14

Alejandro pasaba a caballo por en medio de las ruinas de su campamento, entre los incendios y toda la devastación, entre el humo acre que se estancaba en el aire denso e inmóvil. Buscaba la tienda de Barsine y en cambio oyó el llanto de un niño: Phraates velaba los cuerpos de su madre y de su hermano unidos aún en el último abrazo.

El rey descendió del caballo y se acercó incrédulo:

—¡Oh, dioses! —gritó con los ojos llenos de lágrimas—. ¿Por qué, por qué un destino tan amargo para unas criaturas sin culpa?

Se arrodilló al lado de ambos cuerpos ensangrentados, colocó a Eteocles boca arriba, tratando de arreglarlo lo mejor posible y cubriéndole con su manto, luego se acercó a Barsine, le liberó el rostro de los cabellos y le acarició suavemente la frente. Los ojos de ella conservaban aún el brillo de las últimas lágrimas y parecían mirar fijamente a un lugar lejano, un punto remoto del cielo adonde no pudieran llegar los alaridos de furor, los gritos de odio y de horror: parecían patéticamente perseguir un sueño largamente acariciado de golpe desvanecido.

En el silencio irreal que se había hecho en el campamento devastado y todo revuelto, el llanto desolado del muchacho parecía más desgarrador aún si cabe. Alejandro se volvió hacia él, que sollozaba cubriéndose el rostro con las manos.

—No llores —le dijo—. El hijo de Memnón de Rodas no llora. Valor, pequeño, debes tener valor.

Pero Phraates seguía repitiendo entre lágrimas:

—¿Por que ha tenido que morir mi madre? ¿Y por qué mi hermano?

Y a aquellas preguntas ni siquiera podía responderle el rey más poderoso de la tierra. Se limitó a preguntar:

—Dime quién ha matado a tu madre, Phraates, y yo la vengaré. Dímelo, te lo ruego.

El muchacho trató de responder entre lagrimas y señalaba a un grupo de agrianos que estaban desvalijando el cadáver de un jinete persa. Alejandro comprendió. Se dio cuenta amargamente de que su misma orden de proteger a Barsine a toda costa había provocado su muerte y había causado el asesinato del muchacho.

Unos porteadores escoltados por un grupo de pezetairoi pasaban en aquel momento para recoger a los muertos y se acercaron para llevarse el cuerpo de Eteocles, pero cuando se acercaron a Barsine el rey les hizo apartarse. Él mismo la levantó en brazos y la llevó al interior de su tienda, que se había librado del fuego. La acomodó sobre el catre, le arregló los cabellos, la acarició las pálidas mejillas, depositó un beso en sus labios exangües. Luego le cerró los ojos: era aún hermosísima y parecía adormecida. Le susurró:

—Duerme ahora, amor mío.

Luego tomó a Phraates de la mano y salió.

Entretanto los soldados habían vuelto del campo de batalla y el campamento resonaba por todas partes del clamor de sus gritos de victoria. Los prisioneros eran hacinados dentro de un recinto, los griegos por una parte, los bárbaros por otra. Llegó Hefestión y le abrazó:

—Lo siento por ella y por su hijo. Una desgracia que habría podido evitarse. Es evidente que Maceo había recibido órdenes de aplastar a nuestra ala izquierda y liberar a la familia de Darío. Y poco ha faltado para que lo consiguiera. Parmenión está herido, Pérdicas y Crátero también, y hemos tenido un gran número de muertos.

En aquel momento las mujeres del harén del Gran Rey con sus hijos y la reina madre eran escoltados hacia un lugar más tranquilo, donde había sido levantado un nuevo pabellón. Entre el grupo, Hefestión descubrió también a Calístenes, que se hacía seguir por un par de siervos con las cestas de los papiros y el arcón con su bagaje personal.

Alejandro les hizo un gesto de saludo con la cabeza y luego, vuelto nuevamente hacia su amigo, preguntó:

—¿Cuántos?

—Muchos. Dos mil por lo menos, si no más, pero también los persas en su huida han sufrido grandes bajas. Hay miles y miles de cadáveres esparcidos en la llanura y otros morirán a manos de nuestra caballería, que se ha lanzado en su persecución.

—¿Y Darío?

—Ha huido junto con Beso, probablemente hacia Susa o Persépolis, no sé. Pero hemos apresado a Maceo, si no me equivoco.

—Llévame hasta él.

—Pero, Alejandro, los hombres te esperan para aclamarte, para recibir tu elogio… Han luchado como leones.

—Llévame hasta él, Hefestión, y da orden de que alguien se ocupe de ellos —dijo indicando el cuerpo de Barsine y el de Eteocles, que los porteadores depositaron en aquel momento junto a la madre. Luego se volvió hacia Phraates—: Ven, muchacho.

Los jefes persas, sátrapas, generales y parientes del Gran Rey, habían sido reunidos por Eumenes en un lugar lejano del campo de batalla y albergados bajo la gran tienda del consejo de guerra. El secretario había dado asimismo orden de que aquellos que lo precisasen recibieran los primeros auxilios de los médicos y cirujanos del ejército, que debían ocuparse también de los cientos de heridos que invocaban ayuda tendidos en tierra en el campo de batalla.

