Durante algún tiempo los compañeros obedecieron las órdenes de Alejandro, pero luego Hefestión solicitó poder volver a palacio porque quería estar a su lado y el rey no supo decirle que no. Tras lo cual no pudo negar la vuelta tampoco a los demás, que con una excusa u otra obtuvieron nuevamente autorización para recuperar la posesión de sus residencias en la ciudad, tras comprometerse solemnemente a vivir del modo más sencillo y frugal. Pasó así casi toda la primavera. La ciudad devastada comenzaba lentamente a cicatrizar las heridas más graves, pero se veía que no sería ya nunca la de antes. Entretanto llegaban noticias de las provincias septentrionales del Imperio, aún independientes, relativas a que Darío estaba reuniendo otro ejército y que se preparaba para resistir en los montes del Cáucaso, alrededor del mar Caspio, y Alejandro decidió que había que partir. Para concluir dignamente aquel período de descanso, hizo preparar una fiesta y un banquete que fueran memorables.
Todas las salas del inmenso palacio fueron iluminadas como a plena luz del día por cientos de lámparas, los cocineros de las cocinas reales se pusieron manos a la obra para preparar los manjares más exquisitos, fueron elegidos por los eunucos de palacio los efebos más hermosos y las doncellas más atractivas para servir las mesas semidesnudos, de acuerdo a la usanza griega, y en el centro de la sala del convite fueron colocados grandes vasos de oro macizo tomados del tesoro imperial para usar como cráteras para el vino y para las bebidas aromáticas y especiadas, según las recetas orientales.
De igual modo, en las mesas fueron puestas copas de oro y de plata de los servicios imperiales y por todas partes se colocaron búcaros llenos de rosas y de lirios cogidos de los jardines de palacio, los únicos supervivientes en toda la ciudad.
La fiesta comenzó inmediatamente después de la puesta del sol y Eumenes se dio cuenta de que Hefestión había sido nombrado «maestro del festín» y que, como tal, había decretado que el vino sería servido a la manera de los tracios. Puro.
—¿Tú no tomas parte en la fiesta? —le preguntó Calístenes apareciendo de repente a sus espaldas.
—No tengo hambre —respondió Eumenes—. Y he de vigilar que todo se desarrolle lo mejor posible.
—¿O prefieres permanecer sobrio para disfrutar del espectáculo?
—¿Qué espectáculo?
—Bueno, no sé, pero sin duda está a punto de suceder algo. Ésta fiesta no tiene sentido. Es grotesca. He llegado por la puerta de poniente, y el palacio lleno de luces contrasta brutalmente con la ciudad devastada y a oscuras. Llevamos aquí meses y Alejandro no ha ordenado reconstruir una sola casa.
—Tampoco lo ha impedido.
—No, eso no. Pero no ha hecho nada para evitar que los nobles y los ricos mercaderes se fueran. Se han quedado únicamente los más pobres y esto significa que la ciudad está condenada a muerte. Y con ella…
Eumenes levantó la mano como para ahuyentar una visión de pesadilla.
—No quiero oírte.
—¿Dónde está Parmenión? —preguntó Calístenes, cambiando aparentemente de conversación.
—No está.
—E imagino que esto no te dice nada. ¿Y El Negro?
—No le he visto.
—Precisamente. Por otra parte, no me consta que estuviera en la lista de los invitados. Mira, en cambio, quién llega.
Eumenes se volvió y vio avanzar a lo largo del corredor a Tais, la bellísima ateniense, descalza y con un traje muy atrevido, semejante a aquel con el que había bailado la primera vez delante del rey.
—Creo que ha pasado la noche con Alejandro —añadió Calístenes—, y eso no me augura nada bueno.
—A decir verdad, no —replicó Eumenes—, pero nadie dice que la cosa tenga que ir a peor.
Calístenes no replicó y se fue en dirección a la puerta llamada de Jerjes, saliendo por el pórtico trasero. Desde aquel punto podía ver, en la ladera de la montaña que dominaba el palacio, la tumbas, excavadas en la roca e iluminadas por lámparas votivas, de los soberanos aqueménidas, entre ellas la aún inacabada de Darío III. En el interior, los gritos de los comensales se hacían cada vez más fuertes, el alboroto cada vez más terrible.
En un determinado momento se oyó una música dominar el confuso estrépito, una música acompasada por el sonido de tambores y de tímpanos, aguda, que parecía acompañar una danza orgiástica. Calístenes levantó al mirada al cielo y murmuró:
—¿Dónde estás, Aristóteles?
Entretanto Eumenes se había asomado al salón de la apadana y se había dado cuenta de que el convite estaba degenerando rápidamente. Tais, casi desnuda, danzaba vertiginosamente acompañando sus movimientos con el sonido de minúsculos crótalos metálicos que sostenía entre los dedos. A cada pirueta, el corto quitón se le levantaba descubriendo sus formas escultóricas, mostrando el pubis y los glúteos marmóreos, mientras que los presentes daban alaridos a cada nueva obscena provocación.
