El rey se restableció por completo al cabo de otro mes y en los últimos días volvió a correr a pie y a caballo de nuevo y a entrenarse en la lucha con Leonato. A finales del verano ordenó levantar las tiendas y embarcar.
Descendieron la corriente durante dos días hasta alcanzar el confín con la región llamada Sindh, y le pidió a Nearco que atracara. Los guías decían que en aquel punto comenzaba el camino que conducía al paso de montaña por el que sería posible llegar a Alejandría de Aracosia.
Convocó a los compañeros en su tienda para la cena y les mostró el mapa que los oficiales de marcha habían levantado con la ayuda de los guías indígenas, tanto persas como indios. Luego se dirigió a Crátero:
—Partirás manaña con la mitad del ejército, atravesarás Aracosia y Drangiana y restablecerás el orden allí donde encuentres rebelión o indisciplina. Los marineros indios nos han dicho que el Indo desemboca en el Océano en Pátala. Mi plan es, pues, el siguiente. En Pátala, Nearco y Onesícrito partirán con la flota navegando a lo largo de la costa meridional del Imperio, y yo, con el resto del ejército, avanzaré por tierra garantizando el avituallamiento de las naves en los puntos de desembarco después de cada jornada de navegación. Volveremos a encontrarnos todos en el llano de Harmocia, una ciudad que domina el estrecho entre el Océano y el golfo Pérsico.
—¿Por qué quieres pasar por Gedrosia? —le preguntó Crátero—. Dicen que es un lugar espantoso, un desierto abrasado por el sol en cada estación, sin una brizna de hierba ni un árbol.
—El confín meridional del Imperio es el único que no conocemos. Hemos de ir por ese lado.
Comieron y bebieron con medida porque el rey sufría aún, a veces, de las secuelas de la herida, y se acostaron temprano. A la mañana siguiente, al amanecer, todo el ejército formado saludó al contingente de Crátero que partía. Alejandro le abrazó estrechamente.
—Eres uno de mis amigos más queridos —le dijo—. Te echaré de menos.
—También yo a ti, Aléxandre. Cuídate, te lo ruego. Has desafiado demasiado a la suerte hasta este momento. Que los dioses te sean propicios.
—Y también a ti, amigo mío.
Crátero saltó a caballo alzando la mano en señal de partida y la larga columna se puso en marcha entre los toques de trompas y los gritos de saludo de los compañeros que se quedaban con Alejandro. Tan pronto como la última unidad de retaguardia hubo desaparecido en la extensión esteparia que se perdía en el desierto, Alejandro hizo embarcar a sus hombres y partió de nuevo. Siguieron navegando hacia el sur recibiendo, cada vez que se detenían en algún lugar, el vasallaje y el homenaje de los príncipes locales hasta que llegaron a Pátala, la gran ciudad situada en el último tramo del Indo. Era ésta populosa y rica, de un intenso comercio, con naves que llegaban de todas partes, muchas de ellas de una enorme isla situada a levante que se llamaba Taprobane y que se decía era, por sí sola, tan grande como la India.
De allí, la flota partió para hacer el último tramo hacia la desembocadura. El río era en aquel punto inmenso, tan ancho que desde una de sus orillas no se conseguía ver la otra y Onesícrito calculó que mediría unos cincuenta estadios.
La noche del último día de navegación les sorprendió en la desembocadura y Nearco pensó en anclar las naves en el río en un punto en el que la corriente era tan lenta que resultaba casi imperceptible. Se temía, en efecto, que, entrando definitivamente en el Océano abierto, no pudieran encontrar abrigo en caso de tempestades repentinas. En cambio, sucedió un desastre no menos terrible que una tempestad: durante la noche, las aguas descendieron hasta el punto de que las naves quedaron encalladas en el fondo y muchas de ellas volcaron. Nearco ordenó que nadie se moviera y esperaran en el sitio a que las aguas volvieran a refluir. Se presentó, luego, ante Alejandro, consternado.
—Es un fenómeno que no podía prever, aunque he oído decir que un navegante marsellés, un tal Piteas, describió un punto del Océano septentrional en el que hay un remolino que cada seis horas se traga las aguas y luego las regurgita descubriendo y recubriendo vastos trechos de la costa, pero son pocos los que creen a Piteas y aquí no estamos en el Océano septentrional. ¿Como podía imaginar una cosa semejante? ¡Pero qué desastre…! ¡Qué desastre!
