El ejército comenzó a reagruparse al soplo de los vientos de primavera, comenzando por los batallones de infantería pesada de los pezetairoi, equipados de todo punto, con las enormes sarisas al hombro: los jóvenes formados en las primeras filas con la estrella argéada de cobre color leonado en los escudos, luego los expertos en segunda línea con la estrella de bronce y, por último, los veteranos que embrazaban escudos con la estrella de plata.
Todos iban tocados con el yelmo en forma de gorro frigio con una corta visera y vestían túnicas y mantos rojos. Cuando se ejercitaban realizando en el campamento conversiones o simulando el ataque, las sarisas entrechocaban con un tremendo ruido, como si un viento impetuoso soplara entre las ramas de un bosque de bronce. Cuando los oficiales ordenaban bajar las lanzas, la inmensa falange adquiría un aspecto horrible, como un erizo cubierto de aguijones de acero.
La caballería de los hetairoi fue enrolada de entre los nobles, distrito por distrito, equipada con pesadas corazas que cubrían hasta el abdomen y con los yelmos beocios de largos faldones. Montaban magníficos caballos de batalla tesalios, alimentados en los pastos abundantes de la llanura y a lo largo de las riberas de los grandes ríos.
En los puertos del norte se concentró la flota, a la que se unieron también escuadras atenienses y corintias porque se temía un golpe de mano de la Marina imperial persa, al mando de un almirante griego de nombre Memnón, un hombre temible por su astucia y experiencia, y sobre todo un hombre de palabra que mantendría la fe en su compromiso, sucediera lo que sucediese.
Eumenes le había conocido en Asia y puso en guardia a Alejandro, un día que pasaba revista a la flota a bordo de la nave capitana.
—¡Cuidado con Memnón, que es un guerrero que vende su espada una sola vez y a un solo hombre! Es cierto que la vende a un alto precio, pero luego es como si se hubiera jurado fidelidad a la patria: nada ni nadie le hará cambiar de bando ni de bandera.
»Tiene una flota compuesta de tripulaciones tanto griegas como fenicias y puede contar con el apoyo secreto de los no pocos adversarios que aún tienes en Grecia. Imagina qué sucedería si desencadenase un ataque por sorpresa mientras pasas tu ejército de una orilla a otra de los estrechos.
»Mis informadores han creado un sistema de señalizaciones luminosas entre la costa asiática y la europea para dar las alarmas de forma inmediata en el caso de un acercamiento de su flota. Sabemos que los sátrapas persas de las provincias occidentales le han confirmado el mando supremo de sus fuerzas en Asia con el encargo de hacer frente y neutralizar tu invasión, pero por ahora no conocemos sus planes de batalla: sólo tenemos alguna somera noticia.
—¿Y cuánto tiempo será preciso para saber más cosas? —preguntó Alejandro.
—Quizá un mes.
—Demasiado. Partimos dentro de cuatro días.
Eumenes le miró estupefacto.
—¡Cuatro días! Pero eso es una locura, no tenemos víveres suficientes. Te lo he dicho: nos bastarán a lo sumo para un mes. Tenemos que esperar a que lleguen los nuevos cargamentos de las minas del Pangeo.
—No, Eumenes. No esperaré más. Cada día que pasa permite al enemigo organizar sus defensas, concentrar tropas, reclutar mercenarios, también aquí, en Grecia. Tenemos que atacar lo antes posible. ¿Qué crees tú que hará Memnón?
—Memnón luchó ya con éxito contra los generales de tu padre. Pregúntale a Parmenio lo imprevisible que puede llegar a ser.
—Pero ¿tú qué crees que hará?
—Te atraerá lejos, hacia el interior, dejando tierra quemada tras de sí, y luego su flota te cortará las comunicaciones y los refuerzos por mar —sugirió una voz a sus espaldas.
Eumenes se volvió.
—Te presento al almirante Nearco.
Alejandro le estrechó la mano.
—Salve, almirante.
—Disculpa, señor —dijo Nearco, un cretense robusto, ancho de hombros y de ojos y cabellos negros—. Estaba ocupado en unas maniobras y no pude seguirte.
—¿Tu punto de vista es el que nos has expuesto?
—Con toda sinceridad, sí. Memnón sabe que enfrentarse a ti en campo abierto sería peligroso porque no tiene tropas lo suficientemente numerosas que oponer a tu falange, pero sin duda sabe también que no cuentas con muchas reservas.
—¿Y cómo ha podido saberlo?
—Porque el sistema de informaciones de los persas es formidable: tienen espías por todas partes y les pagan muy bien. Además pueden contar con numerosos amigos y simpatizantes, en Atenas, en Esparta, en Corinto e incluso aquí, en Macedonia. Le bastará con ganar tiempo y desencadenar acciones de distracción por tierra y por mar a tus espaldas. Te habrá puesto en dificultades, si es que no has caído en la trampa.
—¿Crees eso de veras?
—Lo único que pretendo es ponerte en guardia, señor. La que estás por emprender no es una empresa como las demás.
La nave se estaba adentrando en alta mar y apuntaba su proa contra las olas del mar abierto, festoneadas de espuma. El remero de popa marcaba el ritmo y los restantes doblaban sus relucientes espaldas bajo el Sol, sumergiendo y levantando alternativamente los largos remos.
Alejandro parecía absorto escuchando el redoble apremiante del tambor y las llamadas de los remeros que trataban de sostener el ritmo.
—Parece que todos le temen a ese Memnón —observó de repente.
