10
Amanecía y las cortinas de acero alrededor del salón de billares de la mansión ya habían sido bajadas. Vishous probó un sándwich de rosbif de Arby’s: sabía como una guía telefónica, aunque no le faltaban ingredientes.
Oyó el chasquido de las bolas y levantó la mirada. Beth, la Reina, acababa de hacer su jugada. Agarrando el taco con elegancia, se enderezó sobre el tapete.
—No está mal —exclamó Rhage mientras se recostaba contra la pared de seda.
—Es por el entrenamiento. —Beth rodeó la mesa y calculó la siguiente jugada. Al inclinarse y apoyar el taco sobre su mano izquierda, el rubí Saturnine relampagueó en el dedo corazón.
V se limpió la boca con una servilleta de papel.
—Te va a doler otra vez, Hollywood.
—Es probable.
Pero la Reina no tuvo oportunidad de lucirse. En ese momento Wrath atravesó la puerta, visiblemente preocupado. Su largo pelo negro, que le llegaba casi hasta el trasero cubierto por unos pantalones de cuero, flotó detrás de él y luego cayó sobre su espalda corpulenta.
Beth bajó el taco.
—¿Cómo está John?
—Quién diablos sabe. —Wrath fue hasta donde estaba Beth y la besó en los labios y a ambos lados del cuello, sobre sus venas—. No quiere que Havers lo examine. Se niega a ir a la clínica. Ahora está dormido en la oficina de Tohr, exhausto.
—¿Qué desencadenó el ataque esta vez?
—Z estaba dando una clase sobre explosivos. El chaval simplemente estalló y rodó al suelo. Lo mismo que antes, como la primera vez.
Beth abrazó a Wrath por la cintura y se recostó en el cuerpo de su hellren. Sus cabellos negros se mezclaron, liso el de él, ondulante el de ella. Dios, Wrath tenía el pelo excesivamente largo. Tenía mucho que ver que a Beth le gustara, ya que se lo había dejado largo por ella.
V se limpió la boca otra vez. Qué raro, la de cosas que hacían los machos con tal de darles gusto a las hembras.
Beth meneó la cabeza.
—Desearía que John volviera con nosotros a la casa. Dormir en esa silla, quedarse en la oficina… Pasa mucho tiempo solo y no come lo suficiente. Es más, Mary dice que no quiere hablar sobre lo que les sucedió a Tohr y a Wellsie. Simplemente se niega a abrirse.
—No me importa que no diga nada, siempre y cuando visite al maldito doctor. —Las gafas de sol de Wrath se movieron hacia V—. ¿Y cómo está nuestro otro paciente? Jesús, a veces creo que deberíamos tener un médico aquí en la mansión.
V cogió la bolsa de Arby’s y atacó el segundo sándwich.
—El poli se está recuperando. Creo que podrá salir en un día o dos.
—Quiero saber qué diablos le hicieron. La Virgen Escribana no me ha dado ninguna pista esta vez. Está muda como una piedra.
—Ayer comencé a investigar. Empecé por las Crónicas. —Las Crónicas eran los dieciocho volúmenes de la historia de los vampiros en Lenguaje Antiguo. Los jodidos textos eran tan aburridos como el inventario de una tienda de ordenadores—. Si no encuentro nada, tendré que buscar en otra parte. Compendios de tradición oral, transcripciones culturales, mierdas así. Es altamente improbable que en los veinticuatro mil años que llevamos en este planeta no haya sucedido antes algo parecido. Voy a pasarme todo el día de hoy trabajando en ello.
Como era habitual, se pasaría otro día sin dormir. Hacía más de una semana que se le había quitado el sueño y no había razón para pensar que las cosas fueran a mejorar o a ser diferentes esa tarde.
¡Qué infierno! Estar despierto durante ocho días no era nada bueno para la actividad de sus ondas cerebrales. Si no dormía, podría volverse psicótico o fundir sus circuitos. Era asombroso que algo semejante no hubiera acontecido nunca.
—¿Qué pasa, V? —dijo Wrath.
