62

Alejandro dejó enseguida Persépolis con sus tristes recuerdos y marchó hacia Susa, a donde llegó a mediados del invierno.

Apenas llegar, se dirigió a hacerle una visita a la reina madre, que se emocionó al verle y salió a su encuentro saludándole a la manera griega con la expresión más confidencial:

Chaire, pai!

—Tu griego es perfecto, madre —se congratuló Alejandro—. Me alegra encontrarte con buena salud.

—Y mi alegría es inmensa de verte sano y salvo —replicó la reina—. Lloré cuando me llegó la noticia de que habías muerto. Imagino lo que habrá sufrido tu madre, sola en Macedonia.

—Le mandé una carta tan pronto como llegué a Salmos y creo que a estas horas la habrá recibido y se habrá consolado de su angustia.

—¿Puedo esperar que te quedes a comer conmigo?

—Por supuesto. Y será para mí un gran placer.

—A mi edad no tengo ya otra satisfacción que recibir visitas, y la tuya es la más deseada. Siéntate, hijo mío, no estés así de pie.

Alejandro se sentó.

—Madre, no he venido sólo para saludarte.

—¿Para qué más? Habla libremente.

—He oído decir que el rey Darío tenía otra hija.

—Es cierto —hubo de admitir Sisigambis.

—Pues bien, deseo tomarla por esposa.

—¿Por qué?

—Es mi intención recoger la herencia de Darío. Su familia debe convertirse en la mía.

—Comprendo.

—¿Puedo confiar en que me la concederás?

—De haber sobrevivido su padre, habría servido como esposa para consolidar alguna alianza o para asegurar la fidelidad de algún sátrapa. No tendrá pretensiones; y sin embargo su nombre te recordará a un gran amor que perdiste… ¿Sabes cómo se llama? Barsine.

Alejandro bajó la mirada abrumado por los recuerdos. Imágenes que parecían haber palidecido con el tiempo acudían de golpe vívidas a su memoria.

—Qué terrible jornada en Gaugamela —continuó la reina madre—. No la olvidaré en la vida… Estatira estará contenta de irse a vivir con su hermana mayor. Pero ¿y Roxana?

—Roxana me ama. Sabe que es la reina, pero sabe también cuáles son los deberes de un rey. Le he hablado ya de ello.

—¿Y qué te ha dicho?

—Ha llorado. Como lloraba mi madre cuando mi padre Filipo traía a palacio una nueva reina. Pero yo la amo por encima de todo y ella lo sabe.

—Te concedo con mucho gusto a Barsine. Ahora reúnes la casa Argéada con la casa de los Aqueménidas. No hay ya ni vencedores ni vencidos. ¿Cómo se lo tomarán tus hombres?

—Les convenceré.

—¿Tú crees?

—Estoy seguro. Y tengo otra petición que hacerte. Te pido también a la hermana más pequeña de Estatira y Barsine.

—¿Quieres también a Dripetis? Es natural.

—No para mí, sino para mi amigo Hefestión. Cuando éramos unos chavales, pensábamos que sería algo hermoso casarnos con dos hermanas. Así nuestros hijos serían primos. Ahora ello es posible, si tú lo concedes.

—Te lo concedo de todo corazón. Únicamente espero que vuestro matrimonio sea aceptado por tus nobles y por tus soldados.

—Seguramente —replicó Alejandro—. Muchos de mis soldados viven ya con muchachas persas o medas y tienen también hijos. Justo es que se casen con ellas, y para otros estoy eligiendo yo esposas persas. Al final he calculado que los matrimonios serán, más o menos, unos diez mil.

La anciana reina puso unos ojos como platos en medio del enredo de arrugas.

—¿Diez mil, pai? ¡Oh, gran Ahura Mazda, es algo nunca visto! —Sonrió con una expresión de inocente malicia—. Por otra parte, creo que no te falta razón. El lecho es el mejor lugar para echar las bases de una paz duradera.

Mientras disponía los preparativos para las nuevas nupcias, Alejandro comenzó a planear nuevas expediciones para el descubrimiento de tierras aún desconocidas, y para esto esperaba con impaciencia la llegada de la flota de Nearco, que fue avistada a comienzos de primavera en la desembocadura del Tigris.

