El hombre llegó al galope entrada la noche, saltó a tierra delante del cuerpo de guardia y confió su cabalgadura chorreante de sudor a uno de los escuderos.
Eumenes, que dormía con un ojo abierto, se levantó inmediatamente de la cama, se puso el manto, tomó un velón y bajó deprisa las escaleras para ir a su encuentro.
—Ven —le ordenó apenas le vio entrar bajo el pórtico, y le indicó el camino hasta la armería—. ¿Dónde está el rey a estas horas? —preguntó mientras el otro le seguía jadeando aún.
—Está a un día de marcha, no más. He perdido tiempo por el motivo que ya sabes.
—Está bien, está bien —cortó Eumenes abriendo con la llave una puertecilla enrejada—. Entra, aquí estaremos tranquilos.
Se trataba de una estancia grande y desnuda, un depósito para las armas en reparación. A un lado había dos o tres taburetes en torno a un tajo de madera que hacía las veces de yunque. Eumenes alargó uno a su compañero y se sentó a su vez.
—¿Qué has conseguido saber?
—No ha sido fácil y ha costado también bastante. He tenido que corromper a uno de los ayudantes del culto que encendieron el adyton.
—¿Entonces?
—El rey Filipo se presentó por sorpresa, casi de incógnito, y se puso en la fila con los demás postulantes hasta que fue reconocido y se le hizo entrar en el santuario. Al darse cuenta los sacerdotes de que lo que deseaba era consultar al oráculo, trataron de saber la pregunta para preparar de forma adecuada la respuesta.
—Es una práctica normal.
—En efecto. Pero el rey se negó a ello: pidió consultar directamente a la pitia y exigió ser conducido al adyton.
Eumenes se cubrió la cara con las manos.
—¡Oh, gran Zeus!
—El sacerdote que oficiaba ese día no tuvo tiempo siquiera de informar al consejo. No le quedó más remedio que resignarse a la petición. Así pues, Filipo fue acompañado al adyton y dirigió su pregunta a la pitia después de que ésta hubiera entrado en éxtasis.
—¿Estás seguro?
—Absolutamente seguro.
—¿Y cuál fue la respuesta?
—El toro está coronado, el fin está próximo, el sacrificador está listo.
—¿Nada más? —preguntó Eumenes con cara sombría.
El hombre sacudió la cabeza.
Eumenes sacó del bolsillo del manto una bolsa de dinero y se la ofreció a su interlocutor.
—Es lo que te había prometido, pero estoy seguro de que te quedaste con el resto una vez que le pagaste a ese ayudante del culto.
—Pero si yo…
—Déjalo, ya sé cómo funcionan estas cosas. Sólo quiero que recuerdes que si dices media palabra de este asunto, si tienes la menor tentación de hablar de ello con alguien, te encontraré allí donde estés y te arrepentirás de haber nacido.
El hombre tomó el dinero jurando y perjurando que no diría ni una palabra a nadie y se marchó.
Eumenes se quedó solo en el gran ambiente vacío y frío, a la luz del velón, y pensó largamente en una interpretación que pudiera ser sólo un buen augurio para su rey. Luego salió y volvió a su dormitorio, pero no consiguió ya conciliar el sueño.
Filipo llegó a palacio el día después, avanzada la tarde, y Eumenes se las compuso para ser recibido lo más pronto posible con la excusa de ciertos documentos que había que firmar.
—¿Puedo preguntarte por el resultado de tu misión, señor? —preguntó mientras le pasaba una hoja tras otra.
Filipo levantó la cabeza y se volvió hacia él.
—Me jugaría diez talentos de plata contra una mierda de perro a que ya lo sabes.
—¿Yo, señor? Oh, no, no soy tan bueno. No. Éstas son cosas delicadas, no conviene bromear con ello.
Filipo alargó la mano izquierda para que le pasara otro documento y estampó el sello.
—El toro está coronado, el fin está próximo, el sacrificador está listo.
—¿Ésa fue la respuesta, señor? ¡Pero si es extraordinario, si es magnífico! ¡Y justo ahora que estás a punto de pasar a Asia! El nuevo emperador de los persas acaba de ser coronado, y ¿cuál es el símbolo de Persépolis, su capital? El toro, el toro alado. No cabe duda, el toro es él. Así pues, su fin está próximo porque el sacrificador está ya listo. Y el sacrificador que le abatirá eres precisamente tú. El oráculo ha previsto tu inminente victoria en el imperio de los persas.
»Es más, señor, ¿quieres que te diga qué es lo que yo pienso? Es demasiado hermoso para ser cierto: temo que esos rufianes de los sacerdotes te hayan preparado una respuesta a su medida. Pero siempre es un buen augurio, ¿no?