Entró Alejandro y todos inclinaron la cabeza, pero alguno avanzó hacia él, dobló la espalda hasta que tuvo la frente casi tocando el suelo y luego acercó su mano derecha a los labios para mandarle un beso.

—¿Qué es eso? —preguntó Alejandro a Eumenes.

—El beso protocolario persa reservado tan sólo a la persona del emperador. Nosotros los griegos lo llamamos proskynesis. Significa que estos hombres te reconocen como su legítimo soberano, el Gran Rey, el Rey de Reyes.

Alejandro, entre tanto, no había soltado un solo momento la mano del muchacho y buscaba entre los presentes un rostro en especial. Dijo en un determinado momento:

—Éste muchacho se llama Phraates y es hijo de Memnón de Rodas y de Barsine. Ha perdido, a causa de los reveses de la guerra, a ambos padres y a su hermano Eteocles. —Mientras pronunciaba esas palabras, vio los ojos de un anciano dignatario que se encontraba hacia el fondo de la tienda llenarse de lágrimas y comprendió que era el hombre que estaba buscando—. Espero —prosiguió— que esté entre nosotros su abuelo, el sátrapa Artabazo, el último miembro que ha quedado de su familia, a fin de que pueda cuidarse de él.

El anciano se adelantó y dijo en persa:

—Soy el abuelo del muchacho. Puedes dármelo, si así lo crees conveniente.

Apenas hubo traducido el intérprete, Alejandro se inclinó delante de Phraates, que se estaba secando las lágrimas con la manga de la túnica.

—Mira, está aquí tu abuelo. Ve con él.

El muchacho le miró con los ojos aún relucientes y el rostro sucio de polvo y murmuró:

—Gracias.

Luego corrió hacia el anciano, que cayó de rodillas y le estrechó en un fuerte abrazo. Todos los presentes enmudecieron, se abrieron retrocediendo unos pasos hacia el fondo de la tienda y durante unos instantes sólo se oyeron los sollozos del muchacho y el llanto quedo del anciano sátrapa. También Alejandro se sentía dominado por una fuerte emoción y se volvió hacia Eumenes.

—Ahora deja que desahoguen su dolor; luego prepara los funerales de Barsine de acuerdo al deseo de su padre y dile que será reintegrado en su cargo de gobernador de Panfilia, que mantendrá todos sus privilegios y propiedades y que podrá educar al muchacho como mejor considere oportuno.

Otro personaje atrajo su atención: un guerrero entrado en años que llevaba puesta aún la armadura de combate y mostraba en su cuerpo y rostro las señales de la batalla.

—Es Maceo —le susurró al oído Eumenes.

Alejandro le susurró a su vez algo y salió.

Regresó al campamento acogido por las ovaciones de todo el ejército formado en seis filas y de los oficiales a pie y a caballo. Parmenión, pese a estar herido, mandó presentar armas y los hetairoi levantaron las lanzas de golpe, mientras los pezetairoi hicieron lo propio con las enormes sarisas, que golpearon con un seco ruido. Estaban también sus compañeros sacando pecho en el saludo; Crátero y Pérdicas ostentaban las heridas sufridas en el campo de batalla.

El rey dirigió a Bucéfalo hacia una pequeña altura y desde aquel podio natural se dirigió a ellos para expresarles su gratitud y saludarles.

—¡Soldados! —gritó, e inmediatamente se creó un profundo silencio, tan sólo roto por el crepitar de los últimos fuegos—. ¡Soldados, está por caer la noche y, como os había prometido, hemos vencido!

Un rugido estalló de un extremo al otro del campo y un grito acompasado y potente ascendió cada vez más fuerte y claro, entre el fragor de las armas golpeadas, hasta el cielo:

Aléxandre! Aléxandre! Aléxandre!

—Quiero dar las gracias a nuestros amigos tesalios y a los demás jinetes macedonios que han llegado justo a tiempo, desde el otro lado del mar, para tomar parte en el combate del día de hoy y hacer cambiar las tornas del mismo. ¡Os esperaba con ansiedad, soldados! —Los tesalios y macedonios de los nuevos escuadrones respondieron con una aclamación—. Y quiero dar las gracias a nuestros aliados griegos que han atacado por la derecha. ¡Sé que no ha sido fácil! —Los griegos comenzaron a golpear ruidosamente las espadas contra los escudos—. Ahora —prosiguió—. Asia entera es nuestra, con todos sus tesoros y maravillas. No hay empresa que nos esté vedada, no hay prodigio que no podamos llevar a cabo, no existen límites que no podamos alcanzar. Yo os llevaré hasta el extremo del mundo. ¿Estáis dispuestos a seguirme, soldados?

—¡Estamos dispuestos, rey! —gritaron los infantes y los jinetes levantando y bajando frenéticamente las lanzas.