La nave capitana que llevaba izado el estandarte argéada con la estrella de oro echó finalmente el ancla en la dársena del canal que casi tocaba las murallas de la ciudad, y detrás atracó el resto de la flota en medio de un gran regocijo de aclamaciones y aplausos, entre toques de trompa y redoblar de tambores.

Nearco, revestido con la armadura, recibió los honores de dos batallones de pezetairoi formados y fue recibido por Alejandro sentado en el trono al lado de Roxana, magnífica con sus vestiduras imperiales tejidas de oro y cubiertas de gemas.

Apenas le vio, el rey se levantó para ir a su encuentro y le besó en ambas mejillas; luego recibió al vicealmirante Onesícrito y a todos los comandantes de las naves para congratularse junto con ellos y ofrecer a cada uno un presente.

Aquélla misma noche convocó a cenar a todos los amigos, incluido Nearco y Eumenes, para comunicarles sus decisiones. El banquete fue preparado en el mismo salón del trono y los lechos de convite dispuestos en tres de sus lados, de modo que todos los comensales pudieran ver y oír al rey. No había ni mujeres ni músicos, lo que, de no haber sido por la presencia de los lechos de convite, hacía pensar más en un consejo de guerra que en un banquete.

Alejandro comenzo diciendo:

—He decidido que ha llegado la hora de que os caséis. —Se miraron todos estupefactos—. Tenéis ya una cierta edad —continuó— y tenéis que pensar en formar una familia. He elegido para vosotros unas esposas de gran belleza y muy alto rango… todas ellas persas.

Hubo un momento de silencio.

—Y no sólo esto —prosiguió el rey—. He decidido celebrar asimismo todos los matrimonios entre macedonios y muchachas asiáticas que de hecho existen ya. Muchos, como sabéis, tienen incluso hijos. Yo me haré cargo de la dote de las esposas para quien quiera celebrar su boda ahora. Con tal de que, claro está, la esposa sea persa. Éste es el único modo de dar un futuro a nuestra conquista, de borrar los rencores, los odios, los deseos de venganza: una sola patria, un solo rey, un solo pueblo. Éste es mi plan y ésta es también mi voluntad. Si alguno de vosotros es contrario a ello, que lo diga libremente.

Nadie rechistó. Sólo Eumenes levantó una mano.

—Yo no soy macedonio y tampoco un héroe como todos vosotros y no tengo intención de tomar parte en la fundación de ningún imperio. Si pudiera ser dispensado de esta orgía reproductora primaveral, me sentiría muy contento. La sola idea de tener a una mujer en medio me pone la piel de gallina y…

—Tu esposa —le interrumpió Alejandro con una sonrisa— se llama Artonis, es hija del sátrapa Artaozo y es muy graciosa y fiel. Te hará feliz, estoy convencido de ello.

La ceremonia tuvo lugar en primavera en una tienda gigantesca, siguiendo el rito persa: se colocaron unos escaños según el orden preestablecido y luego llegaron los esposos para el brindis común y para las mutuos deseos de felicidad. Acto seguido entraron las esposas ataviadas con los vestidos de boda y se las hizo sentar a cada una de ellas al lado de su esposo. Luego todos, a ejemplo del rey, que presidía la ceremonia, les tomaron la mano y se la besaron. Todos los convidados recibieron como presente una copa de oro y a continuación se sirvió el banquete, una cena suntuosa para veinte mil invitados. El vino fluía de una fuente de la que cada uno podía beber a su antojo y coros de efebos y doncellas cantaban los himnos nupciales acompañados por arpas babilonias e indias, por flautas y tímpanos.

Estatira había llegado de Ecbatana hacía dos días y tomó parte en la ceremonia como dama de compañía de su hermana Barsine, que Darío había engendrado de su primera esposa. Cuando fue la hora de retirarse, la acompañó hasta la puerta del aposento, donde se reuniría con ella el esposo. Alejandro llegó antes de que ella se hubiera ido y la saludó con un beso.

—Me alegra de que hayas venido, Estatira. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que te vi.

—Es cierto, mi señor, ha pasado mucho tiempo.

—Espero que estés bien.

