Filipo se lavó las manos y comenzó a cambiar los tapones y vendajes de las heridas de Alejandro. Habían pasado cinco días desde su cruel ensañamiento con Batis y el rey estaba aún trastornado por lo que había hecho.
—Creo que actuaste bajo los efectos del fármaco que te había administrado. Es probable que te quitara el dolor, pero desencadenó en ti otras fuerzas que no fuiste capaz de controlar. Yo no podía prever… nadie hubiera podido hacerlo.
—Me he ensañado con un hombre que no estaba en condiciones de defenderse, un hombre que merecía respeto por su valor y fidelidad. Seré juzgado por esto…
Eumenes, sentado al lado de Tolomeo en un escabel en el otro lado del catre, se puso en pie y se acercó.
—No puedes ser juzgado como cualquier otro mortal —dijo—. Has ido más allá de todo límite, has recibido unas heridas espantosas, has soportado dolores que nadie habría sido capaz de soportar, has vencido en enfrentamientos en los que ningún otro hubiera osado comprometerse.
—Tú no eres como el resto de los mortales —continuó Tolomeo—. Eres como Hércules y Aquiles. Has dejado atrás todas las condiciones y reglas que rigen la vida de los demás humanos. No te atormentes, Alejandro. Si Batis te hubiera tenido en su poder, te habría reservado padecimentos más atroces aún.
Entretanto Filipo había terminado de limpiar sus heridas y de cambiar el vendaje y le suministraba una infusión para calmarle y aplacar su dolor. Tan pronto como Alejandro se hubo amodorrado, Tolomeo se sentó cerca de él, mientras que Eumenes siguió a Filipo fuera de la tienda. El médico comprendió enseguida que tenía algo que decirle en privado.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—Ha llegado una mala noticia —repuso el secretario—. El rey Alejandro de Epiro cayó en una emboscada en Italia y fue muerto. La reina Cleopatra está destrozada y no sé si entregarle su misiva al rey.
—¿La has leído?
—No abriría jamás una carta sellada destinada a Alejandro. Pero el mensajero estaba enterado y me ha puesto al corriente.
Filipo meditó unos momentos.
—Es mejor que no. Su estado de ánimo y físico es aún muy delicado. Ésta noticia le hundiría en el más sombrío desconsuelo. Es mejor esperar.
—¿Hasta cuando?
—Ya te lo diré yo, si confías en mí.
—Confío. ¿Cómo está?
—Sufre espantosamente, pero se curará. Tal vez tengas tú razón y no sea un hombre como los demás.
También Barsine sufría en aquellos días, presa del remordimiento de haber traicionado la memoria de su esposo. No se resignaba a la idea de haber cedido ante Alejandro, pero al mismo tiempo sabía lo mucho que padecía y habría deseado estar con él. Tenía una nodriza, una buena anciana de nombre Artema que había estado siempre a su lado y que había notado lo mucho que había cambiado últimamente y lo alterada que parecía.
Una noche se le acercó y le preguntó:
—¿Por qué te atormentas, hija mía?
Barsine bajó la cabeza llorando en silencio:
—Si no quieres decírmelo, no puedo obligarte a hacerlo —observó la anciana, pero Barsine sentía el deseo de confiarse con una persona amiga y terminó diciendo:
—He cedido a Alejando, nodriza. Cuando volvió del campo de batalla, le oí gritar y gemir atormentado por un sufrimiento atroz y no fui capaz de resistir. Ha sido bueno conmigo y con mis hijos y sentía que tenía que ayudarle en ese momento… Me acerqué a él y le limpié el sudor de la frente, le acaricié… Para mí no era nada más que un muchacho encedido por la fiebre, trastornado por pesadillas espantosas, por imágenes de sangre y de horror. —La mujer le escuchaba, atenta y pensativa—. Pero de repente me atrajo hacia sí, me abrazó con una fuerza irresistible y yo no fui capaz de rechazarle. No sé cómo pasó… —murmuró con voz que le temblaba—. No sé. Su cuerpo martirizado emanaba una especie de perfume misterioso y su mirada enfebrecida tenía una intensidad insoportable.
Estalló en lágrimas.
