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El almirante Nearco dio orden de izar el estandarte real y de hacer sonar las trompas y el gran quinquerreme se puso en movimiento deslizándose ligero sobre las aguas. En el centro del combés, en la base del palo mayor, estaba clavado el gigantesco tambor de Queronea y cuatro hombres marcaban el ritmo de la boga con unas grandes mazas forradas de cuero, de modo que el estruendo, llevado por el viento, podía ser oído por toda la flota.

Alejandro estaba erguido en proa revestido con una coraza chapada de plata y se cubría la cabeza con un yelmo resplandeciente de idéntico metal en forma de cabeza de león con las fauces abiertas. Llevaba unas grebas repujadas y ceñía la espada con la empuñadura de marfil que había sido de su padre. Con la mano derecha empuñaba una lanza de fresno de punta dorada que brillaba al sol a cada movimiento, como el rayo de Zeus.

El rey parecía embelesado por su sueño y se dejaba acariciar el rostro por el viento salobre y por la clarísima luz del Sol, mientras todos sus hombres, desde las ciento cincuenta naves de la flota, mantenían la mirada fija en aquella figura resplandeciente sobre la proa de la nave capitana, semejante a la estatua de un dios.

Pero de pronto pareció despertarle un sonido y aguzó el oído, miró a su alrededor inquieto, como si buscase algo. Nearco se acercó a él:

—¿Qué sucede, señor?

—Escucha, ¿no lo oyes también tú?

Nearco sacudió la cabeza:

—Yo no oigo nada.

—Pues sí, escucha. Se diría que… pero no es posible.

Bajó del castillo de proa y caminó a lo largo de la borda hasta que oyó, más nítido pero cada vez más débilmente, el ladrido de un perro. Miró entre las olas del mar encrespadas de espuma y vio a Peritas, que nadaba desesperadamente y estaba ya a punto de sucumbir. Gritó:

—¡Es mi perro! ¡Es Peritas, salvadlo! ¡Salvadlo, por Heracles!

Tres marineros se zambulleron de inmediato, ciñeron con unas sogas el cuerpo del animal y lo izaron a bordo.

La pobre bestia se abandonó completamente exhausta sobre la cubierta y Alejandro se arrodilló a su lado, acariciándola emocionado. Tenía aún en el cuello un trozo de cadena y las zarpas le sangraban por la larga carrera.

Peritas, Peritas —continuaba llamándolo—. No te mueras.

—No te preocupes, señor —le tranquilizó un veterinario del ejército que había acudido con presteza—. Saldrá de ésta. Sólo está medio muerto de cansancio.

Una vez secado y calentado por los rayos del sol, Peritas comenzó a dar señales de vida y poco después dejó oír de nuevo su voz. En aquel momento Nearco apoyó una mano en un hombro del soberano.

—Señor, Asia.

Alejandro se puso en pie de golpe y corrió hacia proa: se perfilaba delante de él la orilla asiática, recortada por pequeñas ensenadas y punteada de pueblos enclavados entre colinas boscosas y playas soleadas.

—Nos estamos preparando para el desembarco —añadió Nearco, mientras los marineros amainaban la vela y se aprestaban a echar el ancla.

La nave siguió avanzando mientras surcaba las espumeantes olas con el gran rostro de bronce y Alejandro contemplaba aquella tierra cada vez más próxima, como si los sueños largo tiempo acariciados estuviesen a punto de hacerse realidad.

El comandante gritó:

—¡Remos fuera!

Y los bogadores alzaron los remos chorreantes de agua, dejando que la nave discurriese por propia inercia hacia la costa. Cuando estuvieron a escasa distancia, Alejandro empuñó la lanza, tomó carrerilla por la cubierta y la lanzó con toda sus fuerzas.

La aguzada asta voló por el cielo en amplia parábola, centelleando al sol como un meteoro; luego dirigió su punta hacia abajo cayendo cada vez más rápido hasta que se hincó, vibrando, en Asia.