Unos diez días después del acuartelamiento de Alejandro en la ciudad, al rey le fue anunciada una visita: un tal Eumolpo de Solos.
—¿Sabes quién es? —preguntó Alejandro a Eumenes.
—Claro que lo sé. Es tu mejor informador al este de la cadena del Tauro.
—Si es el mejor informador, ¿cómo es que yo no le conozco?
—Porque siempre trató con tu padre y… conmigo.
—Espero que me disculpes que despache ahora personalmente con él —observó Alejandro irónico.
—Por supuesto —se apresuró a responder Eumenes—. Yo sólo he tratado de evitarte pesadas molestias. Es más, si prefieres que me retire…
—No digas tonterías y hazle pasar.
Eumolpo no había cambiado mucho desde la ultima vez que el secretario le había visto en Pela, pero padecía siempre de frío, y como el mar había estado impracticable, había tenido que atravesar a lomo de mulo las montañas del interior cubiertas de nieve. Peritas gruñó apenas le vio cubierto con una gorra de piel de zorro.
—Qué preciosidad de perrito —observó Eumolpo con expresión preocupada—. ¿Muerde?
—No, siempre y cuanto te quites el zorro que llevas en la cabeza —replicó Eumenes.
El informador dejó la gorra sobre un escabel; Peritas le hincó el diente al punto y la masticó; estuvo escupiendo pelos durante todo lo que duró la charla.
—¿Qué noticias me traes? —preguntó Alejandro.
En primer lugar Eumolpo se deshizo en una serie de elogios y cumplidos por las brillantes campañas del joven rey, yendo luego al grano.
—Señor, tus gestas han sembrado el pánico en la corte de Susa. Los magos dicen que eres la encarnación del mismísimo Ahrimán.
—Es su dios del mal —explicó Eumenes con un cierto embarazo—. Un poco parecido a nuestro Hades, el señor de los infiernos.
—Mira, su dios es siempre representado como un león, y como tú llevas también el yelmo en forma de cabeza de león, la semejanza es muy impresionante.
—¿Y aparte de esto? —preguntó Alejandro.
—El Gran Rey confía enormemente en Memnón. Parece que le ha hecho entrega de dos mil talentos.
—Una suma enorme.
—Sí.
—¿Sabes a qué está destinada?
—A todo, creo. Enrolamiento de nuevos contingentes, corrupción, financiamiento de posibles aliados. Pero también he oído hablar de otros dineros, otros dos mil talentos, al parecer, que viajarían por vía terrestre hacia el interior de Anatolia.
—¿Y este dinero para qué serviría?
Eumolpo sacudió la cabeza.
—No tengo ni idea. ¿No está tu general en esa zona? Tal vez él cuente con una información más precisa…
Un pensamiento molesto pasó de pronto por la cabeza de Alejandro: ¿y si el Gran Rey hubiese tratado de corromper a Parmenión? Ahuyentó enseguida aquella sospecha, que le pareció indigna de él.
—¿Te consta que Memnón cuenta con el apoyo incondicional del Gran Rey?
—Absolutamente. No obstante, no son pocos los nobles en la corte que sienten una envidia tremenda por este extranjero, este griego al que el soberano ha confiado el mando supremo de sus tropas y conferido poder también sobre todos los gobernadores persas. Después del rey Darío, Memnón es el hombre más poderoso de Imperio persa. De todos modos, si me preguntas si por casualidad existen, o pueden alimentarse, conjuras contra él…
—Yo no te estoy diciendo nada semejante —cortó tajante Alejandro.
—Disculpa —replicó el informador—. No era mi intención ofenderte. Ah, hay otra cosa.
—Habla.
—Ha llegado a la corte la mujer de Memnón, Barsine, una mujer de impresionante belleza.
Alejandro sufrió un sobresalto apenas perceptible, que sin embargo no pasó por alto al ojo experto de Eumolpo.
—¿La conoces?
