El ejército se movió con los carros de bagajes y la impedimenta hacia el sur, en dirección al monte de Ida y el golfo de Adramyttion. No había ya ninguna razón para quedarse en el Norte en vista de que la capital de la satrapía de Frigia había sido ocupada y estaba defendida por una guarnición macedonia.
Parmenión había vuelto a asumir el mando como segundo del ejército y Alejandro tomaba las decisiones estratégicas.
—Nos dirigiremos al sur a lo largo de la costa —anunció una noche al Consejo de guerra—. Hemos tomado la capital de Frigia, y ahora tomaremos la capital de Lidia.
—Sardes —precisó Calístenes—. La mítica capital de Midas y Creso.
—Me parece imposible —intervino Leonato—. ¿Recordáis las fábulas que nos contaba el viejo Leónidas? Y ahora veremos esos lugares.
—En efecto —confirmó Calístenes—. Veremos el Hermos, en cuyas riberas Creso fue derrotado por los persas hace casi doscientos años. Y veremos el Pactolo, con las arenas auríferas que dieron origen a la leyenda de Midas. Y las tumbas donde descansa el rey de Lidia.
—¿Crees que encontraremos dinero en esa ciudad? —preguntó Eumenes.
—¡Pero siempre estás pensando en el dinero! —exclamó Seleuco—. De todos modos, tienes razón.
—Claro que tengo razón. ¿Sabes cuánto nos cuesta la flota de nuestros aliados griegos? ¿Lo sabes?
—No —respondió Lisímaco—, no lo sabemos, señor secretario general. Te tenemos a ti para eso.
—Nos cuesta ciento setenta talentos por día. He dicho ciento setenta. Ello significa que el botín que hemos hecho en el Gránico y en Daskyléion nos bastará para unos quince días si todo marcha bien.
—Escuchad —dijo Alejandro—. Ahora tomaremos en dirección a Sardes y no creo que encontremos mucha resistencia. Por tanto iremos a ocupar el resto de la costa hasta las fronteras con Licia, hasta el río Janto. En ese momento habremos liberado todas las ciudades griegas de Asia. Y esto sucederá antes del final del verano.
—¡Magnífico! —aprobó Tolomeo—. ¿Y luego?
—¡No vamos a volver de ninguna de las maneras a casa! —exclamó Hefestión—. Ahora es cuando yo empiezo a divertirme.
—Nadie ha dicho que la cosa vaya a ser tan fácil —replicó Alejandro—. Hasta ahora únicamente hemos dado un arañazo al poderío de los persas y casi con toda seguridad Memnón sigue vivo. Y tampoco sabemos, además, si todas las ciudades griegas nos abrirán sus puertas.
Marcharon durante varios días entre promontorios, ensenadas de encantadora belleza y playas sombreadas por pinos gigantescos, acompañados por la vista de islas de todos los tamaños que seguían la línea de la costa como un cortejo. Llegaron por fin a las orillas del Hermos, un gran río de aguas cristalinas que corría por un lecho de pulidos cantos rodados.
El sátrapa de Lidia se llamaba Mitrites y era un hombre razonable: dándose cuenta de que no le quedaba otra posibilidad, mandó una embajada a Alejandro con el fin de ofrecerle la rendición de la ciudad y a continuación le acompañó en persona a visitar la fortaleza con su triple recinto de murallas, los contrafuertes y los caminos cubiertos de guardia.
—Fue desde aquí desde donde partió la Expedición de los Diez Mil —observó Alejandro dejando que su mirada se perdiera por la llanura, mientras el viento le desordenaba los cabellos y doblegaba las copas de los sauces y de los fresnos.
Calístenes le acompañaba a una cierta distancia tomando apuntes en su tablilla.
—Es cierto —dijo—. Y aquí vivía el príncipe Ciro el Joven, en aquel entonces sátrapa de Lidia.
—Y a partir de aquí, en cierto modo, comienza también nuestra expedición. Sólo que nosotros no recorremos el mismo itinerario. Mañana iremos a Éfeso.
También Éfeso se rindió sin presentar combate. La guarnición de mercenarios griegos se había retirado, y cuando Alejandro tomó posesión de la ciudad los demócratas que habían sido expulsados y ahora volvían desencadenaron una auténtica caza al hombre, conduciendo al pueblo al asalto de las casas de los ricos, de los señores que hasta aquel momento habían sido los aliados del gobernador persa.