Después de un deslizamiento imprevisto, de repente la muchacha se detuvo, de puntillas, y luego se puso lentamente en cuclillas, con los movimientos sensuales de un felino, siempre acompañada de la música que parecía seguir el cambio de sus movimientos. Cuando se volvió a levantar, empuñó un tirso, como el de las ménades, envuelto en hiedra y con una piña en la punta, y levantándolo en alto gritó, exaltada:
—¡Komos!
Se movía en medio de la selva de columnas como una ménade entre los troncos de un bosque y llamaba a todos a la danza orgiástica. Alejandro fue el primero en responder:
—¡Komos!
Y todos se unieron a él. Tais aferró con la otra mano una antorcha que sobresalía de la pared y comenzó a conducir la danza paroxística a través de la sala de las audiencias, los corredores, los tálamos de los maravillosos aposentos reales, seguida por los comensales: los hombres con los falos erectos por la incontenible excitación, las mujeres semidesnudas, o completamente desnudas, que provocaban la lujuria de todos con los contoneos más sensuales.
—¡El dios Dioniso está en medio de nosotros! —gritó Tais, con la mirada iluminada por el reflejo de la antorcha que agitaba en la mano.
Todos respondieron:
—¡Euoé!
—¡El dios Dioniso quiere venganza sobre estos bárbaros!
—¡Euoé! —vociferaban nuevamente las mujeres y los hombres en su delirio de vino y de deseo.
—¡Venguemos a nuestros soldados muertos en la batalla, a nuestros templos destruidos, a nuestras ciudades quemadas! —siguió gritando la muchacha y ante los ojos de Alejandro estampó su antorcha contra una pesada cortina de púrpura que colgaba a uno de los lados de un portal.
—Sí, venguémosles —repitió Alejandro como fuera de sí y estampó otra antorcha debajo de un gran mueble de cedro.
Eumenes, que se arrastraba detrás de ellos pegado a las paredes, asistía impotente a aquella destrucción y buscaba con la mirada si había alguien que pudiera parar aquella locura, pero no había nadie, entre aquella turba de varones y hembras en celo, que tuviera en los ojos la luz de la razón.
Las llamas se levantaron crepitando y la sala fue iluminada como en pleno día por la cárdena luz del incendio. Como poseídos por un demonio, los comensales se dispersaron gritando por las salas inmensas, por los patios y pórticos, prendiendo fuego por todas partes.
En breve tiempo, el maravilloso palacio se vio envuelto en un torbellino de llamas. Los cientos de columnas de cedro del Líbano ardieron como antorchas, el fuego lamió los techos y se propagó a las vigas y a los casetones, que gimieron y se rompieron por la violencia de la hoguera.
El calor se hizo insoportable y todos corrieron fuera, hacia el gran patio de entrada, continuando allí su danza, sus cantos y sus acoplamientos. Eumenes salió trastornado y angustiado por una puerta lateral y, mientras se alejaba hacia la escalinata exterior, vio a Tais completamente desnuda, tumbada en una alfombra del atrio, que daba placer al mismo tiempo a Alejandro y a Hefestión, gimiendo y retorciéndose en el éxtasis.
Los habitantes que se habían quedado entre las ruinas de Persépolis salieron corriendo de sus tugurios para contemplar aquella destrucción: el palacio excelso del Gran Rey estallaba devorado por el fuego, se hundía en medio de un infierno de pavesas, en un torbellino de humo negro que oscurecía las estrellas y la luna. Miraban inmóviles, petrificados, llorando.
Al día siguiente, el que fuera el más hermoso palacio del mundo entero aparecía como un cúmulo de cenizas humeantes que llegaban a tener en ciertos puntos un espesor de cuatro o cinco codos, de entre las que sobresalían únicamente las columnas de piedra con los capiteles en forma de toros alados. Quedaban los portales, el podio, los basamentos y las escaleras con las imágenes de la gran procesión de año nuevo y con los Inmortales de la guardia imperial petrificados para los milenios venideros, mudos testigos del desastre.
Alejandro había alcanzado, hacia el amanecer, su pabellón del campamento y se había echado, agotado, en el catre, cayendo en un sueño pesado y agitado.
Parmenión se presentó poco después al alba y los pezetairoi de guardia trataron inútilmente de detenerle cruzando las lanzas delante de la entrada. El viejo general rugió como un león:
—¡Quitaos de en medio, por Zeus! ¡Haceos a un lado, tengo que ver al rey!
Leptina fue a su encuentro con las manos levantadas como para tratar asimismo de frenarle, pero él le dio un empellón con un rudo gesto y fulminó con una mirada a Peritas, que se había puesto a gruñir:
—¡Tú al cubil!
