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—No comprendo a mi padre —exclamó Alejandro—. Teníamos la posibilidad de imponernos mediante la fuerza de las armas y él ha optado por arrostrar la humillación de un enfrentamiento con una embajada ateniense. Para salir burlado. Habría podido atacar primero y luego negociar.

—Estoy de acuerdo contigo —replicó Hefestión—. Para mí ha sido un error. Primero se golpea fuerte y luego se negocia.

Eumenes y Calístenes seguían montados en sus caballos a paso de andadura, yendo directamente a Farsalia para llevar un mensaje de Filipo a los aliados de la liga tesálica.

—Yo, en cambio, le comprendo muy bien —intervino Eumenes— y le apruebo. Sabes perfectamente que tu padre ha vivido en Tebas por más de un año como huésped cuando era un adolescente, en casa de Pelópidas, el más grande estratega que Grecia haya conocido en los últimos cien años. Quedó profundamente impresionado por el sistema político de la ciudad-estado, por su formidable organización militar, por la riqueza de su cultura. De esa experiencia juvenil nace su deseo de difundir la civilización helénica en Macedonia y de unificar a todos los griegos en una gran confederación.

—Como en tiempos de la guerra de Troya —observó Calístenes—. Tu padre persigue lo siguiente: unificar primero los estados griegos, y conducirlos a continuación contra Asia como hiciera Agamenón contra el imperio del rey Príamo, hace casi mil años.

Ante aquellas palabras Alejandro se sobresaltó.

—¿Hace mil años? ¿Han pasado mil años desde la guerra de Troya?

—Faltan cinco años para que se cumplan los mil —repuso Calístenes.

—Toda una señal —murmuró Alejandro—. Toda una señal, tal vez.

—¿Qué pretendes decir? —preguntó Eumenes.

—Nada. Pero ¿no encontráis extraño el hecho de que yo tenga dentro de cinco años la misma edad que tenía Aquiles al partir a Troya y que en esos días se cumplan mil años desde que se produjera la guerra cantada por Homero?

—No —rebatió Calístenes—. La historia nos propone de nuevo a veces, a distancia de muchos años, el mismo conjunto de situaciones que dieron origen a empresas grandiosas. Pero nunca nada se repite del mismo modo.

—¿Tú crees? —preguntó Alejandro.

Por un momento arrugó la frente como si persiguiese imágenes lejanas, evanescentes. Hefestión apoyó una mano sobre su hombro.

—Yo sé en qué piensas. Y cualquier cosa que decidas hacer, adondequiera que vayas, yo te seguiré. Incluso a los infiernos. Incluso al fin del mundo.

Alejandro se volvió hacia él y le miró a los ojos.

—Lo sé —dijo.

Llegaron a destino hacia la puesta del sol y Alejandro recibió los honores que correspondían al heredero del trono de los macedonios. Luego tomó parte con sus amigos en la cena que los representantes de la confederación de los tesalios ofrecieron a su huésped. Por aquel tiempo Filipo ostentaba también el cargo de tagos, presidente de la confederación tesálica, y era de hecho el jefe de dos estados, en calidad de rey y en calidad de presidente.

También los tesalios eran formidables bebedores, pero durante la cena Eumenes no probó el vino y aprovechó la ocasión para negociar la compra de una partida de caballos con un noble y gran terrateniente completamente borracho, logrando unas condiciones de compra y de pago extremadamente ventajosas tanto para sí como para el reino de Macedonia.

Al día siguiente, una vez concluida la misión, Alejandro partió de regreso junto con sus amigos, pero cuando apenas había recorrido un trecho del camino se cambió de ropas, despidió a la guardia y tomó el camino que llevaba al sur.

—¿Adónde te diriges? —preguntó Eumenes sorprendido por aquel imprevisto comportamiento.

—Yo voy con él —dijo Hefestión.

—Sí, pero ¿adónde?

—A Áulide —repuso Alejandro.

—El puerto del que zarparon los aqueos para la guerra de Troya —comentó Calístenes sin inmutarse.

—¿Áulide? ¡Pero estáis locos! Áulide está en Beocia, en pleno territorio enemigo.

—Pero yo quiero ver ese lugar y lo veré —afirmó el príncipe—. Nadie reparará en nosotros.

—Repito, estáis locos —insistió Eumenes—. Claro que repararán en vosotros: si habláis notarán vuestro acento, y si no habláis os preguntarán por qué no lo hacéis. Además, tus retratos han sido difundidos en docenas de ciudades. Y si te apresan, ¿te das cuenta de las consecuencias? Tu padre tendrá que pactar, renunciar a sus proyectos o, en el mejor de los casos, pagar un rescate que le costará como una guerra persa. No, yo no quiero tener nada que ver con esta locura. Yo ni siquiera he oído hablar de ello, mejor dicho, ni siquiera os he visto. Os habéis ido vosotros en silencio antes del amanecer.

—Está bien —asintió Alejandro—. Y descuida. No son más que unos pocos cientos de estadios en territorio beocio. En dos jornadas vamos y volvemos. Si alguien viene a apresarnos, diremos que somos peregrinos que van a consultar el oráculo de Delfos.

—¿En Beocia? Pero si Delfos está en Fócide…

—Pues entonces contaremos que nos hemos perdido —gritó Hefestión espoleando a su caballo.

Calístenes miraba ya a uno, ya a otro de sus compañeros de viaje sin saber qué decisión tomar.

—¿Qué te propones hacer? —le preguntó Eumenes.

—¿Yo? Bueno, si bien por un lado el afecto que siento por Alejandro me induciría a seguirle, por otro la prudencia que sobre todo conviene a un…

—Entendido —cortó de modo tajante Eumenes—. ¡Deteneos! ¡Que Zeus os fulmine, deteneos! —Los dos se quedaron clavados en el sitio—. Al menos yo no tengo acento macedonio y, si quiero, consigo hacerme pasar también por un beocio.

