Fue el general Parmenión el que le despertó entrando personalmente en su tienda.
—Señor, es la hora.
Iba cubierto con la armadura de combate y Alejandro le contempló con invariable admiración: a una edad tan avanzada, el viejo guerrero seguía derecho y firme como un roble. El rey se levantó y se tragó, desnudo como estaba, el «bocado de Néstor» que Leptina le había ya preparado.
Mientras dos ayudantes le vestían y le ponían la armadura, otro le traía el escudo y el yelmo resplandeciente, en forma de cabeza de león y fauces abiertas de par en par.
—General —comenzó diciendo Alejandro—, esta jornada estará dominada por la incertidumbre, sobre todo por lo que se refiere a lo que vaya a suceder en el ala izquierda. Por esto he decidido confiarte el mando de esa parte extrema de nuestra formación. El Negro mandará el ala derecha.
»Avanzaremos con las alas casi replegadas sobre los flancos, como un halcón que se lanza sobre la presa. Avanzaremos hasta que ellos se decidan a pararnos y lancen hacia adelante su ala izquierda. Entonces yo ordenaré la carga y romperé en dos su frente de ataque, pero mientras yo dé la puntilla al enemigo en el centro, tú, por la izquierda, harás girar el flanco. Sé que resistirás, sé que no cederás por ningún motivo.
—No cederé, señor.
Alejandro sacudió la cabeza.
—Eres siempre muy formal, y sin embargo de niño me tuviste sobre tus rodillas.
Parmenión asintió.
—No cederé, mi querido muchacho, mientras me quede un resto de aliento. Que los dioses nos asistan.
Cuando el rey salió, vio que Aristandro, en el centro del campamento, había inmolado una víctima y la estaba quemando en holocausto. El humo se arrastraba a escasa distancia del suelo como una larga serpiente y sólo a duras penas encontraba el camino del cielo.
—¿Qué dicen tus auspicios, adivino?
Aristandro se volvió hacia él con ese movimiento característico que le recordaba tan terriblemente a su padre Filipo y dijo:
—Será la jornada más dura de tu vida, Alejandro, pero vencerás.
—Que el cielo te oiga —replicó el rey y tomó las riendas de Bucéfalo que le ofrecía un caballerizo.
El campamento hervía de actividad: por todas partes resonaban secas órdenes, los escuadrones de caballería tomaban posiciones, las unidades de infantería se alineaban en orden de marcha. Alejandro saltó a caballo, lo espoleó y alcanzó la cabeza de La Punta ya perfectamente alineada y a su lado vino a colocarse Hefestión. Detrás de él se situó Leonato cubierto de hierro, con la enorme hacha firmemente empuñada, y a su lado Tolomeo. A sus espaldas, Lisímaco, Seleuco y Filotas, que precedían al resto del escuadrón y las restantes unidades de la caballería de los hetairoi. Delante de todos y en el lado izquierdo iban a pie los tracios y los agrianos, luego seguían a la izquierda los batallones de la falange y una unidad de exploradores guiados por sus jefes: Koinos, Simias y Poliperconte. Crátero, por último, estaba al mando de los tesalios. A la derecha se encontraban ya en orden de marcha los ocho batallones de los aliados griegos, seguidos de una larga cola de infantes tracios y tribalos que se extendía hasta rodear la zona de las tiendas reales y de los carros de los pertrechos.
El rey alzó la mano y las trompas dieron la señal de partida. La Punta se puso al paso detrás de Alejandro, que la mandó hacia el exterior del campamento. Precedido por el sonido de los cuernos de guerra, apareció entonces el ejército del Gran Rey, inmenso, extendido en un frente enorme, precedido por cientos de enseñas y estandartes; el sol, que aparecía en aquel momento, hacía centellear en la nube de polvo que levantaba al marchar los destellos metálicos de las armas, cual los relámpagos dentro de una nube de temporal.
Leonato recorrió con la mirada la inmensa formación, de un extremo al otro de la llanura, y murmuró entre dientes:
—¡Gran Zeus!
