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El fragor de los golpes de ariete que batían sin cesar las murallas de Mileto retumbaba como un trueno hasta las paredes del monte Latmos; los lanzamientos de piedras de las grandes catapultas podían verse hasta desde el mar.

El almirante persa reunió a los comandantes de escuadra en el castillo de popa de su nave para deliberar acerca de lo que convenía hacer, pero los informes de sus oficiales eran descorazonadores: lanzar en un arriesgadísimo desembarco a hombres sedientos y extenuados por el hambre iba a ser un suicidio.

—Alcancemos la isla de Samos —propuso un fenicio de Arados—, aprovisionémonos de agua y de comida, luego volvamos atrás e intentemos un desembarco con plenitud de fuerzas contra su campamento naval atrincherado. Podemos prender fuego a las naves, atacar por la espalda al ejército, que tendría que quedarse bajo las murallas de Mileto y darles la posibilidad a los habitantes de la ciudad de hacer una salida. De este modo, los macedonios tendrán que defenderse en dos frentes, en un terreno accidentado, y nosotros tendremos muchas probabilidades de éxito.

—Sí, también yo estoy de acuerdo —aprobó un navarca chipriota—. De haber atacado enseguida, antes de que hubieran excavado una trinchera delante de las naves, habríamos contado con mayores probabilidades de éxito, pero aun así podemos conseguirlo.

—De acuerdo —asintió el almirante persa, en vista de que casi todos pensaban de igual modo—. Iremos a Samos a reabastecernos de agua y de víveres. Mi plan es el siguiente. Una vez que las tripulaciones y los guerreros embarcados hayan recuperado sus fuerzas, aprovecharemos la brisa del mar para regresar durante la noche a atacar su campamento naval. Si el ataque sorpresa tiene éxito, lo incendiaremos y sorprenderemos por la espalda al ejército bajo las murallas de Mileto.

Poco después, un estandarte izado sobre el verga de la nave capitana indicaba a la flota que echara los remos al mar y se preparara para partir.

Las naves se dispusieron ordenadamente en filas de diez, y cuando los tambores iniciaron el rítmico redoble de avance, se pusieron en movimiento hacia el norte, en dirección a Samos.

Alejandro, que se encontraba bajo las murallas de la parte norte, oyó a uno de sus hombres gritar:

—¡Se van! ¡La flota persa se va!

—Magnífico —comentó Seleuco, que en aquel momento hacía las veces de ayudante de campo suyo—. La ciudad deberá rendirse. A estas alturas no tienen ya ninguna esperanza.

—No, espera —observó Tolomeo—. La nave capitana está señalando algo hacia la ciudad.

Se veían, en efecto, unos destellos desde la popa del gran navío que tomaba rumbo hacia alta mar, y poco después llegó la respuesta: un largo estandarte rojo ondeó desde la torre más alta de Mileto; luego uno azul y otro verde.

—Confirman que han recibido el mensaje —explicó Tolomeo—, pero, teniendo el sol a contraluz, les es imposible hacerlo con señalizaciones luminosas.

—¿Y qué quiere decir según tú? —preguntó Leonato.

—Que volverán —replicó Seleuco—. En mi opinión van a reabastecerse de agua y vituallas a Samos.

—Pero en Samos hay un comandante ateniense aliado nuestro —replicó Leonato.

Seleuco se encogió de hombros.

—Ya verás cómo obtienen lo que pidan. Los atenienses nos temen, pero no nos quieren. Basta con echar un vistazo a las tropas que tenemos aquí. ¿Les has visto tomar parte alguna vez en una fiesta o celebración al mismo tiempo que nosotros? ¿Y sus oficiales? Te miran de arriba abajo como si fueras un leproso y vienen a las reuniones del alto mando únicamente si la invitación lleva la firma de Alejandro; de lo contrario ni siquiera se mueven del sitio. Ya verás cómo en Samos la flota persa es abastecida con todo lo necesario.

—Sea como fuere, para nosotros es lo mismo —observó Alejandro—. Aun habiendo calmado su sed y con la panza llena, los persas deberán decidir si desembarcan o no, en vista de que no tengo ninguna intención de hacer que mi flota se haga a la mar. Y también Nearco está de acuerdo conmigo. Lo único que conviene hacer es vigilar la entrada de la bahía con unas rápidas chalupas para evitar un ataque por sorpresa durante la noche o al rayar el día. Avisad al almirante.