—No llores, niña mía —la consoló la nodriza—. No has hecho nada malo. Eres joven, y la vida reclama en ti sus derechos. Además, eres una madre que ha caído con sus hijos en poder de unos enemigos extranjeros. Tu instinto te impulsa a unirte al hombre que tiene poder sobre todos y puede proteger a tus hijos contra quien sea.
»Éste es el destino de toda mujer hermosa y deseada. Sabe que será presa y sabe que únicamente ofreciendo amor y sufriendo el acoso del varón puede esperar salvación y protección para sí y para sus criaturas. —Barsine seguía llorando cubriéndose el rostro con las manos—. Pero el hombre que te ha hecho suya es un joven de gran apostura, que siempre te ha dado muestras de gentileza de espíritu y de respeto, que ha demostrado ser merecedor de tu amor. Por esto sufres, porque conviven en ti, al mismo tiempo, dos sentimientos profundos y terribles: el amor por un hombre que no existe ya, y que por tanto no tendría razón de ser pero que se niega a morir, y el amor inconsciente por un hombre al que rechazas, porque es un enemigo y en cierto modo causa de la muerte del marido que amabas. No has hecho nada malo. Si ves nacer un sentimiento, no lo reprimas, porque nada sucede en el corazón humano que no sea por voluntad de Ahura Mazda, el fuego eterno, origen de todo fuego celestial y terreno. Pero recuerda, Alejandro no es como los demás hombres. Es como el viento que pasa y se va. Y nadie puede aprisionar el viento. No cedas al amor, si sabes que no puedes soportar la separación.
Barsine se secó las lágrimas y salió al aire libre. Hacía una bonita noche de luna, y la irradiación del astro dibujaba una larga estela plateada sobre las tranquilas aguas. A no mucha distancia se alzaba el pabellón del rey y las llamas de los velones proyectaban sobre las tiendas su sombra inquieta y solitaria. Se fue hacia el mar hasta que le llegó el agua a las rodillas y de pronto le pareció percibir su perfume y oír su voz que susurraba:
—Barsine.
No era posible, y sin embargo estaba detrás de ella, tan cerca como para rozarla con su respiración.
—He soñado, no sé cuándo —le dijo quedamente—, que me concedías tu amor, que acariciaba todo tu cuerpo, que te poseía dulcemente. Pero al despertar me he encontrado esto en mi lecho. —Dejó caer un pañuelo de biso azul que se confundió con las olas—. ¿Es tuyo?
—No era un sueño —respondió Barsine sin volverse—. Entré porque te oía gritar a causa del sufrimiento y me senté cerca de ti. Tú me abrazaste con una fuerza invencible y yo no fui capaz de rechazarte.
Alejandro le apoyó las manos en los costados y la hizo volverse hacía él. La luz lunar le bañaba el rostro de una palidez marfileña y centelleaba en el fondo de la sombra de su mirada.
—Ahora puedes, Barsine. Ahora puedes rechazarme mientras te pido que me recibas entre tus brazos. En pocos meses he sufrido e infligido toda suerte de heridas, he traicionado todos mis pensamientos de la adolescencia, he tocado el fondo de todos los abismos, he olvidado que una vez fui niño, que tuve un padre, una madre. El fuego de la guerra me ha abrasado el corazón y yo vivo viendo a cada instante la muerte que cabalga a mi lado sin conseguir nunca asestarme el golpe. En esos momentos siento qué significa volverse inmortal y esto me llena de espanto y temor. No me rechaces, Barsine, ahora que mis manos acarician tu rostro, no me niegues tu calor, tu abrazo.
Su cuerpo estaba marcado como un campo de batalla: ni una sola parte de su piel se hallaba libre de arañazos, cicatrices, escoriaciones. Únicamente su rostro estaba maravillosamente intacto, y los largos cabellos le caían blandamente sobre los hombros encuadrándoselo con una gracia triste e intensa.
—Ámame, Barsine —le dijo atrayéndola hacia sí, estrechándola contra su pecho.
La luna se ocultó detrás de las nubes que avanzaban por poniente y él la besó con pasión. Barsine respondió a aquel beso como si de repente se hubiera visto envuelta por las llamas de un incendio, pero en aquel mismo momento advirtió en el fondo de su corazón la mordedura de una oscura desesperación.