—¡Entonces, escuchadme! Ahora iremos a Babilonia para que veáis la ciudad más grande y hermosa del mundo y para que gocéis del merecido descanso después de tantas fatigas. Luego reanudaremos nuestra marcha y no nos detendremos hasta que no hayamos alcanzado las orillas del Océano extremo.

Sopló una racha de viento que pronto arreció, levantado un ligero polvillo y haciendo ondear las cimeras sobre los yelmos, un viento que parecía venir de muy lejos, trayendo voces debilitadas y casi olvidadas. El rey percibió la nostalgia que se apoderaba de sus hombres a la hora del atardecer, notó el espanto que les asaltaba al escuchar aquellas palabras suyas y siguió diciendo:

—Os comprendo, sé que habéis dejado a vuestras esposas e hijos y que deseáis verles, pero el Gran Rey no está derrotado aún del todo. Se ha retirado hacia las regiones más remotas de su Imperio pensando tal vez que no seremos capaces de perseguirle hasta allí. ¡Pero yerra! Si alguien quiere regresar, no le censuraré por ello, pero, si preferís proseguir, yo estaré orgulloso de mandar a unos hombres como vosotros. A partir de mañana, Eumenes repartirá tres mil dracmas de plata a cada uno y mucho más dinero cuando hayamos conquistado las otras capitales que guardan inmensos tesoros. Nos quedaremos en Babilonia treinta días y así tendréis tiempo de meditar. Luego Eumenes hará un llamamiento para que podamos saber quién piensa volver a casa y quién quiere seguirme en esta nueva empresa. Y ahora romped filas, soldados, y preparaos, porque mañana nos pondremos de nuevo en marcha.

El ejército estalló en una larga y frenética aclamación, mientras Alejandro espoleaba con los talones a Bucéfalo pasando de nuevo al galope entre las filas formadas. Hizo un gesto a sus compañeros y éstos se fueron con él hacia el campamento persa, mantenido bajo estrecha vigilancia por los hombres de La Punta y por una unidad de exploradores agrianos.

El pabellón real era, si ello es posible, más rico y suntuoso aún que el que viera en Issos, pero su servidumbre mucho más reducida. Fueron encontrados, de todos modos, doscientos talentos de oro y de plata en monedas, que habían de servir para pagar las soldadas de los mercenarios y de las tropas recién enroladas, y Eumenes procedió inmediatamente a su inventario.

El rey se acomodó en un asiento, invitó a sus amigos a sentarse y acto seguido ordenó a los servidores que les pusieran de comer y hasta él mismo comió algo.

Leonato dejó escapar una especie de gruñido:

—Muchachos, no me lo puedo creer. Hoy me las he visto realmente negras. Ha sido en el momento en que ellos han abierto brecha por el lado de Parmenión, mientras Beso envolvía a los griegos por la derecha, y nosotros en medio como idiotas.

—Así que ésta era la sorpresa que tenías preparada —intervino Seleuco—. El contingente de refuerzos de Macedonia y de Tesalia. Pero ¿cómo sabías que iban a llegar justo a tiempo? Una hora más tarde y…

—Estaríamos todos empalados, con los cuervos cagándonos en la cabeza en espera de comernos los ojos y las pelotas. Siempre comienzan por ahí, ¿lo sabíais? —continuó Leonato.

—¡Déjate de historias! —le interrumpió Alejandro—. No es momento para bromas. —Luego, dirigiéndose a Seleuco, agregó—: El general Antípatro había preparado todo con sumo cuidado y ya desde Tiro estaba informado sobre los desplazamientos diarios del contingente. Estaba seguro de que lo lograrían. Y en cualquier caso pronto sabremos más cosas, pues esperamos visitas.

—No hay nada seguro, mi joven y refulgente dios —dijo una voz desde la entrada de la tienda—. Hubiera bastado que cayera un poco más de lluvia en las montañas la noche pasada y tus tesalios y macedonios se habrían quedado rascándose la tripa al otro lado del Tigris, en espera de que la corriente disminuyera o que Darío os hiciera pedazos.

—Ven aquí, Eumolpo —le llamó Alejandro reconociendo la voz del espía—. ¿Acaso hubiera tenido que fiarme de la promesa de Maceo? La embestida más peligrosa ha sido la suya y poco ha faltado para que lograra cerrar el cerco a nuestras espaldas.

—¿Por qué no se lo preguntas a él? —inquirió Eumolpo, acompañando al interior al personaje que Alejandro había visto en la tienda de los prisioneros.

—Aquí está, tal como era tu deseo.

El sátrapa entró, se dirigió hacia el soberano, dobló la espalda completamente hasta tener la frente dirigida contra el suelo, se llevó las manos a los labios y le mandó un beso.

—Veo que me rindes homenaje como a tu rey —observó Alejandro—, pero, si me hubiera fiado de tu palabra a estas horas me estarían comiendo los perros y las aves.

El sátrapa se levantó y preguntó en perfecto griego:

—¿Puedo responder, majestad?

—Por supuesto. Es más, sentaos los dos porque debéis explicarme algunas cosas.