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La noticia corrió como un rayo por el campamento, de boca en boca, sembrando el pánico:

—¡Ha muerto el rey! ¡Ha muerto el rey!

—¿De qué?

—¡Se ha ahogado!

—No, le han envenenado.

—Un espía persa.

—¿Y dónde está?

—No se sabe. Ha huido.

—Entonces, persigámosle. ¿De qué lado se ha ido?

—¡Esperad, esperad, ahí vienen Hefestión y Tolomeo!

—Y está también con ellos Filipo, el médico del rey.

—¡Entonces no ha muerto!

—¿Y yo qué sé? A mí me han dicho que había muerto.

Los soldados se agolparon enseguida en torno a los tres que trataban de abrirse paso entre el gentío en dirección a la puerta del campamento.

Un grupo de «portadores de escudo» de guardia formó para permitirles recorrer rápidamente el espacio que separaba la tienda de Filipo de la puerta.

—¿Qué ha sucedido? —preguntaba el médico.

—Acabábamos de comer —comenzó diciendo Hefestión.

—Y hacía un calor insoportable —continuó Tolomeo.

—¿Y bebisteis también? —preguntó Filipo.

—El rey estaba de buen humor y se mandó al coleto «la copa de Hércules».

—Media ánfora de vino —rezongó el médico.

—Sí —hubo de admitir Tolomeo—. Luego dijo que no podía soportar más ese calor y, al ver por la ventana la corriente del Cidno, va y grita: «¡Me voy a dar un baño!».

—¿Con el estómago lleno y caliente? —exclamó fuera de sí Filipo.

Mientras tanto habían llegado hasta los caballos. Montaron y los espolearon a toda velocidad hacia el río que distaba un par de estadios.

El soberano yacía en tierra a la sombra de una higuera. Le habían echado sobre una estera y cubierto con una manto. Estaba de un color terroso, tenía ojeras negras y las uñas azuladas.

—¡Maldición! —gritó Filipo saltando al suelo—. ¡Por qué no se lo habéis impedido! Éste hombre está más muerto que vivo. ¡Apartaos, apartaos!

—Pero si nosotros… —balbuceó Hefestión.

Y no consiguió acabar la frase. Se volvió hacia el tronco del árbol para ocultar sus lágrimas.

El médico desnudó a Alejandro y aplicó su oído en el pecho. Se oía latir el corazón, pero muy débilmente y con latido inseguro. Le volvió a cubrir enseguida.

—¡Rápido! —ordenó vuelto hacia uno de los «portadores de escudo»—. Corre a casa del rey, y avisa a Leptina de que prepare un baño caliente y dile que ponga a calentar agua metiendo en ella estas hierbas que voy a darte y en estas exactas proporciones. —Tomó de la bolsa una tablilla y un estilo y garrapateó apresuradamente una receta—. ¡Y ahora, vamos! ¡Corre como el viento!

Hefestión se adelantó.

—¿Qué podemos hacer nosotros?

—Preparad enseguida un armazón de cañas y sujetadlo a los arreos de dos acémilas. Hemos de llevarle a casa.

Los soldados desenvainaron sus espadas, cortaron un haz de cañas en la orilla del río e hicieron lo que se les había ordenado. A continuación levantaron con delicadeza al rey y le acomodaron sobre las angarillas cubriéndole con un manto.

El pequeño cortejo se puso en movimiento con Hefestión a la cabeza, que sujetaba los dos caballos por el ronzal para marcar el paso.

Leptina les recibió con ojos abiertos como platos y llenos de angustia, sin atreverse a preguntar nada a nadie; vio al soberano y le bastó una mirada para darse cuenta de su estado. Se dirigió a toda prisa hacia la estancia del baño seguida por los porteadores, mordiéndose los labios para no llorar.

El rey no daba casi señales de vida: hasta sus labios estaban ahora lívidos y las uñas casi negras.

Hefestión se arrodilló y le levantó: la cabeza y los brazos volvieron a caer hacia atrás como los de un cadáver.

Filipo se acercó.

—Depositadlo en la pila. Despacio. Sumergidlo poco a poco.

Hefestión barbotó algo entre dientes, tal vez juramentos, o maldiciones.

Entretanto habían llegado todos los compañeros y se habían colocado alrededor, manteniéndose un tanto distantes para no estorbar la labor de Filipo.

—Yo le dije que no se echara al agua tan acalorado y atiborrado, pero él no me hizo el menor caso —bisbiseó Leonato a Pérdicas—. Me respondió que lo había hecho mil veces y que nunca le había pasado nada.

—Siempre hay una primera vez —replicó Filipo volviéndose hacia atrás—. Sois unos desgraciados, unos canallas. ¿Queréis enteraros de una vez por todas que ahora sois adultos? ¿Que tenéis la responsabilidad de una nación entera? ¿Por qué no se lo habéis impedido? ¿Por qué?

—Pero si nosotros intentamos… —trató de justificarse Lisímaco.

—¡No habéis intentado nada, que un mal rayo os parta a todos! —imprecó entre dientes Filipo poniéndose a masajear el cuerpo del rey—. ¿Sabéis por qué ha pasado esto, eh? ¿Lo sabéis? No, no lo sabéis. —Los jóvenes estaban con la cabeza gacha, como niños delante del preceptor—. Éste río corre lleno de agua de las nieves del Tauro que se derriten con los calores del verano, pero su curso es tan corto y tan pronunciado su cauce que no les da tiempo de calentarse y llegan al mar heladas, como recién salidas del ventisquero. ¡Es como si se hubiera sepultado desnudo en medio de la nieve!

