25

El hombre entró jadeando en la tienda.

—¡Señor! —gritó—. ¡Una salida! ¡Están ardiendo las torres de asalto!

Alejandro se puso en pie de un salto y le agarró por los hombros.

—Pero ¿qué estás diciendo? ¿Es que estás loco?

—Nos han sorprendido, rey, han dado muerte a los centinelas y han conseguido pasar. Tenían ánforas llenas de bitumen y no conseguimos apagar el fuego.

Alejandro le empujó a un lado y corrió afuera.

—¡Rápido! Dad la alarma, haced salir a todos los hombres disponibles. ¡Crátero, la caballería! ¡Hefestión, Pérdicas, Leonato, mandad a los tracios y a los agrianos, rápido!

Saltó sobre el primer caballo que encontró y se lanzó a toda velocidad hacia la línea de las murallas. El incendio era ya bien visible y distinguíanse claramente dos columnas de llamas y de humo que subían remolineando en densas volutas hacia el negro cielo. Cuando estuvo detrás de la trinchera, sintió el ruido del combate que se recrudecía ante cada una de las cinco torres de asalto.

En pocos instantes, la caballería pesada de Crátero y la ligera de los tracios y de los agrianos le alcanzaron y le adelantaron presentando inmediatamente batalla a los atacantes, que fueron obligados a retroceder y a buscar salvamento por la poterna. Pero dos torres estaban ya perdidas: completamente envueltas por el fuego, se vinieron abajo una tras otra con gran fragor, desprendiendo un remolino de pavesas y de llamas que devoraron en poco rato cuanto quedaba de las grandes máquinas de guerra.

Alejandro desmontó y se acercó a la gigantesca hoguera: muchos de sus soldados estaban muertos, y saltaba a la vista que habían sido sorprendidos mientras dormían porque no llevaban la armadura.

Hefestión le alcanzó poco después.

—Les hemos repelido. ¿Y ahora?

—Recoged a los caídos —repuso el rey con expresión sombría— y reconstruid inmediatamente las máquinas destruidas. Mañana reanudaremos el asalto con las que nos quedan.

Llegó también el comandante de las tropas de servicio de las máquinas, vejado y con la cabeza gacha.

—Es culpa mía. Castígame si quieres, pero no castigues a mis hombres, pues han hecho lo que han podido.

—Las bajas que has sufrido son suficiente castigo ya para un comandante —replicó Alejandro—. Ahora hay que averiguar cuál ha sido la negligencia. ¿Es que no había nadie controlando que la línea de guardia estuviera alerta?

—Parece imposible, rey, pero poco antes de que desencadenasen el ataque he hecho mi ronda de inspección y he escuchado las llamadas de los centinelas. Había dado orden de utilizar el más puro dialecto macedonio para no tener sorpresas…

—¿Y entonces?

—Es lo que he oído, llamadas en puro dialecto macedonio, aunque no me creas.

Alejandro se pasó una mano por la frente.

—Te creo, pero a partir de ahora deberemos tener presente que el adversario que tenemos delante es el más artero y temible que hayamos encontrado nunca. Desde mañana redobla los centinelas y cambia el santo y seña a cada turno de guardia. Ahora recoge a los caídos y haz transportar a los heridos al campamento. Filipo y sus cirujanos se cuidarán de ellos.

—Haré exactamente lo que has ordenado y te juro que nada de esto sucederá nunca más, aunque tenga que montar yo la guardia personalmente.

—No importa —rebatió Alejandro—. Haz más bien que los de la flota te enseñen cómo se proyecta de noche la luz con un escudo bruñido.

El comandante asintió, pero su atención se había visto atraída en aquel momento por una figura que daba vueltas en torno a las hogueras de las máquinas quemadas y se inclinaba de vez en cuando hacia el suelo, como si observara algo.

—¿Quién es ése? —preguntó.

Alejandro miró a su vez en la dirección que le habían indicado y reconoció al hombre mientras se paseaba por la parte de la reverberación de las llamas.

—No te preocupes, es Calístenes. —Y mientras espoleaba el caballo en dirección a él, gritó al comandante—: ¡Cuidado! ¡Si sucediera de nuevo, la próxima vez las pagarás todas juntas!

Llegó luego al lado de Calístenes que se había inclinado de nuevo a observar a uno de los caídos, sin duda un centinela, ya que llevaba la armadura completa.

—¿Qué estás mirando? —preguntó el soberano saltando a tierra.

—Es de puñal —replicó Calístenes—. Es una herida de puñal. Un golpe seco en la nuca. Y allí hay otro en idénticas condiciones.

—Así pues, también los autores de la incursión eran macedonios.

—¿Qué tiene que ver esto con la utilización del puñal?

—El comandante de guardia esta noche ha dicho que todos los centinelas, hasta el último momento, han respondido a las llamadas en dialecto macedonio.

—¿Te asombra? Tienes sin duda muchos enemigos en tu propia patria, gente que se sentiría dichosa de verte humillado y destruido. Y alguno de ellos habrá llegado también hasta Halicarnaso, pues el viaje desde Therma no es tan largo.

—¿Cómo es que estás aquí a estas horas?

—Soy un historiador. Observar las cosas con los propios ojos es algo esencial para quien aspira a ser un buen testigo de los acontecimientos.