—¡Ja, ja! ¡No tengo la menor duda sobre eso! —rio sarcásticamente Hefestión.

—Tú ríe, tú ríe —refunfuñó Eumenes poniendo al trote a su caballo—. Si estuviese aquí el rey Filipo, ya te haría reír él, ya, con unos buenos azotes en las costillas. Vamos, adelante, movámonos al menos.

—¿Y Calístenes? —preguntó Alejandro.

—Ya llega, ya llega —repuso Eumenes—. ¿Dónde quieres que vaya solo?

Cruzaron el paso de las Termópilas al día siguiente y Alejandro se detuvo a visitar la tumba de los guerreros espartanos caídos ciento cuarenta años antes combatiendo contra los invasores persas. Leyó la simple inscripción en dialecto lacónico que recordaba el sacrificio sumo y se quedó en silencio escuchando el soplo del viento que llegaba del mar.

—¡Qué efímero es el destino humano! —exclamó—. Sólo quedan estas pocas líneas como testimonio del fragor de un choque que hizo temblar al mundo y de un acto heroico digno del canto de Homero. Y ahora todo está mudo.

Atravesaron Lócride y Fócide sin ningúna problema, en un par de días, y entraron en Beocia por el camino que discurría al lado del mar: tenían enfrente la costa de la isla de Eubea recortada por los rayos del sol del mediodía y las aguas resplandecientes del canal de Euripo. Una flotilla de una docena de trirremes cruzaba a lo largo y podía verse en las hinchadas velas la imagen de la lechuza de Atenas.

—Si ese navarca se imaginara sólo a quién tiene aquí en la playa observando sus naves… —murmuró Eumenes.

—Vamos —dijo Calístenes—. Acabemos este viaje cuanto antes. Ya estamos cerca.

Pero en su fuero interno temía que Alejandro les pidiera que le acompañaran a alguna empresa más temeraria aún.

La pequeña bahía de Áulide apareció de repente ante ellos cuando alcanzaron lo alto de la colina. Enfrente, en la orilla opuesta de la isla de Eubea, clareaba en lontananza la ciudad de Calcis. El agua era de un azul intenso y el bosque de carrascas y de encinas que cubría las laderas de la colina llegaba casi hasta la orilla del mar, dando paso primero a unas matas bajas de mirto y de madroño y luego a una estrecha franja de cantos rodados y arenas rojizas.

No había nadie en el puerto del que habían partido las mil naves de los aqueos, tan sólo la barca de un pescador que bogaba.

Los cuatro jóvenes se apearon del caballo y contemplaron en silencio aquel lugar semejante a otros mil parajes de la costa helénica y sin embargo tan distinto. Alejandro recordó en aquel momento las palabras de su padre cuando le sostenía, de niño, entre sus brazos en la galería del palacio de Pella y le contaba cosas de la lejana e inmensa Asia.

—Aquí no hay mil naves —observó Hefestión rompiendo la magia de aquel silencio.

—No —hubo de admitir Calístenes—. Pero para el poeta no podían ser menos. Un poeta no canta para narrar los avatares humanos tal como éstos acontecen, Hefestión, sino para hacer revivir, a distancia de siglos, las emociones y las pasiones de los héroes.

Alejandro se volvió hacia él con la mirada brillante debido a la emoción.

—¿Crees que podría existir hoy un hombre capaz de empresas tales como para inspirar a un gran poeta como Homero?

—Son los poetas los que crean a los héroes, Alejandro —repuso Calístenes—, y no al revés. Los poetas nacen sólo cuando el mar, el cielo y la tierra están en paz y armonía entre sí.

Cuando regresaron a Tesalia se toparon con un pelotón de la guardia real que les andaba buscando por todas partes y Eumenes tuvo que contar que se había sentido indispuesto y que los demás no habían querido abandonarle: una excusa que nadie creyó. Pero Alejandro había tenido la prueba de que sus amigos estaban dispuestos a seguirle, incluso aquéllos que sentían miedo, como Eumenes y Calístenes. Se había dado cuenta asimismo de que la lejanía de Kampaspe le pesaba no poco y no veía llegar la hora de volver a verla desnuda en su lecho, a la luz dorada de las lámparas.

No tuvieron, sin embargo, la posibilidad de regresar a Pella porque en el ínterin los hechos se habían precipitado y el soberano, tras movilizar al ejército, se dirigía hacia Fócide para tomar los puertos de montaña: el tiempo no había vuelto más prudente a ninguno de los contendientes y había que hacer hablar a las armas de nuevo.

Alejandro fue convocado en la tienda de campaña de su padre esa misma noche. No le hizo ninguna pregunta acerca de por qué había tardado tanto en regresar de su misión en Tesalia. Le indicó el mapa que había sobre la mesa y dijo:

—El comandante ateniense Cares está emplazado con diez mil mercenarios en el camino entre Kithinion y Ánfisa, pero no sabe que nosotros nos encontramos aquí. Marcharé toda la noche y le despertaré personalmente mañana por la mañana. Tú mantén esta posición y no la abandones por ningún motivo. Tan pronto como haya quitado de en medio a Cares pasaré de nuevo por aquí, desde el valle del Krisos, y cortaré el paso de los puertos a los atenienses y a los tebanos: se verán obligados a la fuerza a abandonarlos y a detenerse en la primera posición fuerte que tengan en Beocia. —Apoyó su dedo índice sobre el mapa en el punto donde pensaba que los enemigos se retirarían—. Es aquí donde me reuniré con tu caballería. En Queronea.