15

Barsine desmontó al mismo tiempo que los chicos y se dirigió hacia la casa apenas iluminada por una lámpara encendida bajo el pórtico. Entró en el atrio y se encontró frente a su marido, de pie, apoyado en una muleta.

—¡Amado mío! —gritó, y corrió a su encuentro abrazándole y besándole en la boca—. No ha sido vida la mía sin ti.

—¡Padre! —exclamaron los chicos.

Memnón les estrechó a todos contra sí cerrando los ojos de la emoción.

—¡Venid, venid! He hecho preparar la cena. Hemos de celebrarlo.

Se encontraban en una bonita casa en el centro de una hacienda entre Mileto y Halicarnaso, puesta a su disposición por el sátrapa de Caria.

Las mesas estaban ya listas a la manera griega, con los lechos para comer y la crátera colmada de vino de Chipre. Memnón invitó a la esposa y a los hijos a tomar asiento y él mismo se recostó sobre el pequeño lecho.

—¿Cómo estás? —preguntó Barsine.

—Muy bien, estoy prácticamente curado. Voy con muleta porque el médico me ha aconsejado que no canse la pierna durante algún tiempo, pero estoy bien y podría caminar sin ella.

—¿Y la herida te duele?

—No, el remedio del médico egipcio ha sido prodigioso. La herida ha cicatrizado y secado en pocos días. Pero, os lo ruego, comed.

El cocinero griego pasaba ofreciendo pan fresco, pequeñas porciones de queso y huevos duros de pato, mientras que su ayudante servía en las escudillas una sopa de habas, garbanzos y guisantes.

—¿Qué va a pasar ahora? —preguntó Barsine.

—Os he hecho venir aquí porque tengo cosas muy importantes que contaros. El Gran Rey me ha nombrado por decreto personal comandante en jefe de la región anatólica. Esto significa que puedo dar órdenes incluso a los sátrapas, hacer levas y disponer de medios ingentes.

Los chicos le miraban fascinados y les relucían los ojos de orgullo.

—Por consiguiente, vas a retomar las operaciones de guerra —comentó Barsine con bastante menos entusiasmo.

—Sí, lo más pronto posible. Y a propósito… —Mantenía los ojos bajos, como si observara el color del vino dentro de su copa.

—¿Qué pasa, Memnón?

—Éste ya no es lugar para vosotros. Será una guerra sin cuartel, no habrá lugares seguros para nadie… —Su esposa sacudía la cabeza incrédula—. Debes comprenderlo, porque ésa es también voluntad del Gran Rey. Partiréis para Susa, tú y los chicos, y viviréis en la corte, reverenciados y rodeados de toda clase de atenciones.

—¿El Gran Rey nos quiere como rehenes?

—No, no creo que se trate de eso, pero sin duda pesa el hecho de que yo no soy persa. Soy un mercenario, una espada vendida.

—Yo no te dejaré.

—Y tampoco nosotros —añadieron los chicos.

Memnón dejó escapar un suspiro.

—No hay otro modo de proceder ni otro camino. Partiréis mañana. Un carro os llevará hasta Celenas, tras lo cual estaréis en terreno seguro. Viajaréis por el camino real, donde no correréis ningún peligro, y llegaréis a Susa hacia finales del mes próximo.

Mientras le hablaba, Barsine bajó la mirada y dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas.

—Te escribiré —prosiguió Memnón—. Tendrás noticias mías muy frecuentemente porque podré usar los correos reales, y también tú podrás escribirme utilizando el mismo medio. Y cuando todo haya acabado, me reuniré contigo en Susa, donde el Gran Rey me conferirá los más altos honores y me recompensará por los servicios prestados.

»Y por fin podremos vivir en paz, donde tú quieras, adorada mía, aquí en Caria, o en nuestro palacio de Zelea, a orillas del mar, en Panfilia, y veremos crecer a nuestros hijos. Ahora quédate tranquila y no me hagas más difícil la separación.

Barsine esperó a que los chicos hubieran terminado de comer; después les mandó a dormir.

Se acercaron uno tras otro al padre y le abrazaron con los ojos relucientes.

—No quiero lágrimas en los ojos de mis jóvenes guerreros —dijo Memnón; los chicos trataron de contenerse y le miraron firmes mientras él se levantaba para despedirse de ellos—. Buenas noches, hijos míos. Que durmáis bien porque os espera un largo viaje. Veréis cosas maravillosas, palacios resplandecientes de mil colores, lagos y jardines fabulosos. Probaréis frutas y comidas rarísimas. Viviréis como dioses. Y ahora id a dormir, vamos.

Los muchachos le besaron la mano según la costumbre persa y se retiraron.

Barsine despidió a los siervos y acompañó a su marido al aposento. Le hizo sentarse en un sillón y por primera vez en su vida hizo algo que no había hecho nunca antes, por el fuerte sentido del pudor que desde niña le había sido inculcado: se desvistió ante él y se quedó desnuda a la luz roja y cálida de las lámparas.

Memnón la contempló como sólo un griego podía contemplar la belleza en su más alta expresión. Dejó deslizarse lentamente la mirada sobre la piel ambarina, por el suave óvalo de su rostro, por su cuello esbelto, por los redondeados hombros, por el pecho fuerte y turgente, por los pezones oscuros y erectos, por el vientre suave, por la pelusilla brillante del pubis.

Le tendió los brazos, pero ella retrocedió hasta tumbarse en el lecho. Mientras él la miraba fijamente con fiebre en la mirada, ella abrió los muslos, cada vez más audaz, despojándose del último velo de pudor para brindar a su hombre toda la excitación y el placer de que era capaz, antes de dejarle por un tiempo tal vez larguísimo.

—Mírame —le dijo—. No me olvides. Aunque te lleves a otras mujeres a tu lecho, aunque te ofrezcan jóvenes eunucos de redondas caderas, recuérdame, recuerda que ninguna otra puede entregarse a ti con el amor que yo siento y que me arde en el corazón y en la carne.

Hablaba con voz queda y sonora al mismo tiempo, y el timbre de sus palabras tenía el mismo calor que la luz de las lámparas que oscilaba sobre su piel reluciente y oscura como el bronce, dibujando las superficies de su cuerpo como un paisaje encantado.

—Barsine… —murmuró Memnón despojándose a su vez de la larga clámide e irguiéndose desnudo y poderoso frente a ella—. Barsine…

Su cuerpo cincelado, endurecido en cien batallas, estaba marcado de cicatrices, y la última herida le surcaba el muslo con un largo relieve rojizo, pero de su musculatura imponente, de su mirada firme emanaba una energía formidable, indómita y temeraria, una vitalidad suprema.

La mirada de ella le acarició larga, insistentemente, mientras se le acercaba con paso inseguro. Cuando se echó a su lado, sus manos rozaron suavemente sus fuertes muslos, hasta la ingle, y su boca despertó el placer en cada punto de su cuerpo. Luego se subió encima de él para que no se hiciera daño, en el ardor del amor, y se dobló sobre él moviendo las caderas con los mismos extenuantes movimientos que la danza con que le había conquistado la primera vez que la había visto en casa de su padre.

Cuando se quedaron sin fuerzas, vencidos por el cansancio, uno al lado de la otra, una tenue claridad comenzaba apenas a difundirse sobre el perfil sinuoso de las colinas de Caria.