—Así pues, ¿tucídides es tu modelo? Nunca lo hubiera dicho. Semejante rigor escrupuloso no se aviene contigo, te gusta demasiado la buena vida.

—Tomo lo que me sirve donde puedo encontrarlo, y en todo caso debo saber todo lo que es preciso saber. Decidiré yo qué callar, qué contar y cómo hacerlo. Éste es el privilegio de un historiador.

—Y sin embargo hay cosas que suceden en este momento y de las que no tienes ni idea. Mientras que yo sí.

—¿Y cuáles son, si puede saberse?

—Los planes de Memnón. Me doy cuenta de que él ha estudiado todo lo que he hecho y acaso también todo lo que hizo mi padre Filipo. Y esto le permite anticipársenos.

—Y según tú, ¿en qué debe estar pensando ahora?

—En el asedio de Perinto.

Calístenes habría querido hacerle otras preguntas, pero Alejandro le dejó en compañía del cadáver que yacía a sus pies, saltó a caballo y se alejó, mientras los últimos restos de las dos torres se desplomaban desprendiendo una llamarada de fuego y un torbellino de humo que el viento dispersó.

Las máquinas fueron reconstruidas no sin esfuerzo, utilizando los troncos nudosos y durísimos de los olivos, y las operaciones de guerra se estancaron. Memnón, que buscaba regularmente su reavituallamiento por mar, no tenía ninguna prisa en arriesgarse a una salida, y Alejandro no quería utilizar las restantes máquinas sin antes haberlas revisado una por una, porque habían sido dañadas también por incendios menores.

Lo que más le preocupaba eran los ruidos procedentes de la ciudad: ruidos inconfundibles, muy parecidos a los que hacían sus carpinteros ocupados en la reconstrucción de las máquinas.

Cuando finalmente volvieron a ponerse las nuevas torres en posición y los arietes ensancharon la brecha, se encontró frente a lo que se había temido: un nuevo bastión semicircular que unía entre sí los segmentos aún intactos de las murallas.

—Lo mismo sucedió en Perinto —recordó Parmenión cuando vio la fortificación improvisada alzarse como una burla detrás de la brecha abierta por los arietes.

—Y la cosa no acaba aquí —intervino Crátero—. Si queréis seguirme…

Treparon a una de las torres, la más apartada hacia el lado de levante, y desde allí pudieron observar lo que estaban preparando los sitiados: una gigantesca estructura cuadrangular de madera hecha de grandes maderos cuadrados, unidos horizontal y transversalmente.

—No tiene ruedas —dijo Crátero—. Está fijada en el suelo.

—No tienen necesidad de ruedas —explicó Alejandro—. Quieren tener a tiro la brecha. Cuando intentemos entrar, nos arrojarán encima una lluvia de dardos, nos harán pedazos.

—Memnón es un hueso duro de roer —comentó Parmenión—. Te había puesto en guardia, señor.

Alejandro se volvió sin disimular un gesto de fastidio.

—Haré pedazos las murallas, el bastión y también esa maldita torre de madera, general, quiera o no Memnón. —Luego se volvió hacia Crátero—. Mantén bajo estrecha vigilancia la torre y tenme informado de todo cuanto hagan.

Bajó deprisa las escaleras, montó a caballo y regresó al campamento.

La brecha fue de nuevo ensanchada, pero a cada asalto de los macedonios Memnón respondía con un contraataque y, por si fuera poco, había formado unas líneas de arqueros sobre el nuevo bastión, que disparaban contra los atacantes. La situación era casi de tablas, mientras que el sol estival se hacía cada día más intenso y las reservas de Alejandro más exiguas.

Una noche tocaba a Pérdicas y a sus oficiales mantener la defensa detrás de la brecha. Aquélla noche había llegado vino de Éfeso, un regalo de la administración de la ciudad para Alejandro, y el rey había hecho repartir una cierta cantidad entre sus oficiales.

Desde hacía tiempo no llegaba uno tan bueno: Pérdicas y los suyos se excedieron y a eso de medianoche estaban todos más bien achispados. Uno de ellos magnificaba la belleza de las mujeres de Halicarnaso, de las que había oído hablar a un mercader en el campamento, y los otros comenzaron a excitarse, a decir baladronadas y a desafiarse unos a otros a resolver aquel asedio de una vez por todas mediante un golpe de mano.

Pérdicas salió de la tienda y miró la maldita abertura en la que ya tantos valientes soldados macedonios habían dejado su vida. En aquel momento, el soplo de la brisa del mar le despejó el cerebro: se volvió a ver al pie de las murallas de Tebas atravesando con ímpetu la puerta de la ciudad, con sus hombres, y resolviendo el asedio.

Pensó en Cleopatra y en la noche cálida y profunda en que ella le había recibido en su lecho. Una noche como aquélla.

Pensó que la victoria era posible, después de todo, cuando la determinación era más fuerte que las adversidades, y como todos los ebrios se sintió invencible y capaz de hacer realidad sus sueños. Y en su sueño veía a Alejandro formando al ejército en su honor y haciendo declamar por medio de los heraldos un encomio solemne para el conquistador de Halicarnaso.

Regresó a la tienda con expresión trastornada y dijo a media voz, de modo que sólo los más próximos pudieron oírle:

—Reunid a los hombres; vamos a atacar el bastión.