Ya resultaba evidente que la flota persa se estaba dirigiendo hacia Samos y el soberano volvió bajo las murallas de la ciudad para intensificar el asalto.

Lisímaco estaba encargado de dirigir las máquinas de asedio; entonces hacía aproximar un gigantesco ariete a un punto donde una mina excavada la noche anterior había debilitado el lienzo de muralla y provocado un hundimiento parcial.

—Quiero que las murallas sean golpeadas sin cesar, día y noche, sin tregua a partir de ahora. Haced traer también el tambor de Queronea. Su sonido debe oírse dentro de la ciudad y debe sembrar el pánico. Y no dejará de resonar hasta que las murallas se hayan hundido bajo los golpes de los arietes.

Dos jinetes llegaron al campamento al galope y trasladaron a Nearco cuanto el rey había ordenado.

El almirante mandó hacerse a la mar a una decena de chalupas cargadas con unas tinajas de aceite para encenderlo por la noche en caso de necesidad y organizó el transporte del gran tambor bajo las murallas de Mileto.

No pasó mucho tiempo antes de que las chalupas estuvieran mar adentro, en un vasto brazo de mar, esperando que la flota persa regresara. Y el «trueno de Queronea», como ya era conocido por los soldados, hizo oír su voz. Era un ruido sordo, acompasado y amanazante que percutía en las montañas de los alrededores, las cuales devolvían el eco hacia la costa. Aquél trueno fue pronto seguido por los golpes estruendosos de los arietes que cientos de brazos impulsaban contra las murallas, mientras las catapultas arrojaban piedras sobre los adarves para mantener alejados a los defensores.

Cuando un pelotón estaba exhausto, otro venía a reemplazarlo, y cuando una máquina se estropeaba, era de inmediato sustituida por otra que funcionase: no había descanso ni respiro para los habitantes de la ciudad asediada.

Al caer la oscuridad, la flota persa, con la brisa a favor, enfiló la rada y se dirigió a velas desplegadas hacia el campamento naval de Nearco. Pero las chalupas vigilaban en la oscuridad. Tan pronto como vieron las enormes siluetas de los navíos persas recortarse a escasa distancia, abrieron las tinajas y, una tras otra, derramaron el aceite en el mar, de modo que se formara una larga estela. Luego le prendieron fuego.

Una serpiente de llamas se deslizó por la superficie oscura de las aguas iluminando una vasta extensión, e inmediatamente las trompas de las secciones de tierra dieron la alarma. Al rato, la costa ardió con gran resplandor y resonó de llamadas, y a la claridad de las antorchas los soldados acudieron a hacer frente a la amenaza.

La flota persa, en aquel punto, no intentó siguiera traspasar la línea de fuego y los navarcas dieron rápidamente orden a la chusma de ciar.

Cuando el sol se levantó, la bahía estaba vacía.

Nearco fue el primero en dar la noticia a Alejandro.

—¡Se han ido, rey! Las naves persas han abandonado el golfo.

—¿Qué rumbo han tomado? —preguntó el soberano mientras los ayudantes le sujetaban la coraza y Leptina iba detrás de él con su acostumbrado «bocado de Néstor».

—No lo sabemos, pero un vigía que estaba en el promontorio de Mícale dice haber entrevisto la cola de la escuadra partir rumbo al sur. Para mí que se han alejado para no volver.

—Que los dioses te oigan, almirante.

En aquel momento entró también el comandante ateniense Carilaos, armado hasta los dientes.

—¿Qué crees tú? —le preguntó Alejandro.

—Que hemos sido afortunados —repuso Carilaos—. De todas formas, yo no tendría ningún problema en enfrentarme a ellos en mar abierto.

—Es mejor que haya sido así —replicó Alejandro—. Nos hemos ahorrado hombres y naves.

—¿Y ahora? —preguntó Nearco.

—Esperad hasta el comienzo de la tarde. Si no les volvemos a ver, botad las naves y estad preparados para el amarre.

Los dos oficiales salieron para reunirse con sus tripulaciones. Alejandro montó a caballo, se unió a Seleuco, Tolomeo y Pérdicas y se dirigió hacia la línea de asedio. Le recibieron el ruido del ariete y el del «trueno de Queronea» antes que Parmenión.

El soberano alzó la mirada hacia las murallas y observó que había abierto una brecha que se ensanchaba a cada golpe y que una torre de asalto se acercaba poco a poco.