—¿Cómo? ¿Qué?
—¿Estás bien?
Vishous mordió el rosbif y lo masticó con deleite.
—Sí, bien. Muy bien.
‡ ‡ ‡
Al caer la noche, Van aparcó su camión bajo un arce en una calle encantadora y elegante.
No le gustó la situación.
La casa que había al otro lado del césped no parecía un lugar peligroso: era otra residencia tipo colonial en un vecindario cualquiera. El problema eran los coches que estaban aparcados en la avenida, frente a la casa. Cuatro.
Iba a reunirse con Xavier cara a cara, ellos dos solos. Van inspeccionó el terreno sin bajarse del camión. Todas las cortinas estaban echadas. Parecía que dentro sólo había dos lámparas encendidas. La del porche estaba apagada.
Además había que analizar otros asuntos. Decirle sí a esa propuesta significaba darle una patada a la construcción, librándose de tener que ganarse el pan con el sudor de su frente. Conseguiría hasta el doble de lo que ahora ganaba y ahorraría algo de pasta para sobrevivir cuando ya no quisiera o no pudiera pelear más.
Descendió del camión y caminó hasta la fachada de la casa. Plantó sus botas en el felpudo de bienvenida, con el dibujo de una hiedra entramada, y sintió escalofríos.
La puerta se abrió antes de que pulsara el timbre. Xavier estaba al otro lado, enorme y completamente vestido de blanco.
—Llegas tarde.
—Y usted dijo que íbamos a estar solos.
—¿Te preocupan mis acompañantes?
—Depende de quiénes sean.
Xavier se hizo a un lado.
—¿Por qué no entras y lo averiguas tú mismo?
Van no se movió.
—Para que lo sepa: le dije a mi hermano que iba a venir aquí. Le di la dirección y todo.
—¿A cuál de tus hermanos? ¿El mayor o el menor? —Xavier sonrió mientras Van entrecerraba los ojos—. Sí, nosotros los conocemos. Como tú dices, con direcciones y todo.
Van metió la mano en el bolsillo de su cazadora. La nueve milímetros se deslizó en la palma de su mano con toda naturalidad.
«Dinero, piensa en el dinero».
Al cabo de un momento, dijo:
—¿Vamos a entrar o nos vamos a quedar en la puerta como un par de idiotas?
—Yo no soy el que está en el lado equivocado de la puerta, hijo.
Van entró, sin apartar la vista de Xavier. Dentro, el lugar estaba frío, como si la calefacción estuviera en su punto más bajo o como si la casa estuviera abandonada. La falta de muebles parecía indicar que allí no vivía nadie.
Cuando Xavier se llevó la mano al bolsillo trasero, Van se puso tenso. El otro sacó un arma de gran calibre: diez crujientes billetes de cien dólares.
—¿Entonces? —preguntó Xavier—. ¿Hacemos el trato? ¿Sí o no?
Van cogió la pasta y se la guardó.
—Sí.
—Bien. Comenzarás a trabajar esta noche.
—Xavier caminó hacia el fondo de la vivienda.
Van lo siguió, alerta. Especialmente cuando descendieron al sótano y vio a otros seis Xavieres al pie de las escaleras. Todos eran altos, con el pelo desteñido y olían a abuelita.
—Veo que ha traído a algunos de sus hermanos —dijo Van en tono bajo.
—No son hermanos. Y jamás uses esa palabra delante de nosotros. —Xavier señaló a los maleantes—: Son tus aprendices.
‡ ‡ ‡
Moviéndose por sus propios medios pero vigilado por una enfermera con traje hazmat, Butch regresó a la cama después de su primera ducha y de su primer afeitado. Le habían quitado el catéter y la vía intravenosa. Y había hecho una buena comida. Y también había dormido once de las últimas doce horas.
Mejoraba. Estaba comenzando a sentirse humano otra vez y lo único que podía decir era que la velocidad con la que se estaba recuperando era una auténtica bendición del cielo.
—Lo ha hecho muy bien, señor —le dijo la enfermera.