Entretanto Leptina se había arrodillado al lado de la pila y esperaba a que el médico le diera órdenes.

—Sí, magnífico, ayúdame también tú. Masajéalo así, desde el estómago hacia arriba, despacio. Tratemos de volver a activarle la digestión.

Hefestión se acercó y apuntó contra él con el dedo.

—Escucha, él es el rey, hace lo que se le antoja y tú debes curarle. ¿Has comprendido? ¡Debes curarle y sanseacabó!

Filipo le miró directamente a los ojos.

—No me hables en ese tono porque no soy tu criado. Yo hago lo que hay que hacer y lo hago como me parece, ¿está claro? ¡Y ahora apártate y no molestes, vamos! —Luego, mientras todos se alejaban, agregó—: Menos uno. Basta que me ayude uno.

Hefestión se volvió.

—¿Puedo quedarme yo?

—Sí —gruñó Filipo—, pero quédate en ese asiento y no me molestes.

Entretanto el rey había recuperado un poco de color, pero seguía inconsciente y no abría los ojos.

—Hay que vaciarle el estómago —afirmó Filipo—. Enseguida. De lo contrario no saldrá de ésta. Leptina, ¿has preparado lo que te pedí?

—Sí.

—Entonces, tráemelo. Ya continúo yo con el masaje.

Leptina llegó con un recipiente lleno de un líquido de color verde intenso.

—Perfecto, ahora ayúdame —ordenó Filipo—. Tú. Hefestión, manténle abierta la boca, pues tiene que beberse esta decocción.

Hefestión se mostró muy solícito y el médico vertió el líquido en la boca a Alejandro, gota a gota.

El soberano no manifestó ningún signo de reacción durante un momento, pero acto seguido se estremeció y tuvo un conato de vómito.

—¿Qué le has dado? —preguntó Leptina espantada.

—Un vomitivo que está haciendo efecto y también un fármaco que provoque en su organismo ya resignado a la muerte una reacción.

Alejandro vomitó un buen rato, mientras Leptina le aguantaba la frente y los siervos, que habían acudido rápidamente, limpiaban el suelo bajo el baño. Luego cayó presa de violentas convulsiones que le sacudieron el pecho con ruidos y estertores.

El medicamento de Filipo era un potente fármaco: provocó una reacción violenta en el cuerpo del rey, pero le debilitó considerablemente. Salió del trance, pero hubo de someterse a una interminable convalecencia con frecuentes recaídas, acompañadas de fiebres pertinaces y dañinas que le consumían lentamente durante días y días.

Hicieron falta meses para ver una mejora y entretanto los hombres habían perdido los ánimos y decían que el soberano estaba muerto, aunque ninguno osaba darles la noticia. Finalmente, a comienzos del otoño, Alejandro pudo levantarse y aparecer ante sus tropas para infundirles ánimos, pero luego hubo de volver de nuevo a guardar cama.

Por fin comenzó a pasear por la habitación; Leptina iba detrás de él con la taza de caldo suplicándole:

—Bebe, mi señor, bebe que te sentará bien.

Filipo pasaba normalmente para su visita diaria al final de la jornada. El resto del tiempo se quedaba en el campamento porque varios soldados se habían enfermado por el cambio de clima y de alimentación. Muchos sufrían de diarrea, otros de fiebres, vómitos y náuseas.

Estaba una noche Alejandro sentado ante su mesa, donde había vuelto a despachar la correspondencia que le llegaba de Macedonia y de las provincias sometidas, cuando entró un correo y le entregó un mensaje sellado y reservado de parte del general Parmenión. El rey lo abrió, pero en aquel momento llegó Filipo.

—¿Cómo vamos hoy, señor? —le preguntó poniéndose inmediatamente a preparar la poción que tenía propósito de suministrarle.

Alejandro leyó de corrido el billete del viejo general que decía:

Parmenión al rey Alejandro, ¡salve!

Según informaciones llegadas a mi poder, tu médico Filipo ha sido corrompido por los persas y te está envenenando. Manténte en guardia.

Respondió:

—Bastante bien.

Y alargó la mano para tomar la copa con la medicina.

Con la otra alargó el billete a Filipo, que lo leyó mientras él ingería la poción.

El médico no se descompuso lo más mínimo, y cuando el rey hubo terminado puso el resto de la medicina en un vaso y dijo:

—Beberás otra dosis esta noche antes de irte a la cama. Mañana podrás empezar a comer algo sólido. Dejaré a Leptina las prescripciones para tu dieta. Síguelas escrupulosamente.

—Así lo haré —le aseguró el rey.

—Entonces, yo me vuelvo al campamento. Hay bastante gente enferma, ¿lo sabías?

—Sí, lo sé —repuso Alejandro—. Es un problema. Darío se está acercando, lo presiento. He de recuperar mis fuerzas sin falta. —Luego, mientras Filipo se despedía, preguntó—: ¿Quién crees que ha sido?

Filipo se encogió de hombros.

—No tengo ni idea. Pero hay algunos jóvenes cirujanos muy buenos y muy ambiciosos que pueden aspirar al cargo de médico privado del rey. Si me sucediera algo a mí, alguno de ellos podría ocupar mi puesto.

—Con sólo que me digas quiénes son, yo…

—Mejor no, señor. Dentro de no mucho tendremos necesidad de todos nuestros cirujanos y no sé siquiera si serán suficientes. Gracias, en cualquier caso, por la confianza —añadió, y salió cerrando la puerta detrás de sí.