—¡Estamos a punto de desencadenar el ataque definitivo, rey! —vociferó Parmenión para dominar el fragor.

—¿Has comunicado mis órdenes a los soldados?

—Sí. Nada de matanzas, violaciones ni saqueos. Los transgresores serán ajusticiados en el sitio.

—¿Ha sido traducido también para los auxiliares bárbaros?

—También para ellos.

—Muy bien. Puedes comenzar.

Parmenión asintió y luego hizo una señal a uno de sus hombres, que hizo ondear tres veces un estandarte amarillo. La torre de asalto volvió a ponerse en movimiento, acercándose más aún a las murallas. Se oyó en aquel momento un gran fragor y un vasto lienzo de muralla se desmoronó bajo el empuje del ariete, levantando una nube de polvo en la que no era posible distinguir a los amigos de los enemigos.

Mientras tanto la torre hizo descender un puente sobre lo alto de la muralla y un grupo de macedonios se abalanzó sobre el adarve para acometer a los defensores que tenían cerca en la brecha abierta por el ariete. Se entabló una lucha furiosa: no pocos asaltantes se precipitaron desde lo alto de los bastiones o del parapeto, pero pronto consiguieron establecer una cabeza de puente en el adarve; primero desalojaron a los defensores y a continuación comenzaron a disparar una nutrida lluvia de flechas y jabalinas contra los que se hallaban del otro lado de la brecha.

Apenas el polvo se hubo aclarado, una sección de «portadores de escudo» se lanzó a través de la abertura del recinto amurallado, seguida por unidades de infantería de asalto de tracios y tribalos.

Desalentados, exhaustos por los sobrehumanos esfuerzos realizados hasta aquel momento, los guerreros de Mileto empezaron a ceder terreno y las tropas de Parmenión penetraron dentro del recinto amurallado.

Cierto número de soldados, aquellos de condición social menos elevada, se rindieron y salvaron su vida, pero los mercenarios griegos y las secciones escogidas formadas por miembros de la aristocracia, imaginando cuál sería su suerte, corrieron hasta el otro extremo de la ciudad, se despojaron de las armaduras y se arrojaron al mar desde las torres, nadando desesperadamente hacia la islita de Lade, donde había un fortín que podría prestarse a una última defensa.

Alejandro entró a caballo en la ciudad conquistada y llegó inmediatamente al parapeto de la parte de poniente de las murallas. Se veían en lontananza los fugitivos en medio de la bahía: algunos, exhaustos por el esfuerzo, eran tragados por el mar, otros seguían avanzando con bracear regular hacia su objetivo.

El rey volvió atrás con Hefestión y alcanzó al galope el campamento naval situado a los pies del monte Latmos, donde casi todas las naves estaban en el agua. Subió a bordo de la nave capitana y ordenó poner rumbo a Lade.

Cuando estuvieron cerca de la bocana del puerto, vio que los supervivientes del asedio estaban ya dentro del fortín: armados tan sólo con sus espadas, demudados por la fatiga, empapados aún por la travesía a nado, hubiéranse dicho unos espectros. Le dijo a Hefestión que se quedara donde estaba y se adelantó.

—¿Por qué habéis huido hasta aquí? —gritó.

—Porque este lugar es lo bastante reducido como para poder ser defendido por unos pocos hombres.

—¿Cuántos sois? —siguió gritando Alejandro ya bajo las murallas.

Hefestión y su guardia personal le rodearon para protegerle con los escudos, pero él les echó atrás.

—Los suficientes como para haceros difícil la conquista.

—Abrid la puerta y no se os hará ningún daño. Yo respeto el valor y el coraje.

—¿Quién eres, muchacho? —preguntó el hombre que había ya hablado.

—Soy el rey de los macedonios.

Hefestión ordenó nuevamente a los soldados de la guardia que se adelantaran, pero Alejandro hizo gesto de que no se movieran. Los defensores parlamentaron un poco entre ellos; luego el hombre hizo oír su voz de nuevo:

—¿Puedo contar con tu palabra de rey?

—Puedes contar con ella.

—Espera, que bajo.

Con un ruido de cerrojos, la puerta del fortín se abrió y el hombre que había hablado apareció en el vano. Frisaría la cincuentena, tenía la barba larga y descuidada, los cabellos apelmazados por la humedad salina, los miembros secos y la piel rugosa. Se encontró frente a Alejandro, solo.

—¿Puedo entrar? —preguntó este último.