Algunos de ellos, refugiados en los templos, fueron arrastrados fuera por la fuerza y lapidados; Éfeso entera estaba trastornada por los disturbios. Alejandro hizo salir a la infantería de los «portadores de escudo» por las calles para restablecer el orden, garantizó que la democracia sería restaurada y a título de resarcimiento impuso a los ricos el pago de una tasa especial para la reconstrucción del grandioso santuario de Artemisa, destruido por el fuego unos años antes.
—¿Sabes qué se cuenta a este respecto? —le preguntó Calístenes durante un visita a las ruinas del enorme templo—. Que la diosa no pudo apagar el incendio porque estaba ocupada en traerte a ti al mundo. El santuario, en efecto, ardió hace veintiún años, justo el día en que tú naciste.
—Yo quiero que resurja —afirmó Alejandro—. Quiero una selva de gigantescas columnas que sostengan el techo y quiero los mejores escultores para que lo adornen y pinten sus interiores.
—Es un hermoso proyecto. Puedes empezar a hablar de ello con Lisipo.
—¿Ha llegado? —preguntó el rey iluminándosele el rostro.
—Sí. Desembarcó ayer y no ve la hora de verte.
—¡Lisipo, dioses del cielo! Qué manos, qué mirada… No has visto nunca arder tanta potencia creativa en los ojos de un hombre. Cuando te mira fijamente, sientes que está entrando en contacto con tu alma, que está a punto de crear a otro hombre… De arcilla, de bronce, de cera, eso no importa. Está creando al hombre tal como lo habría hecho él de haber sido dios.
—¿Dios?
—Sí.
—¿Qué dios?
—El dios que hay en todos los dioses y en todos los hombres, pero que únicamente a unos pocos les es dado ver y oír.
Los notables de la ciudad, los jefes demócratas instalados en su cargo antaño por su padre, expulsados por los persas y repuestos con la llegada de Alejandro, le esperaban para mostrarle las maravillas de Éfeso.
El casco de la ciudad se extendía sobre una elevación que descendía suavemente hacia el mar y hacia la vasta bahía en la que desembocaba el río Caístro. Los muelles estaban atestados de navíos que descargaban toda clase de mercancías y cargaban las telas, las especias y los perfumes que llegaban de Asia interior para luego revenderlos en lejanos lugares, en tierras ribereñas del golfo adriático, en las islas del mar Tirreno, en tierras de los etruscos y de los íberos. Podía oírse la algarabía que llegaba de toda aquella febril actividad, los gritos de los mercaderes de esclavos que sacaban a subasta a hombres robustos y a muchachas hermosísimas a las que la suerte había deparado tan triste destino.
Las calles estaban flanqueadas por soportales a los que se asomaban las casas más ricas y suntuosas; los santuarios de los dioses estaban rodeados de tenderetes de vendedores ambulantes que ofrecían a los transeúntes amuletos de la buena fortuna y contra el mal de ojo, reliquias y figuritas de Apolo y de su hermana virgen Artemisa, de rostro de marfil.
La sangre de los disturbios había sido ya lavada de las calles y el pesar de los parientes de los muertos había quedado circunscrito al interior de sus casas. En la ciudad no había más que fiesta y regocijo; la gente se agolpaba para ver a Alejandro y agitaba ramas de olivo, mientras las muchachas esparcían pétalos de rosa a su paso o los arrojaban con amplios ademanes desde los balcones de las casas llenando el aire de un remolinear de colores y perfumes.
Finalmente llegaron ante un magnífico palacio con el atrio sostenido por columnas de mármol rematadas por capiteles jónicos, perfiladas en oro y pintadas de azul, residencia otrora de uno de los aristócratas que habían pagado con su sangre su amistad con los dominadores persas. En aquellos momentos sería la morada del joven dios descendido de las pendientes del Olimpo hasta las riberas de la inmensa Asia.
Lisipo le esperaba de pie en la antecámara. Tan pronto como le vio, corrió a su encuentro y le estrechó contra sí con sus manazas de picapedrero.
—¡Mi buen amigo! —exclamó Alejandro devolviéndole el abrazo.
