Peritas le despertó con un lametazo en el rostro y Alejandro se puso en pie de un salto; se encontró frente a dos asistentes que le ayudaron a ponerse la armadura. Leptina le trajo para desayunar, en una bandeja de plata, el «bocado de Néstor»: huevos crudos batidos con queso, harina, vino y miel.
El soberano comió de pie mientras le ataban la coraza y las grebas, le colgaban de un hombro el talabarte y de éste la vaina con la espada.
—No quiero a Bucéfalo —dijo al salir—. Las orillas del río están demasiado resbaladizas y podría quedar atrapado. Traedme el bayo sármata.
Los asistentes fueron a buscarle el caballo que había escogido y él se acercó a pie hasta el centro del campamento llevando el yelmo bajo el brazo izquierdo. Los hombres estaban ya casi todos formados y a cada instante acudían otros para ocupar su sitio en las filas, junto a sus compañeros. Alejandro montó en el caballo de batalla que le traían en aquel momento y pasó revista primero a los escuadrones de la caballería macedonia y tesalia, luego a la infantería griega y a la falange.
Los jinetes de La Punta le esperaban al final del campamento, próximo a la puerta de levante, en perfecto orden, formados en cinco filas. Levantaron las astas en silencio al paso del rey.
El Negro se colocó a su lado al levantar Alejandro el brazo para dar la orden de partida. Se oyó el piafar de millares de caballos que se ponían en camino y el tintinear quedo de las armas de los guerreros que avanzaban a paso normal en una larga fila, en la oscuridad.
A pocos estadios de distancia del Gránico, llegó un ruido de galope y un grupo de cuatro exploradores surgió de pronto de la oscuridad, deteniéndose delante de Alejandro.
—Rey —dijo el que les mandaba—, los bárbaros no se han movido todavía y están acampados a tres estadios del río, en posición ligeramente dominante. En la orilla se encuentran tan sólo patrullas de exploradores medos y escitas que no pierden de vista tampoco nuestra orilla. No podremos cogerles totalmente por sorpresa.
—No, es cierto —hubo de admitir Alejandro—, pero antes de que su ejército cubra los tres estadios que le separan de la orilla oriental nosotros habremos atravesado el vado y estaremos en el otro lado. Una vez allí el resto será pan comido. —Hizo una señal a sus guardias personales para que se acercaran—. Avisad a todos los comandantes de sección que estén preparados para pasar a la otra orilla, tan pronto como el terreno se abra en una explanada delante de nosotros. Cuando suenen las trompas tendremos que arrojarnos hacia el río y vadearlo lo más deprisa posible. La caballería en primer lugar.
Los miembros de la guardia se alejaron, y poco después la infantería se detuvo y dejó que las dos columnas de jinetes en los flancos desfilaran por delante para formar frente al Gránico. El cielo, al éste, empezaba a clarear con un pálido resplandor.
—Creían que nos daría el sol en los ojos, y en cambio no tendremos ni siquiera la luna —dijo Alejandro señalando la delgada hoz luminosa que se ponía por el sur tras las colinas de Frigia.
Levantó la mano y espoleó el caballo hacia el río, seguido por El Negro y el escuadrón de La Punta. Se oyó en ese mismo instante un grito en la otra orilla, luego numerosos llamamientos cada vez más fuertes y, finalmente, el sonido prolongado y quejumbroso de un cuerno que respondió, más lejos, a otras señales. Los exploradores medos y escitas lanzaban la alarma.
Alejandro, que estaba ya en medio del vado, gritó:
—¡Que suenen las trompas!
Y las trompas sonaron: una única nota, aguda, desgarradora, lanzada como un dardo contra la orilla opuesta, que se mezcló con la más bronca de los cuernos; inmediatamente, las montañas de alrededor devolvieron el eco.
El Gránico hervía de espuma mientras el soberano y su guardia avanzaban lo más rápidamente posible. Se oyó un grito y un jinete macedonio, traspasado, cayó al agua. Los exploradores medos y escitas se habían apelotonado en la orilla y disparaban a diestro y siniestro indiscriminadamente. Otros fueron alcanzados en el cuello, el vientre, el pecho. Alejandro desprendió el escudo de la trabilla y espoleó de nuevo al bayo. ¡Estaba ya afuera!
—¡Adelante! —gritó—. ¡Adelante! ¡Trompas!
El sonido de los bronces se hizo más agudo y penetrante aún y le respondieron los relinchos de los caballos de batalla, excitados por la confusión y los gritos de sus jinetes que les acicateaban y fustigaban para salir del remolino turbulento de la corriente.
