Al año siguiente la reina Olimpia dio a luz una niña a la que pusieron por nombre Cleopatra. Se asemejaba a la madre y era muy graciosa, tanto es así que las doncellas se divertían cambiándola continuamente de vestido como si de una muñeca se tratara.
Alejandro, que andaba desde hacía ya tres meses, fue admitido en su habitación al cabo de varios días de nacer la niña, con un pequeño regalo preparado por la nodriza. Se acercó con circunspección a la cuna y se quedó mirando a su hermanita lleno de curiosidad, con ojos como platos y la cabeza reclinada sobre un hombro. Una doncella se acercó temiendo que el pequeño, celoso de la recién llegada, le hiciese algún desplante, pero él la tomó de la mano y la estrechó contra sí como si comprendiera que aquella criatura estaba unida a él por un profundo lazo y que, durante mucho tiempo, sería su única compañía.
Cleopatra balbuceó algo y Artemisia dijo:
—¿Lo ves? Está contentísima de conocerte. ¿Por qué no le das tu regalo?
Alejandro se desató entonces del cinturón un arito metálico con unos cascabeles de plata y comenzó a agitarlo delante de la pequeña, que alargó enseguida las manitas para cogerlo. Olimpia le miraba emocionada.
—¿No sería hermoso poder detener el tiempo? —observó como si pensara en voz alta.
Durante un largo período después del nacimiento de sus hijos Filipo se vio enfrascado continuamente en sangrientas guerras. Había consolidado las fronteras del norte, donde Parmenio derrotara a los ilirios; al oeste tenía el reino amigo de Epiro en el que reinaba Aribas, el tío de la reina Olimpia; al este había sojuzgado con diversas campañas a las belicosas tribus de los tracios extendiendo su control hasta las orillas del río Istro. A continuación se había apoderado de casi todas las ciudades que los griegos habían fundado en sus costas: Anfípolis, Metona, Potidea, y se había implicado en las guerras intestinas que desgarraban la península helénica.
Parmenio había tratado de ponerle en guardia contra semejante política y un día en que Filipo había convocado al consejo de guerra en la armería del palacio decidió tomar la palabra.
—Has creado un reino poderoso y sólido, señor, y has dado a los macedonios el orgullo de su nación; ¿por qué quieres mezclarte en las luchas internas de los griegos?
—Parmenio tiene razón—intervino Antípatro—. Estas luchas no tienen ningún sentido. Luchan todos contra todos. Los aliados de ayer se pelean hoy entre sí ferozmente y el que fuera derrotado hace tan sólo dos días se alía con el más odiado de sus enemigos con tal de enfrentarse al vencedor.
—Es cierto —admitió Filipo—, pero los griegos tienen todo lo que a nosotros nos falta: el arte, la filosofía, la poesía, el teatro, la medicina, la música, la arquitectura y sobre todo la ciencia política, el arte del gobierno.
—Tú eres un rey —objetó Parmenio—, no tienes necesidad de ninguna ciencia. Te basta con dar órdenes para que todos te obedezcan.
—Mientras no me fallen las fuerzas —observó Filipo—. Mientras alguien no me clave una daga entre las costillas.
Parmenio no replicó. Recordaba perfectamente que ningún rey de los macedonios había muerto nunca en su lecho. Fue Antípatro quien rompió el silencio, que se había vuelto pesado como un pedrusco.
—Si lo que precisamente quieres es meter la mano dentro de la boca del león no puedo disuadirte, pero te aconsejaría que actuaras del único modo que haga posible contar con una esperanza de éxito.
—¿Es decir?
—En Grecia no hay más que una fuerza superior a todos, una sola voz que puede imponer el silencio…
—El santuario de Apolo en Delfos —dijo el rey.
—O mejor dicho, sus sacerdotes y el consejo que los gobierna.
—Lo sé —se mostró de acuerdo Filipo—. Quien controla el santuario controla una gran parte de la política de los griegos. El consejo se halla ahora en dificultades: ha declarado una guerra sagrada contra los focenses, acusados de haber cultivado terrenos pertenecientes a Apolo, pero los focenses se han apropiado del tesoro del templo con un golpe de mano y con las riquezas han reclutado miles y miles de mercenarios. Macedonia es la única potencia que puede hacer cambiar las tornas del conflicto…
—Y has decidido entrar en guerra —concluyó Parmenio.
—Con una condición: que si venzo, quiero el puesto y el voto de los focenses en el consejo y la presidencia del consejo del santuario.
Antípatro y Parmenio comprendieron que el rey no sólo tenía ya en mente su plan sino que lo llevaría a cabo a cualquier precio y ni siquiera intentaron disuadirle.
Fue un conflicto largo y áspero, con opciones por ambos bandos. Cuando Alejandro contaba tres años, Filipo fue derrotado por primera vez de forma aplastante y se vio obligado a emprender la retirada. Sus enemigos dijeron que había huido, pero él repuso:
—No he huido, sólo me he echado atrás para tomar impulso y volver a embestir como un carnero enfurecido.
