El Asia interior se ofrecía ante el ejército de Alejandro con paisajes cada más yermos y desolados, con pedregales candentes bajo un sol de justicia, reino de escorpiones y de serpientes. Ralos matojos espinosos salpicaban el fondo de torrentes secos y los ríos que tenían agua morían en lagunas amargas orladas por vastas extensiones de sal. Durante jornadas enteras, los soldados marchaban en silencio sin ver nunca una sombra en la que poder buscar refrigerio, sin que nunca un soplo de viento trajera alivio al sofocante calor.
También el cielo estaba despejado y candente, deslumbrante como un escudo de bronce, y si en lontananza se distinguía a veces un lento latir de alas, casi siempre se trataba de buitres que estaban al acecho de las bestias de carga que se habían perdido o que la muerte había postrado en alguna parte en medio del inmenso pedregal.
Ni siquiera el viaje hacia el oasis de Amón había sido tan angustioso: las dunas de aquel desierto tenían una majestuosa belleza en las crestas afiladas, en los claroscuros violentos, en la pureza de las formas agraciadas y cambiantes, esculpidas por el viento. Tenían el aspecto de un océano dorado, vuelto de pronto inmóvil por el gesto de un dios, teatro grandioso y solemne de una epifanía inminente.
Aquéllos lugares, en cambio, no inspiraban nada más que pensamientos de muerte, de vacía soledad, de inmutable desolación, y cada uno en su corazón alimentaba una nostalgia profunda, un deseo angustioso de retorno.
Ningún objetivo, ningún significado daba sentido en aquellos días a su extenuante fatiga, y daban cada paso con reticencia siempre creciente, presa de la angustia de aquellos paisajes sin límites y sin puntos de referencia, en los que únicamente la incomprensible seguridad de los guías indígenas parecía ver una meta en algún lugar más allá del horizonte evanescente.
Los días de sus empresas más gloriosas aparecían ya lejanos y muchos parecían arrepentirse de haber respondido de forma impulsiva a las llamadas del rey. Nadie conseguía comprender qué buscaba él en aquellos lugares tan distantes del mar, en aquellas tierras míseras que ofrecían subsistencia tan sólo a poco pobladas aldeas de cabañas de adobe cubiertas de estiércol de camello y de oveja.
Luego, poco a poco, el paisaje comenzó a cambiar, el aire se volvió más refrescante y vivo, aparecieron alturas que la lluvia regaba de tanto en tanto, expandiendo en ellas un leve velo verdeante, alimentando aquí y allá algún que otro árbol solitario y manadas de pequeños caballos peludos o de salvajes dromedarios. Se acercaban al valle de un río y a las orillas de un vasto lago en cuyas aguas vieron finalmente reflejarse las murallas y las torres de Artacoata, la capital de los arios, la fortaleza de Satibarzanes.
No tuvo el ejército tiempo de desplegarse cuando ya las puertas de la fortaleza se abrieron de par en par y un escuadrón de jinetes se lanzó al asalto con grandes gritos, levantando una nube de polvo rojizo que se extendió por el llano como un nubarrón de tempestad. Filotas y Crátero hicieron sonar las trompas, los hetairoi espolearon a sus caballos cansados y sedientos y el choque hizo pensar en un primer momento que llevaban las de perder. Asaltados por tropas de refresco y descansadas, retrocecieron batiéndose sin embargo con valor, buscando el apoyo de los compañeros que poco a poco acudían llamados por el grito insistente de las trompas.
Alejandro mandó entonces al ataque a los soldados persas que hasta aquel momento había tenido en la retaguardia para proteger los carruajes y el séquito de las mujeres y de los cortesanos. Sus caballos de Partia, más resistentes al calor y a la fatiga, se arrojaron al galope con ardor igual al de sus adversarios, y los guerreros medos e hircanios y los últimos supervivientes de la guardia de los Inmortales, deseosos de distinguirse a los ojos del rey, embistieron entre las filas enemigas abriendo brechas y sembrando el desconcierto. Ataviados como ellos, no se distinguían en medio de la confusión del combate y pudieron golpear con devastadora eficacia durante el primer asalto. La presión del choque se atenuó, la carga se fragmentó en muchos combates aislados y furiosos y los jinetes de La Punta, que hasta ese momento no habían formado aún, montaron sus caballos descansados y se lanzaron sobre el flanco enemigo al mando del rey en persona. Embestidos con extrema violencia y empujados hacia atrás, los hombres de Satibarzanes se vieron de repente dominados por el desaliento, momento en que Pérdicas lanzó a los agrianos de a pie, armados con sus cuchillos y largas podaderas afiladas. Protegidos por el denso polvo, se movían cual espectros eligiendo a sus víctimas y golpeando con precisión, de modo que ninguna cuchillada fuera en vano.