La segunda y tercera filas ya habían superado el centro del vado, y la cuarta, quinta y sexta entraban en el agua. Alejandro ascendía mientras tanto con su escuadrón a lo largo de la resbaladiza orilla. Por detrás llegaba también, amortiguado, el estruendo cadencioso de la falange que marchaba en perfecto orden de batalla.
Los exploradores enemigos, una vez agotados los dardos, volvieron grupas y lanzaron a sus cabalgaduras a toda velocidad hacia el campamento, desde el que llegaba un ruido confuso y escalofriante de armas, mientras que sombras de guerreros corrían en la oscuridad por todas partes, empuñando antorchas, llenando el aire de llamadas y gritos en cien lenguas distintas.
Alejandro hizo formar a La Punta y se puso a su cabeza, mientras los dos escuadrones de hetairoi y los dos de la caballería tesalia se situaban detrás y a sus flancos, en cuatro filas, a las órdenes de sus comandantes. Los macedonios estaban al mando de Crátero y Pérdicas, los tesalios, del príncipe Amintas y sus oficiales Enomaos y Equecrátides. Los trompeteros esperaban una señal del soberano para tocar a carga.
—Negro —llamó Alejandro—. ¿Dónde están nuestros infantes?
Clito caracoleó hasta el extremo de la formación y echó una ojeada hacia el río.
—¡Están subiendo, rey!
—¡Entonces, que suenen las trompas! ¡Al galope!
Las trompas se dejaron oír de nuevo y diez mil caballos se lanzaron adelante cabeza con cabeza, bufando y relinchando, el paso marcado por la pisada firme y potente del macizo bayo sármata de Alejandro.
Entretanto, en el bando contrario, la caballería persa se estaba reuniendo a toda prisa y no sin confusión: los que estaban ya en las filas esperaban una señal del comandante supremo, el sátrapa Espitrídates.
Dos exploradores llegaron a toda carrera.
—¡Están atacando, señor! —gritaron.
—¡Pues, entonces, seguidme! —ordenó Espitrídates sin esperar más—. ¡Echemos atrás a esos yauna, rechacémoslos hasta el mar para que sean pasto de los peces! ¡Adelante! ¡Adelante!
Sonaron los cuernos y la tierra tembló bajo el martilleo de los fogosos caballos de batalla nisenos al galope. En primera línea estaban los medos y los corasmios con grandes arcos de doble curvatura, detrás venían los oxianos y los cadusios con los grandes sables curvos, y por último los sacas y drangianos que empuñaban enormes cimitarras.
Tan pronto como la caballería se hubo puesto en marcha, la infantería pesada de los mercenarios griegos, ya en perfecto orden de combate, la siguió al paso, en formación cerrada.
—¡Mercenarios de Anatolia! —les gritó Memnón alzando la lanza—. ¡Espadas vendidas! ¡No tenéis patria ni casa adonde volver! Tan sólo podéis vencer o morir. Recordadlo, no habrá piedad para nosotros, porque, pese a ser griegos, combatimos en el bando del Gran Rey. Hombres, nuestra patria es nuestro honor, la lanza es nuestro pan. Combatid por vuestra vida, pues es lo único que os queda.
Alalalài!
Se lanzó acto seguido hacia adelante, a paso veloz y luego a la carrera. Los hombres respondieron:
Alalalài!
Seguidamente avanzaron tras él manteniendo la formación frontal, con un estruendo tremendo de hierro y de bronce cada vez que los pies tocaban el suelo.
Alejandro vio la nube blanca de polvo a menos de un estadio de distancia y le gritó al trompetero:
—¡A la carga!
Sonó la trompa, desencadenando el galope furibundo de La Punta.
Los jinetes bajaron las lanzas y se lanzaron hacia adelante, sosteniendo con la izquierda la brida y las crines de sus caballos, hasta el impacto, hasta la espantosa maraña de hombres y animales, de gritos y relinchos que siguió al choque de las largas astas de fresno y cornejo y el nutrido lanzamiento de jabalinas persas.
Alejandro entrevió a Espitrídates, que luchaba furiosamente con la espada ya tinta en sangre, un tanto desplazado a su derecha, cubierto por la izquierda por el gigantesco Reomitres, y espoleó el caballo en esa dirección.
—¡Combate, bárbaro! ¡Combate contra el rey de los macedonios, si tienes valor!
Espitrídates espoleó a su vez su corcel hacia él y le arrojó la jabalina. La punta desgarró el espaldarón de la coraza de Alejandro y le rasguñó la piel entre el cuello y la clavícula, pero el soberano desenvainó la espada y se fue hacia él a toda velocidad, golpeándole de lleno con su cabalgadura. El sátrapa, desequilibrado por el impacto, tuvo que agarrarse al caballo y descubrió el flanco: en ese instante Alejandro le clavó la espada bajo la axila, pero ahora ya todos los persas habían concentrado sus golpes en él. Una flecha hirió a su bayo, que cayó de hinojos, y él no pudo evitar el hacha de Reomitres.