Pero el rey no daba la menor señal de asombro ante aquel espectáculo grandioso y seguía avanzando al paso, sosteniendo en el pecho la empuñadura de las riendas de Bucéfalo, que enarcaba su poderoso y reluciente cuello, resoplaba y mordía el freno.
Detrás de él, el ejército entero comenzaba a extenderse, escuadrón tras escuadrón, batallón tras batallón, con el redoble de los tambores, en medio del fragor del paso cadencioso de los guerreros, del agitado pisar de los caballos. A su izquierda se abría el vasto espacio llano que les separaba del frente persa, que marchaba hacia delante inexorable. Alejandro comenzó a doblar hacia la derecha para llegar a una franja de terreno más ondulada e irregular.
Pero inmediatamente los enemigos se dieron cuenta de ello. Se oyó de nuevo, sombrío y prolongado, el sonido de los cuernos y toda el ala izquierda persa, formada enteramente de caballería escita y bactriana, se lanzó en una maniobra envolvente. Alejandro hizo una señal y los arqueros agrianos a caballo corrieron al encuentro de los jinetes adversarios disparando un nutrido enjambre de flechas; luego lanzó un escuadrón de hetairoi para frenar el impacto enemigo mientras él, a la cabeza de La Punta, continuaba avanzando al paso, increíblemente tranquilo. Sólo quien estaba cerca de él podía percibir a ratos su parpadeo irregular y el correr del sudor por sus sienes.
Los hetairoi lanzaron a sus cabalgaduras a la carga recorriendo en breve tiempo el espacio que les separaba de la oleada impetuosa de los jinetes asiáticos. El impacto fue espantoso: cientos de caballos rodaron por tierra, cientos de jinetes de ambos bandos cayeron en el choque tremendo y súbito, y aunque heridos o contusionados, se enzarzaron unos con otros en duelos a muerte entre las patas de los otros caballos, en medio del infierno de polvo, relinchos y gritos que les rodeaban por todas partes. Se alzó una densa polvareda que casi cubrió por completo el teatro de la batalla, de modo que no era posible distinguir qué estaba sucediendo y cuál era la suerte de aquel primer combate. Parte de los agrianos, mientras tanto, agotadas las flechas, habían echado mano a los puñales y se habían arrojado a la reyerta arrastrados por su furor bárbaro, entablando salvajes cuerpos a cuerpo con los jinetes enemigos que pasaban cual espectros por la densa polvareda.
Toques insistentes de trompa resonaron en aquel momento a la izquierda y Leonato tocó a Alejandro en un hombro.
—¡Dioses del cielo, mira! ¡Los carros, los carros falcados!
Pero el rey ni siquiera respondió.
Desde el centro de la formación persa las máquinas espantosas arrancaban lanzándose hacia el flanco izquierdo de los macedonios. Pérdicas, que había reparado en ellos inmediatamente, se puso a gritar:
—¡Atentos, soldados, atentos! ¡Estad preparados!
Pero justo en aquel momento un grupo de jinetes enemigos se lanzó transversalmente en loca carrera, arrastrando tras de sí haces de ramas que levantaron, a escasa distancia del flanco macedonio, una cortina impenetrable de polvo que ocultó la vista de los carros. Sólo breves instantes asomaba el sol para hacer relucir con destellos siniestros las cuchillas que giraban vertiginosamente en los cubos de las ruedas o que hendían el aire protegidas lateralmente por los cajones y por los extremos de los yugos de las cuadrigas.