El rey no respondió; el secretario hizo un gesto a Eumolpo de que no insistiera sobre el tema y el informador prosiguió a partir del punto en que se había interrumpido.
—Estaba diciendo que es una mujer de impresionante belleza, piernas de gacela, senos de diosa, ojos de tiniebla. No me atrevo a imaginar la rosa de Pieria que tendrá entre los muslos… —Eumenes le hizo de nuevo señal de que lo dejara correr—. Y se ha traído con ella a sus hijos, dos guapos muchachos. Uno con un nombre griego que ha salido a la madre y el otro con un nombre persa que se parece al padre. ¿No es extraordinario? Hay quien piensa, en la corte, que el Gran Rey les ha querido tener como rehenes porque no se fía de Memnón.
—¿Y es cierto, según tú? —preguntó Alejandro.
—¿Quieres que te diga lo que de veras pienso?
—Es una pregunta superflua —comentó Eumenes.
—Cierto. Pues bien, yo no lo creo. En mi opinión, el rey Darío confía ciegamente en Memnón, precisamente porque es un jefe mercenario. Aunque Memnón no haya firmado un contrato, no ha faltado nunca a su palabra. Es un hombre de hierro.
—Lo sé —dijo Alejandro.
—Hay también otra cosa que deberías tener en cuenta.
—¿Es decir?
—Memnón domina el mar.
—Por el momento.
—Por supuesto. Ahora, como bien sabes, Atenas recibe todo su trigo del Ponto a través de los Estrechos. Si Memnón bloquease el tráfico comercial, la ciudad sufriría hambre y él podría obligarla a que cambiara de bando con toda la flota. Ello crearía el más poderoso ejército naval de todos los tiempos.
Alejandro bajó la cabeza.
—Lo sé.
—¿Y no te espanta?
—Yo no me espanto nunca por algo que no ha sucedido aún.
Eumolpo se quedó por un momento sin habla, luego prosiguió:
—No cabe duda, eres verdaderamente hijo de tu padre. De todas formas, por ahora parece que el Gran Rey haya decidido no moverse y dejar la más amplia libertad de acción al comandante Memnón. El duelo es entre vosotros dos. Pero si Memnón sucumbe, entonces el Gran Rey entrará en lucha, y con él Asia entera.
Pronunció aquellas palabras en un tono solemne que sorprendió a sus interlocutores.
—Te doy las gracias —dijo Alejandro—. Mi secretario general procederá a pagarte por tus servicios.
Eumolpo torció el gesto en una media sonrisa.
—A este propósito, rey, querría pedirte precisamente un modesto aumento de lo que me pagaba tu padre, cuya gloria sea eterna. Mi trabajo, dadas las circunstancias, se hace cada vez más difícil y arriesgado, y la idea de acabar empalado atormenta mis sueños, en otro tiempo mucho más tranquilos.
Alejandro asintió y le dirigió una mirada de inteligencia a Eumenes.
—Ya me ocuparé yo —dijo el secretario general, y acompañó a Eumolpo hasta la puerta.
El hombre echó una mirada desconsolada a cuanto quedaba de su confortable gorra de piel, saludó al rey con una inclinación y salió.
Alejandro le miró alejarse por el pasillo y pudo oír al informador que continuaba diciendo:
—Porque, si he de hacerme empalar, es un decir, prefiero el pájaro de un buen joven a las puntiagudas pértigas que preparan esos bárbaros.
Y a Eumenes que replicaba:
—Aquí no hay problemas para elegir, pues tenemos veinticinco mil…
El rey sacudió la cabeza y cerró la puerta.
Al día siguiente, viendo que seguía sin recibir noticias de Parmenión, decidió ponerse en marcha para afrontar el arriesgado paso sobre la costa que Hefestión le había descrito con tan espantosa eficacia.
Mandó por delante a los agrianos para que preparasen los clavos y cuerdas a los que los soldados pudieran sujetarse, pero el complejo aparato se reveló innecesario. El tiempo cambió de repente, el viento húmedo y borrascoso de poniente cesó y el mar se volvió calmo como una balsa de aceite.
