El ejército se puso en movimiento a finales de primavera y se dirigió al norte, subiendo hacia el centro de la meseta y teniendo el desierto a la derecha y los montes del Elam, cubiertos de nieve, a la izquierda. Recorrieron cuatro etapas durante unas veinte parasangas en total y llegaron, al caer la noche, a Pasargada, la capital ancestral de Ciro el Grande, el fundador de la dinastía aqueménida. Era una ciudad pequeña, habitada principalmente por pastores y labriegos, y conservaba, en el centro, el primer pairidaeza que se hubiera realizado nunca, un parque maravilloso que rodeaba el viejo palacio de Ciro. Un complejo sistema de irrigación que tomaba el agua de un manantial al pie de las colinas mantenía fresco y verdeante el prado, los rosales, los cipreses y tamariscos, las retamas aromáticas, los tejos y los enebros. Al lado, hacia poniente, se alzaba, majestuosa y solitaria, la tumba del Fundador.
Tenía ésta la forma sencilla y austera de la tienda cuadrangular de pieles de doble vertiente de los nómadas de la estepa de la que procedían, cuatro siglos antes, los persas. Primero vasallos de los medos y de su rey Astiages, luego conquistadores de inmensos territorios. Pero aquella sencilla construcción estaba situada sobre un impresionante basamento de piedra hecho de siete escalones, a modo de una torre mesopotámica, y estaba rodeada por una columnata que encerraba un jardín con árboles de tejo perfectamenete cuidados y podados.
La tumba estaba aún custodiada por un grupo de magos y por un sacerdote que oficiaba diariamente las ceremonias en honor del gran soberano. Se quedaron espantados cuando vieron acercarse a Alejandro, habiendo oído decir lo que había hecho en Persépolis, pero el rey les tranquilizó.
—Lo hecho, hecho está —dijo— y no sucederá más. Enseñadme este monumento, os lo ruego. Sólo quiero rendir homenaje a la memoria de Ciro.
El sacerdote abrió la puerta del oratorio y dejó pasar al joven rey, que miró en torno suyo en silencio. Un rayo de sol entraba por la puerta para iluminar el tosco sarcófago sobre el que no había nada más que una breve inscripición:
YO SOY CIRO, REY DE LOS PERSAS
NO DAÑÉIS MI TUMBA
Al fondo, en un colgador, estaba la armadura del gran conquistador: una coraza de piezas de hierro, un yelmo de forma cónica, un escudo redondo y una espada también de hierro con la empuñadura de marfil, único ornamento de valor en toda la panoplia.
Reinaba un profundo silencio en la meseta y se oía únicamente el leve silbido del viento que acariciaba la imponente tumba solitaria. Alejandro percibió aguda en ese momento la sensación de la mudanza de la humana fortuna, del efímero sucederse de los avatares. Los imperios crecían y se hundían para dejar paso a otros, que a su vez se volverían grandes y poderosos para caer posteriormente en el olvido. ¿Era la inmortalidad nada más que un sueño?
Advirtió en aquel momento la presencia de su madre, tan fuerte que le parecía casi poderla tocar, de haber extendido la mano hacia la pared oscura del santuario. Y le parecía oír su voz que decía: «Tú no morirás, Aléxandre…».
Se dio la vuelta, salió al rellano exterior en lo alto de la escalinata, aspiró el aire seco y perfumado de la gran meseta y se sintió inundado por aquella luz purísima. Al agachar la mirada para descender, vio a Aristandro, que parecía esperarle.
—¿Cómo tú por aquí, vidente? —le preguntó.
—He oído una voz.
—También yo, la de mi madre.
—Estáte en guardia, Aléxandre, recuerda la historia de Aquiles —le advirtió Aristandro.
Y se alejó, con el viento que hacía chascar su manto como una bandera.
Al día siguiente atravesaron el territorio de una tribu vasalla del Gran Rey y la sometieron, pero poco más adelante, mientras subían cada vez más alto hacia la meseta de Media, le llegó al rey un despacho de Eumolpo de Solos:
El rey Darío se encuentra en Ecbatana, donde está tratando de reunir un ejército de escitas y cadusios haciendo uso del tesoro del palacio real. Ha enviado el harén a levante a través de las Puertas Caspias. Es urgente que llegues a la ciudad lo más pronto posible o tendrás que librar una batalla mucho más dura y de resultado incierto, pues los escitas y los cadusios son jinetes incansables y harto temibles. No atacan frontalmente, sino que hacen incursiones y maniobras de distracción, desorientando al enemigo y extenuándolo con ataques y retiradas continuos. Recuerda que ya Ciro y Darío el Grande fueron derrotados por los escitas.
