El mal tiempo concedió una tregua de algunos días, como si fuera propósito del cielo aprobar la decisión de Alejandro, y el rey dividió al ejército en doce grupos a los cuales hizo erigir a lo largo de las riberas del Hífasis doce altares de piedra, gigantescos, altos como torres, en honor de los doce dioses del Olimpo. A continuación hizo ofrecer un sacrificio delante de todo el ejército formado y suplicó a los dioses que no concedieran a ningún otro hombre llegar más allá de aquella señal. Luego, al día siguiente, retomó el camino en dirección al Indo. Llegó a Sangala y las ciudades que había fundado recientemente: Alejandría Bucéfala y Alejandría Nicea.
En esta última el comandante Koinos, que había luchado heroicamente en Gaugamela y luego con Crátero en la campaña contra Espitámenes en Bactriana, enfermó y murió y Alejandro le honró con unas fastuosas exequias y le erigió una tumba imponente para perpetuar memoria de su heroísmo y de su valor.
Dejó a Poro la autoridad sobre toda la India por él conquistada: siete naciones y dos mil ciudades, con la obligación de proporcionar un tributo y contingentes de tropas al sátrapa macedonio estabecido en Alejandría Nicea.
De allí volvió emprender viaje hacia el Hidaspes y empezó a descenderlo hasta la confluencia con el Acesines. Los príncipes indios venían espontáneamente a rendirle homenaje y a hacer acto de vasallaje, pero le dijeron que en el sur, a la largo de las riberas del Indo, había aún muchas poblaciones muy fieras e independientes. Fue alcanzado por un contingente de veinte mil soldados enrolados en Grecia y en Macedonia: llevaban una carga de armaduras y ropas nuevas de corte griego y ochenta talentos de medicamentos, aparte de vendas, intrumentos quirúrgicos, tablillas para inmovilizar los miembros fracturados y otras cosas que, en verdad, hubieran hecho falta mucho tiempo antes.
Junto con los refuerzos y las vituallas recibió también una carta de Estatira y, en aquel momento, el recuerdo de ella afloró de repente en su ánimo y se arrepintió de haberla desatendido y poco menos que olvidado.
Estatira a Alejandro, tierno esposo, ¡salve!
Viví días muy tristes tras la pérdida de nuestro hijo y, no mucho tiempo después, recibí la noticia de que has encontrado un nuevo amor, la hija de un jefe montañés de Sogdiana, que me aseguran es de una gran belleza y a la que has proclamado tu reina y madre del futuro rey. Mentiría si te dijera que no he experimentado disgusto y desencanto y que no he sentido la comezón de los celos. No por el poder ni por los honores, sino sólo porque ella disfruta de tu amor, porque ella duerme a tu lado y puede oír tu respiración de noche y sentir el perfume de tu piel. ¡Oh, con sólo que hubiera podido darte un hijo! Ahora le estrecharía entre mis brazos y podría reconocer en su rostro tus rasgos. Pero cada ser humano tiene su destino marcado en el momento que viene al mundo: para mí los dioses decretaron que perdiera en poco tiempo a mi padre y a mi hijo y luego el amor de mi esposo. No quisiera entristecerte con mi melancolía. Sólo espero que seas feliz y que cuando regreses sientas el deseo de volver a verme y de quedarte un poco conmigo, aunque no sea más que por un día o una noche. Desde que te conocí, he aprendido que un instante puede valer lo que una vida entera.
No te expongas inútilmente a los peligros, te lo ruego, y cuídate.
Alejandro le respondió ese mismo día, bajo la mirada llena de curiosidad de Roxana que estaba aprendiendo aún a escribir. Le preguntó:
—¿A quién escribes?
—A la princesa Estatira, que tomé por esposa antes de conocerte.
Roxana puso cara sombría; luego dijo en un tono que Alejandro no le había oído nunca antes:
—No quiero saber lo que escribes, pero manténla alejada de mí, si quieres que siga viva.
Era avanzado el otoño y las lluvias habían cesado; el rey había concebido el plan de descender la corriente del Indo para ver adónde llegaba. Entre sus geógrafos había, en efecto, quien pensaba que aquel río no era otro que la parte inicial del Nilo, pues como en el Nilo había cocodrilos y en sus riberas vivían hombres de piel oscura igual que los etíopes. De haber sido así, la inmensa flota habría podido descenderlo triunfalmente hasta Alejandría de Egipto.