Su escudo desvió sólo en parte el golpe, que alcanzó de todos modos el yelmo. La hoja rompió el metal, cortó el fieltro y seccionó una parte del cuero cabelludo, del que brotó un chorro de sangre sobre el rostro del rey, ya por tierra con su caballo.
Reomitres levantó de nuevo el hacha, pero El Negro irrumpió en ese momento gritando como un condenado y blandiendo una pesada espada iliria con la que tajó el brazo limpiamente.
El bárbaro cayó del caballo dando alaridos; la sangre brotó a chorros del miembro amputado y la vida se le apagó antes de que la espada de Alejandro, de nuevo en pie, le asestara el golpe de gracia.
Luego, el rey montó de un salto en un caballo que corría libre por el campo de batalla y se arrojó otra vez a la refriega.
Aterrados por la muerte de sus comandantes, los persas comenzaron a retroceder, mientras se añadía al empuje de La Punta el impacto formidable de los cuatro escuadrones de los hetairoi y de los jinetes tesalios, al mando de Amintas.
La caballería persa se batía con arrojo, pero sus filas estaban siendo disgregadas por La Punta, que penetraba cada vez más en profundidad, y por la maniobra convergente de la caballería ligera que golpeaba a oleadas por los flancos. Eran guerreros tracios y tribalos, feroces como bestias, que corrían por los lados disparando nubes de flechas y lanzando jabalinas, esperando arrojarse al cuerpo a cuerpo no bien vieran al enemigo exhausto y exangüe.
Los compañeros de Alejandro, Crátero, Filotas y Hefestión, Leonato, Pérdicas, Tolomeo, Seleuco y Lisímaco, siguiendo el ejemplo de su rey, se batían en primera línea y buscaban el enfrentamiento directo con los comandantes enemigos, que cayeron en gran número. Entre ellos, muchos parientes del Gran Rey.
Entonces la caballería persa emprendió la fuga, perseguida por los hetairoi, por los tesalios y por la velocísima caballería ligera de los tracios y de los tribalos, ya enfrascados en un furibundo cuerpo a cuerpo.
Se encontraron ahora frente a frente la falange de los pezetairoi y los mercenarios de Memnón, que seguían avanzando compactos, hombro con hombro, protegidos por sus grandes escudos convexos, los rostros cubiertos por las viseras corintias. Los dos ejércitos gritaron a voz en cuello:
Alalalài!
y emprendieron la carrera hacia adelante con las armas tendidas.
A una orden de Memnón, los mercenarios griegos arrojaron las lanzas en un único lanzamiento, dejando caer sobre el enemigo una nube de astas con refuerzos de hierro, y acto seguido echaron mano a las espadas y se precipitaron a la contienda antes de que la falange hubiera tenido tiempo de recomponerse en compacta formación. Asestaban fuertes mandobles y trataban de cortar las sarisas para abrir una brecha en el frente enemigo.
Parmenión, intuyendo el peligro, hizo intervenir a los feroces agrianos y los empujó contra los flancos de la formación de Memnón, que tuvo que replegarse para defenderse.
La falange recobró su formación compacta y el frente volvió a la carga con las lanzas bajas. Los mercenarios griegos, en aquel momento, se vieron amenazados por la espalda por la caballería macedonia, que volvía de perseguir a unos persas, pero se batieron denodadamente hasta el último aliento.
El sol inundaba de luz la llanura donde los cadáveres yacían hacinados unos sobre otros. Alejandro mandó que le trajeran a Bucéfalo, mientras que los veterinarios se ocupaban de su bayo herido, y pasó revista a sus tropas victoriosas. Tenía el rostro tinto en sangre por la herida en la cabeza, la coraza desgarrada por la jabalina de Espidrítates y el cuerpo cubierto de polvo y sudor, pero a sus hombres les parecía en aquel momento semejante a un dios. Golpeaban las lanzas contra los escudos como el día en que Filipo anunciara al ejército su nacimiento y vociferaban:
Aléxandre! Aléxandre! Aléxandre!
El rey volvió la mirada hacia el extremo derecho de la formación de los pezetairoi y vio al general Parmenión, de pie, armado, con las señales en el cuerpo de la batalla que había librado, él, ya casi setentón, empuñando la espada, como los jóvenes de veinte años.
Se acercó a él, bajó del caballo y le abrazó mientras los vítores de los soldados ascendían hasta el cielo.