22

Alejandro y Hefestión hubieran querido volver a partir en el día, pero ello no fue posible. Ada había hecho preparar para la noche un banquete suntuoso, invitando a todos los dignatarios de la ciudad. Muchos de ellos habían pagado una suma ingente con tal de tomar parte en él y habían traído presentes de gran valor para la reina, como si se tratara de una joven madre que hubiera traído al mundo a su primogénito.

Al día siguiente, los huéspedes fueron llevados a visitar la fortaleza y la ciudad y, por más que insistieron, no les fue posible marcharse antes de la tarde. A continuación, a Alejandro le costó convencer a su nueva madre de que le dejara partir: tuvo que explicarle con gran paciencia que, en fin de cuentas, estaba en guerra y que su ejército le esperaba en el camino de Halicarnaso.

—Lamentablemente —suspiró Ada en el momento de la despedida— no puedo darte ningún soldado, pues los que tengo apenas si me bastan para proteger la fortaleza. Pero te daré algo quizá más importante que los soldados…

Dio unas palmadas e inmediatamente aparecieron una docena de hombres con acémilas y carros llenos de sacos y cestas.

—¿Quiénes… quiénes son? —preguntó Alejandro alarmado.

—Cocineros, hijo mío. Cocineros, panaderos y pasteleros, los mejores que pueden encontrarse al este de los Estrechos. Necesitas comer bien, querido, con la de penalidades que has de pasar, la guerra, las batallas… No me es difícil imaginar el nivel y la calidad de tu alimentación. No me parece que los cocineros macedonios sean famosos por la calidad y refinamiento de sus platos. Imagino que te dan carne en salazón y pan no fermentado, cosas no fácilmente digeribles, y por ello he pensado que… —continuaba impertérrita la reina.

Alejandro la interrumpió con un gesto cortés.

—Eres muy amable, mamá, pero, sinceramente, no es de esto de lo que tengo necesidad. Una buena marcha nocturna es lo que hace falta para desayunar con apetito, y después de una jornada a caballo la cena es siempre más que buena, cualquier cosa que se saque a la mesa. Y cuando tengo mucha sed, el agua fresca es mejor que el más apreciado de los vinos. En verdad, mamá, me serían más un estorbo que otra cosa. Te lo agradezco, en cualquier caso, y hazte cuenta que los he aceptado.

Ada bajó la cabeza.

—Yo creía que te iba a gustar que me preocupase por ti.

—Lo sé —replicó Alejandro tomándole la mano—. Lo sé y te estoy agradecido. Pero déjame que yo viva como acostumbro a hacer. Te recordaré, en cualquier caso, con afecto.

Le dio un beso, luego montó a caballo y se alejó al galope ante la mirada de alivio de los cocineros, a quienes la perspectiva de la vida castrense no les hacía la menor gracia.

Ada se quedó mirándole hasta que desapareció, junto con su amigo, tras el recodo de una colina. Luego se volvió hacia el personal de cocina:

—¿Y vosotros qué hacéis aquí mano sobre mano? Vamos, id a trabajar. Mañana, antes del amanecer, quiero lo mejor de lo que sabéis hacer para mandárselo a ese muchacho y a sus amigos, dondequiera que se encuentren. ¿Qué madre sería yo, si no?

Los cocineros desaparecieron rumbo a sus ocupaciones, a desleír la harina, a amasar, a hornear, para preparar exquisiteces al nuevo hijo de su reina.

Al día siguiente y también al otro Alejandro se encontró, al despertar, un escuadrón de caballería caria que depositaba delante de su tienda fragantes panes hechos al horno, galletas crujientes, blandas pastas rellenas.

La cosa comenzaba a volverse embarazosa, y tanto sus compañeros como los soldados comenzaron a hacer chanzas sobre ello. Alejandro decidió resolver entonces el problema de una vez por todas, aunque de mala gana. Al tercer día, cuando estaban ya cerca de Halicarnaso, reexpidió a hombres y alimentos sin tocar nada, con una misiva de su puño y letra:

Alejandro a Ada, su amadísima madre, ¡salve!

Te estoy sinceramente agradecido por las buenas cosas que me haces llegar todas las mañanas, pero he de rogarte, sintiéndolo mucho, que suspendas tales envíos. No estoy habituado a comidas tan refinadas, sino a una dieta rústica y sencilla. Y sobre todo no quiero disfrutar de privilegios que a mis soldados les están negados. Deben saber que su rey toma la misma comida y comparte los mismos riesgos que ellos.

Cuídate.