Pérdicas y los demás comandantes hicieron dar a las trompas los toques de alarma a fin de que los infantes en marcha estuvieran listos para abrirse tan pronto como los carros hicieran aparición por entre el polvo, pero cuando ello sucedió estaban ya a menos de un estadio de distancia y no todos consiguieron reacionar a tiempo a las señales izadas en altos pendones de los jefes de unidad. En algunos puntos la formación se abrió y los carros pasaron sin problemas, pero en otros cayeron en plena carrera en medio de las filas en marcha segando a los soldados como espigas, haciendo rodar por el suelo cabezas separadas de sus troncos limpiamente, con los ojos desorbitados y estupefactos aún. Muchos fueron cogidos por las piernas por las cuchillas giratorias que asomaban de los cubos y horrendamente mutilados, otros arrollados de lleno por los troncos de caballos en desenfrenada carrera, triturados bajo los cascos y despedazados por las puntas herradas bajo los cajones. Pero el ejército siguió avanzando detrás de Alejandro, manteniendo el orden oblicuo. Habían cubierto ya más de un tercio de la vasta área que Darío había allanado para hacer correr a velocidad desenfrenada a sus carros y caballos y continuaban marchando a paso cadencioso, al redoble martilleante de los tambores.
La segunda unidad de arqueros agrianos lanzó sus saetas en dirección a los aurigas diezmándolos; otros, a caballo, persiguieron a cuantos habían pasado a través de las filas para abatirlos por detrás a golpes de jabalina. Pero entretanto, en el punto más avanzado, la caballería pesada escita y bactriana mandada por Beso empujaba hacia atrás a los escuadrones de los pezetairoi, demasiado inferiores en número, y comenzababa a extenderse con una amplia maniobra envolvente hacia el extremo derecho, donde avanzaban los aliados griegos que, apenas vieron a los jinetes bárbaros avanzar a rienda suelta hacia ellos, gritaron:
Alalalài!
y apretaron filas, cerrando los espacios entre hombre y hombre y presentando un muro de escudos y de lanzas. En aquella confusión de gritos y relinchos, Alejandro empujó a Bucéfalo al trote, casi caracoleando a través de la llanura. A su lado, un abanderado sostenía el estandarte argéada, color rojo fuego con la estrella de oro que centelleaba al sol ya alto.
Llegó el sonido de otros toques por la izquierda y una nueva avalancha de jinetes partos, hircanios y medos se lanzaron hacia delante a toda velocidad para introducirse entre los batallones de Pérdicas y Meleagro y los de cola de Simias y Parmenión. ¡Los mandaba Maceo! Irrumpieron a través de las filas de la infantería y se dirigieron como un río en crecida hacia el campamento. Parmenión gritó a Crátero:
—¡Párales! ¡Lanza a los tesalios!
Y Crátero obedeció. Hizo un gesto al trompetero y éste tocó carga para los dos escuadrones de caballería tesalia que avanzaban separados por el extremo izquierdo, como última reserva. Los tesalios se lanzaron en dirección a las tropas de Maceo y entablaron un furibundo combate; Parmenión mandó un destacamento de escuderos e incursores para hacerles frente.
—¡Tratan de liberar a la familia real! —gritó—. ¡Paradles como sea!
En aquel momento, la parte terminal del ala izquierda era un único revoltijo de infantes y caballos empeñados en una lucha espantosa y cruel, donde cada uno trataba de infligir al enemigo las heridas más devastadoras, luchando por cada palmo de terreno con salvaje furor.
Alejandro oyó el sonido desesperado de las trompas, pero no se echó atrás. Miró al abanderado y le hizo gesto de levantar el estandarte para que todos lo vieran. A continuación lanzó su grito de guerra, tan potente y agudo como para superar el fragor del combate que arreciaba alrededor de él por todas partes. Bucéfalo piafó, relinchó y, empujado por los gritos cada vez más fuertes del rey, se lanzó a una carga furibunda martilleando la tierra con sus cascos de bronce, resoplando como una fiera. La Punta voló tras él, lanzada en un galope arrollador. Cinco esquadrones de hetairoi se abrieron en cuña detrás de La Punta, recorriendo el llano hacia el punto en el que el centro persa había quedado separado de la propia ala derecha, ocupada en la vasta maniobra de envolvimiento.
—¡Adelante! —gritaba Alejandro—. ¡Adelante!