—Has hecho cosas extraordinarias —replicó Alejandro—. No debes atormentarte. Sé que conseguiremos salir triunfantes también de esta lucha con el río y con el mar. Mi antepasado Aquiles luchó contra el Escamandro y venció. Venceré yo también. Esperemos que pase la noche. Con la luz del sol cambian mucho las cosas.
Fue aquella una noche oscura de luna nueva y la oscuridad aumentó más aún si cabe la confusión y el pánico. Nearco hizo dar a las trompas el toque de alerta y mandó a los heraldos pasarse la voz de una nave a otra proclamando que no se moviera nadie por ningún motivo, pero muchos marinos, aterrorizados por aquel fenómeno y por habladurías que habían oído en los puertos y en los figones de sus ciudades de origen, trataron de huir al amparo de las tinieblas para ponerse a salvo en la orilla. Murieron todos, tragados por el fango y las arenas movedizas, y murieron asimismo aquellos que de entrada trataron de socorrerles: sus gritos, sus desesperadas invocaciones de ayuda resonaron durante toda la noche llenando de angustia y de terror a los compañeros que se habían quedado en las naves y que no pudieron hacer nada. Luego también los gritos se apagaron, uno tras otro, y se oyeron únicamente los gritos de las aves nocturnas y el rugido lejano del tigre que merodeaba por el boscaje en busca de alguna presa.
En la nave capitana, Roxana se quedó asida a Alejandro temblando de miedo, aterrorizada por aquella naturaleza hostil e inmensa, tan terriblemente distinta de la naturaleza de las montañas de su tierra natal y de su despejado cielo. También Nearco y los marinos de la tripulación permanecieron inmóviles y silenciosos, cuchicheando sólo de vez en cuando acerca de sus experiencias de veteranos de la mar. Poco antes del amanecer, se oyó un ruido lejano y el rey aguzó el oído.
—¿Has oído? —preguntó.
Nearco estaba ya corriendo a proa y se asomó fuera de la borda tratando de ver qué era lo que provocaba aquel ruido que crecía cada vez más a cada instante que pasaba. De repente vio una especie de cinta blacuzca avanzar velozmente hasta volverse visible en la pálida luz del alba: un rebullir amenazante de espuma, el fragor de las olas que galopaban hacia la flota inerme e inmóvil en el cieno.
—¡Trompas! —gritó el almirante—. ¡Tocad alarma! ¡Tocad alarma! ¡Llega la ola de reflujo! ¡Hombres a los remos! ¡A los remos, rápido! ¡Timoneles, al gobernalle!
Y mientras el sonido de las trompas horadaba el cielo gris de la mañana, arrojó una cuerda al rey para que se atase al mástil con Roxana y él mismo se arrojó al timón para echar una mano, preparándose para el impacto.
También las otras tripulaciones, oído el toque, lanzaron a su vez las alarmas y la inmesa extensión cenagosa resonó de gritos y de llamadas excitadas.
El choque de la gigantesca ola de reflujo fue espantoso: algunas naves fueron levantadas y empujadas como pajuelas; otras, muy fuertemente inscrustadas en el fango, fueron desintegradas por el impacto, y otras, que presentaban el costado, fueron volcadas y arrolladas por la fuerza de la enorme masa de agua.
Onesícrito, piloto del quinquerreme real, aferrado al timón, gritaba a los hombres que remaran con toda su energía para mantener el casco en posición y él mismo empujaba desesperadamente el gobernalle para contrarrestar la fuerza de los remolinos que el reflujo provocaba en la superficie revuelta de las aguas.
La oleada oceánica al fin se calmó, contrapesando su empuje con el del flujo del Indo, y Nearco pudo mirar a su alrededor y calibrar la magnitud del desastre. Cientos de embarcaciones habían sido destruidas, muchas dañadas y la superficie del agua estaba repleta de restos del naufragio y de hombres que braceaban convulsivamente buscando escapar sobre maderos o fragmentos de tablas llevados por la corriente.