Alejandro saltó del catre aguantándose la cabeza que estaba a punto de estallarle y gritó:
—¿Quién se atreve…?
—¡Yo! —gritó no menos fuerte Parmenión.
Alejandro aplacó su cólera como si hubiera sido Filipo en persona quien entraba en la tienda y se acercó a la jofaina sumergiendo la cabeza en el agua fría. Luego se aproximó, desnudo como estaba, a su huésped inesperado.
—¿Qué sucede, general?
—¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué has destruido esa maravilla? ¿Esto fue lo que te enseñó Aristóteles? ¿Ésta la moderación, éste el respeto por todo lo bello y noble? ¡Te has mostrado delante de todo el mundo como un salvaje tosco y primitivo, un hombre arrogante y presuntuoso que cree poder comportarse como un dios! Yo he consagrado mi vida a tu familia, he sacrificado un hijo a esta empresa, he mandado a tus ejércitos en todas las batallas. ¡Tengo derecho a que me respondas!
—Cualquier otro que se hubiera permitido hacer y decir lo que has dicho y hecho tú estaría ya muerto, general. Pero te responderé, te diré por qué lo he hecho. He permitido el sacrilegio de Persépolis para que los griegos sepan que sólo yo soy el verdadero vengador, sólo yo aquel en el que pueden reconocerse, el único que ha logrado concluir un duelo secular. Y he querido que fuera una muchacha ateniense la que prendiera fuego al palacio de Darío y de Jerjes. Y por otra parte, una vez destruida la ciudad, ¿que séntido tenía conservar el palacio? Lo he dejado en pie el tiempo necesario para trasladar el tesoro y los documentos de los archivos a Ecbatana y a Susa.
—Pero…
—Estamos a punto de partir, Parmenión, para perseguir a Darío en las provincias más lejanas de su imperio. Ése palacio, si lo hubiera dejado intacto con su tesoro, habría sido una tentación demasiado grande para cualquiera, incluso para mi gobernador macedonio: el clima que se respiraba en él, la grandiosidad de aquellas salas, las escenas esculpidas por todas partes con los recuerdos de la grandeza aqueménida, y aquel trono… ¡vacío! El oro amontonado en cantidades inverosímiles bajo aquellas bóvedas habría hecho de cualquiera el hombre más poderoso de la tierra. Docenas de nobles persas intentarían apoderarse de él a toda costa, buscarían a cualquier precio sentarse en ese trono, empuñar ese cetro, y eso desencadenaría nuevas guerras, sangrientas, extenuantes, interminables. ¿Es esto lo que hubiera tenido que permitir?
»No tenía elección, general, no tenía elección, ¿lo comprendes? Si no quieres que vuelva la cigueña, tienes que destruir el nido.
»Es cierto, he destruido una maravilla, pero ¿quién me impide resconstruir, llegado el momento, un edificio más grande y admirable aún? Pero entretanto he destruido también el símbolo de Persia y de sus reyes y he demostrado a los griegos y a los bárbaros de todo el mundo quién es el nuevo amo y señor; he demostrado que el pasado está muerto, es ceniza, y que nace una nueva era. Era hermoso, general, demasiado hermoso, y por esto era demasiado peligroso dejarlo en pie.
Parmenión agachó la cabeza: la orgía, las danzas, los gritos al dios Dioniso, la exaltación sagrada de la que le habían hablado poco antes Eumenes y Calístenes… ¡todo estaba previsto, todo preparado: una representación teatral sin duda realista, pero que no dejaba de ser una representación! Alejandro era capaz también de esto, era un actor mejor y más consumado que Tésalo, su intérprete favorito. Y las razones que había esgrimido en defensa de su acción eran indiscutibles, desde el punto de vista político, militar, ideológico. ¡Aquél muchacho pensaba ya y actuaba como el señor del mundo!
El rey tomó un rollo de su biblioteca y se lo alargó.
—Lee, ha llegado esta noche. Antípatro me anuncia que la guerra contra los espartanos está ganada. El rey Agis ha caído combatiendo en Megalópolis y no hay nadie en Grecia que se oponga a mi posición de caudillo supremo de la liga panhelénica. Por lo que a mí respecta, he hecho lo que debía. He cumplido con mi promesa de derrotar al secular enemigo de los griegos, Y también esto significa la destrucción de este palacio. Ahora no tengo otra preocupación que seguir mi destino.
Parmenión leyó por encima la carta de Antípatro no sin cierta dificultad, porque había perdido mucha vista, y comprendió lo que quería decir su rey.
Alejandro le apoyó una mano en un hombro y le miró con una mezcla de ceñudo afecto y de severidad militar:
—Prepárate, general —ordenó—. Reúne el ejército, restaura la disciplina más férrea. Estamos a punto de partir.