27

El hombre que estaba delante de él tenía el rostro cubierto por un yelmo corintio, iba equipado con una coraza de chapa de bronce decorada en plata y llevaba la espada colgada de un talabarte de malla. De los hombros le pendía un manto de lino azul que el viento del ocaso hinchaba como una vela.

Alejandro estaba, en cambio, con la cabeza descubierta y había llegado a pie, sujetando a Bucéfalo del ronzal. Dijo:

—Soy Alejandro, rey de los macedonios, y he venido para negociar el rescate de mis soldados caídos.

La mirada del hombre relampagueó en la sombra de la celada y Alejandro reconoció por un instante el brillo de aquellos ojos que Apeles había conseguido captar en su dibujo. Su voz resonó metálica en la cavidad del yelmo:

—Soy el comandante Memnón.

—¿Qué pides para devolverme los cuerpos de mis guerreros?

—Únicamente la respuesta a una pregunta.

Alejandro le miró asombrado.

—¿A qué pregunta?

Memnón dejó traslucir un segundo de incertidumbre y Alejandro presintió que le preguntaría por Barsine, porque un hombre como él tenía que tener informadores en todas partes y era casi seguro que, sabiendo todo lo que había sucedido, se torturara desde hacía tiempo en medio de la duda.

Pero no fue aquélla la pregunta.

—¿Por qué has traído la guerra a estas tierras?

—Los persas fueron los primeros en invadir Grecia. Yo estoy aquí para vengar la destrucción de nuestros templos y de nuestras ciudades, para vengar a nuestros jóvenes caídos en Maratón, en las Termópilas, en Platea.

—Mientes —replicó Memnón—. No te importan nada los griegos y a ellos no les importas nada tú. Dime la verdad. No le hablaré de ello a nadie.

El viento aumentó de intensidad y envolvió a ambos guerreros en una nube de polvo rojizo.

—He venido para construir el más grande reino que se haya visto jamás en la tierra. Y no me detendré hasta haber alcanzado las olas del Océano del fin del mundo.

—Es lo que me temía —asintió Memnón.

—¿Y tú? No eres un rey, no eres ni siquiera persa. ¿A qué tanta obstinación?

—Porque odio la guerra. Y odio a los jóvenes alocados y desconsiderados que, como tú, quieren conquistar la gloria a costa de ensangrentar el mundo. Yo te haré morder el polvo, Alejandro. Te obligaré a volver a Macedonia, a morir de una puñalada como tu padre.

El soberano no reaccionó ante la provocación.

—No habrá nunca paz mientras haya fronteras y barreras, lenguas y costumbres distintas, divinidades y creencias diferentes. Deberías unirte a mí.

—No es posible. Tengo una sola palabra, y una sola convicción.

—Entonces vencerá el mejor.

—No hay ni que decirlo. La suerte es ciega.

—¿Me devolverás a mis muertos?

—Puedes cogerlos.

—¿Cuánto me concedes de tregua?

—Hasta el cambio del primer turno de guardia.

—Será suficiente. Te estoy agradecido.

El comandante enemigo agachó la cabeza en señal de asentimiento.

—Adiós, comandante Memnón.

—Adiós, rey Alejandro.

Memnón le volvió la espalda y se encaminó hacia el lado norte de las murallas. Una poterna se abrió y su manto azul desapareció en la oscuridad de aquella abertura. Inmediatamente después, la pesada puerta con refuerzos de hierro se cerró tras él con un largo crujido.

Alejandro regresó al campamento e hizo una indicación a Pérdicas de que fuera a recoger a sus muertos.

Los porteadores los recogieron uno por uno y los entregaron a los sacerdotes y a sus acólitos para que les arreglasen y preparasen para las exequias.

Se alzaron a continuación grandes piras y en cada una de ellas fueron depositados los cuerpos de veinte hombres, embutidos en la armadura, lavados, peinados y perfumados.

Las secciones de Pérdicas montaron la guardia de honor, gritando a grandes voces los nombres de cada uno de los caídos cada vez que eran llamados por su comandante. Por último las cenizas fueron recogidas en urnas en las que fueron depositadas asimismo las espadas de los muertos, candentes por la pira y luego dobladas ritualmente. Las urnas fueron finalmente selladas y diferenciadas mediante un cartelito que indicaba el nombre, la familia y el lugar de nacimiento de cada difunto.