—Lo estoy —contestó Estatira con una sonrisa ambigua—, pero me pregunto si tú lo estás igualmente.

—Tal vez he bebido un poco —repuso Alejandro—, pero el vino no puede hacerme sino bien en una noche como ésta.

—Por supuesto, deberás hacer feliz a una virgen de casi treinta años y a una esposa que no te ve desde hace más de cuatro.

Alejandro pareció meditar unos instantes sobre aquella palabras, murmurando:

—Cómo pasa el tiempo…

Luego se le acercó, la miró directamente a los ojos y le preguntó:

—¿Quieres ofrecerme tu amor o quieres desafiarme?

—¿Desafiarte? ¿Por qué iba a hacerlo? Esperaré en la habitación de al lado a que hayas hecho feliz a mi querida hermana. Es ella la nueva esposa y tiene derecho a disfrutar de la flor de tus fuerzas —repuso Estatira con la más amable de las sonrisas.

Le dio un beso y se retiró a su aposento cerrando la puerta tras de sí.

El rey yació con sus dos esposas persas aquella noche, primero con Barsine y luego con Estatira, pero cuando la vio finalmente adormecida se echó sobre los hombros una clámide y salió al corredor. Miró a su alrededor y, dado que todo estaba tranquilo, bajó las escaleras, atravesó el patio y se reunió con Roxana en el apartamento real. Trató de no hacer ningún ruido, pero cuando se tendió a su lado ella se volvió de golpe y le agredió hecha una furia, pegándole con los puños y arañándole.

—Hueles todavía a esa hembra y tienes el atrevimiento de acercarte a mí —gritaba.

Alejandro la cogió por las muñecas y la inmovilizó sobre el lecho. La sentía debatirse y jadear afanosamente debajo de él, pero no dijo nada. Dejó que gritara y luego que llorara desconsoladamente un largo rato. Por último la dejó libre y se echó nuevamente a su lado, confiando en que hubiera desahogado su ira y su dolor.

—Si quieres me voy —le dijo.

Roxana no respondió.

—Te dije que desposaría a Barsine y que volvería con Estatira. Un rey tiene sus deberes…

—Eso no cambia nada —gritó Roxana—. ¿Crees que por esto yo me siento mejor?

—No, no lo creo —respondió Alejandro—. Por esto te he preguntado si quieres que me vaya.

—¿Verdaderamente te irías? —preguntó la muchacha.

—Sólo si tú me lo pidieras —repuso el rey—, pero espero que no me lo pidas porque eres la única mujer que amaré mientras viva.

Roxana se quedó un buen rato sin decir absolutamente nada, y seguidamente dijo:

Aléxandre

—Sí.

—Si lo haces de nuevo me mataré, y conmigo morirá tu hijo. Estoy encinta.

Alejandro le estrechó la mano en silencio, en la oscuridad.

Al día siguiente, por concesión personal del rey, les fueron condonadas las deudas a todos los soldados macedonios que las habían contraído. Al principio, muchos no se habían atrevido a solicitarlo porque creían que Alejandro había concebido una estratagema para descubrir a aquellos que no habían sabido administrar bien sus haberes o que no habían sido capaces de vivir con la generosa paga que recibían.

Pero Alejandro, viendo que las peticiones de condonación eran tan pocas, hizo saber que no quería conocer la identidad del deudor, sino tan sólo el monto de la deuda, y así todos se armaron de valor y presentaron a Eumenes las solicitudes y los documentos probatorios del préstamo, recibiendo la suma que lo cancelaba.

El gasto total fue calculado por el secretario general en diez mil talentos.

Hacia finales de primavera, el rey realizó unas maniobras en Opis, a lo largo del Tigris, donde le había alcanzado un nuevo contingente de treinta mil jóvenes persas adiestrados a la manera macedonia. Hubo una parada militar en la que los jóvenes guerreros asiáticos, denominados Sucesores, dieron prueba de un excepcional valor y de gran destreza. Esto irritó una vez más a los soldados macedonios, que temían que fueran puestos al mismo nivel que aquellos a los que habían vencido y sometido. Su desencanto aumentó más aún si cabe cuando supieron que Alejandro quería licenciar a todos los heridos, los inválidos y los mutilados y hacerles volver junto con Crátero, que sustituiría al viejo Antípatro en la regencia de Macedonia.