El ejército se puso nuevamente en marcha, en dirección al desierto, tan pronto como el rey estuvo en condiciones de viajar. Después de siete días llegaron a la ciudad de Pelusio, en la entrada de Egipto, en la margen este del delta del Nilo. El gobernador persa, sabedor de que estaba completamente aislado, hizo acto de sumisión y puso la región y el tesoro real a disposición de Alejandro.
—¡Egipto! —exclamó Pérdicas contemplando desde las torres de la fortaleza los inmensos campos que se extendían hasta donde alcanzaba la vista, las lentas aguas del río, los penachos oscilantes de los papiros a lo largo de los taludes de los canales, las palmeras cargadas de dátiles, gruesos ya como nueces.
—Yo no creía siquiera que existiera en realidad —observó Leonato—. Pensaba que era una de tantas fábulas que nos contaba el viejo Leónidas.
Una muchacha con la cabeza cubierta por una peluca negra y con los ojos pintados con bistre, envuelta en un vestido de lino tan ceñido que hubiérase dicho que estaba desnuda, sirvió a los jóvenes conquistadores vino de palma y dulces.
—¿Sigues convencido de no soportar a los egipcios? —preguntó Alejandro a Tolomeo que seguía con ojos admirativos a la muchacha.
—Tan convencido ya no —replicó Tolomeo.
—¡Mira, mira allí, en medio del río! ¿Qué son esos monstruos? —gritó de pronto Leonato señalando un rebullir de agua y de lomos escamosos que relucían al sol unos pocos instantes antes de desaparecer.
—Cocodrilos —explicó el intérprete, un griego de Naucratis llamado Aristoxenos—. Los hay por todas partes, no lo olvidéis. Bañarse en estas aguas puede ser extremadamente arriesgado. Por ello andaos con mucho cuidado porque…
—¿Y ésos? ¡Mirad ésos! —gritó de nuevo Leonato—. ¡Parecen cerdos enormes!
—Ippopotamoi; nosotros los griegos les llamamos así —explicó de nuevo el intérprete.
—«Caballos de río» —observó Alejandro—. Por Zeus, creo que Bucéfalo se ofendería si supiera que llaman «caballos» también a esas bestias.
—Es una forma de hablar —replicó el intérprete—. No son peligrosos porque se alimentan de hierbas y algas, pero son capaces de derribar una barca con su enorme mole y entonces quien cae en el agua puede ser presa de los cocodrilos.
—Un país peligroso —comentó Seleuco, que hasta aquel momento había admirado en silencio el espectáculo—. Y ahora ¿qué crees que sucederá? —preguntó luego vuelto hacia Alejandro.
—No lo sé, pero creo que podremos ser recibidos amistosamente, si somos capaces de comprender a esta gente. Me han dado la impresión de ser un pueblo amable y prudente, pero muy orgulloso.
—Así es —confirmó Eumenes—. Egipto no ha tolerado jamás a ningún dominador y los persas nunca lo han entendido. Han puesto siempre un gobernador con sus tropas mercenarias en Pelusio y esto no ha provocado más que revuelta tras revuelta, todas reprimidas sangrientamente.
—¿Y por qué habría de ser distinto con nosotros? —preguntó Seleuco.
—Habría podido serlo también para los persas, de haber respetado su religión y si el Gran Rey se hubiera hecho aceptar como faraón de Egipto. En un cierto sentido, es una simple cuestión de forma.
—¿Una cuestión… de forma? —repitió Tolomeo.
—Por supuesto —apostilló Eumenes—. De forma. Un pueblo que vive para los dioses y para el Más Allá, un pueblo que gasta su enorme riqueza exclusivamente en importar incienso que quemar en los templos concede seguramente muy alto valor a las formas.
—Creo que tienes razón —aprobó Alejandro—. En cualquier caso, pronto lo descubriremos. Mañana debería llegar nuestra flota, tras lo cual remontaremos el Nilo hasta Menfis, la capital.
Las naves de Nearco y de Hefestión echaron el ancla en la entrada del ramal oriental del Delta dos días después y el soberano y sus compañeros viajaron por el Nilo hasta alcanzar Heliópolis y luego Menfis, mientras el ejército seguía por vía terrestre.