Fascinado por la idea, el rey convocó a Nearco a orillas del curso de agua, en un punto elevado desde el cual podía ver desfilar al ejército entero, nuevamente espléndido como cuando había partido de Macedonia y cuatro veces mayor.
—Muchos de ellos han caminado durante cien mil estadios —dijo—. Ahora quiero que viajen por fin cómodos. Quiero que construyas una flota para transportar tanto a los hombres como a los caballos. Descenderemos el río hasta el Indo y más allá y nos detendremos allí donde veamos una ciudad para reafirmar la autoridad que fue de Darío y que ahora es nuestra.
—¿Y después qué harás? —preguntó Nearco.
—Mandaré retroceder a Crátero con la mitad del ejército a través de Aracosia y Carmania, mientras yo desciendo contigo hasta donde nos conduzca el río, hasta Alejandría, si es cierto que es el alto curso del Nilo, o hasta el Océano.
—¿Tienes idea de cuántas embarcaciones serán necesarias para transportar a todos nuestros hombres?
Alejandro meneó la cabeza.
—No menos de mil.
—¿Mil naves?
—Más o menos.
—Entonces pongámonos manos a la obra —le exhortó Alejandro—. ¡Lo más pronto posible!
—¡Por fin! —exclamó Nearco—. Creo que soy el único almirante en el mundo con callos en los pies.
Mientras hablaban, la atención del rey se sintió atraída por la figura esbelta de Roxana que corría con los cabellos sueltos a lomos de un magnífico corcel blanco, por la pradera que flanqueaba el gran río.
—¿No es maravillosa? —preguntó Alejandro.
—Lo es —repuso el almirante—. La más hermosa que un hombre pueda imaginar. La única mujer en el mundo verdaderamente digna de ti.
La muchacha le vio y tiró de la brida hacia la izquierda lanzando el caballo al galope colina arriba hasta que estuvo delante de Alejandro. Se le acercó e, inclinándose hacia él, le besó en la boca. Los soldados que marchaban y que habían observado aquella maniobra gritaron: «Alalalài!». Y el rey, sin despegar los labios de los de su esposa, levantó la mano para responder alegremente a aquel saludo.
Nearco envió un heraldo a las unidades para reunir a todos los soldados procedentes de regiones marinas: griegos de la costa y de las islas, fenicios, chipriotas, pónticos. Inició seguidamente la construcción de las embarcaciones. Centenares de árboles fueron talados y reducidos a tablones, y luego los maestros carpinteros comenzaron el doblaje de los tablas y el ensamblaje de los cascos con espigas y muescas.
El cálculo de Nearco se reveló exacto: por fin estuvieron listos para su botadura en las orillas del Hidaspes mil embarcaciones de carga y ochenta naves con treinta remeros cada una y la flota fue botada en medio de un gran alboroto de aplausos y de gritos de ánimo.
Era un día soleado y muchos habitantes de la zona se habían concentrado a lo largo del río para asistir a aquel soberbio espectáculo. Los hombres estaban fuera de sí de la alegría de pensar que tenían ya a sus espaldas el período más duro y dramático de sus vidas. En realidad, bien poco se sabía de lo que les aguardaba y las únicas noticias sobre los territorios que se aprestaban a atravesar procedían de los guías locales, pero ninguno de ellos tenía un conocimiento que fuera más allá de unas tres o cuatro jornadas de camino o de navegación.
Nearco tomó el mando de la nave mayor, que hacía las veces de capitana y en la que se habían embarcado el rey y la reina, y dio la señal de partida. Los remos descendieron al agua y la nave se puso en el filo de la corriente seguida rápidamente por las demás. Cuando toda la flota estuvo en el río, el espactáculo se volvió más impresionante aún si cabe por el rebullir de las olas bajo el empuje de las proas y de los remos, por los miles de gallardetes y estandartes que ondeaban al viento, por el relucir de los escudos y de las armaduras.
En la nave real había sido admitido, entre los demás filósofos, también Pirrón de Hélide, que era tenido ya en gran consideración, y estaban además Aristandro y el sabio indio misteriosamente aparecido en el campamento de Sangala. Éste último se había sentado en la proa con las piernas cruzadas y los brazos apoyados sobre las rodillas y miraba fijamente delante de sí, inmóvil como un mascarón de proa.
—¿Qué has sabido de él? —preguntó el rey a Aristandro.
—Su nombre es Kalan, que suena a Kalanos en griego. Es un gran sabio entre su pueblo y está dotado de facultades extraordinarias resultado del largo ejercicio de la meditación.