Y, tras desenvainar la espada, se arrojó sobre el flanco de la guardia de los Inmortales que defendía la cuadriga imperial. La caballería macedonia al completo se mantuvo detrás arrollando a quienquiera que intentase entremeterse. Era tal la velocidad de Bucéfalo y su masa que cualquiera que lo tocase, aunque no fuera más que lateralmente, era arrojado al suelo por el impacto y el peso del gigantesco semental recubierto de cuero y de bronce. Mandada por el rey, La Punta realizó una amplia conversión; luego se colocó en un frente más amplio, en cuatro líneas flanqueadas a derecha e izquierda por los escuadrones de los hetairoi, y se precipitó como una avalancha de hierro sobre el flanco y la retaguardia del centro persa.
Pero, entretanto, el campamento macedonio parecía casi perdido y los jinetes medos y ciseos de Maceo corrían por todas partes prendiendo fuego, destruyendo, devastándolo todo, mientras que otro grupo se dirigía hacia los alojamientos de las mujeres. Los tesalios combatían como leones, pero, numéricamente inferiores, comenzaron a ceder terreno empujados hacia atrás por las escuadras hircanias. Parmenión no conseguía comprender ya cuál sería el desenlace del choque y se batía él mismo con la espada y el escudo, como un joven en pleno vigor juvenil. De repente, viendo un mensajero que pasaba cerca de él, gritó:
—¡Corre! ¡Corre hasta donde está Alejandro y dile que no podemos conseguirlo, que necesitamos ayuda! ¡Rápido! ¡Vamos! ¡Corre!
Y el hombre se fue volando sobre su caballo. Saltó por encima de carros derribados y travesaños arrancados y quemados, pasó por en medio de los guerreros enzarzados en la feroz lid y llegó hasta la explanada central, libre aún, empujando el caballo hacia el punto en que, en lontananza, entreveía el estandarte argéada ondear en medio de una reyerta furibunda.
Embestida de lleno por detrás y por el flanco, la guardia de Darío, apoyada por un nutrido contingente de mercenarios griegos, reaccionó con valor, pero fue pronto desbaratada por el ataque arrollador de la cuadrilla de Alejandro. Al lado del rey, Hefestión empuñaba la maciza lanza hacia ellos, Leonato hacía voltear en el aire la pesada hacha chorreante de sangre y Tolomeo y Lisímaco asestaban furiosos mandobles con la espada y el sable tracio protegiéndole los flancos y rechazando el contraataque continuo y rabioso de los mercenarios griegos y de los Inmortales persas. El combate continuó encarnizadamente porque nadie quería ceder, pensando que aquella era la última ocasión para rechazar al enemigo y salvar la vida y la patria.
En el ala izquierda, la caballería de Beso se había estrellado contra la masa de la infantería pesada griega, pero seguía lanzando asalto tras asalto, a oleadas, como cachones que rompiesen contra las rocas. Las secciones extremas, tras rodear la formación griega, se enfrentaban a los tracios que defendían el lado derecho del campamento, ya en gran parte en manos del enemigo.
En efecto, en el ala izquierda, la situación era desesperada. Parmenión y los suyos estaban casi rodeados, pero Pérdicas, Meleagro y los demás no podían socorrerles porque habían recibido la señal de cargar contra el centro de Darío frontalmente, con las lanzas abatidas, mientras que la caballería del rey continuaba presionando por detrás y por el flanco.
Maceo alcanzó la tienda de la reina madre y se arrodilló jadeante:
—¡Gran Madre! —dijo—, ¡rápido, sígueme! Ahora o nunca podrás reconquistar la libertad y tu autoridad de soberana, uniéndote a tu augusto hijo!
Pero la reina no se movió. Permaneció sentada en su trono, inmóvil.
—No puedo seguirte. Soy demasiado vieja para montar a caballo. Déjame que espere el resultado de esta jornada, de acuerdo a la voluntad de Ahura Mazda. ¡Vamos, no pierdas tiempo! Llévate contigo a las concubinas reales y a sus hijos, si lo consigues.
Maceo le suplicó de nuevo:
—¡Te lo suplico, Gran Madre, te lo suplico!
Pero fue inútil. La reina no se movió.