—No prepararon nada. Me presenté inesperadamente, cogí a un ministro del culto por el cogote, le hice abrir el adyton y vi a la pitia, fuera de sí, con los ojos en blanco y cayéndole la baba, que inhalaba los humos de la chasma.
Eumenes asintió repetidamente.
—Ni que decir tiene que fue una acción fulminante, digna de ti. Y mejor aún por tanto si la respuesta es genuina.
—Ya.
—Alejandro llegará dentro de un par de días.
—Bien.
—¿Irás a recibirle a la vieja frontera?
—No. Le esperaré aquí.
—¿Podemos ir Calístenes y yo?
—Sí, por supuesto.
—Me llevaría también a Filotas junto con una docena de hombres de la guardia. Únicamente una pequeña escolta de honor…
Filipo dio su consentimiento.
—Bien, señor. Entonces, si no hay nada más, me voy —dijo Eumenes recogiendo sus papeles y marchándose.
—¿Sabes cómo me llamaban mis soldados cuando yo era joven, cuando les hacía los honores a dos mujeres en una noche?
Eumenes se volvió para toparse con su mirada herida.
—Me llamaban «El Toro».
Eumenes no supo qué replicar. Ganó la puerta y salió, con una reverencia apresurada.
La pequeña comisión de recibimiento tomó el camino de Beroea, por donde pasaba la antigua frontera del reino de Amintas I, y Eumenes hizo una señal a los demás de que se detuvieran cerca del vado del río Haliakmon porque seguramente pasarían por allí.
Desmontaron todos y dejaron que los caballos pacieran libremente por el prado; alguno sacó su cantimplora para saciar su sed, otros, dada la hora, cogieron de las alforjas pan, queso, aceitunas e higos secos y se sentaron en el suelo a comer. Uno de los hombres de la guardia fue mandado a lo alto de una loma para que les indicara el momento de la llegada de Alejandro.
Pasaron varias horas y el sol comenzó a ponerse en el horizonte, hacia las cimas del monte Pindo, sin que nada pasase.
—Ése es un mal camino, créeme —seguía repitiendo Calístenes—. Está infestado de bandidos. No me extrañaría nada que…
—¡Bah, los bandidos! —exclamó Filotas—. A los bandidos ésos se los meriendan. Han pasado el invierno en las montañas de Iliria. ¿Sabes qué significa eso?
Pero Eumenes miraba a la colina y al hombre que estaba agitando un paño rojo.
—Ya llegan —anunció casi en voz baja.
Poco después, el hombre que se hallaba de centinela lanzó en dirección a ellos una flecha que se clavó en el suelo, allí cerca.
—Están todos —dijo el secretario—. No falta nadie.
Y lo decía como si no creyera en sus palabras. El hombre, entre tanto, había bajado.
—¡Guardia, a montar! —ordenó Filotas, y los doce jinetes saltaron sobre sus caballos de batalla y se situaron en medio del camino con las lanzas en ristre.
Eumenes y Calístenes, sin los caballos, echaron a andar por el camino, justo en el momento en que la cuadrilla de Alejandro aparecía por una quebrada de la colina. Avanzaban los ocho uno al lado de otro y los rayos del sol que tenían a sus espaldas les rodeaban de un halo de luz purpúrea, de una nube dorada. La distancia y el pisoteo de su galope en medio del polvillo luminoso creaban un extraño efecto, como si cabalgasen suspendidos del suelo, como si llegaran de otro tiempo, de un lugar mágico y remoto, desde los confines del mundo.
Llegaron a la orilla del río lanzándose a toda velocidad dentro del vado, como si cada instante que les separaba aún de la patria resultase ya insoportable. Las patas de los caballos, en medio del pataleo vertiginoso, levantaron una espuma irisada contra las últimas llamas del gran globo de poniente.
Eumenes se pasó la manga de la túnica por los ojos y se sonó ruidosamente la nariz. Le temblaba la voz.
—Oh dioses del cielo, son ellos… Son ellos.
Entonces una figura de larga melena dorada, resplandeciente con una armadura de cobre color leonado, saltó del agua en medio del rebullir de espuma, se separó del grupo y se lanzó en una carrera desenfrenada montando un semental que hacía temblar la tierra con sus cascos.
Filotas gritó:
—¡Guardia, a formar!
Y los doce guerreros se apretaron uno contra otro con la cabeza erguida y la espalda recta, levantando las puntas de las lanzas.
Eumenes no pudo ya contener la emoción.
—Alejandro… —balbuceó entre lágrimas—. Alejandro ha vuelto.