Avanzaron en fila por el gran río delante de las pirámides, que relucían cual diamantes bajo el sol que caía a plomo, y delante de la gigantesca esfinge, echada desde hacía milenios vigilando el sueño de los grandes reyes.
—Según Heródoto, treinta mil hombres emplearon treinta años en erigirla —explicó Aristoxenos.
—¿Y crees que es cierto? —preguntó Alejandro.
—Yo creo que sí, aunque en este país se cuentan más historias que en cualquier otra parte del mundo, simplemente porque se han acumulado muchas en el curso de los años.
—¿Es cierto que en el desierto oriental hay serpientes aladas? —preguntó de nuevo Alejandro.
—No lo sé —respondió el intérprete—. No he estado nunca allí, pero es ciertamente uno de los lugares más inhóspitos de la tierra. Pero, mira, nos estamos acercando al embarcadero. Aquéllos que ves delante de todos con la cabeza rapada son los sacerdotes del templo de Zeus Amón. Trátalos con respeto, pues podrían evitarte muchos esfuerzos y mucha sangre.
Alejandro asintió y se preparó para bajar. Apenas hubo desembarcado, se acercó a los sacerdotes en actitud de reverencia y pidió ser conducido enseguida al templo para rendir culto al dios.
Los sacerdotes se miraron unos a otros intercambiando unas pocas palabras en voz baja, luego respondieron con una cortés inclinación y se encaminaron en procesión hacia el grandioso santuario, entonando un himno religioso acompañado del sonar de las flautas y de las arpas. Una vez llegados delante del atrio con columnas, se abrieron en abanico como para invitar a Alejandro a entrar. Y Alejandro entró, solo.
Los rayos del sol que penetraban por un orificio del techo atravesaban una densa nube de incienso que ascendía de un pebetero de oro situado en el centro, pero el resto del santuario apenas si se distinguía en la oscuridad. En un pedestal de granito se alzaba la estatua del dios con la cabeza de carnero, los ojos de rubí y los cuernos chapados en oro. Alejandro miró a su alrededor: el templo parecía completamente desierto y en el silencio del mediodía el alboroto que llegaba del exterior parecía perderse enseguida en medio del bosque de columnas que sostenían el techo de madera de cedro.
De pronto pareció que la estatua se moviera: los ojos de rubí brillaron como animados por una luz interior y una voz profunda y vibrante resonó en la gran sala hipóstila.
—El último soberano legítimo de este país hubo de refugiarse en el desierto veinte años atrás para no regresar jamás. ¿Eres acaso tú su hijo, que se dice nació lejos del Nilo y al que esperamos desde hace años?
Alejandro comprendió en aquel momento todo lo que había oído decir sobre Egipto y sobre el alma de su pueblo y respondió con voz firme:
—Lo soy.
—Si lo eres —prosiguió entonces la voz—, demuéstralo.
—¿Cómo? —preguntó el rey.
—Sólo el diós Amón puede reconocerte como hijo, pero él habla únicamente a través del oráculo de Siwa, que se alza en el corazón del desierto. Es allí a donde deberás ir.
«Siwa», pensó Alejandro. Y recordó una historia que le contaba su madre de niño, la historia de dos palomas liberadas por Zeus al comienzo de los tiempos: una había ido a posarse sobre un roble en Dodona y la otra sobre la palma de Siwa, y desde entonces había comenzado a pronunciar profecías. También le había dicho que le había sentido moverse por primera vez en su vientre al dirigirse al oráculo de Dodona y que su próximo nacimiento, un nacimiento divino, se produciría cuando visitara el otro oráculo, el de Siwa.
La voz se apagó y Alejandro salió de la gran sala oscura, reapareciendo a la luz del sol en medio del alborozo de cantos e himnos sacros.
Fue conducido a su presencia el toro Apis y le rindió homenaje coronándole la frente de guirnaldas; luego ofreció él mismo el sacrificio de un antílope al dios Amón.
Los sacerdotes, admirados por su piedad, se le acercaron y le ofrecieron las llaves de la ciudad y Alejandro ordenó que se pusieran inmediatamente en marcha los trabajos de restauración del templo, que aparecía dañado en varios puntos.