A partir de aquel momento cesaron las sofocantes atenciones de Ada y las operaciones militares se reanudaron a pleno ritmo. Una vez pasada Mílasa, Alejandro bajó hacia el sur y alcanzó de nuevo la costa recortada en una infinidad de pequeñas y grandes ensenadas, de penínsulas y promontorios. En determinados trechos los soldados avanzaban conjuntamente con la flota, que navegaba muy cerca, aprovechando la profundidad del fondo marino, tanto que a veces podían comunicarse de viva voz.

Al tercer día de marcha tras la partida de Mílasa, precisamente mientras el ejército se aprestaba a instalar el campamento cerca de la orilla del mar, un hombre se acercó a los centinelas y pidió ser conducido a presencia del rey. Alejandro estaba sentado en una roca de la playa, junto con Hefestión y sus compañeros.

—¿Qué deseas? —preguntó el rey.

—Me llamo Eufranores y vengo de Mindo. Mis conciudanos me han encargado decirte que la ciudad está dispuesta a recibirte y que tu flota podrá fondear en nuestro puerto, que está bien abrigado y defendido.

—La fortuna está de nuestra parte —dijo Tolomeo—. Un buen puerto es justo lo que necesitamos para descargar las naves y montar las máquinas de asedio.

Alejandro se volvió hacia Pérdicas.

—Ve con tus hombres a Mindo y prepara el atraque de nuestra flota. Luego manda a alguien a informarnos y yo haré dar aviso a nuestros navarcas.

—Pero, rey —objetó el enviado—, la ciudad esperaba poderte ver en persona, dispensarte un digno recibimiento y…

—Ahora no, mi buen amigo. Debo conducir a mi ejército lo más cerca posible de las murallas de Halicarnaso y quiero dirigir personalmente las operaciones. Por el momento, da las gracias a tus conciudadanos por el honor que me dispensan.

El hombre se despidió y Alejandro prosiguió su Consejo de guerra.

—En mi opinión, te equivocaste al devolverle las provisiones a la reina Ada —se guaseó Lisímaco—. Hubieran servido para sostenernos a la hora de afrontar un esfuerzo bélico semejante.

—Déjate de bromas —le cortó Tolomeo—. Si no he entendido mal, lo que Alejandro tiene en la mente hará que se te pasen dentro de poco las ganas de bromas.

—Lo mismo creo yo —confirmó Alejandro. Desenvainó la espada y comenzó a trazar signos en la arena—. Bien, esto es Halicarnaso. Se extiende alrededor de este golfo y tiene dos fortalezas. Una a la derecha y otra a la izquierda del puerto. De la parte del mar, así pues, es completamente inexpugnable. Y no sólo eso, puede ser reavituallada de continuo. Por tanto no podemos sitiarla, no podemos ponerle cerco.

—No, en efecto —se mostró de acuerdo Tolomeo.

—¿Qué sugieres tú, general Parmenión? —preguntó el rey.

—En una situación semejante, no tenemos elección. Nuestra única posibilidad es atacar por tierra, abrir una brecha e irrumpir en la ciudad hasta lograr apoderarnos del puerto. En ese momento la flota persa se verá excluida de todo el mar Egeo.

—Así es. Esto es exactamente lo que debemos hacer. Tú, Pérdicas, irás a Mindo mañana por la mañana y tomarás posesión de ella. Una vez haya entrado la flota en puerto, descargarás las piezas de las máquinas de guerra, las montarás y las harás avanzar hacia Halicarnaso por la parte de poniente. Allí estaremos nosotros esperando y preparando las explanadas para el emplazamiento de las torres de asalto y de los arietes.

—Está bien —asintió Pérdicas—. Entonces, si no tienes más órdenes, voy a dar instrucciones a mis hombres.

—Anda, pues, pero pasa a verme de nuevo antes de irte a la cama. En cuanto a vosotros —dijo volviéndose hacia sus otros compañeros—, cada uno tendrá asignada su propia posición cuando estemos a la vista de las murallas, es decir, mañana por la noche. Ahora volved a vuestras secciones y después de cenar, a ser posible, id a dormir enseguida, pues os esperan unas jornadas durísimas.

El Consejo se disolvió y Alejandro se puso a pasear solo por la orilla del mar, contemplando cómo el sol descendía incendiando las olas, mientras las muchas islas, grandes y pequeñas, se entenebrecían lentamente.

En aquella hora de la noche, con la perspectiva de una prueba tan dura ante sí, se sintió dominado por una aguda sensación de melancolía y recordó los años de su infancia, cuando todo era sueño y fábula y cuando su futuro se le antojaba como una larga cabalgata sobre un corcel alado.