—¡Mi querido rey! —repuso Lisipo con los ojos relucientes.
—¿Te has dado un baño? ¿Has comido? ¿Te han ofrecido ropas limpias para cambiarte?
—Estoy bien, no te preocupes. Mi único deseo era el poder verte de nuevo, pues mirar tus retratos no es lo mismo. ¿Es cierto que posarás para mí?
—Sí, pero tengo también otros proyectos en la cabeza. Quiero un monumento como nunca ha visto nadie antes otro igual. Siéntate.
—Te escucho —dijo Lisipo mientras los siervos preparaban otros asientos para los dignatarios y para los amigos de Alejandro.
—¿Tienes hambre? ¿Almorzarás con nosotros?
—Con mucho gusto —repuso el gran escultor.
Los siervos trajeron las mesas delante de cada uno de los huéspedes y ofrecieron las especialidades de la ciudad: pescado asado y aromatizado con romero y aceitunas en sal, legumbres, verduras y pan recién salido del horno.
—Lo que yo quiero —comenzó diciendo el rey mientras todos se servían— es un monumento que represente a los veinticinco hetairoi de mi Punta caídos en el Gránico durante el primer ataque contra la caballería persa. Mandé hacer sus retratos antes de ponerlos en la pira fúnebre para que fueran semejantes. Deberás representarlos en plena furia de la carga, en medio del ardor del combate. Deberá poco menos que oírse el ruido de su galope, el jadear de sus cabalgaduras. Nada deberá faltar en esas formas salvo el aliento de la vida, que los dioses no han concedido aún a tu poder.
Bajó la cabeza, mientras un velo de melancolía descendía sobre sus ojos en medio de toda aquella alegría, en medio de las copas de vino y de los platos rebosantes de fragantes manjares.
—Lisipo, amigo mío… esos muchachos son ahora ceniza y sus desnudos huesos yacen bajo tierra, pero tú, que sabes captar su alma trémula, ¡aférrala en el viento antes de que se pierda del todo y fúndela en el bronce, vuélvela eterna!
Se había puesto en pie y se acercó a una ventana que daba a la bahía, resplandeciente bajo el sol del mediodía. Todos los demás comían, bebían y bromeaban, calentados por el vino. Lisipo le siguió.
—Veintiséis estatuas ecuestres… la cuadrilla de Alejandro en el Gránico. Deberá ser un revoltijo de patas y de dorsos poderosos, de bocas abiertas en el grito de guerra, de brazos blandiendo amenazantes la espada y la lanza. ¿Me comprendes, Lisipo? ¿Comprendes qué quiero decirte?
»El monumento se alzará en Macedonia y permanecerá para toda la eternidad a fin de celebrar a aquellos jóvenes que dieron su vida por nuestro país, despreciando una existencia oscura y sin gloria.
»Quiero que derrames en el bronce fundido tu misma energía vital, quiero que tu arte lleve a cabo el más grande milagro que se haya visto jamás en la tierra. La gente que pase por delante del monumento deberá estremecerse de admiración y de espanto, como si aquellos jinetes se dispusieran a arrojarse al ataque, como si de sus mismas bocas estuviese a punto de estallar el grito que llega más allá de la muerte, más allá de las nieblas del Hades del que nadie ha vuelto jamás.
Lisipo le miraba mudo y atónito, con las enormes manos callosas que colgaban inertes y aparentemente impotentes a lo largo del cuerpo.
Alejandro se las estrechó.
—Sé que estas manos pueden obrar el milagro. No hay desafío que no puedas superar, con sólo que te lo propongas. Eres como yo, Lisipo, y es por eso por lo que ningún otro escultor podrá modelar nunca una estatua mía. ¿Sabes qué dijo Aristóteles el día que terminaste mi primer retrato en nuestro retiro de Mieza? Dijo: «Si dios existe, tiene las manos de Lisipo». ¿Plasmarás en el bronce a mis compañeros caídos? ¿Lo harás?
—Lo haré, Aléxandre, y será una obra que llenará al mundo de asombro. Te lo juro.
Alejandro asintió y se le quedó mirando fijamente con una mirada llena de afecto y de admiración.
—Y ahora ven —le dijo tomándole del brazo—. Come algo.