Satibarzanes, visto el fracaso de su tentativa, hizo sonar los cuernos para ordenar la retirada y sus tropas se replegaron veloces volviendo a entrar, no sin sufrir bajas, en la ciudad. Poco después se levantó viento y despejó el polvo, descubriendo cientos de cadáveres tendidos sobre el terreno y muchos heridos que se lamentaban y pedían socorro.
Los agrianos pasaban de hombre a hombre cortando el gaznate a todos los enemigos y despojándoles de las armas y de los objetos de adorno, ante los ojos de las mujeres que desde lo alto de los muros se mesaban los cabellos y lanzaban hacia el cielo gritos desgarradores.
En tanto Eumenes había dado orden de levantar el campamento y de defender todo su perímetro con una trinchera y un talud, y mientras vigilaba los trabajos, podía oír los refunfuños de descontento de los soldados que soportaban de mal grado la decisión del rey de utilizar a los persas en el ataque al ejército de Satibarzanes.
—¿Qué necesidad había de hacer intervenir a esos bárbaros? —decían—. Nos las hubiéramos arreglado solos. La infantería no ha entrado siquiera en combate.
—Sí, es cierto —confirmaba alguien—. El rey ha querido humillarnos y esto no es justo, después de todos los sacrificios que hemos tenido que afrontar.
—No hay nada que hacer —comentaba otro—. Ahora ya se ha vuelto uno de ellos, se rodea de soldados de guardia persas, se baña con el castrado que le da masajes y no sé qué más, lleva detrás de él a todas esas concubinas y nosotros a montar la guardia…
Eumenes escuchaba en silencio porque aquellas palabras le dolían. Y también Eumolpo de Solos escuchaba: aunque se mantuviera aparte y pasara la mayor parte de su tiempo bajo la tienda, tenía muchos ojos y muchos oídos, a los que se le escapaban muy pocas cosas. A pesar de todo ello, no se imaginaba de todos modos que por primera vez en su vida los acontecimientos fueran a sorprenderle.
El campamento estaba ya montado y los hombres se preparaban para el descanso.
Mientras el sol descendía tras las murallas color ocre de Artacoata, se alzó en el aire la llamada larga y quejumbrosa de un cuerno. Oxatres, que había hecho ya de guía a Alejandro en el camino de Ecbatana y de Zadracarta, se acercó al rey.
—Eso es un heraldo —dijo en un griego que iba mejorando—. Un heraldo de Satibarzanes.
—Ve tú, Oxatres, tal vez quieran parlamentar… rendirse.
Oxatres montó a caballo y se acercó a las murallas de la ciudad, mientras un jinete salía al mismo tiempo yendo a su encuentro. Los dos intercambiaron unas pocas frases, luego cada uno volvió allí de donde había venido.
Mientras tanto los compañeros del rey se habían reunido en torno a Alejandro para informarle acerca de las bajas que cada unidad había sufrido y para aconsejarle sobre lo que harían al día siguiente. Oxatres se presentó para informar.
—Satibarzanes desafía al más fuerte de todos vosotros a duelo. Si él es el vencedor, os marcharéis; si pierde, vuestra será la ciudad.
Alejandro se encendió ante aquella palabras: de golpe le vinieron a la mente las escenas de duelos entre campeones homéricos que habían poblado durante años sus fantasías de muchacho.
—Ya voy yo —dijo sin dudarlo.
—No —repuso al punto Tolomeo—. Un rey de Macedonia no se bate con un sátrapa. Elige a alguien que te represente.
Intervino Oxatres:
—Satibarzanes es grande, fuerte.
Y levantó los brazos como para simular una mole imponente.
—Ya voy yo —se propuso Leonato—. También yo soy lo bastante alto y más bien fuerte.
Alejandro le miró de arriba abajo, haciendo un gesto con la cabeza como para tranquilizarse a sí mismo y a sus compañeros. Luego le dio una palmada en un hombro:
—Conforme. Hazle pedazos, Leonato.
Los dos campeones se encontraron al amanecer del día siguiente en un espacio despejado y llano, y los dos ejércitos, casi al completo, se dispusieron en semicírculo a los lados para asistir al duelo. La voz había corrido rápidamente entre los soldados macedonios y, al mismo tiempo que la voz, un extraordinario nerviosismo. Todos conocían la potencia de Leonato y su formidable prestancia física que habían admirado muchas veces en el curso de tantas batallas campales y, apenas le vieron aparecer armado hasta los dientes con el gran escudo con la estrella de plata en el brazo izquierdo, la espada de acero reluciente en la derecha y en la cabeza el yelmo rematado por una cimera bermeja, estallaron en un retumbo, en un coro de gritos de ánimo.