Pensó en su hermana Cleopatra, que acaso estaba ya sola en el palacio de Butroto que caía a pico sobre el mar, pensó en la promesa que le había hecho de dedicarle un pensamiento cada día al caer la noche y esperó que ella pudiera oírle, que la brisa tibia le acariciase las mejillas como un beso ligero. Cleopatra…

Cuando volvió a entrar en su tienda, Leptina había encendido ya los velones y preparado la mesa.

—No sabía si habías invitado a alguien a cenar, por lo que he puesto la mesa sólo para ti.

—Has hecho bien. No tengo muchas ganas de comer.

Se sentó y le fue servida la cena. Peritas fue a echarse bajo la mesa en espera de las sobras. Afuera, el campamento hervía con el alboroto que acompañaba la hora de la cena y que precedía a la calma de la noche y al silencio del primer turno de guardia.

Entró en un determinado momento Eumenes con un pliego en la mano.

—Ha llegado un mensaje —anunció alargándoselo—. Es de tu hermana, la reina Cleopatra de Epiro.

—Qué extraño. Hace justo unos momentos, mientras paseaba por la orilla del mar, pensaba en ella.

—¿La echas de menos? —preguntó Eumenes.

—Mucho. Echo de menos su sonrisa, la luz de sus ojos, el timbre de su voz, el calor de su afecto.

—Aún la echa más de menos Pérdicas. Se dejaría cortar un brazo con tal de poderla estrechar con el otro… Entonces, me voy.

—No, quédate. Tómate un vaso de vino.

Eumenes se puso de beber y se sentó en un escabel, mientras Alejandro abría la carta y se ponía a leer.

Cleopatra a su amadísimo Alejandro, ¡salve!

No consigo imaginar dónde te llegará esta misiva mía, si en un campo de batalla, o en el ocio de un momento de descaso, o bien durante el asedio de una fortaleza. Te ruego, hermano mío adorado, que no te expongas inútilmente al peligro.

Todos hemos sabido de tus gestas y estamos orgullosos de ellas. Es más, mi marido está poco menos que celoso. Patalea, no ve llegar la hora de partir para igualar tu gloria. Yo, en cambio, quisiera que no se fuera nunca, porque tengo miedo de la soledad y porque es muy grato tenerle cerca en este palacio asomado al mar. A la puesta del sol, subimos a la torre más alta y contemplamos cómo el sol desciende sobre las olas hasta que todo se oscurece, hasta que asciende por el cielo la estrella vespertina.

Quisiera tanto escribir poesías, pero cuando leo la edición de Safo que me ha regalado mamá como consuelo para mi partida, me siento totalmente incapacitada para una empresa semejante.

Sin embargo, cultivo el canto y la música. Alejandro me ha regalado una doncella que toca maravillosamente la flauta y la cítara y me está enseñando con gran dedicación y paciencia. Cada día ofrezco sacrificios a los dioses para que te protejan.

¿Cuándo te volveré a ver? No pierdas los ánimos.

Alejandro cerró la carta e inclinó la cabeza sobre el pecho.

—¿Malas noticias? —preguntó Eumenes.

—Oh, no. Sólo que mi hermana es como esos pájarillos que son atrapados demasiado pronto en el nido: de vez en cuando se acuerda de que sigue siendo una chiquilla y le entra la nostalgia de la casa y de los padres que ya no tiene.

Peritas se acercó gañendo y le frotó la cabeza contra la pierna para obtener una caricia.

—Pérdicas se ha ido ya —prosiguió diciendo el secretario—. Mañana por la mañana estará en Mindo y tomará posesión del puerto para la flota. Todos los demás compañeros están con sus secciones, excepto Leonato, que se ha llevado a la cama a un par de muchachas. Calístenes está en su tienda ocupado en escribir, pero no es el único.

—¿No?

—No. También Tolomeo lleva un diario, una especie de memorial. Y he oído decir que incluso Nearco escribe. No sé cómo se las arregla en su embarcación que se mueve de continuo y no está nunca parada. Yo vomité dos veces cuando atravesamos los Estrechos.

—Estará acostumbrado.

—Por supuesto. ¿Y Calístenes? ¿Te ha dejado leer algo?

—No, nada. Es muy celoso de su trabajo. Me ha dicho que podré verlo únicamente después de que haya terminado la redacción definitiva.

—Eso es hablar de años…

—Me temo que sí.

—Será duro…

—¿El qué?

—Tomar Halicarnaso.

Alejandro asintió y rascó a Peritas detrás de las orejas, revolviéndole el pelo.

—Me temo que sí.