—El siguiente paso: los Juegos Olímpicos —dijo él, y se cubrió con las sábanas.
Después de que la enfermera se retirase, Butch miró a Marissa. Estaba sentada en un catre que él había insistido en que le llevaran y su cabeza se inclinaba sobre la labor que bordaba con aplicación. Desde que él se había despertado, ya hacía casi una hora, se había comportado como una pequeña extraña, como si estuviera al borde de decir algo de lo que después se arrepentiría.
La mirada de Butch vacilaba: de la brillante corona de su cabeza a sus finas manos, del vestido color melocotón que se esparcía sobre la cama provisional hasta detenerse en el pecho. Tenía unos delicados botones de perlas. Muchos. Cien, por lo menos.
Cambió la posición de sus piernas, para relajarse. Trató de calcular cuánto tiempo le tendría que dedicar a cada una de aquellas grandes perlas.
Se le agitó el cuerpo, la sangre circuló como un torrente entre sus piernas, haciendo que el miembro se le hinchara.
Bueno, realmente se sentía mejor.
Ciertamente, era un hijo de puta.
Le dio la espalda a Marissa y cerró los ojos.
Con los ojos cerrados, se vio besándola en el porche de la segunda planta de Darius, el verano anterior. Se sintió inquieto. Lo evocó con tanta claridad como si fuera una fotografía. Ella se había sentado sobre sus piernas y su lengua había estado dentro de su boca. Habían acabado en el suelo cuando, de pronto, la silla se rompió…
—¿Butch?
Él abrió los ojos y meneó la cabeza. Marissa estaba justo enfrente de él, su rostro al mismo nivel. Con pánico, miró hacia abajo, para asegurarse de que las sábanas ocultaran lo que había estado ocurriendo entre sus muslos.
—¿Sí? —dijo, con la voz tan cascada que tuvo que repetirlo para hacerse oír. Por el amor de Dios, ¿es que no era capaz de hablar cuando la tenía delante? Con todo, lo más grave era saberse desnudo bajo el pijama. Especialmente junto a ella.
Marissa examinó su rostro y Butch temió que lo viera y lo supiera todo, incluso lo que acaecía en su interior, su obsesión por ella.
—Marissa, creo que debería dormir. Ya sabes, descansar y todo eso.
—Vishous me dijo que fuiste a verme. Después de que Wrath resultara herido.
Butch entornó los párpados despacio, hasta cerrar los ojos del todo. El primer pensamiento que se le ocurrió fue que podía arrastrarse fuera de la cama, buscar a su compañero de cuarto y darle una paliza. Maldito V…
—Yo no lo sabía —dijo Marissa. Él la miró con asombro. La joven meneó la cabeza—. Me enteré de que habías estado allí cuando Vishous me lo contó anoche. ¿Con quién hablaste cuando fuiste a visitarme? ¿Qué pasó?
¿Ella no lo sabía?
—Yo… Pues, una doggen abrió la puerta y después se marchó escaleras arriba. Regresó y me dijo que no recibías a nadie y que me llamarías. Como no lo hiciste… en fin, no quería que pensaras que te estaba acosando o algo por el estilo.
Bueno, la verdad es que la había acechado un poco. Gracias a Dios, ella no había notado nada.
—Butch, aquel día estaba enferma y necesitaba tiempo para recuperarme. Pero yo quería verte. Por eso te pedí que me llamaras cuando fui a verte en diciembre. Dijiste que no y yo pensé… bueno, que habías perdido tu interés por mí.
¿Ella había querido verlo? ¿Había dicho eso?
—Butch, yo quería verte —repitió.
Sí, lo había dicho. Y dos veces.
Bueno, entonces…
—Mierda —suspiró y la miró a los ojos—. ¿Tienes idea de cuántas veces pasé por delante de tu casa?
—¿Lo hiciste?
—Prácticamente todas las noches. Fue patético. —Por todos los infiernos, aún lo era.
—Pero dijiste que querías que me marchara de este cuarto. Estabas disgustado por verme aquí.