Se empleó toda la jornada en la recuperación de los náufragos y Alejandro en persona se prodigó para salvar a sus hombres, a veces arrojándose incluso al agua para socorrer a aquellos que, exhaustos, estaban a punto de rendirse.
Por la noche, todas las naves supervivientes tomaron tierra fuera de la desembocadura del río, en la orilla arenosa del Océano, y los comandantes de las tropas tocaron a llamada; más de mil quinientos hombres habían perecido ahogados. Todos los cuerpos que pudieron ser recuperados fueron puestos sobre las piras delante del ejército formado y los soldados gritaron sus nombres al viento y a las olas del mar para que su recuerdo no se perdiera.
Por todos aquellos que no fueron encontrados, el rey mandó oficiar un rito fúnebre y levantó un cenotafio en la orilla a fin de que sus almas tuvieran paz en el Hades, pero dio gracias a los dioses desde lo más profundo de su corazón porque ninguno de sus amigos había perecido y por haberles podido volver a abrazar a todos. También pronunció un encomio de Nearco y de Onesícrito: gracias tan sólo a su valor y pericia el desastre no había acabado en catástrofe.
El ejercito permaneció acampado en la orilla durante veinte días, para dar tiempo a los dispersos que se hubieran salvado de reunirse con sus compañeros y para proceder a la reparación de los cascos dañados.
A escasa distancia fue encontrado un lugar bastante protegido, rodeado de campos fértiles y limítrofe con el territorio desértico habitado por las salvajes tribus de los oritas. Alejandro fundó en él una ciudad estableciendo allí a todos aquellos que por el precario estado de salud no estaban en condiciones de afrontar el largo viaje a través del desierto de Gedrosia. Mandó construir un muelle y un puerto bien abrigado y consagró un recinto destinado a acoger los templos de los dioses. Luego, una vez llevados a cabo estos trabajos, decidió el día de la partida, tanto para la flota como para el ejército.
Nearco le esperaba en el muelle recién acabado y Alejandro le abrazó con gran afecto, igual que había abrazado a Crátero en el momento de separarse.
—Habría sido hermoso que este río, como sostenían algunos, hubiera sido el curso superior del Nilo. Habríamos hecho el viaje juntos, hasta Egipto.
—Lamentablemente no es así —repuso Nearco—. No bastan hombres de piel oscura y cocodrilos para hacer un Nilo.
—En efecto —hubo de admitir el rey—, pero tú manténte siempre a la vista de la costa y del ejército. Y cuando te sea posible, toma tierra donde veas nuestros fuegos, mientras te sea posible. Será más fácil para ti aprovisionarte de comida y de agua.
—Lo haré si puedo, Aléxandre, pero he de aprovechar este viento constante que sopla hacia poniente para ahorrar las fuerzas de mis marinos y no sé si vosotros conseguiréis seguirme. En cualquier caso, volveremos a vernos en Harmocia. También mi vicealmirante Onesícrito quisiera tener el honor de saludarte. Es un excelente marino, merecedor de tu estima y de tu felicitación.
Onesícrito se adelantó y el rey le estrechó la mano.
—Que los dioses os acompañen y que Poseidón os sea propicio. He hecho sacrificios al Océano esta mañana, con Aristandro, y hemos invocado su clemencia y el favor de los vientos. Hemos pagado ya un tributo demasiado gravoso.
Nearco y Onesícrito llegaron con sus naves y dieron orden de desamarrar. La flota salió del muelle a fuerza de remos, pero inmediatamente después fueron izadas las velas que el viento hinchó con su viva brisa. En poco rato las naves se volvieron diminutas como las barquichuelas con que jugaban los niños y Alejandro descendió al Océano y plantó en el fondo una lanza para indicar que había tomado posesión también de aquella extrema región. Luego se volvió hacia sus compañeros y gritó:
—¡Ya es hora también de que nosotros partamos! ¡Dad la señal!
Todos montaron a caballo: Hefestión, Leonato, Tolomeo, Seleuco, Lisímaco, Pérdicas, y se pusieron a la cabeza de sus tropas. También el rey montó a caballo, precedido por su enseña, y la larga columna se movió entre toques de trompas y redoblar de tambores, en medio de un ondear de estandartes.