Hefestión, que había acompañado a los agrianos y a los tracios, volvió atrás para referir que el sol estaba secando el paso y que no había ya peligro.
—Parece que los dioses te quieran ser propicios.
—Así parece —replicó Alejandro—. Tomémoslo como un buen auspicio.
Tolomeo, que cabalgaba inmediatamente detrás, al mando de la guardia personal, se volvió hacia Pérdicas:
—Puedo ya imaginarme qué es lo que escribirá Calístenes.
—Nunca había analizado el problema desde el punto de vista de los cronistas de esta empresa.
—Escribirá que el mar se ha retirado delante de Alejandro, reconociendo su realeza y poder casi divino.
—¿Y tú en cambio qué escribirás?
Tolomeo sacudió la cabeza.
—Déjalo así y sigamos. Queda aún un largo camino por recorrer.
Una vez superado el paso, Alejandro condujo al ejército hacia el interior, trepando por senderos escarpados cada vez más altos, hasta llegar a lo alto de aquellos despeñaderos cubiertos de nieve. Las aldeas eran dejadas normalmente en paz, a menos que sus habitantes les agredieran y se negasen a proporcionarles aquello que necesitaban. Luego, más allá del primer macizo, descendieron por el valle del río Eurimedonte, desde el que se podía volver a subir hacia el interior y hacia la meseta.
Era un valle bastante angosto, de escarpadas laderas rocosas rojas que contrastaban con el azul intenso de las aguas del río. Rastrojos amarillos se extendían por ambas orillas y en los pocos terrenos llanos que flanqueaban el arenal.
Avanzaron durante una jornada entera hasta que, a la caída del sol, se encontraron frente a una franja de terreno controlada por dos fortalezas gemelas que se alzaban sobre dos grandes puntas rocosas: detrás, sobre una loma, se entreveía una ciudad fortificada.
—Termeso —afirmó Tolomeo situándose al lado de Alejandro con su caballo e indicando la fortaleza enrojecida por los últimos rayos del sol.
Pérdicas se acercó al rey por el otro lado.
—No será fácil expugnar ese nido de águilas —observó preocupado—. Desde el fondo del valle hasta lo alto de las murallas debe de haber por lo menos cuatrocientos pies. Ni siquiera montando todas nuestras torres de asalto una sobre otra podremos llegar a esa altura.
Llegó Seleuco con dos oficiales de la caballería de los hetairoi.
—Yo sugeriría levantar el campamento, pues si seguimos adelante, podríamos acabar poniéndonos al alcance de sus disparos y no tenemos nada con que responder a sus lanzamientos.
—Está bien, Seleuco —se mostró de acuerdo el rey—. Mañana, con la luz del sol, veremos qué se puede hacer. Estoy seguro de que hay algún paso por alguna parte. Sólo se trata de encontrarlo.
En aquellos momentos, a sus espaldas, resonó una voz:
—Es mi ciudad. Una ciudad de magos y adivinos. Dejad que vaya yo.
El rey se volvió: era Aristandro, el hombre al que se había encontrado en la fuente cerca del mar leyendo una antigua inscripción ilegible.
—Salve, vidente —le saludó—. Acércate y dime qué intenciones tienes.
—Es mi ciudad —repitió Aristandro—. Una ciudad mágica que se alza en un lugar no menos mágico. Una ciudad donde también los niños saben interpretar las señales del cielo y las entrañas de las víctimas. Deja que vaya yo, antes de mover el ejército.
—Está bien, puedes ir. Nadie hará nada antes de que tú hayas vuelto.
Aristandro se despidió con un movimiento de cabeza y se encaminó a pie a lo largo del repecho que pasaba por debajo de las dos fortalezas gemelas. Al cabo de un rato, tras haber caído la noche, su manto lucía blanco como un fantasma solitario a lo largo de las laderas escarpadas de las peñas de Termeso.