

—¿Qué tal V? ¿Estamos bien?

Miró a Rhage. La perfecta belleza rubia de su hermano lo cegó, pese a que todavía tenía sangre del restrictor sobre el rostro.

—Pronto vendrá el transporte. Te llevaremos a casa con tu Mary.

Rhage empezó a hablar entre dientes y V lo dejó hacer. Pobre miserable. Las maldiciones nunca serían una fiesta.

Diez minutos más tarde, Zsadist irrumpió en el campo de fútbol en el BMW de su hermano gemelo, derrapando entre la nieve y trazando una senda de fango. V pensó que iban a arruinar el cuero del asiento trasero. Por fortuna, Fritz, mayordomo extraordinario, lo limpiaría de tal modo que nadie notaría nada.

Zsadist salió del coche y rodeó el capó. Después de un siglo de padecimientos, de autocastigarse casi hasta la inanición, ahora pesaba cerca de cien kilos, los cual no estaba nada mal para su metro noventa y cinco de estatura. Gracias a su shellan, Bella, sus ojos ya no eran los negros orificios de odio de otras épocas. Por lo menos, casi nunca.

Sin hablar, los dos hermanos cargaron con Rhage hasta el automóvil y acomodaron su macizo cuerpo en el asiento trasero.

—¿A casa? —preguntó Z mientras se sentaba al volante.

—Sí, pero antes tengo que despejar la escena —dijo V, lo que significaba que usaría su mano para limpiar en seco la sangre del restrictor, que había salpicado por todas partes.

—¿Quieres que te espere?

—No, llévate al muchacho. Mary estará preocupada por él.

Zsadist escudriñó la vecindad con un veloz giro de cabeza.

—Esperaré.

—No hace falta. No tardaré mucho.

—Si no estás en la residencia cuando yo haya llegado, volveré a buscarte.

El automóvil arrancó, los neumáticos patinando entre el fango y la nieve.

Dios mío, Z realmente era un buen compañero.

Diez minutos después, V se materializó en la residencia, justo cuando Zsadist estaba entrando con Rhage. En cuanto Z llevó a Hollywood al interior, Vishous miró los coches aparcados en el patio. ¿Dónde diablos estaba el Escalade? Butch ya debería haber regresado.

Como estaban acostumbrados a comunicarse permanentemente el uno con el otro, sabía que Butch comprobaba las llamadas con frecuencia. ¡Diablos! A lo mejor estaba ocupado. Ya iba siendo hora de que el hijo de puta archivara su obsesión por Marissa y se buscara algún desahogo sexual.

Y a propósito de desahogo… V observó el resplandor del cielo. Imaginaba que aún quedaría aproximadamente una hora y media de oscuridad. Estaba nervioso, esa noche sentía algo especial, había algo malo en el aire, pero no sabía de qué se trataba.

Cogió el móvil nuevamente y marcó un número. Cuando le contestaron, no esperó un «hola», habló sin más:

—Prepárate para mí, ¡ya! Ponte la ropa que te compré.

Sólo quería escuchar las tres únicas palabras que le interesaban, y le llegaron casi de inmediato cuando la voz femenina al otro lado dijo:

—Sí, mi lheage.

V colgó y se desmaterializó.