—Estaba cabreado… es decir, molesto porque no tenías un traje hazmat. Y asumí que por culpa de eso tenías que quedarte aquí. —Con mano temblorosa, la buscó. Dios mío, era tan suave—. Vishous es realmente muy persuasivo. Y yo no quería ni tu compasión ni tu lástima, y mucho menos ponerte en una situación en la que no querías estar.
—Quería estar aquí. Quiero estar aquí. —Marissa tomó la mano de Butch y se la apretó con fuerza.
En el silencio que siguió, él lucho por reorganizar mentalmente los últimos seis meses de su vida, por ponerse al día, recuperar la realidad que de alguna manera habían dejado escapar. Él la quería a ella. Ella lo quería a él. Se querían. ¿Podía ser cierto?
Sintió que era verdad. Sintió que era bueno. Sintió…
Palabras impacientes y desesperadas volaron de sus labios.
—Estoy loco por ti, Marissa. Sí, jodido, loco por ti. ¡Qué patético!
Los ojos azul claro de ella rompieron en llanto.
—Yo… también. Por ti.
Butch no fue consciente de haber dado el paso siguiente. Pero un momento después flotaban en el aire. Y un instante más tarde, él posaba sus labios sobre los de ella. Cuando Marissa respiró entrecortadamente, él se echó para atrás.
—Lo siento…
—No… yo… yo simplemente estaba sorprendida —musitó ella, mirándole los labios—. Quiero que tú…
—Está bien. —Él movió su cabeza hacia un lado y rozó su boca—. Acércate más.
De un tirón, la subió a la cama y la guió para que quedara encima de él. Su peso era liviano como el aire caliente y tembló de amor cuando su pelo rubio cayó sobre él. Puso ambas manos en su rostro y la miró fijamente.
Los labios de Marissa le regalaron una sonrisa feliz y Butch alcanzó a ver las puntas de sus colmillos. Oh, Dios, tenía que meterse dentro de ella, penetrarla de algún modo. Se inclinó y la guió con la lengua. Ella gimió mientras él le lamía la boca. Después se besaron profundamente, sus manos enredadas entre el pelo de ella y acunándose detrás de su cabeza. Butch abrió las piernas y el cuerpo de Marissa reposó sobre ellas, acrecentando la presión donde él ya estaba duro, grueso y caliente.
Sin saber de dónde salía, una pregunta agitó la mente de Butch, una que no se atrevió a hacer, una que lo distrajo y le hizo perder el ritmo. Se apartó de ella.
—¿Butch, qué pasa?
Le acarició la boca con el dedo pulgar, preguntándose si ella tendría o habría tenido desde entonces relaciones con otro hombre. En los nueve meses transcurridos desde que se habían besado por primera vez, ¿habría conseguido ella un amante? ¿O más de uno?
—¿Butch?
—No es nada —dijo él, aunque un ataque de celos le arañó el pecho.
Volvió a tomar su boca, y esta vez la besó con una codicia a la que no tenía derecho. Sus manos descendieron por la espalda de ella, incrementando su excitación. Sintió la urgente necesidad de enfrentarse a cualquier macho que osara reclamar la propiedad de aquella mujer. Estaba loco por ella.
De pronto, Marissa se detuvo y olisqueó el aire. Parecía confusa.
—¿Los humanos sueltan aroma?
—Cuando estamos emocionados… creo que sí.
—No… aroma, aroma aglutinante.
Enterró su rostro en el cuello de él, aspiró y luego comenzó a restregar la nariz contra la piel de Butch.
Él le agarró las caderas, preguntándose hasta dónde iban a llegar las cosas. No se sentía con la energía necesaria para tener sexo, aunque su miembro estaba totalmente erecto… Oh, no estaba seguro de nada, salvo de una cosa… ¡La deseaba con todas sus fuerzas!
—Me domina tu aroma, Butch.
—Debe ser por el jabón que uso —dijo él. Ella arrastró sus colmillos por el cuello de su macho y él gruñó—: Oh, mierda… no… te detengas…