Pero cuando la formación persa se abrió y apareció el adversario, muchos de ellos enmudecieron: Satibarzanes era gigantesco y andaba majestuosamente con paso lento y pesado. Blandía en la diestra un largo sable curvo afiladísimo, embrazaba un escudo de madera cubierto de escamas de hierro brillantes cual soles, calzaba un yelmo cónico de tipo asirio del que colgaban un cubrenuca de cuero tachonado que le llegaba hasta los hombros y un griñón de malla de hierro. Lucía unos poblados bigotes caídos y unas espesas cejas negras, unidas sobre el entrecejo de la gran nariz aquilina, que le conferían un aspecto duro y feroz.
En breve se encontraron el uno frente al otro y se miraron a los ojos sin decir una palabra, esperando la señal de los dos heraldos, el macedonio y el persa. El intérpretre tradujo:
—El noble Satibarzanes propone un enfrentamiento a muerte y sin reglas de ningún tipo, a fin de que venzan nada más que la fuerza y el valor.
—Dile que me parece bien —replicó Leonato apretando la espada en el puño y disponiéndose al primer asalto.
Entonces los heraldos dieron la señal del inicio del combate, que habría de concluir sólo con la muerte de uno de los dos guerreros.
Leonato comenzó a acercarse, buscando una fisura en la defensa de su enemigo, que se cubría casi completamente con el gran escudo y mantenía el sable bajado, como si no temiera de ningún modo sus golpes, pero cuando él ataco a fondo, Satibarzanes soltó un fulminante mandoble que le golpeó de lleno en el yelmo haciéndole vacilar aturdido.
—¡Atrás! —gritó Alejandro angustiado—. ¡Leonato, atrás! ¡Protégete, protégete!
Hubiera querido correr en defensa de su amigo, pero había dado su palabra de rey de que nadie intervendría en el enfrentamiento.
Satibarzanes golpeó una y otra vez, mientras Leonato alargaba el escudo retrocediendo con poca firmeza en las piernas. El ejército entero asistía mudo a la escena, observaba impotente el arreciar de golpes tremendos; en el otro lado, los persas lanzaban gritos de ánimo a su campeón, que avanzaba inexorable, buscando el golpe mortal. Leonato, incapaz aún de reaccionar, dobló las rodillas y otro mandoble de su adversario resbaló primero sobre el escudo rozando la estrella de plata, terrible presagio a los ojos de los soldados macedonios, y luego le golpeó en el hombro haciendo brotar un chorro de sangre.
Al ver aquello, un grito de espanto recorrió las filas de los pezetairoi, y muchos tenían los ojos relucientes de lágrimas y esperaban ahora el golpe fatídico. Pero el dolor, agudo y ardiente como un latigazo, despertó a Leonato, que se puso en pie con un impulso repentino de energía y logró arrancar las correas del yelmo mellado que le oprimía el cráneo y lanzarlo lejos. En ese mismo instante vio la herida que manaba sangre, se dio cuenta al momento de que disponía de poco tiempo antes de perder las fuerzas y se arrojó hacia delante con un aullido salvaje, embistiendo frontalmente con el escudo el de su adversario.
Cogido por sorpresa, sacudido por aquel rugido, Satibarzanes perdió el equilibrio y Leonato se aprovecho de ello, golpeó con la espada con enorme violencia una, dos, tres veces, mientras el guerrero persa trataba de parar los golpes con la suya. Cayó hacia atrás y Leonato golpeó con ardor aún mayor, pero la espada se le quebró en el choque con la hoja mejor del sátrapa.
Satibarzanes reaccionó, recuperó el equilibrio y se adelantó hacia el enemigo inerme. Levantó el sable, que resplandeció amenazante en el sol naciente, pero cuando estaba a punto de asestar el golpe Lisímaco gritó:
—¡Tómala, Leonato!
Y le lanzó el hacha de doble hoja. Leonato la cogió al vuelo y, antes de que Satibarzanes hubiera dejado caer el sablazo, le cortó el brazo limpiamente y luego, mientras el adversario permanecía inmóvil como petrificado por el dolor, con otro golpe le cercenó la cabeza haciendola rodar por el suelo con los grandes ojos negros aún desorbitados y atónitos.
Un grito exultante se alzó de entre las filas macedonias e inmediatamente los ayudantes fueron a socorrer al campeón, pálido por el esfuerzo espantoso y por la pérdida copiosa de sangre. Le llevaron a la tienda de Filipo para que éste pudiera salvarle la vida.
Los persas se reunieron en torno al cuerpo desmembrado de su comandante, formando una barrera para ocultar a los ojos de los enemigos aquel espectáculo lastimoso, y sólo cuando el cuerpo de Satibarzanes fue recompuesto y colocado sobre una litera se alejaron hacia la ciudad con lento paso fúnebre, dejando tras de sí un largo reguero de sangre.
Antes de la puesta del sol, Artacoata se rindió.