Al día siguiente fueron cargadas en una nave y llevadas a Macedonia, al objeto de que descansaran para siempre en la tierra de sus antepasados.

Entretanto, protegidos por el lanzamiento de las balistas, los zapadores habían comenzado a apartar las ruinas de la brecha para hacer avanzar las máquinas hasta debajo del bastión. Alejandro observaba desde lo alto de una colina las operaciones y vio que en el interior de la ciudad se alzaba al mismo tiempo la gigantesca torre de madera que Memnón había mandado erigir.

Eumenes se le acercó. Llevaba como de costumbre atavíos de combate, aunque hasta aquel momento no había tomado parte aún en ningún hecho de armas.

—Cuando aquella torre haya sido acabada, resultará difícil acercarse al bastión.

—Sí —hubo de admitir Alejandro—. Memnón emplazará unas catapultas y balistas en la cima y nos tendrá a tiro desde muy corta distancia.

—Le bastará con apuntar al montón para provocar una carnicería.

—Por eso es por lo que quiero abrir una brecha en aquel maldito bastión antes de que él haya terminado su torre.

—No lo conseguirás.

—¿Por qué?

—He calculado el tiempo de avance de los trabajos. Supongo que has visto el reloj que he hecho construir en la colina.

—Lo he visto.

—Pues bien, ellos levantan aproximadamente unos tres codos por día. Supongo que habrás visto también el instrumento que he colocado cerca del reloj.

—Claro —repuso Alejandro con un matiz de impaciencia en la voz.

—Si no te interesa, me callo —replicó Eumenes resentido.

—No seas necio. ¿Qué es ese instrumento?

—Un juguete de mi invención. Una mirilla montada sobre una plataforma giratoria que dirige la visual a un palo de referencia con el objeto bajo observación. Con un simple cálculo geométrico me es posible establecer cuánto se eleva al día la nueva construcción.

—¿Entonces?

—Entonces cuando nosotros hayamos despejado menos de la mitad de la brecha, ellos habrán acabado sus trabajos, o sea, nos harán pedazos con una lluvia de disparos. He calculado que podrán emplazar doce catapultas sobre tres pisos superpuestos.

Alejando bajó la cabeza.

—¿Qué sugieres? —preguntó al cabo de un poco.

—¿Quieres saber lo que pienso? Pues yo dejaría de despejar la parte hundida y concentraría todas nuestras máquinas en el sector nordoriental, donde parece que el muro es menos grueso. Si quieres echar un vistazo a mi instrumento…

Alejandro se dejó guiar y aplicó el ojo a la mirilla.

—Bien, primero tienes que mirar el borde exterior y luego el interior en el lado izquierdo de la brecha. ¿Lo ves? Y ahora mira el lado derecho, así.

—Es cierto —asintió Alejandro irguiendo de nuevo la figura—. El muro es menos grueso del otro lado.

—Exactamente. Entonces, si mandas situar allí todas las torres, antes de mañana por la noche podrías haber abierto una brecha que te permitiría rodear el bastión redondo o tomarlo por el flanco. Los agrianos son excelentes escaladores. Si les mandas de aquel lado, mantendrán despejado el camino para los incursores, que podrán entrar así en la ciudad y sorprender por la espalda a los defensores.

Alejandro le apoyó las manos en los hombros.

—Y yo que te he tenido de secretario hasta ahora… Si vencemos, tomarás parte en todas las reuniones del alto mando con facultad para expresar tu parecer. Y ahora hagamos desplazar esas torres y que comiencen inmediatamente a batir la pared. Quiero turnos continuos, de día y de noche. Mantendremos bien despiertos a los habitantes de Halicarnaso.

La orden del rey fue cumplida sin pérdida de tiempo: en los días siguientes, una tras otra, con gran esfuerzo y con el empleo de cientos de hombres y de animales de carga, siete torres de asalto fueron trasladadas al lado nordoriental de las murallas y la labor de los arietes se reanudó, obsesiva, implacable, martilleante: un fragor ensordecedor que hacía temblar el recinto entero y el terreno sobre el cual se alzaba. Eumenes, por encargo de Alejandro, inspeccionó personalmente cada una de las máquinas de asalto, acompañado por un grupo de ingenieros que corregían el desequilibrio y llevaban a cabo el reglaje de las plataformas para aumentar al máximo el rendimiento de los arietes.