Aquél era Filipo. Un hombre de una increíble fuerza de ánimo y determinación, de indomable vitalidad, de espíritu penetrante y entusiasta. Pero los hombres así se quedan cada vez más solos porque pueden dedicarse cada vez menos a aquéllos que les rodean.
Cuando Alejandro comenzó a intuir lo que sucedía en torno a él y a darse cuenta de quiénes eran sus padres, tenía cerca de seis años. Hablaba sin ninguna vacilación y comprendía razonamientos complejos.
Cuando se enteraba de que su padre estaba en palacio, abandonaba las habitaciones de la reina y se iba hasta la sala de reuniones donde Filipo celebraba consejo con sus generales. Encontraba a éstos viejos, llenos de cicatrices por los infinitos combates que habían librado, y sin embargo apenas si superaban los treinta años, a excepción de Parmenio que desde hacía años superaba la cincuentena y tenía el pelo en gran parte cano. Cuando Alejandro le veía, se ponía a tararear una cantinela que había aprendido de Artemisia:
¡El viejo soldado que va a la guerra
cae por tierra, cae por tierra!
Y luego se arrojaba también él por los suelos entre las risas de los presentes.
Pero por encima de todo observaba a su padre, estudiaba sus actitudes, su modo de mover las manos y de revirar los ojos, el tono y timbre de su voz, la manera en que dominaba a los más fuertes y poderosos hombres del reino con la sola fuerza de la mirada.
Se acercaba a él mientras presidía el consejo, pasito a pasito, y cuando más enfervorizado se hallaba en sus discursos o en sus discusiones trataba de subirse sobre sus rodillas como si pensara que en aquel momento nadie le vería.
Sólo en ese punto parecía reparar Filipo en el hijo y le estrechaba contra su pecho, sin interrumpirse, sin perder el hilo del discurso, pero no por ello dejaba de notar que sus generales cambiaban de actitud, veía sus ojos mirar fijamente al niño y su expresión trocarse en una leve sonrisa, fuera cual fuese el asunto que él estuviera tratando. También Parmenio sonreía pensando en la cantinela y el revolcón de Alejandro.
Luego, tal como había venido, el niño se iba. Unas veces se retiraba a su habitación a esperar a que su padre viniera a verle. Otras, tras larga espera, iba a sentarse a uno de los balcones del palacio, clavaba su mirada en el horizonte y se quedaba así, mudo e inmóvil, encantado de la inmensidad del cielo y de la tierra.
Si entonces se le acercaba ligera su madre, veía ella adensarse lentamente la sombra que le oscurecía el ojo izquierdo, como si una noche misteriosa descendiera sobre el ánimo del principito.
Las armas le fascinaban, y en más de una ocasión las doncellas le habían sorprendido en la armería real tratando de sacar de la vaina una de las pesadas espadas del rey.
Un día, mientras observaba maravillado una gigantesca panoplia de bronce que había pertenecido a su abuelo Amintas III, sintió que le observaban a sus espaldas. Se dio la vuelta y se encontró frente a él a un hombre alto y cenceño con una barbita de chivo y dos ojos hundidos y demoníacos. Le dijo que se llamaba Leónidas y que era su maestro.
—¿Para qué? —preguntó el niño.
El maestro no supo qué responder a aquella primera pregunta de su discípulo.
Desde entonces la vida de Alejandro experimentó un cambio profundo. Cada vez veía menos a su madre y a su hermana y cada vez más al maestro. Leónidas comenzó por enseñarle el alfabeto, y al día siguiente le vio escribir su nombre correctamente con la punta de un palo en las cenizas del hogar.
Le enseñó a leer y a contar, cosa que Alejandro aprendía muy deprisa y fácilmente, aun sin prestar un especial interés. En cambio, cuando Leónidas comenzó a contarle historias de dioses y de hombres, historias del origen del mundo, de las luchas de los gigantes y de los titanes, vio que se le iluminaba el rostro y que le escuchaba arrobado.
Su espíritu se sentía fuertemente inclinado hacia el misterio y la religión. Un día Leónidas le llevó a visitar el templo de Apolo que se alzaba en las cercanías de Therma y le permitió que ofrendara incienso a la estatua del dios. Alejandro lo cogió a manos llenas y lo arrojó dentro del pebetero levantando una gran nube de humo, pero el maestro le reprendió:
—¡El incienso cuesta una fortuna! Podrás malgastarlo de este modo cuando hayas conquistado los países que lo producen.
—¿Y dónde están esos países? —quiso saber el niño, al que le parecía extraño que se pudiera ser avaro con los dioses. Luego preguntó—: ¿Es cierto que mi padre es muy amigo del dios Apolo?
—Tu padre ha ganado la guerra sagrada y ha sido nombrado jefe del consejo del santuario de Delfos donde se halla el oráculo de Apolo.
—¿Es cierto que el oráculo dice a todos lo que deben hacer?
—No exactamente —contestó Leónidas tomando de la mano a Alejandro y llevándole al aire libre—. Mira, la gente, cuando se dispone a hacer algo importante, pide consejo al dios, como diciendo: «¿Tengo que hacerlo o no? Y si lo hago, ¿qué pasará?». Sí, cosas de este tipo. Hay además una sacerdotisa, a la que se llama pitia, por medio de la cual el dios responde, como si empleara su voz. ¿Comprendes? Pero son siempre palabras oscuras, difíciles de interpretar y es por eso por lo que hay sacerdotes: para explicárselas a la gente.