Alejandro, tras leer el mensaje, decidió partir inmediatamente con la caballería y la infantería en orden de batalla, confiando el convoy con los pertrechos y el tesoro a Parmenión, que podía disponer de tan sólo tres batallones de pezetairoi y de uno de infantería ligera de tracios y tribalos. No quedaba ya más que una capital por conquistar: la última.
Comenzaron así a trepar montes arriba a marchas forzadas, remontando cuando ello era posible los valles de los ríos que hacían más fácil el paso. El paisaje era cada vez más impresionante, por los fuertes colores de las estribaciones montañosas, negras como el basalto, y de las cumbres nevadas que resplandecían cual zafiros bajo el sol. Abajo se extendía el desierto con su color rubio dorado, en el que destacaban, semejantes a islas verdeantes, los oasis con las aldeas de labriegos y pastores. Otras aldeas se alzaban en las faldas de los valles cerca de manantiales o arroyos de aguas cristalinas y, cuando el ejército pasaba, salían todos de sus casas y de sus cabañas a mirar a los forasteros que cabalgaban sin pantalones o llevaban en la cabeza extraños sombreros de ala ancha.
De vez en cuando, se veían torres de piedra, precedidas por escaleras, erguidas sobre alturas aisladas: las torres del silencio, en las que los habitantes de aquellas tierras exponían a sus muertos para que se disolvieran en la naturaleza, sin contaminar ni la tierra ni el fuego. Alejandro pensaba entonces en Barsine, depositada en un tosco túmulo en el inhóspito desierto de Gaugamela, y pensaba en el joven Phraates, que había vuelto a Panfilia con su abuelo, único superviviente de su familia. ¿Qué pasaría en aquel momento por la cabeza del adolescente? ¿Sueños? ¿Ansias de venganza? ¿O simplemente la melancolía de un huérfano?
Se requirieron diez días de marcha por valles cada vez más angostos para llegar por fin a la vista del esplendor de Ecbatana, rodeada por una corona de montañas cubiertas de nieve y un valle verde. El borde superior de las murallas y de las almenas, decorado con azulejos y con láminas de oro, resplandecía cual una diadema en torno a la frente de una reina, refulgían los pináculos y las agujas de los palacios y de los santuarios, recubiertos de oro puro. Alejandro se acordó, como si hubiera sucedido el día antes, de su conversación en el palacio real de Pella con el huésped persa que le había descrito aquella maravilla. Entonces a él, poco más que un niño, se le había antojado una fábula: miraba los ojos negros y profundos de su interlocutor, su barba negra y rizada, la espada de ceremonia de oro macizo y le parecía un ser irreal, mensajero de un reino de fábula. Y ahora he aquí que tenía aquella ciudad legendaria ante sus ojos.
Estaban con él Oxatres, hijo de Maceo, el sátrapa de Babilonia, y primo del rey por parte de madre, un joven ambicioso que ardía de deseos de distinguirse a los ojos del nuevo señor. Espoleó su caballo y se acercó a las murallas intercambiando unas pocas palabras rápidas con los centinelas. Luego se dio la vuelta y volvió adonde estaba Alejandro para informar con sus pobres conocimientos de griego, aunque ya lo bastante comprensibles:
—El Gran Rey Darío ha partido. Él no combate, huye con el tesoro y el ejército.
—¿Hacia qué parte?
—Por ahí —respondió el jovenzuelo indicando el norte—. Sátrapa se rinde.
Alejandro hizo un gesto de que había comprendido y dio la señal al ejército de que le siguiera hacia las puertas de la ciudad, que se abrían en aquel momento. Todos se movieron en perfecto orden, puesto que había sido restablecida una férrea disciplina y la mínima infracción era castigada con el látigo o peor aún.
Parmenión, con sus tropas y la caravana, llegó dos días después a la caída de la tarde, pero hicieron falta cinco días y cinco noches para entrar, descargar y hacer salir por la otra parte las veinte mil bestias de carga que habían transportado los ciento veinte mil talentos del tesoro real, a una media de seis talentos cada una, un peso límite que había contribuido a aminorar notablemente la marcha de los animales.