Las condiciones en el interior de las torres eran espantosas: el intenso calor y el polvo, el espacio angosto, el enorme esfuerzo en empujar las gigantescas vigas con refuerzos de hierro contra la maciza pared de piedra, los formidables retrocesos, el ruido insoportable ponían a dura prueba a los hombres encargados de la tarea. Unos aguadores subían y bajaban de continuo por las escalas para dar de beber a los soldados que realizaban aquel esfuerzo inhumano.

Pero todos sentían la mirada del rey sobre ellos y Alejandro había prometido una generosa recompensa al primero que hiciera venirse abajo las defensas enemigas. El rey intuía, sin embargo, que el resultado de la empresa no dependería exclusivamente de la labor de sus máquinas: presentía que Memnón estaba preparando una contraofensiva.

Convocó en la colina a Parmenión, Clito El Negro y sus compañeros: Hefestión, Pérdicas, Leonato, Tolomeo, Lisímaco, Crátero, Filotas, Seleuco. Y a Eumenes.

El secretario general estaba sucio aún de polvo y ensordecido por el ruido, a tal punto que era preciso levantar la voz para que oyera lo que se le decía. A sus espaldas, el ejército había sido puesto en estado de alerta y estaba enteramente formado: en primera fila los «portadores de escudo», con armamento ligero en funciones de asaltantes, y los incursores tracios y agrianos. Detrás, en el centro y en el ala izquierda, la infantería pesada macedonia de línea; a la derecha, los hoplitas de los aliados griegos. En los flancos, la caballería. En el fondo, de reserva, al mando de Parmenión, los veteranos de Filipo, hombres de extraordinaria experiencia y de formidable resistencia en el combate.

Aguardaban todos en silencio, con las armas a los pies, a la sombra de las primeras hileras de olivos.

Entretanto, por orden de Pérdicas, una numerosa batería de balistas había sido emplazada en una elevación del terreno, apuntada sobre la puerta de Mílasa, desde donde podría producirse una salida.

—Eumenes tiene que decirnos algo —anunció Alejandro.

El secretario echó una ojeada a su reloj solar, a la sombra proyectada en el cuadrante de madera por un palo clavado en el centro.

—Dentro de menos de media hora, el muro comenzará a venirse abajo por el lado nordoriental. Las hiladas superiores de sillares están ya cediendo y las inferiores son sacudidas por los golpes de los arietes más pesados de las plataformas inferiores. El hundimiento debe ser simultáneo en una amplitud de al menos ciento cincuenta pies.

Alejandro miró a su alrededor: sus generales y sus compañeros tenían aspecto de hombres curtidos en mil batallas, por las vigilias, los contraataques continuos, las emboscadas, las penalidades y los esfuerzos de meses de asedio.

—Hoy nos jugamos el todo por el todo —afirmó—. Si vencemos, la fama de nuestro poderío nos abrirá todas las puertas de aquí al monte Amanos. Si somos rechazados, perderemos todo cuanto hemos conquistado. Recordad sobre todo una cosa, que nuestro adversario está sin duda a punto de intentar su movimiento decisivo y ninguno de nosotros puede prever cuál será. Pero observad esa torre —e indicó el gigantesco artefacto de madera que se erguía ahora, erizado de balistas y catapultas, a más de cien pies de altura— y os daréis cuenta de lo temible que es. Y ahora haced avanzar al ejército al resguardo de las torres. Tenemos que estar preparados para lanzarnos adelante tan pronto como se abra brecha. ¡Vamos!

Pérdicas pidió la palabra.

—Alejandro, te pido el privilegio de ser el primero en encabezar el asalto. Dame también a los «portadores de escudo» y a los incursores y te juro, por los dioses, que mañana por la mañana estarás sentado en un banquete en el palacio del sátrapa de Halicarnaso.

—Toma los hombres que necesites, Pérdicas, y haz lo que debes.

Todos se acercaron a sus secciones y, a un toque de trompa, el ejército se puso en marcha en dirección a las siete torres. Únicamente los veteranos, ante la mirada vigilante del general Parmenión, esperaban inmóviles a la sombra de los olivos.