—Están furiosos —le refirió Crátero—. Piden que tú les recibas en delegación.

Las maniobras habían terminado y los jóvenes Sucesores habían vuelto a sus tiendas. Alejandro hizo sacar fuera su trono y dijo al amigo:

—Hazles venir.

Pero se veía que estaba muy contrariado y de pésimo humor.

Crátero se alejó hacia el campamento macedonio, que estaba rigurosamente separado del de los persas, y al cabo de no mucho tiempo apareció un grupo de soldados en representación de las diversas armas del ejército: caballería, infantería pesada, exploradores, «portadores de escudo», arqueros a caballo.

—¿Qué queréis? —preguntó Alejandro, frío.

—¿Es cierto que mandas a casa a los veteranos, inválidos y mutilados? —preguntó un capitán de los pezetairoi, el mayor del grupo.

—Sí —repuso el rey.

—¿Y te parece una acción correcta?

—Es una acción necesaria. Habrá otras expediciones y ellos no están ya en condiciones de combatir.

—Pero ¿qué clase de hombre eres? —gritó otro—. Ahora que tienes a esos pequeños bárbaros vestidos como doncellas que hacen sus piruetas no tienes ya necesidad de tus soldados, de los que han conquistado para ti medio mundo con su sangre y sudor.

—¡Es cierto! —exclamó un tercero—. Ahora les mandas volver, pero ¿cómo? ¿Les mandas acaso como les recibiste de sus familias hace diez años? ¡No! ¡Entonces eran jóvenes, fuertes, perfectos! Ahora les devuelves exhaustos, heridos, mutilados, inválidos. ¿Qué será de su vida? ¿Y has pensado en aquellos que no volverán más? ¿En aquellos que han caído en las emboscadas, ateridos por el hielo, reventados en los picos de montaña, ahogados en las aguas llenas de limo del Indo, devorados por los cocodrilos, mordidos por las serpientes, muertos de hambre y de sed en el desierto? ¿Piensas en ellos? ¿Piensas en sus viudas y en sus huérfanos? No, rey, tú no piensas en ellos porque de lo contrario no habrías concebido una acción de este tipo. ¡Siempre te hemos escuchado, siempre te hemos obedecido, pero ahora escúchanos tú a nosotros! Nosotros tus soldados nos hemos reunido en asamblea y tomado una decisión. ¡Todos o nadie!

—¿Qué quieres decir? —preguntó Alejandro con una expresión cada vez más sombría.

—Quiero decir —respondió el capitán— que si haces volver a los veteranos inválidos deberás hacernos volver a todos. Sí, nos volvemos a casa. Quédate con tus bárbaros de hermosas corazas chapadas de oro y veamos si ellos son capaces de hacer lo mismo, si saben sudar sangre por ti como hemos hecho nosotros. Adiós, rey.

La pequeña comitiva hizo una inclinación con la cabeza, luego dio media vuelta y regresó a paso cadencioso al campamento.

Alejandro se puso en pie pálido de ira y de humillación y se dirigió a los jinetes de su guardia personal:

—¿Pensáis lo mismo vosotros?

El comandante permaneció en silencio.

—¿Pensáis lo mismo vosotros? —gritó de nuevo.

—Pensamos como nuestros compañeros, rey —fue la respuesta.

—Entonces marchaos, os dispenso de vuestro servicio. No tengo ya más necesidad de vosotros.

El comandante indicó con la cabeza que había comprendido, luego reunió a sus hombres y se los llevó de nuevo al campamento al galope.

Poco después su puesto había sido ocupado por un grupo de Sucesores persas que desde aquel momento se exhibieron delante de la tienda real, resplandecientes con sus nuevas armaduras, con sus ropas adamascadas, con los estandartes de púrpura y de oro.