—Éstas gentes —intervinó Pirrón— creen que las almas de aquellos que no han obrado justamente pasan, tras la muerte, de un cuerpo a otro hasta que son purificadas por completo por el dolor y por los sufrimientos como un metal en la forja. Sólo entonces pueden disolverse en una especie de paz eterna que ellos llaman nirvana.
—Esto me recuerda el pensamiento de Pitágoras y un poema de Píndaro.
—Es cierto, y es probable que aquellas ideas llegasen a Pitágoras precisamente de la India.
—¿Cómo has sabido todo esto?
—Por él. Ha aprendido el griego en menos de un mes.
—¿En menos de un mes? ¿Cómo es posible?
—Es posible. Ha sucedido. Yo, sin embargo, no sé cómo explicártelo. Pero incluso antes de que él estuviese en condiciones de hablar —prosiguió Aristandro— conseguía, de todos modos, comunicarse conmigo. Yo sentía su pensamiento resonar en mi mente.
Alejandro clavó su mirada en la ola que acariciaba el flanco de la nave y luego la levantó y la dejó vagar por la gran extensión del río, por la vasta corriente salpicada de naves. Pirrón se había alejado: estaba sentado ahora en popa sobre unos cordajes y escribía algo en una tablilla que mantenía apoyada sobre las rodillas. El rey se acercó al vidente y le preguntó:
—¿Les has hablado de tu pesadilla?
—No.
—¿Sigues teniéndola?
—Ya no, desde que él entró en el campamento.
—¿Y sabes por qué ha venido?
—Para conocerte. Y para ayudarte. Desde hace tiempo sabía que vendría un gran hombre del Occidente y había decidido conocerle.
Alejandro asintió, luego abandonó el apoyo en la barandilla y se acercó a Kalanos.
—¿Qué miras, Kalane? —le preguntó.
—Tus ojos —repuso el sabio con voz extraña, vibrante como el sonido de un instrumento de bronce—. Son la imagen de la línea oscura que atraviesa tu espíritu, una frontera entre luz y tinieblas por la que corres como sobre la hoja de una navaja. Pero es un ejercicio difícil, a menudo doloroso…
El rey replicó estupefacto:
—¿Cómo puedes mirar mis ojos si no apartas tus ojos de las olas y cómo puedes hablar mi lengua de modo tan perfecto sin que nadie te la haya enseñado?
—Tus ojos los veía ya antes de conocerte. La lengua es una sola, rey. Si un hombre trata de remontarse a los orígenes de su propia alma y de su propia naturaleza, puede comprender y hacerse comprender por toda la humanidad.
—¿Por qué has venido conmigo?
—Para seguir mi búsqueda.
—¿Y adónde conduce tu búsqueda?
—A la paz.
—Pero yo llevo la guerra. Para esto fui preparado desde niño.
—Pero fuiste preparado también para el conocimiento. Yo veo la sombra de una gran sabiduría en el fondo de tus ojos. La paz del mundo es un bien supremo y ningún bien supremo puede ser alcanzado sin pasar a través del fuego y la espada. Pero esto ha sucedido ya. Yo quiero ayudarte a hacer crecer en ti la sabiduría del gran soberano, de aquel que un día será padre de todos los pueblos. Por esto he venido contigo.
—Eres bienvenido, Kalane, pero mi camino fue trazado desde el mismo momento en que crucé por primera vez el mar. No sé si conseguirás cambiar su curso.
—Dentro de poco, este río nos llevará a la corriente del gran padre Indo —replicó Kalanos dirigiendo la mirada a las raudas olas—. Si lo remontas hasta su nacimiento, verás un pequeño arroyo de aguas cristalinas; pero luego, bajando hacia el valle, verás cientos de otros torrentes mezclar sus aguas a las suyas, cambiar su color y su curso, verás árboles cuyo follaje roza la superficie, verás peces de toda especie, serpientes y cocodrilos aparecer como de improviso y nadar en su corriente, pájaros construir el nido en sus riberas. El río que ves ahora es todo esto y será otro a medida que descienda hacia el Océano. Y en ese punto se sumergirá en el agua eterna, en el seno universal que envuelve todas las tierras. En ese momento el gran Indo dejará de existir, pero será parte del único líquido vital del que nacen de nuevo las nubes y los pájaros, los ríos y los lagos, los árboles y las flores…
No dijo nada más y retornó a su silencio impenetrable.
Nearco se acercó en aquel momento al rey con mirada preocupada.
—¿Qué sucede? —preguntó Alejandro.
—Rápidos —respondió.