A escasa distancia, un jovencísimo guerrero irrumpía en aquel momento en otra tienda, aquella en que Barsine esperaba el término de aquel espantoso enfrentamiento. Se quitó el yelmo liberando su cabellera reluciente y gritó:
—¡Madre! ¡Rápido! ¡He venido a liberarte! ¡Rápido, vámonos! ¡Coge un caballo y vámonos! ¿Dónde está mi hermano?
—¡Eteocles! —gritó Barsine trastornada de verle—. ¡Hijo!
Y se precipitó para abrazarle, pero en aquel mismo instante dos agrianos llegaron a la carrera empuñando unos largos cuchillos: habían recibido orden de que ninguno tocara a la mujer de Alejandro. Eteocles se plantó delante de ellos desenvainando la espada de su padre y trató de rechazarles, pero no era más que un muchacho y sus golpes no tenían fuerza. Uno de los agrianos le hirió en el brazo y le hizo caer el arma, mientras que el otro le asestaba el golpe mortal. Barsine se arrojó hacia delante gritando:
—¡No! ¡Es mi hijo! —Y recibió de lleno el golpe de la hoja, que penetró en su pecho y la derribó. Eteocles, aunque herido, se arrojó sobre los enemigos y blandió valerosamente el puñal, pero su adversario esquivó el golpe y respondió con precisión mortífera. El muchacho se abatió sobre el cuerpo exánime de la madre exhalando sobre ella el último aliento.
Ahora los valerosos tesalios habían sido empujados fuera del campamento y las tropas de Maceo se disponían a converger hacia el centro del campo de batalla para sorprender por la espalda a la infantería de los hetairoi y los tracios que aguantaban aún el embate de los jinetes de Beso. La batalla estaba ganada para ellos, pero de repente resonó un toque de trompa y luego el grito de miles de guerreros:
Alalalài!
Desde el camino en dirección al río llegaban en aquel momento tres escuadrones de caballería tesalia y macedonia enrolados recientemente, que habían cruzado el vado durante la noche. Crátero, ya herido en un brazo y extenuado por el combate, apenas los divisó empuñó un estandarte para que le vieran y gritó:
—¡Soldados, a mí!
Luego aferró las bridas de un caballo sin jinete que pasaba por delante de él, saltó sobre la silla y corrió a su encuentro. Se habían abierto en un amplio frente y avanzaban a paso de carga. Crátero se puso a su cabeza mandándoles contra los medos y los hircanios, contra los ciseos y los asirios de Maceo y entablando un nuevo duelo demoledor.
Las tornas de la batalla comenzaban a cambiar: Alejandro avanzaba cada vez más amenazante hacia el centro enemigo y Darío aparecía ya a la vista montado en su carro de guerra. El rey macedonio desató de la trabilla una jabalina y apuntó. Protegido por sus compañeros, lanzó con gran fuerza pero falló, golpeando sin embargo de lleno al auriga, que cayó al suelo muerto. Los caballos echaron a correr ya sin guía hacia el borde norte del campo y Darío, tras aferrar las riendas, los fustigaba empujándoles al galope fuera de la batalla. Los Inmortales, despreocupados de la huida del rey, siguieron batiéndose con increíble encarnizamiento aun a sabiendas de que no iban a tener escapatoria, y sólo mediada la tarde comenzaron a ceder, extenuados por el cansancio. Otras muchas unidades, habiéndose difundido la noticia de que el Gran Rey había muerto, habían huido. A Beso, en cambio, se le acercó un correo que le anunció que Darío había abandonado el campo de batalla e interrumpió de repente los ataques contra los griegos del ala izquierda. Temiendo que la tiara imperial acabara en manos de los macedonios, se lanzó con sus jinetes detrás del rey en fuga, quizá para protegerle, quizá para convertirse, dado el cariz que tomaban los acontecimientos, en el único árbitro de su destino. En aquel momento Maceo, que había estado a un paso de la victoria, atrapado entre los tesalios y los macedonios llegados de refuerzo y los batallones de Pérdicas y de Parmenión que habían reanudado el contraataque, rodeado por todas partes, se rindió.