—No temas, señor —precisó Nearco—. Estamos tan sólo tratando de imaginar un escenario posible o, mejor dicho, a mi parecer, probable.
—Tienes razón, almirante: estamos más expuestos y somos más débiles en el mar, pero en tierra nadie puede vencernos.
—Por ahora —dijo Eumenes.
—Por ahora —hubo de admitir Alejandro.
—¿Y por tanto? —preguntó una vez más Eumenes.
—Hasta la flota más poderosa tiene necesidad de puertos, ¿no es cierto, almirante? —preguntó Alejandro vuelto hacia Nearco.
—Sobre eso no cabe duda, pero…
—Deberías tomar todos los atracaderos de los estrechos del delta del Nilo para bloquearle el paso —sugirió Eumenes.
—En efecto —respondió Alejandro sin pestañear.
La víspera de la partida, el soberano regresó entrada la noche de Egas, adonde se había dirigido para hacer un sacrificio en la tumba de Filipo, y subió a los aposentos de su madre. La reina estaba en vela, sola, bordando un manto a la luz de los velones. Cuando Alejandro llamó a la puerta, fue a su encuentro y le abrazó.
—Nunca creí que llegase este momento —dijo tratando de disimular su emoción.
—Me has visto partir otras veces, mamá.
—Pero esta vez siento que es distinto. He tenido sueños extraños, difíciles de interpretar.
—Me lo imagino. Aristóteles dice que los sueños son alumbrados por nuestra mente y, por tanto, puedes buscar la respuesta en tu propio interior.
—La he buscado, pero desde hace tiempo mirar mi propio interior me produce una sensación de vértigo, casi de temor.
—Y tú conoces el motivo.
—¿Qué pretendes decir?
—Nada. Eres mi madre, y sin embargo eres el ser más misterioso que haya conocido jamás.
—No soy más que una mujer desdichada. Y ahora tú partes para una larga guerra dejándome sola. Pero está escrito que tenía que suceder, que tenías que llevar a cabo empresas extraordinarias, sobrehumanas.
—¿Qué significa eso?
Olimpia se volvió hacia la ventana, como si buscase imágenes y recuerdos entre las estrellas o en la cara de la luna.
—Una vez, antes de que tú nacieras, soñé que un dios me había desflorado, mientras dormía en el tálamo al lado de tu padre, y un día, en Dodona, durante mi embarazo, el viento que soplaba entre las ramas de las encinas sagradas me susurró tu nombre:
ALÉXANDROS.
»Hay hombres que son paridos por mujeres mortales, pero cuyo destino es distinto del de los demás, y tú eres uno de ellos, hijo mío, estoy convencida. Siempre he considerado un privilegio el ser tu madre, pero no por eso el momento de la separación es menos amargo.
—Lo es también para mí, mamá. Hace no mucho perdí a mi padre, ¿recuerdas? Y alguien ha dicho que te vio poner una corona al cuello del cadáver del asesino.
—Ese hombre vengó las terribles vejaciones que Filipo me había infligido y te hizo rey.
—Ese hombre cumplió las órdenes de alguien. ¿Por qué no le coronas también a él?
—Por que no sé quién es.
—Pero yo lo sabré, antes o después, y le empalaré vivo.
—¿Y si tu padre fuese en cambio un dios?
Alejandro cerró los ojos y volvió a ver a Filipo caer en medio de un mar de sangre, le vio caer lentamente al suelo como en la imagen de un sueño y pudo leer cada arruga que el dolor le hacía asomar cruelmente en el rostro antes de darle muerte. Sintió que unas lágrimas ardientes le brotaban de los ojos.
—Si mi padre es un dios, un día me encontraré con él. Pero sin duda no podrá hacer ya por mí más de lo que hizo Filipo. Le he ofrecido sacrificios a su encolerizada sombra antes de partir, madre.
Olimpia levantó otra vez la mirada para escrutar el cielo y dijo:
—El oráculo de Dodona marcó tu nacimiento; otro oráculo, en medio de un ardiente desierto, señalará para ti otro nacimiento para una vida imperecedera. —Luego se volvió de golpe y se arrojó a sus brazos—. Piensa en mí, hijo mío. Yo pensaré en ti cada día y cada noche. Será mi espíritu el que te sirva de escudo en la batalla, mi espíritu el que te cure las heridas, el que te guíe en la oscuridad, el que combata los influjos malignos, el que ahuyente de ti las fiebres. Te quiero, Alejandro, más que a cualquier cosa en el mundo.
—También yo, mamá, y pensaré en ti cada día. Y ahora despidámonos, porque partiré antes del amanecer.
Olimpia le besó en las mejillas, en los ojos y en la cabeza y continuaba estrechándole como si no pudiera separarse de él.
Alejandro se soltó suavemente del abrazo con un último beso y dijo:
—Adiós, mamá. Cuídate.
Olimpia asintió mientras de sus ojos caían gruesas lágrimas. Y sólo cuando el paso del rey se hubo perdido a lo lejos en los corredores del palacio real consiguió murmurar:
—Adiós, Aléxandre.
Veló toda la noche para contemplarle una última vez desde su balcón y verle ponerse la armadura a la luz de las antorchas, cubrirse la cabeza con el yelmo crestado, ceñirse la espada al costado, embrazar el escudo con la estrella de oro, mientras Bucéfalo relinchaba y piafaba impaciente y Peritas ladraba desesperado intentando inútilmente romper la cadena.
Permaneció inmóvil mirándole mientras corría en la grupa de su semental; permaneció en el sitio hasta que el último eco del galope se desvaneció a lo lejos, tragado por la oscuridad.