Durante dos días Alejandro se negó a ver a sus soldados y tampoco comunicó lo que se proponía hacer, pero en el campamento su gesto había sumido a todo el mundo en la costernación. Se sentían como una grey sin pastor, como hijos sin un padre, solos en el corazón de un inmenso país que ellos habían conquistado y que ahora les miraba con compasión y burla. Y sobre todos estos sentimientos prevalecía uno: el dolor por haber sido excluidos de la presencia del rey, el pensar que él idearía otras empresas, soñaría otros sueños, concebiría otras extraordinarias aventuras sin ellos. El dolor de no verle ya, de no tener ninguna intimidad con él, ninguna relación.

Pasaron dos días sin que el rey se dejase ver. Al tercer día algunos soldados dijeron:

—Hemos hecho mal. En el fondo él siempre ha sentido afecto por nosotros, ha sufrido como nosotros, ha comido nuestra comida, ha sido herido más que ningún otro, nos ha colmado de regalos y de favores. Vayamos a su tienda y pidámoles perdón.

Otros se echaron a reír.

—¡Sí, sí, id, id a que la emprenda con vosotros a patadas en el culo!

—Es posible —repuso el hombre que había sido el primero en hablar—. Pero iré igualmente, tú haz lo que te parezca.

Se despojó de las armas y con sólo el quitón puesto, descalzo, se encaminó fuera del campamento. Otros imitaron su ejemplo, cada vez en mayor número, hasta que más de la mitad del ejército se presentó alrededor del pabellón real ante la mirada estupefacta de la guardia persa.

Pasó en aquel momento Crátero y les vio. Llegó Tolomeo de una misión a orillas del Trigis y preguntó:

—¿Qué ha sucedido aquí?

Entraron en la tienda y Crátero dijo:

—Hay hombres fuera, Aléxandre.

En aquel momento oyó que uno le gritaba:

—¡Perdónanos, rey!

—Ya les oigo —repuso Alejandro aparentemente impasible.

—¡Alejandro, escúchanos! —gritó otra voz.

Tolomeo no consiguió disimular su emoción.

—¿Por qué no vas con ellos? Son tus soldados.

—Ya no. Y no he sido yo quien les ha rechazado, sino ellos quienes me han rechazado a mí. No han querido comprenderme.

Tolomeo no añadió nada más: demasiado bien conocía a su amigo para insistir en aquellos momentos.

Pasó un día y una noche y otro día y los lamentos de los soldados se hacían cada vez más altos, sus voces más insistentes.

—¡Ya basta! —gritó Tolomeo—. ¡Basta! Llevan dos días y dos noches sin dormir ni probar bocado. ¡Si eres hombre ve a su encuentro! Pero ¿de veras eres incapaz de comprenderles? Eres rey y conoces las razones de gobierno y de la política, pero ellos sólo saben una cosa: que te han seguido hasta el fin del mundo, que han dado su sangre por ti y tú ahora les mandas a paseo para rodearte de aquellos que hasta ayer mismo les pediste combatir. ¿De veras no puedes comprender cómo se sienten? ¿Y crees que el dinero que les has dado vale para recompensarles?

Alejandro pareció volver a la realidad y miró a Tolomeo como si oyera aquellas palabras por primera vez. Luego se levantó y salió, mientras se apagaba lentamente la luz del día.

El ejército entero estaba allí: miles de soldados desarmados, sentados por tierra en el polvo, muchos bañados en lágrimas.

—¡Ya os he oído, soldados! —exclamó—. ¿O es que creéis que estoy sordo? ¿Sabíais que no duermo desde hace dos noches por vuestra culpa?

—¡Tampoco nosotros dormimos desde hace dos noches, rey! —repuso una voz anónima en el grupo.

—Porque sois unos ingratos, porque no queréis comprenderme, porque… —comenzó gritando Alejandro.

Se adelantó un veterano con la barba gris y los largos cabellos desgreñados, manco de una mano, y le miró directamente a los ojos.

—Porque te queremos, muchacho —dijo.

Alejandro se mordió los labios dándose cuenta de que inmediatamente se iba a poner a llorar como un niño, él, el rey de Macedonia, el Rey de Reyes, el faraón de Egipto, el soberano de Babilonia iba a llorar como un estúpido chiquillo delante de su maldita soldadesca. Y lloró. Cálidas lágrimas, sin rebozo, sin siquiera taparse la cara. Y cuando finalmente se hubo calmado, respondió:

—¡También yo os quiero, bastardos!