Alejandro se volvió para mirar al dios Apolo que se erguía sobre el pedestal, rígido e inmóvil, con los labios estirados en una extraña sonrisa, y comprendió por qué los dioses tienen necesidad de los hombres para poder hablar.
En otra ocasión en que la familia real se había trasladado a Egas, la vieja capital, para ofrecer sacrificios en las tumbas de los antiguos reyes, Leónidas le hizo ver desde una torre de palacio la cima del monte Olimpo cubierta de nubarrones de temporal, asaeteada por relámpagos enceguecedores.
—¿Ves? —trató de explicarle—, los dioses no son las estatuas que uno admira en los templos: viven allí en lo alto, en una morada invisible. Viven eternamente, se sientan en torno a un banquete, en el que beben néctar y se alimentan de ambrosía. Esos relámpagos no son desencadenados sino por Zeus en persona. Pueden caer sobre cualquier mortal y sobre cualquier cosa en cualquier parte del mundo.
Alejandro miró largo rato, con la boca abierta, la imponente cumbre.
Al día siguiente un oficial de la guardia le encontró por un sendero fuera de la ciudad caminando a toda prisa en dirección a la montaña.
—¿Adónde vas, Alejandro? —le preguntó bajando del caballo.
—Allí —repuso el niño señalando el Olimpo.
El oficial le tomó en brazos y se lo llevó a Leónidas, que estaba demudado del espanto y pensaba ya en los horribles castigos a que le habría sometido la reina de haberle sucedido algo al niño.
Aquél año Filipo tuvo graves problemas de salud causados por las enormes penalidades que tenía que soportar durante las campañas militares y por la vida desordenada a que se entregaba cuando no estaba en la línea de combate.
Alejandro se alegró de ello, porque pudo ver más a menudo a su padre y pasar muchas horas con él. Fue Nicómaco el encargado de ocuparse de la salud del soberano y se trajo de su hospital de Estagira a dos asistentes que le ayudaron a recoger en los bosques y en los prados de las montañas de los alrededores las hierbas y las raíces con que preparar los fármacos.
El rey fue sometido a un régimen estricto y poco menos que privado por completo de vino, a tal punto que se volvió intratable y únicamente Nicómaco se atrevía a acercársele cuando estaba del peor humor.
Uno de los dos asistentes era un chico de quince años que se llamaba asimismo Filipo.
—Quítamelo de en medio —le ordenó el soberano—. Me fastidia tener a otro Filipo a mi alrededor. Mejor dicho, haré lo siguiente: le nombraré médico de mi hijo, bajo tu supervisión, por supuesto.
Nicómaco aceptó, acostumbrado como estaba ya a los caprichos de su soberano.
—¿Qué hace tu hijo Aristóteles? —le preguntó un día Filipo mientras bebía, torciendo el gesto, una poción de diente de león.
—Vive en Atenas y sigue las enseñanzas de Platón —repuso el médico—. Es más, por lo que yo sé, está considerado el mejor de sus discípulos.
—Interesante. ¿Y cuál es el asunto de sus investigaciones?
—Mi hijo es como yo. Le atrae la observación de los fenómenos naturales más que el mundo de la especulación pura.
—¿Y tiene interés por la política?
—Sí, ciertamente, pero también mostrando una especial inclinación por las distintas manifestaciones de la organización política más que por la ciencia política propiamente dicha. Reúne constituciones y las compara unas con otras.
—¿Y qué piensa de la monarquía?
—No creo que sea muy dado a emitir juicios de valor. Para él la monarquía es simplemente una forma de gobierno más típica de ciertas comunidades que de otras. Como ves, señor, creo que mi hijo está más interesado en conocer el mundo tal como es que en establecer principios a los que éste debería adecuarse.
Filipo se echó al coleto el último sorbo de poción ante la mirada vigilante de su médico que parecía decir: «Todo, todo». Luego se limpió la boca con el borde de la clámide y dijo:
—Tenme informado de ese muchacho, Nicómaco, porque me interesa.
—Así lo haré. También me interesa a mí, pues soy su padre.
En aquel período Alejandro frecuentaba a Nicómaco lo más que podía porque era un hombre muy afable y lleno de sorpresas, mientras que Leónidas tenía un carácter descontentadizo y era terriblemente severo.
Un día entró en el lugar de trabajo del médico y le vio mientras auscultaba la espalda de su padre y contaba los latidos del corazón tomándole el pulso.
—¿Qué haces? —le preguntó.
—Controlo los latidos del corazón de tu padre.
—¿Y qué mueve el corazón?
—La energía vital.
—¿Y dónde está la energía vital?
Nicómaco miró al niño a los ojos y leyó en ellos una avidez insaciable de saber, una intensidad maravillosa de sentimientos. Le rozó la cabeza en una caricia mientras Filipo le miraba atento y fascinado.
—Eso nadie lo sabe —dijo.