Una vez concluida toda la operación y tras organizarse las tropas en el campamento extramuros, Alejandro invitó a cenar al viejo general. Una comida muy ligera, por no decir frugal, y sin vino en la mesa, nada más que agua. «Querrá hacer penitencia por los excesos de Persépolis», pensó Parmenión mordiendo un pedazo de pan persa cocido bajo la ceniza.
—¿Qué me dices de mi primo, el príncipe Amintas? —comenzo diciendo Alejandro—. Me pregunto si puedo seguir confiando en él o si conviene seguir teniéndole bajo vigilancia.
—¿No se ha encontrado nada en los archivos reales?
—Harán falta meses, si no años para examinar los archivos reales. Hasta ahora, que yo sepa, Eumenes no ha encontrado nada referente al asesinato de mi padre o a una posible connivencia de Amintas con Darío. De todos modos, creo que conviene ser prudentes y mantener la vigilancia.
Alejandro tomó un sorbo de agua, luego, al cabo de un poco, prosiguió, cambiando de asunto:
—Lamento que haya habido entre nosotros situaciones de enfrentamiento…
—Estoy acostumbrado a decirte lo que pienso, señor, como hacía con tu padre.
—Lo sé. Pero ahora escúchame. —El cocinero, entretanto, pasaba con unas legumbres, verduras y tazas de leche cuajada de ácido sabor—. Perseguiré a Darío hasta que haya dado con su paradero y le obligaré a un último enfrentamiento, tras lo cual este imperio será completamente nuestro.
»Para hacer esto necesito tener a alguien, aquí en Ecbatana, que me cubra las espaldas y que me garantice el contacto con Macedonia, los avituallamientos, el envío de refuerzos y todo lo demás, aparte de la custodia del tesoro real. Ése hombre eres tú, general, el único en quien puedo confiar. Por lo que se refiere a la administración, conferiré el cargo a Hárpalo. Es un buen muchacho y Eumenes le aprecia. ¿Qué me respondes?
—Entendido, soy demasiado viejo y no me quieres ya más en el campo de batalla; me retiras y…
—Claro que eres viejo, general —replicó Alejandro con una extraña sonrisa. Y luego, casi gritando—: ¡He visto que hoy cumples setenta años!
A estas palabras, un coro ruidoso de voces masculinas comenzó a cantar desde detrás de la tienda:
¡El viejo soldado que va a la guerra
cae por tierra, cae por tierra!
E inmediatamente hicieron irrupción todos los compañeros de Alejandro, y también Filotas, Eumenes y su ayudante Hárpalo, trayendo a hombros un cordero asado, una enorme crátera llena de vino, una parrilla de estarnas y dos perdices, pollos y ocas, y un buen número de manjares de todo tipo. Para la ocasión había sido invitado también el segundo hijo de Parmenión, Nicanor.
Leonato arrojó al suelo todas las legumbres y la leche cuajada vociferando:
—¡Menudo asco! ¡A comer, a comer!
Parmenión se emocionó al ver que le habían preparado una fiesta tan espléndida y se secaba los ojos a hurtadillas. Alejandro se le acercó con un rollo sellado:
—Éste es mi regalo de cumpleaños, general.
Y se lo ofreció con una sonrisa.
Parmenión lo abrió y leyó sin dificultad, porque había sido todo expresamente escrito en letras mayúsculas: el rey le regalaba un bellísimo palacio en Susa, otra en Babilonia y un tercero en Ecbatana, y le hacía concesión de vastas posesiones en Macedonia, Lincéstide y Eordea, así como de una pensión vitalicia de ciento cincuenta talentos. En la segunda página del rollo figuraba el nombramiento para su hijo Filotas de comandante de la caballería. Seguía el sello real con el refrendo: «Eumenes de Cardia, secretario general».
—Señor, yo… —comenzó Parmenión con la voz que le temblaba, pero el rey le contuvo.
—No digas una palabra más, general, esto es mucho menos de lo que mereces, y todos nosotros te deseamos que puedas disfrutarlo hasta los cien años y más. En cuanto a tu cargo, es el más importante y crucial que pueda ser conferido al este de los Estrechos y tú eres la única persona en la que puedo confiar plenamente.
Parmenión pasó la hoja con el nombramiento de comandante de la caballería a su hijo Filotas diciendo:
—¿Has visto, hijo, has visto? Vamos, enséñaselo también a tu hermano.
El rey le abrazó mientras los compañeros aplaudían y la fiesta continuó hasta entrada la noche. Regresaron a sus aposentos hacia el segundo turno de guardia, todos ebrios, incluido Parmenión.